Thomas no había tenido demasiado tiempo para pensar en cómo sería el mundo no controlado por CRUEL; pero ahora que de verdad iban a verlo, tenía los nervios a flor de piel. Estaba a punto de entrar en un territorio desconocido.
—¿Listos? —inquirió Brenda.
Estaban fuera del iceberg, al pie de la rampa de carga, a unos treinta metros delante de un muro de cemento con unas grandes puertas de hierro. Jorge resopló.
—Me había olvidado de lo acogedor que era este lugar.
—¿Estás seguro de que sabes lo que haces? —le preguntó Thomas.
—Cierra el pico, hermano, y déjamelo a mí. Usaremos nuestro nombre de pila real con un apellido falso. Lo único que les importa, al fin y al cabo, es que seamos inmunes. Les encanta llevar un registro. No pasará más de un día o dos antes de que encuentren algo que podamos hacer para el gobierno. Somos valiosos. Y no puedo repetirlo más veces: Thomas, tienes que cerrar ya esa bocaza tuya.
—Y tú también, Minho —añadió Brenda—. ¿Entendéis? Jorge ha creado documentación falsa para todos nosotros y miente como un ladrón profesional.
—No me digas —murmuró Minho.
Jorge y Brenda se dirigieron hacia las puertas con Minho pegado a sus talones. Thomas vaciló y alzó la mirada al muro: le recordaba al Laberinto. Por la mente le pasó una imagen rápida de aquel horrible lugar, sobre todo por la noche, un recuerdo de cuando ató a Alby a aquella espesa enredadera para ocultarlo de los laceradores. Daba las gracias porque estas paredes estuvieran desnudas.
El camino hacia la salida pareció durar una eternidad; el enorme muro y las puertas daban la impresión de hacerse cada vez más altos mientras el grupo se aproximaba a ellos. Cuando por fin alcanzaron el pie de las inmensas puertas, un zumbido electrónico sonó desde algún sitio, seguido de una voz femenina.
—Digan su nombre y el motivo de su visita.
Jorge respondió a voces:
—Soy Jorge Gallaraga, y estos son mis socios Brenda Despain, Thomas Murphy y Minho Park. Estamos aquí para reunir información y hacer unas pruebas. Soy piloto de iceberg acreditado. Llevo encima toda la documentación necesaria y si quiere puede comprobarla.
Sacó unas cuantas tarjetas de su bolsillo trasero y se las enseñó a la cámara del muro.
—Espere, por favor —le indicó la voz.
Thomas estaba sudando, convencido de que la mujer haría sonar una alarma en cualquier momento, los guardias saldrían a toda velocidad y les enviarían de nuevo a CRUEL, a la habitación blanca o a algo peor.
Esperó mientras su mente daba vueltas; al cabo de unos minutos, una serie de chasquidos sonaron por el aire, seguidos de un fuerte golpe seco. Después, una de las puertas de hierro se abrió hacia fuera, con las bisagras rechinando. Thomas se asomó por la amplia abertura y sintió alivio al ver que el estrecho pasillo al otro lado estaba vacío. En el otro extremo había otro muro gigantesco con otras puertas, aunque aquellas parecían más modernas y había varias pantallas y paneles incrustados en el cemento a su derecha.
—Vamos —dijo Jorge, y atravesó las puertas abiertas como si lo hiciera todos los días.
Thomas, Brenda y Minho le siguieron por el pasillo hacia el muro exterior, donde se detuvo. Las pantallas y los paneles que Thomas había visto desde el otro lado, de cerca, eran complejos. Jorge pulsó un botón en el más grande y comenzó a introducir sus nombres y números de identificación falsos. Escribió otro tipo de información y luego metió sus tarjetas de datos en una gran ranura.
El grupo esperó en silencio unos minutos, mientras la ansiedad de Thomas aumentaba a cada segundo. Intentó no exteriorizarlo, pero de repente tuvo la sensación de que aquello era un gran error, de que deberían haber ido a algún lugar más seguro o haberse colado en la ciudad de otra forma. Aquella gente les iba a calar. A lo mejor CRUEL ya había avisado de que buscaba a unos fugitivos.
«Corta el rollo, Thomas», se dijo, y por una fracción de segundo temió haberlo dicho en voz alta.
La voz femenina volvió a oírse:
—La documentación está en orden. Por favor, acérquense a la estación de pruebas de virus.
Jorge se movió a la derecha, donde se abrió un panel en la pared. Thomas observó cómo de allí brotaba un brazo mecánico, un extraño aparato con lo que parecía una cavidad para los ojos. Jorge se inclinó hacia delante y presionó la cara contra la máquina. En cuanto sus ojos quedaron alineados con las cavidades, salió un pequeño alambre que le picó el cuello. Se oyeron varios silbidos y chasquidos; luego, el alambre se retiró hacia el aparato y Jorge se apartó.
Todo el panel volvió a la pared dando vueltas y el aparato que Jorge había usado desapareció y fue sustituido por uno nuevo, aparentemente idéntico al anterior.
—El siguiente —anunció la mujer.
Brenda intercambió una mirada de preocupación con Thomas, se acercó a la máquina y se inclinó hacia ella. El alambre le pinchó el cuello, el aparato emitió unos silbidos y chasquidos y se acabó. La muchacha se apartó y soltó un notable suspiro de alivio.
—Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que usé uno de estos —le susurró a Thomas—. Me ponen nerviosa, como si de repente fuera a dejar de ser inmune.
Una vez más, la mujer dijo:
—Siguiente.
Minho siguió el mismo procedimiento y por fin le tocó a Thomas.
Se acercó al panel de pruebas cuando volvió a rotar y, en cuanto apareció el nuevo aparato y se colocó en su sitio, se inclinó para acercar los ojos a donde se suponía que iban. Se preparó para el dolor del alambre, pero apenas notó el pinchazo en el cuello antes de que hubiera salido. Todo lo que vio dentro de la máquina fueron unos destellos de luz y color. Notó una ráfaga que le hizo cerrar fuerte los ojos; al abrirlos, todo estaba a oscuras.
La mujer habló de nuevo:
—Todos estáis libres de ACV y habéis confirmado vuestra inmunidad. Sabed que las oportunidades para los de vuestra clase son enormes aquí, en Denver. Pero no lo vayáis pregonando. Todos los residentes están sanos y no tienen el virus, pero hay muchos que todavía no son indulgentes con los inmunes.
—Hemos venido para unas simples tareas y volveremos a marcharnos. Probablemente dentro de una semana —dijo Jorge—. Esperemos que nuestro secreto siga siendo… un secreto.
—¿Qué es ACV? —le susurró Thomas a Minho.
—¿Crees que yo lo sé?
—Amenaza de Contagio Vírico —respondió Brenda antes de que Thomas le preguntara—. Pero cállate. El que no sepa esto por aquí parecerá sospechoso.
Thomas abrió la boca para decir algo, pero le sobresaltó un fuerte pitido cuando las puertas comenzaron a abrirse. Ante ellos se reveló otro pasillo, con las paredes de metal. Había otras puertas cerradas al otro extremo. Thomas se preguntó cuánto tardaría todo aquello.
—Entren al detector de uno en uno, por favor —indicó la mujer, cuya voz parecía haberles seguido hasta el tercer pasillo—. El señor Gallaraga primero.
Jorge entró a un pequeño espacio y las puertas se cerraron detrás de él.
—¿Qué es el detector? —quiso saber Thomas.
—Detecta cosas —espetó Brenda.
Él la miró con el ceño fruncido. Más rápido de lo que pensaba, volvió a sonar una alarma y las puertas se abrieron. Jorge ya no estaba allí.
—La señorita Despain es la siguiente —ordenó la voz, que ahora sonaba aburrida.
Brenda le hizo un gesto a Thomas con la cabeza y entró al detector. Alrededor de un minuto más tarde, le tocó a Minho, que le miró con expresión seria.
—Si no te veo al otro lado —dijo con tono ñoño—, recuerda que te quiero.
Soltó una risita cuando Thomas puso los ojos en blanco, cruzó las puertas y estas se cerraron tras él.
La mujer no tardó en indicarle a Thomas que entrara.
Al hacerlo, las puertas se cerraron y una ráfaga le azotó cuando sonaron varios pitidos bajos. Después, las puertas que tenía delante se abrieron; había gente por todas partes. El corazón se le aceleró, pero vio a sus amigos esperándole y entonces se relajó. Le llamó la atención el ajetreo que había a su alrededor cuando se acercó a ellos. Una muchedumbre bulliciosa de hombres y mujeres —muchos de ellos con trapos en la boca— llenaba un enorme atrio coronado por un techo de cristal muy alto, que dejaba entrar un montón de luz. Por una esquina vio la parte superior de muchos rascacielos, aunque no eran nada comparados con los que se habían topado en la Quemadura. Brillaban a la luz del sol. Thomas estaba tan asombrado por todo lo que veía que casi se olvidó de lo nervioso que había estado un instante antes.
—No ha ido tan mal, ¿verdad, muchacho? —comentó Jorge.
—A mí me ha gustado, en cierta manera —dijo Minho.
Thomas estaba embelesado; no podía dejar de estirar el cuello para asimilar el enorme edificio al que habían entrado.
—¿Qué es este lugar? —preguntó al final—. ¿Quiénes son todas estas personas?
Miró a sus tres compañeros, esperando una respuesta. Jorge y Brenda parecían avergonzados de ir con él. Pero la expresión de la chica cambió de repente y se tradujo en algo que parecía tristeza.
—Siempre se me olvida que habéis perdido la memoria —murmuró, y abrió los brazos para señalar a su alrededor—. Se llama centro comercial. Básicamente recorre toda la muralla que rodea la ciudad. Son tiendas y negocios.
—Nunca había visto tantas…
Se calló. Un hombre con una chaqueta azul marino se acercaba a ellos con la vista clavada en Thomas. Y no parecía muy contento.
—Eh —susurró, y señaló con la cabeza al desconocido.
El hombre les alcanzó antes de que nadie pudiera responder. Saludó al grupo con un movimiento breve de la cabeza y anunció:
—Sabemos que algunas personas han escapado de CRUEL y, a juzgar por el iceberg en el que habéis llegado, supongo que sois parte de ese grupo. Os recomiendo que aceptéis el consejo que voy a daros. No tenéis nada que temer. Tan sólo pedimos ayuda y os protegeremos cuando lleguéis.
Le dio a Thomas un papelito, giró sobre sus talones y se marchó sin mediar más palabra.
—¿A qué ha venido eso? —inquirió Minho—. ¿Qué pone?
Thomas bajó la mirada y leyó.
—Dice: «Tenéis que venir conmigo inmediatamente. Pertenezco a un grupo llamado el Brazo Derecho. En la esquina con Kenwood y Brookshire, apartamento 2792» —y entonces se le formó un nudo en la garganta al ver la firma al final del papelito. Miró a Minho, seguro de que se había quedado pálido—. Es de Gally.