Thomas parpadeó rápidamente para intentar adaptarse a la oscuridad. La alarma sonaba en estridentes oleadas ensordecedoras.
Notó que Minho se levantaba y le oyó arrastrar los pies.
—¡La mujer se ha ido! —gritó su amigo—. ¡No la encuentro!
En cuanto dijo la última palabra, el sonido de la energía cargándose llenó los huecos entre los aullidos de la alarma, seguido del estallido de una granada al explotar contra el suelo. Los rayos de electricidad iluminaron la habitación; Thomas vio una figura imprecisa que se alejaba de ellos corriendo por el pasillo y poco a poco desaparecía en la penumbra.
—Ha sido culpa mía —masculló Minho, aunque apenas se le oyó.
—Volved a vuestras posiciones —dijo Thomas, temeroso de lo que aquella alarma significaba—. Palpad las puertas para encontrar por dónde se abren. Yo usaré la tarjeta del Hombre Rata. ¡Preparados!
Palpó la pared hasta que encontró el sitio que buscaba y después pasó la tarjeta; se oyó un chasquido y una de las puertas empezó a moverse hacia dentro.
—¡Empezad a disparar! —gritó Minho.
Newt, Brenda y Minho comenzaron a tirar granadas por la entrada hacia la oscuridad. Thomas tomó posición y les imitó: disparó una ráfaga de electricidad danzante que ahora chisporroteaba al otro lado de las puertas. Hubo unos segundos de diferencia, pero pronto crearon una muestra cegadora de luz y explosiones. Allí no había rastro de gente; nadie les devolvió los disparos.
Thomas dejó caer el arma a un lado.
—¡Basta! —gritó—. ¡No malgastéis más munición!
Minho soltó una granada más, pero después todos esperaron a que la energía se apagara para entrar a salvo en la habitación.
Thomas se volvió hacia Brenda y habló más alto para que le oyera pese al ruido:
—No nos acordamos de muchas cosas. ¿Podrías decirnos algo que nos ayude? ¿Dónde está todo el mundo? ¿Por qué se ha disparado la alarma?
La chica negó con la cabeza.
—Para serte sincera…, algo me huele mal.
—¡Me apuesto lo que sea a que esta es otra de sus pruebas! —gritó Newt—. Todo esto tenía que pasar y nos están analizando otra vez.
Thomas apenas podía oír sus pensamientos y Newt no era de ayuda. Alzó su lanzagranadas y entró en la habitación. Quería estar en un lugar más seguro antes de que la luz de las explosiones desapareciera totalmente. Por sus escasos recuerdos, sabía que se había criado en aquel sitio y deseó acordarse de su distribución. De nuevo se percató de lo importante que era Brenda para su libertad. Jorge también, si quería sacarlos a todos de allí volando.
La alarma paró.
—¿Y ahora…? —empezó a decir Thomas demasiado alto; bajó la voz—. ¿Y ahora qué?
—Probablemente se hayan hartado de que les sangren los oídos por el ruido —respondió Minho—. Que la hayan apagado no quiere decir nada.
El resplandor de los rayos eléctricos había desaparecido, pero la habitación de aquel lado de la puerta tenía encendidas las luces de emergencia, que lo teñían todo de rojo. Se hallaban en una gran recepción con sillas, sillones y un par de escritorios, pero no había nadie a la vista.
—Nunca he visto a nadie en estas salas de espera —dijo Thomas, al resultarle familiar de repente aquel espacio—. Este sitio está vacío y es espeluznante.
—Estoy segura de que hace mucho tiempo que ya no permiten visitas —respondió Brenda.
—¿Y ahora qué hacemos, Tommy? —preguntó Newt—. No podemos tirarnos aquí todo el día.
Thomas se quedó pensando un segundo. Tenían que encontrar a sus amigos, pero asegurarse de que contaban con un modo de escapar era su prioridad.
—Vale —dijo—. Brenda, nos hace mucha falta tu ayuda. Tenemos que llegar al hangar y encontrar a Jorge para que prepare un iceberg. Newt y Minho, podéis quedaros con él como refuerzo, mientras Brenda y yo vamos a buscar a nuestros amigos. Brenda, ¿sabes dónde almacenan las armas?
—El depósito de armas está de camino al hangar —contestó ella—. Pero seguramente esté vigilado.
—Por peores cosas hemos pasado —comentó Minho—. Empezaremos a disparar hasta que se retiren o nos retiremos.
—Nos los cargaremos a todos —añadió Newt, casi con un gruñido—. Hasta el último de esos indeseables.
Brenda señaló uno de los pasillos que salían de la recepción.
—Es por ahí.
La chica llevó a Thomas y sus amigos por un giro tras otro mientras las tenues luces rojas de emergencia iluminaban el camino. No se toparon con ninguna resistencia, aunque de vez en cuando una cuchilla escarabajo pasaba por allí, emitiendo un ligero ruidito metálico mientras se escabullía. Minho intentó disparar a una, pero falló y casi chamuscó a Newt, que dio un grito y tuvo ganas de devolverle el disparo, a juzgar por la expresión de su cara.
Después de quince minutos trotando, llegaron al almacén de armas. Thomas se detuvo en el pasillo, sorprendido al encontrarse la puerta abierta de par en par. Por lo que veía, las estanterías del interior parecían llenas.
—Se acabó —dijo Minho—. Sin duda.
Thomas sabía exactamente a qué se refería. Había pasado por demasiadas cosas para no saberlo.
—Es todo un montaje —masculló.
—Tiene que serlo —aseguró Minho—. De repente desaparece todo el mundo, se abren las puertas y aquí hay un montón de armas para nosotros. Está claro que nos vigilan con esas fucas cuchillas escarabajo.
—Huele a chamusquina —convino Brenda.
Al oír su voz, Minho se volvió hacia ella.
—¿Cómo sabemos que Brenda no está metida en esto? —preguntó.
La chica respondió con voz cansada:
—Lo único que puedo decir es que juro que no estoy implicada. No tengo ni idea de lo que ocurre.
Thomas odiaba admitirlo, pero lo que Newt había insinuado antes —que la huida no fuera más que un ejercicio organizado— cada vez parecía más probable. De nuevo los habían reducido a ratones que recorrían una clase distinta de laberinto. Deseaba de todo corazón que no fuera cierto.
Newt ya había entrado en la sala de las armas.
—Mirad las marcas en el polvo. Es obvio que se han llevado hace poco algo de material. A lo mejor en esta última hora.
Thomas inspeccionó el área. La sala tenía bastante polvo, el suficiente para hacerte estornudar si te movías demasiado, pero el lugar al que Newt señalaba estaba completamente limpio. Tenía razón.
—¿Qué tiene eso de importante? —preguntó Minho detrás de ellos.
Newt se volvió hacia él.
—¿No puedes pensar por ti mismo ni una sola vez, maldito pingajo?
Minho hizo una mueca. Parecía más sorprendido que enfadado.
—¡Eh, Newt! —exclamó Thomas—. La situación es horrible, sí, pero córtate un poco. ¿Qué te pasa?
—Yo te diré lo que me pasa: vais de duros sin un plan, llevándonos por ahí como un puñado de gallinas que buscan comida, y Minho no puede dar ni un paso sin preguntar qué pie debe usar.
Minho se había recuperado lo suficiente para enfadarse.
—Mira, cara fuco, tú eres el que va de genio porque has descubierto que unos guardias han sacado unas cuantas armas de un almacén de, sí, armas. Creía que estaba dándote el beneficio de la duda al pensar que podías averiguar algo más que eso. La próxima vez te daré una palmadita en la espalda por decir lo que es obvio.
Thomas miró a Newt justo a tiempo de ver que la expresión de su amigo había cambiado. Parecía afectado, casi al borde de las lágrimas.
—Lo siento —murmuró Newt, luego se dio la vuelta y salió de la habitación.
—¿Qué ha sido eso? —susurró Minho.
Thomas no quería decir lo que estaba pensando: que Newt poco a poco iba perdiendo la cordura. Y por suerte no tuvo que hacerlo. Brenda habló:
—Chicos, no le habéis entendido.
—¿Qué? —preguntó Minho.
—Tenía que haber dos o tres docenas de pistolas y lanzagranadas en esta sección y ahora no hay ninguna. Se las han llevado hace muy poco. En esta última hora, como ha dicho Newt.
—¿Sí? —afirmó Minho, justo cuando Thomas cayó en la cuenta.
Brenda extendió las manos como si la respuesta fuese evidente.
—Los guardias sólo vienen aquí cuando necesitan recambios o quieren usar algo más que un lanzagranadas. ¿Por qué les iba a hacer falta todo esto al mismo tiempo? ¿Hoy? Y los lanzagranadas son tan pesados que no puedes dispararlos si llevas otra arma. ¿Dónde están, entonces, las que no se han llevado?