Capítulo 16

Thomas tenía que confiar en Newt, tenía que hacerlo por su amigo, pero la curiosidad le corroía. Aunque sabía que no tenía tiempo que perder. Debían sacar a todos del edificio de CRUEL. Podría seguir hablando con Newt en el iceberg, si es que llegaban al hangar y convencían a Jorge para que les ayudara.

Newt salió del depósito de armas con una caja de munición en las manos, seguido de Minho y Brenda, que llevaban un par más de lanzagranadas y unas pistolas metidas en los bolsillos.

—Vamos a buscar a nuestros amigos —dijo Thomas.

Luego volvió por donde habían llegado y los otros caminaron en fila detrás de él.

Buscaron durante una hora, pero sus amigos parecían haber desaparecido. El Hombre Rata y los guardias que habían dejado atrás estaban, y la cafetería y los dormitorios, lavabos y salas de reuniones se hallaban vacíos. No se veía a ninguna persona ni a ningún raro. A Thomas le aterraba la posibilidad de que algo horrible hubiera pasado y todavía tuvieran que encontrarse con las secuelas.

Al final, después de haber buscado por todos los rincones, se le ocurrió algo.

—¿Os dejaban moveros con libertad mientras yo estaba encerrado en la habitación blanca? —preguntó—. ¿Estáis seguros de que no estamos pasando por alto ningún sitio?

—No que yo sepa —respondió Minho—. Pero no me sorprendería que hubiera habitaciones ocultas.

Thomas estuvo de acuerdo, pero pensó que no podían permitirse pasar más tiempo buscando. Su única opción era seguir adelante. Asintió.

—Vale. Vayamos en zigzag al hangar y seguiremos buscándoles por el camino.

Llevaban andando bastante rato cuando Minho se paró y señaló su oreja. Costaba apreciarlo porque el pasillo estaba sólo iluminado por las luces rojas de emergencia.

Thomas se detuvo con los demás e intentó calmar su respiración y escuchar. Enseguida lo oyó. Sonaba como un gemido, y él se estremeció. Provenía de unos metros más adelante, a través de una extraña ventana en el pasillo que daba a una habitación amplia. Desde su sitio, la habitación parecía totalmente a oscuras. Habían roto desde dentro el cristal de la ventana y los fragmentos cubrían las baldosas que había debajo.

El gemido sonó de nuevo.

Minho se llevó el índice a los labios y, con cuidado, dejó los dos lanzagranadas que llevaba de más. Thomas y Brenda hicieron lo mismo mientras Newt dejaba la caja de munición en el suelo. Los cuatro cogieron sus armas, con Minho a la cabeza, y avanzaron sigilosamente hacia el ruido. Sonaba como un hombre que intentara despertarse de una horrible pesadilla. La desazón de Thomas aumentaba a cada paso; tenía miedo de lo que estaba a punto de descubrir.

Minho se paró, con la espalda apoyada en la pared, justo en el borde del marco de la ventana. La puerta de la habitación estaba en el lado opuesto de la ventana, cerrada.

—¿Preparados? —susurró—. Ya.

Giró sobre sus talones y apuntó con el lanzagranadas al interior de la oscura habitación justo cuando Thomas se colocó a su izquierda y Brenda a su derecha, con las armas preparadas. Newt permaneció guardándoles las espaldas.

El dedo de Thomas se mantuvo inmóvil sobre el gatillo, listo para apretarlo en el instante que fuera necesario, pero en el interior no se produjo ningún movimiento. Trató de descifrar lo que ocurría en la habitación. La luz roja de emergencia no revelaba mucho, pero el suelo parecía hallarse repleto de montones oscuros. O de algo que se movía lentamente. Poco a poco, su vista se acostumbró a la penumbra y comenzó a distinguir las formas de los cuerpos vestidos de negro. Y alcanzó a ver unas cuerdas.

—¡Son los guardias! —exclamó Brenda, y su voz cortó el silencio.

Unos gritos ahogados escaparon de la habitación y por fin Thomas vio varios rostros. Amordazados y con los ojos abiertos, presos del pánico, los guardias estaban atados y tumbados completamente en el suelo, unos al lado de otros, a lo largo de toda la habitación. Algunos estaban quietos, pero la mayoría forcejeaba como podía. Thomas se quedó mirando fijamente mientras su cerebro buscaba una explicación.

—Así que aquí era donde estaban —musitó Minho.

Newt se asomó para echar un vistazo.

—Al menos no están colgando del maldito techo con la lengua fuera, como la última vez.

Thomas no podía estar más de acuerdo. Recordaba aquella escena demasiado vívidamente, hubiera sido real o no.

—Tenemos que interrogarles para ver qué ha pasado —dijo Brenda, avanzando ya hacia la puerta.

Thomas la agarró antes de que le diera tiempo a pensar.

—No.

—¿Qué quieres decir con no? ¿Por qué no? ¡Nos lo pueden contar todo!

Retorció el brazo y se soltó, pero esperó a ver qué tenía que decir.

—Puede que sea una trampa o que el que haya hecho esto esté a punto de volver. Tenemos que salir de aquí.

—Sí —afirmó Minho—, no hay discusión que valga. No me importa si se trata de raros, rebeldes o gorilas corriendo por aquí. Estos fucos guardias no son asunto nuestro ahora mismo.

Brenda se encogió de hombros.

—Muy bien. Tan sólo creía que podríamos sacar algo de información —hizo una pausa y señaló—. El hangar está por ahí.

Después de recoger la munición y las armas, corrieron pasillo tras pasillo, pendientes en todo momento de dar con quienquiera que hubiese maniatado a los guardias. Finalmente Brenda se detuvo ante otras puertas dobles. Una de ellas estaba entreabierta y dejaba pasar una brisa que hizo que se estremeciera.

Sin necesidad de que les dijesen nada, Minho y Newt se colocaron a ambos lados de la puerta, con los lanzagranadas preparados. Brenda cogió el pomo, apuntando con la pistola hacia el interior. No se oía nada al otro lado.

Thomas sujetó bien fuerte su lanzagranadas, con el extremo de atrás apoyado en su hombro y la boca hacia delante.

—Abre —dijo con el corazón latiéndole a toda velocidad. Brenda abrió la puerta de par en par y él se abalanzó al interior. Apuntó con el lanzagranadas a izquierda y derecha, girando en círculo mientras avanzaba.

El enorme hangar parecía haber sido construido para contener tres icebergs gigantescos, pero tan sólo había dos en su zona de carga. Tenían el aspecto de unas descomunales ranas en cuclillas y, a juzgar por sus bordes metálicos, desgastados y con quemaduras, se diría que hubieran transportado soldados hasta cientos de encarnizadas batallas. A excepción de unos cuantos cajones de carga y lo que parecía el puesto de los mecánicos, el resto de la zona era un espacio abierto.

Thomas siguió adelante para inspeccionar el hangar al tiempo que los otros tres caminaban a su alrededor. No se movía nada.

—¡Eh! —gritó Minho—. Por aquí. Hay alguien en…

No terminó la frase, pero se había parado cerca de un cajón y su arma apuntaba a algo de detrás.

Thomas fue el primero en colocarse junto a Minho y se sorprendió al ver a un hombre tumbado, oculto al otro lado de la caja de madera, que se quejaba mientras se frotaba la cabeza. No tenía sangre en sus cabellos oscuros, pero, a juzgar por cómo le costaba incorporarse, lo más probable era que hubiese recibido un buen golpe.

—Cuidado, amigo —advirtió Minho—. Tranquilo, no hagas ningún movimiento brusco u olerás a beicon quemado antes de que te des cuenta.

El hombre se apoyó sobre un codo y, cuando se quitó la mano de la cara, Brenda dejó escapar un gritito y echó a correr hacia él para darle un abrazo.

Era Jorge. Thomas sintió un gran alivio. Habían encontrado a su piloto y estaba bien, aunque un poco machacado. Brenda no parecía verlo de ese modo; examinó a Jorge para comprobar si tenía heridas mientras no dejaba de hacerle preguntas:

—¿Qué ha ocurrido? ¿Cómo te has hecho daño? ¿Quién se ha llevado el iceberg? ¿Dónde está todo el mundo?

Jorge volvió a quejarse y la apartó con cuidado.

—Para el carro, hermana. Tengo la cabeza como si me hubieran arrollado unos raros bailando. Dame un segundo mientras me recupero.

Brenda le dejó un poco de espacio y, ruborizada por los nervios y con aire preocupado, se sentó. Thomas también tenía un millón de preguntas que hacerle, pero sabía de sobra cómo se sentía uno tras recibir un golpe en la cabeza. Observó a Jorge mientras se orientaba y recordó el miedo que sintió al conocer a aquel chico, lo mucho que le aterrorizó. Nunca podría borrar de su mente las imágenes de Jorge peleando con Minho dentro de aquel edificio en ruinas en la Quemadura. Pero al final, como Brenda, Jorge se había dado cuenta de que él y los clarianos estaban en su mismo bando.

Jorge cerró los ojos con fuerza y los abrió unas cuantas veces más antes de comenzar a hablar:

—No sé cómo lo hicieron, pero se apoderaron del complejo, se deshicieron de los guardias, robaron el iceberg y se marcharon volando de aquí con otro piloto. Fui un idiota e intenté retenerlos hasta averiguar lo que sucedía, y mi cabeza ha pagado por ello.

—¿Quién? —preguntó Brenda—. ¿De quién estás hablando? ¿Quién se ha marchado?

Por alguna razón, Jorge miró a Thomas cuando respondió.

—Esa tía, Teresa. Ella y el resto de los sujetos. Bueno, todos menos vosotros, muchachos.