Ignatius se acomodó en el taxi y le dio la dirección de la Calle Constantinopla. Del bolso del abrigo sacó una hoja de papel con membrete de Levy Pants, y, tomando prestada la tablita sujetapapeles del taxista a modo de mesa, comenzó a escribir mientras el taxi se adentraba en el denso tráfico de la Avenida St. Claude.
Estoy verdaderamente muy fatigado al final de mi primer día de trabajo. No quiero decir, sin embargo, que me sienta descorazonado o deprimido o derrotado. Me he enfrentado al sistema cara a cara por primera vez en mi vida, plenamente decidido a actuar dentro de su marco como observador y crítico de incógnito, como si dijésemos. Si hubiera más empresas como Levy Pants, estoy seguro de que las fuerzas laborales de Norteamérica se ajustarían mejor a sus tareas. Allí no se importuna en absoluto al trabajador que es claramente digno de confianza. El señor González, mi «jefe», aunque sea bastante cretino, resulta, sin embargo, bastante agradable. Parece que siempre está atemorizado, demasiado, desde luego, para criticar la tarea de cualquier trabajador. En realidad, es capaz de aceptar casi cualquier cosa, y es, por tanto, atractivamente democrático, a su modo subnormal. Como ejemplo de esto, la señorita Trixie, nuestra Madre Tierra del mundo mercantil, incendió involuntariamente unos importantes pedidos cuando pretendía encender una estufa. El señor González fue muy tolerante con este error si tenemos en cuenta que la empresa recibe últimamente menos pedidos cada día, y que esos pedidos venían de Kansas City y significaban unos quinientos dólares (¡quinientos!) de nuestros productos. Hemos de recordar, sin embargo, que el señor González tiene órdenes de esa misteriosa millonaria, la supuestamente inteligente e ilustrada señora Levy, de tratar bien a la señorita Trixie y de procurar que se sienta activa y útil. Pero ha sido también muy cortés conmigo, permitiéndome hacer mi voluntad entre los archivos.
Me propongo sonsacar dentro de poco a la señorita Trixie; sospecho que esta Medusa del capitalismo tiene muchas ideas valiosas y puede proporcionarme más de una observación básica.
La única nota desagradable (y aquí me expresaré con vulgaridad para ajustarme más al carácter de la criatura de la que voy a ocuparme) fue Gloria, la mecanógrafa, una putilla descarada y sin seso. Con la cabeza llena de ideas erróneas y de juicios de valor abismales. Tras de que hiciese uno o dos comentarios descarados y no solicitados sobre mi persona y mi porte, llamé aparte al señor González y le dije que Gloria estaba pensando dejar el trabajo al final del día sin notificarlo. El señor González perdió el control y despidió de inmediato a Gloria, permitiéndose con ello un ejercicio de autoridad que, según pude apreciar, le complació extrañamente. En realidad, lo que me impulsó a hacer lo que hice, fue el espantoso rumor de los tacones como estacas de los zapatos de esa chica. Otro día más soportando ese repiqueteo habría sellado mi válvula definitivamente. Además, toda aquella máscara de maquillaje y aquellos labios pintados y otras vulgaridades que prefiero no enumerar.
Tengo muchos planes para mi departamento de archivos, y he ocupado un escritorio (entre los varios que hay vacíos) junto a una ventana. Me siento allí con mi estufita puesta al máximo y así me paso toda la tarde, viendo los barcos que llegan de muchos puertos exóticos y que cruzan las frías y oscuras aguas del puerto. Los leves ronquidos de la señorita Trixie y el furioso teclear del señor González proporcionaron esta tarde un agradable contrapunto a mis reflexiones.
El señor Levy no apareció hoy; creo que, por lo que parece, visita el negocio muy poco, que está en realidad, tal como dice el señor González, «intentando venderlo lo antes posible». Quizá nosotros tres (pues lograré que el señor González despida a los otros trabajadores si se presentan mañana; demasiada gente en la oficina me distraería sin duda) podamos revitalizar el negocio y devolverle la fe al señor Levy el Joven. Tengo ya algunas ideas excelentes, y sé que acabaré logrando que el señor Levy se decida a poner su corazón y su alma en la empresa.
Por otra parte, he llegado a un acuerdo muy positivo con el señor González. Le convencí de que, puesto que le había ayudado a ahorrar el gasto del salario de Gloria, podría corresponder pagándome el viaje de ida y vuelta en taxi. El regateo que siguió fue un borrón en un día, por lo demás, agradable. Pero al fin impuse mi punto de vista explicando al señor González los peligros de mi válvula y de mi salud en general. Vemos, pues, que incluso cuando la rueda de la Fortuna nos hace girar hacia abajo, se para a veces un momento y nos vemos en un pequeño ciclo positivo dentro de ese ciclo negativo más amplio. El universo se basa, por supuesto, en el principio del círculo dentro del círculo. De momento, estoy en un círculo más interno. Son posibles también, claro está, círculos más pequeños dentro de este círculo.
Ignatius dio al taxista la tablilla sujetapapeles, así como una serie de instrucciones sobre el itinerario que debía seguir y la velocidad de crucero conveniente. Cuando llegaron a la Calle Constantinopla, reinaba en el taxi un silencio hostil, sólo roto por la petición del abono de la carrera por parte del taxista.
Mientras Ignatius se incorporaba irritado y salía del taxi, vio a su madre caminando calle abajo. Llevaba el abrigo corto de entretiempo color rosa y el sombrerito rojo que se colocaba inclinado sobre un ojo, de modo que parecía una starlet superviviente de la época de los Golddiggers. Ignatius apreció desesperado que su madre había añadido un toque de color colocándose en una solapa del abrigo una flor de Pascua. Sus zapatos marrones de cuña rechinaban con un desafiante tono de rebajas, mientras caminaba roja y rosa por la acera de ladrillo rota. Aunque llevaba años viendo sus atuendos, el verla vestida de gala siempre le alteraba un poco la válvula.
—Oh, querido —dijo jadeante la señora Reilly cuando se encontraron junto al parachoques trasero del Plymouth, que bloqueaba todo el paso por la acera—. Ha sucedido algo terrible.
—Oh, Dios mío. ¿Qué pasa ahora?
Ignatius supuso que era algo de la familia de su madre, un grupo de seres que tendían a sufrir violencias y aflicciones. Estaba la vieja tía a la que unos golfos le robaron cincuenta centavos, la prima a la que atropello el tranvía en la Calle Magazine, el tío que comió un buñuelo de crema en malas condiciones, el padrino que tocó un cable de alta tensión suelto a causa de un huracán.
—La pobre señora Annie de la casa de al lado. Esta mañana le dio un desmayo en el callejón. Nervios, hijito. Dice que esta mañana la despertaste tocando el banjo.
—Es un laúd, no un banjo —atronó Ignatius—. ¿Acaso cree que soy uno de esos perversos personajes de Mark Twain?
—Precisamente vengo de verla. Está en casa de su hijo, en la Calle St. Mary.
—Oh, ese muchacho insoportable —Ignatius subió las escaleras de su madre—. Bueno, gracias a Dios la señora Annie nos ha dejado por una temporada. Quizás ahora pueda tocar el laúd sin que me lleguen sus estentóreos insultos desde el otro lado del callejón.
—Paré en Lenny’s y le compré un par de cuentas muy bonitas llenas de agua de Lourdes.
—Santo cielo. Lenny’s. En mi vida he visto una tienda en la que haya tantos amuletos y hechizos religiosos. Sospecho que esa joyería será escenario de un milagro de aquí a poco. Quizás el propio Lenny ascienda a los cielos.
—A la señora Annie le encantaron las cuentas, hijito. Se puso a rezar el rosario inmediatamente.
—Era mejor que conversar contigo, sin duda.
—Siéntate un poco, hijito, que voy a prepararte algo de comer.
—En la confusión del desmayo de la señora Annie, al parecer has olvidado que me facturaste esta mañana para Levy’s Pants.
—Huy, es verdad, Ignatius, ¿qué tal? —preguntó la señora Reilly, aplicando una cerilla a un quemador que había abierto varios segundos antes. Hubo una explosión localizada sobre la cocina—. Señor, Señor, casi me quemo.
—Soy ya un empleado de Levy Pants.
—¡Ignatius! —exclamó su madre, rodeando su grasienta cabeza en un torpe abrazo de lana rosa, que le aplastó la nariz; a la señora Reilly se le llenaron los ojos de lágrimas—. Qué orgullosa estoy, hijo mío.
—Pues yo estoy completamente exhausto. En esa oficina hay un ambiente hipertenso.
—Sabía que lo conseguirías.
—Gracias por tu confianza.
—¿Cuánto te va a pagar Levy Pants, querido?
—Sesenta dólares norteamericanos a la semana.
—¿Cómo? ¿Sólo? Quizá debieses mirar algún otro trabajo.
—Hay maravillosas oportunidades de ascenso, planes maravillosos para un joven despierto. El salario puede cambiar en seguida.
—¿De veras? Bueno, de todos modos me siento muy orgullosa, hijito. Quítate el abrigo —la señora Reilly abrió una lata de estofado Libby’s y lo echó en la cacerola—. ¿Hay alguna chiquita guapa trabajando allí?
Ignatius pensó en la señorita Trixie y dijo:
—Sí, una.
—¿Soltera?
—Eso parece.
La señora Reilly hizo un guiño a Ignatius y arrojó su abrigo sobre el aparador.
—Mira, querido, he puesto este estofado a calentar. Abre tú mismo una lata de guisantes, y en la nevera hay pan. Traje también un pastel de German’s, pero no recuerdo dónde lo puse. Mira por la cocina. Yo tengo que irme.
—¿Dónde vas ahora?
—El señor Mancuso y su tía pasarán a recogerme dentro de unos minutos. Vamos a ir a Fazzio’s a jugar a los bolos.
—¿Qué? —gritó Ignatius—. ¿De verdad?
—Volveré tempranito. Le dije al señor Mancuso que no podía quedarme hasta muy tarde. Y su tía es abuela ya, así que, claro, creo que necesitará dormir.
—Qué magnífica recepción después de mi primer día de trabajo —dijo Ignatius furioso—. Pero si no puedes con la bola. Si tienes artritis. Esto es ridículo. ¿Y dónde comerás tú?
—Ya me tomaré algún chile allí mismo en la bolera —la señora Reilly se dirigía ya a su habitación a cambiarse de ropa—. Ah, cariño, llegó una carta para ti de Nueva York. La puse debajo del bote del café. Parece que es de esa Myrna, porque el sobre está todo sucio y pringoso. ¿Cómo se atreve esa Myrna a echar al correo algo semejante? ¿No me habías dicho que su papá tenía dinero?
—No puedes irte a jugar a los bolos —aulló Ignatius—. Es lo más absurdo que has hecho en toda tu vida.
La puerta del cuarto de la señora Reilly se cerró de golpe. Ignatius encontró la carta y destrozó el sobre al abrirlo.
Dentro había un programa de un festival cinematográfico de verano de hacía un año. En la parte posterior del arrugado programa había escrita una carta con un tipo de escritura angulosa e irregular que constituía la caligrafía minkoffiana. La costumbre de Myrna de escribir más a editores que a los amigos, siempre se reflejaba en el encabezamiento:
Señores:
¿Pero qué carta extraña y aterradora me has escrito, Ignatius?
¿Cómo voy a ponerme en contacto con la asociación de derechos civiles con las escasas pruebas que me has dado? No puedo entender por qué podría intentar detenerte un policía. ¡Pero si no sales de tu cuarto! Me habría creído lo de la detención si no me hubieras contado también eso del «accidente de automóvil». Si te rompiste las dos muñecas, ¿cómo me pudiste escribir una carta?
Seamos sinceros el uno con el otro, Ignatius. No creo una palabra de lo que me dices. Pero tengo miedo por ti. Esa fantasía de la detención tiene todos los rasgos paranoicos clásicos. Supongo que sabes perfectamente que Freud relacionaba la paranoia con las tendencias homosexuales.
—¡Marrana! —gritó Ignatius.
Sin embargo, no entremos en ese aspecto de la fantasía, porque sé lo riguroso que eres en tu oposición a la sexualidad de todo género. Aun así, tu problema emotivo es patente. Como fracasaste en aquella entrevista para el trabajo de profesor en Baton Rouge (echando la culpa de todo al autobús y a cosas parecidas, en una transferencia de culpa), es muy probable que sufras sentimientos de fracaso. Este «accidente» de automóvil es una nueva muleta para excusar tu existencia absurda e impotente. Tienes que identificarte con algo, Ignatius, te lo he dicho muchas veces, tienes que participar en los problemas cruciales de estos tiempos.
—Puaf —bostezó Ignatius.
Subconscientemente, crees que debes intentar explicar tu fracaso, como intelectual y como soldado de las ideas, en participar activamente en movimientos de crítica social. Por otra parte, una experiencia sexual satisfactoria purificaría tu mente y tu cuerpo. Necesitas desesperadamente una terapia sexual. Me temo (por lo que sé de casos clínicos como el tuyo), que puedes acabar convirtiéndote en un inválido psicosomático como Elizabeth B. Browning.
—Qué inexplicablemente ofensiva —masculló Ignatius.
No siento gran simpatía por ti. Has cerrado tu inteligencia al amor y a la sociedad. En la actualidad, dedico todas mis horas de vigilia a ayudar a unos esforzados amigos a recaudar dinero para una película impresionante y audaz que se proponen filmar sobre un matrimonio interracial. Aunque el presupuesto será muy reducido, el guión está lleno a rebosar de verdades desagradables y tiene unos matices y unas ironías de lo más fascinante. Lo ha escrito Shmuel, un muchacho que conozco desde los tiempos del bachiller. Shmuel interpretará también el papel de marido en la película. Hemos encontrado a una chica de la calle, de Harlem, para el papel de la mujer. Es una persona tan real, tan vital, que se ha convertido en mi amiga más íntima. Hablo de problemas raciales con ella continuamente, planteándolos incluso cuando ella no tiene ganas de discutirlos… y te aseguro que aprecia fervorosamente estos diálogos conmigo.
En el guión hay un villano ruin y repugnante, un reaccionario, un hacendado irlandés que se niega a alquilarle un piso a la pareja, que por entonces se han casado con una muy discreta ceremonia en el seno de un grupo de Cultura Ética. El casero vive en una pequeña habitación, que es como una especie de claustro, con las paredes llenas de fotos del Papa y cosas parecidas. En otras palabras, el público no tendrá ningún problema para darse cuenta de lo que es en cuanto vea la habitación. Aún no tenemos actor para este personaje del terrateniente. A ti el personaje te iría fantásticamente, desde luego. En fin, Ignatius, si decidieses cortar el cordón umbilical que te liga a esa ciudad estancada, a esa madre tuya y a esa cama, podrías estar aquí y aprovechar oportunidades como ésta. ¿Te interesa el papel? No podemos pagar mucho, pero podrías instalarte aquí conmigo.
Yo voy a interpretar un poco de música mood o música de protesta a la guitarra para la banda sonora. Espero que podamos tener filmado pronto este proyecto, porque Leola, esa chica increíble de Harlem, empieza a pincharnos con lo del salario. Yo ya le he sacado unos mil dólares a mi padre, que mira con recelo (como siempre) toda la empresa.
Ignatius, te he mimado ya bastante en nuestra correspondencia. No vuelvas a escribirme hasta que no te comprometas con los problemas del mundo, odio a los cobardes.
M. Minkoff.
PD: Escribe también diciéndome si te gustaría interpretar el papel del terrateniente.
—Ya le enseñaré yo a esta bruja impertinente —masculló Ignatius, echando el programa del festival cinematográfico al fuego, bajo la cazuela del estofado.