Resultó que no había necesidad de dar explicaciones. Brenda y Jorge llevaban el tiempo suficiente en CRUEL para saber quién era Gally, una especie de marginado en el Claro, y que él y Thomas se habían convertido en acérrimos rivales por los recuerdos de Gally desde el Cambio. Pero Thomas sólo podía pensar en el chico enfadado que arrojó el cuchillo que mató a Chuck, que hizo desangrarse al muchacho hasta la muerte, en el suelo, mientras él le sostenía.
Luego había perdido la cabeza: golpeó a Gally hasta que creyó haberlo matado. Una sorprendente oleada de alivio le inundó al darse cuenta de que tal vez no lo había hecho, si es que aquella nota era realmente de Gally. A pesar de lo mucho que odiaba a aquel tío, no quería ser un asesino.
—Es imposible que sea él —dijo Brenda.
—¿Por qué? —preguntó Thomas, y la sensación de alivio comenzó a desaparecer—. ¿Qué le pasó cuando se nos llevaron? ¿Se…?
—¿Murió? No. Pasó una semana en la enfermería para recuperarse de un pómulo roto. Pero aquello no fue nada comparado con el daño psicológico. Le utilizaron para matar a Chuck porque los psicólogos creyeron que los patrones merecerían la pena. Estaba todo planeado. Obligaron a Chuck a ponerse delante de ti.
Toda la ira que sentía hacia Gally se concentró en CRUEL y alimentó su odio creciente por la organización. El tío había sido un gilipullo total, pero si Brenda decía la verdad, tan sólo fue un instrumento de CRUEL. Thomas se puso aún más furioso al oír que no fue un error que Chuck muriera en su lugar.
Brenda continuó:
—Oí que uno de los psicólogos diseñó la interacción con objeto de que fuera una Variable no sólo para ti y los clarianos que lo presenciaron, sino… sino también para Chuck en sus últimos momentos.
Por un breve pero espantoso instante, Thomas pensó que la rabia se apoderaría de él, que cogería a un desconocido al azar y le daría una paliza de muerte, como la que le había propinado a Gally.
Inspiró y se pasó una mano temblorosa por el pelo.
—Ya nada me sorprende —masculló.
—La mente de Gally no soportó lo que había hecho —explicó Brenda—; se volvió completamente loco y tuvieron que echarlo. Estoy segura de que suponían que nadie se creería su historia.
—¿Y por qué piensas que no puede ser él? —inquirió Thomas—. Quizá se recuperó y volvió en sí.
Brenda negó con la cabeza.
—Mira, todo es posible. Pero vi a ese chaval y era como si tuviese el Destello. Intentaba comerse las sillas, escupía, gritaba y se arrancaba su propio pelo.
—Yo también le vi —añadió Jorge—. Un día escapó de los guardias. Corrió desnudo por los pasillos, gritando a pleno pulmón que tenía escarabajos en las venas.
Thomas trató de aclarar su mente.
—Me pregunto qué querrá decir con Brazo Derecho.
—Se rumorea sobre ellos por todas partes —contestó Jorge—. Se supone que es un grupo clandestino cuyo fin es desmantelar CRUEL.
—Pues con mayor motivo para hacer lo que dice la nota —dijo Thomas.
El rostro de Brenda reflejó duda.
—Yo creo que deberíamos encontrar a Hans antes que nada.
Thomas levantó el trozo de papel y lo agitó.
—Vamos a ver a Gally. Necesitamos a alguien que conozca la ciudad.
Más que eso, su instinto le decía que debían empezar por allí.
—¿Y si es alguna especie de trampa?
—Sí —dijo Minho—, tal vez deberíamos pensarlo.
—No —Thomas negó con la cabeza—, ya no podemos intentar anticiparnos a ellos. A veces hacen cosas para obligarme a hacer lo contrario de lo que piensan que pienso que ellos quieren que haga.
—¿Eh? —preguntaron los tres al mismo tiempo, mientras la confusión transformaba sus caras.
—A partir de ahora, haré lo que considere correcto —explicó Thomas—. Y algo me dice que tenemos que ir a ese sitio para ver a Gally, al menos para averiguar si de verdad es él. Es una conexión con el Claro y tiene muchos motivos para estar de nuestro lado.
Los otros se quedaron mirándole fijamente, inexpresivos, como si intentaran buscar más argumentos.
—Bien —dijo Thomas—, me tomaré esas expresiones como un sí. Me alegra ver que estáis todos de acuerdo conmigo. Bueno, ¿cómo llegamos ahí?
Brenda dejó escapar un suspiro exagerado.
—¿Alguna vez has oído hablar de los taxis?
Tras una comida rápida en el centro comercial, cogieron un taxi para que les llevara a la ciudad. Cuando Jorge pagó al taxista con una tarjeta, Thomas se inquietó porque CRUEL pudiera seguirles el rastro y, en cuanto se sentaron, le preguntó al respecto entre susurros para que el taxista no les oyera.
Jorge se limitó a lanzarle una mirada inquieta.
—Estás preocupado porque Gally sabía que veníamos, ¿no? —preguntó Thomas.
Jorge asintió.
—Un poco. Pero por el modo en que se presentó aquel hombre, espero que la noticia de la huida se filtrara y ese Brazo Derecho nos haya estado buscando desde entonces. He oído que tienen aquí la base.
—O quizá tenga algo que ver con el grupo de Teresa, puesto que llegaron aquí primero —sugirió Brenda.
Thomas no se sentía muy reconfortado.
—¿Estás seguro de lo que haces? —le preguntó a Jorge.
—No pasará nada, muchacho. Ahora que estamos aquí, CRUEL tardará mucho en alcanzarnos. En la ciudad, mezclarse entre la gente es más fácil de lo que piensas. Relájate.
Thomas no sabía si podría hacerlo, pero se recostó en el asiento para mirar por la ventanilla.
El recorrido por Denver le dejó sin respiración. Recordaba de su infancia los vehículos que se sostenían en el aire —unos vehículos de la policía sin conductor y con armas que todo el mundo llamaba «máquinas poli». Pero en general no se parecía nada a lo que había visto antes—, los enormes rascacielos, los brillantes expositores de publicidad holográfica, la infinidad de personas… Le costaba mucho creer que fuera real. Una pequeña parte de él se preguntaba si CRUEL estaba manipulando sus nervios ópticos de alguna forma, si aquello no era más que otra simulación. Se preguntó si antes había vivido en una ciudad así y, en tal caso, cómo era posible que hubiera olvidado un esplendor como aquel.
Mientras avanzaban por las concurridas calles, se le ocurrió que quizás el mundo no estaba tan mal después de todo. Allí había una comunidad entera, miles de personas que se ocupaban de sus vidas diarias. Pero el recorrido continuó y, poco a poco, comenzó a fijarse en detalles que no había advertido. Y cuanto más avanzaban, más nervioso se ponía. Casi todos a los que miraba parecían preocupados. Era como si se evitaran los unos a los otros y no sólo por educación. Resultaba evidente que tomaban medidas para no acercarse al resto. Como en el centro comercial, muchos llevaban máscaras o se tapaban la boca y la nariz con trapos mientras caminaban.
Las paredes de los edificios estaban llenas de pósteres y carteles, la mayoría rotos o cubiertos con pintura de espray. Algunos advertían del Destello y explicaban con detalle las precauciones; otros hablaban de los peligros de abandonar las ciudades o de qué hacer si alguien se encontraba con una persona infectada. Algunos tenían aterradoras fotografías de raros que habían traspasado la barrera del Ido. Thomas vio un póster de una mujer en primer plano con el pelo peinado hacia atrás, en cuya parte inferior se leía el eslogan «La ministra Paige te quiere».
«La ministra Paige».
Enseguida reconoció el nombre. Era en la que Brenda le había dicho que podía confiar, la única. Se volvió para preguntarle a Brenda por ella, pero se detuvo. Algo le dijo que esperara hasta que estuviesen a solas. Mientras avanzaban, vio varios pósteres de ella, pero la mayoría tenían pintados grafitis. Costaba ver el auténtico aspecto de aquella mujer debajo de los cuernos de demonio y bigotes ridículos.
Una especie de fuerza de seguridad patrullaba las calles en grupos numerosos. Había cientos de ellos; llevaban camisas rojas, máscaras de gas, un arma en una mano y en la otra, una versión más pequeña del aparato para analizar el virus que habían probado Thomas y sus amigos antes de entrar a la ciudad. Cuanto más se alejaban del muro exterior, más sucias eran las calles. Había basura por todas partes, las ventanas estaban rotas y los grafitis decoraban casi todas las paredes.
Y aunque el sol brillaba en las ventanas de arriba, la oscuridad reinaba en aquel lugar.
El taxi se metió en un callejón; Thomas se sorprendió al ver que estaba desierto. El coche se detuvo junto a un edificio de cemento que se elevaba al menos veinte plantas y el conductor sacó la tarjeta de Jorge de una ranura para devolvérsela, lo que Thomas interpretó como una señal para salir del vehículo.
En cuanto estuvieron todos fuera y el taxi se hubo marchado, Jorge señaló la escalera más cercana.
—El número 2792 está ahí, en el segundo piso.
Minho silbó y exclamó:
—¡Qué acogedor!
Thomas estaba de acuerdo. Aquel lugar no invitaba a entrar y los ladrillos grises, cubiertos de grafitis, le ponían nervioso. No quería acercarse a aquellos escalones y descubrir lo que les esperaba en el interior.
Brenda le dio un empujón.
—Ha sido idea tuya, así que tú delante.
Tragó saliva, pero no dijo nada y se limitó a caminar hacia las escaleras para subirlas despacio con los otros tres a sus talones. Parecía que la agrietada puerta de madera combada del apartamento 2792 llevara allí mil años; apenas quedaban unos pocos restos de pintura verde desvaída.
—Esto es una locura —susurró Jorge—; es una locura total.
Minho resopló.
—Thomas le dio una paliza de muerte una vez y se la puede volver a dar.
—A menos que se líe a tiros —replicó Jorge.
—¿Podéis callaros? —espetó Thomas con los nervios a flor de piel.
Sin mediar más palabra, llamó a la puerta. Unos angustiosos segundos más tarde, esta se abrió.
Thomas supo inmediatamente que el chico de pelo negro que respondió era el Gally del Claro. No cabía duda. Pero tenía la cara llena de cicatrices, surcada por rayas blancas como babosas. El ojo derecho parecía irreparablemente hinchado y la nariz, que antes del incidente con Chuck había sido grande y un poco deforme, se hallaba aún más torcida.
—Me alegro de que hayáis venido —dijo Gally con voz ronca—, porque el fin del mundo se cierne sobre nosotros.