Ignatius se pasó el día en su habitación durmiendo y dándole a su guante de caucho durante sus frecuentes y angustiosos momentos de vigilia. El teléfono había estado sonando toda la tarde en el pasillo, y cada timbrazo le hacía sentirse más nervioso y angustiado. Arremetía contra el guante, desflorándolo, apuñalándolo, conquistándolo. Como cualquier celebridad, Ignatius había atraído a sus admiradores: los desdichados parientes de su madre, vecinos, gente a la que la señora Reilly llevaba años sin ver. Habían llamado todos. A cada timbrazo del teléfono, Ignatius se imaginaba que era el señor Levy que volvía a llamar, pero siempre oía a su madre decir a quien llamaba las frases que estaban convirtiéndose lacrimosamente en fórmula genérica: «¿Verdad que es horrible? ¿Qué voy a hacer yo? Qué desgracia.» Cuando ya no podía soportarlo más, Ignatius salía de la habitación en busca de un Dr. Nut. Si encontraba por casualidad a su madre en el pasillo, ella no le miraba sino que fijaba la vista en las lanudas esferas de pelusa que se alzaban en el suelo tras la estela de su hijo. Parecía no interesarle nada de lo que su hijo pudiera decirle.
¿Qué haría el señor Levy? Abelman, por desgracia, era un individuo bastante quisquilloso, un tipo demasiado mezquino para aceptar una pequeña crítica, una hipersensible molécula de ser humano. Había escrito al destinatario inadecuado; había lanzado aquella andanada valerosa y militante a un público inadecuado. En aquel momento, su sistema nervioso no podía afrontar un proceso judicial. Se desmoronaría ante el juez. Se preguntó cuánto tardaría el señor Levy en caer de nuevo sobre él. ¿Qué enigma senil estaría soltándole la señorita Trixie al señor Levy? El señor Levy volvería furioso y confuso, decidido esta vez a meterle en la cárcel de inmediato. Esperar su regreso era como esperar una ejecución. La intensa jaqueca persistía. El Dr. Nut le sabía a hiel. Abelman exigía mucho dinero, sin duda, debía haberse sentido ofendidísimo. Cuando se descubriese al verdadero autor de la carta, ¿qué exigiría Abelman en vez de quinientos mil dólares? ¿Una vida?
El Dr. Nuts era como un ácido que bajase gorgoteando hasta su intestino. Se llenó de gas, pues la válvula sellada lo atrapaba igual que un globo cerrado por la boca. De su garganta brotaban grandes eructos que ascendían saltando hacia el cuenco lleno de desechos de la lámpara de cristal opalino. Desde el momento en que se le pedía a uno que entrase en este siglo brutal, podía suceder cualquier cosa. Por todas partes acechaban trampas como Abelman, los insípidos Cruzados por la Dignidad Mora, el cretino de Mancuso, Dorian Greene, periodistas, bailarinas de striptease, pájaros, fotografías, delincuentes juveniles, pornógrafas nazis. Y, especialmente, Myrna Minkoff. Los productos de consumo. Y, sobre todo, Myrna Minkoff. Había que darle su merecido a aquella mozuela almizcleña. Fuese como fuese. Algún día. Tenía que pagar. Pasase lo que pasase, debía darle su merecido, aunque la venganza tardase años en llegar y tuviera que acecharla durante décadas, de café en café, de una orgía de canciones folk a otra, de metro a piso, de algodonal a manifestación. Ignatius lanzó una complicada maldición isabelina sobre Myrna y, dándose la vuelta, abusó frenéticamente del guante una vez más.
¿Cómo se atrevía su madre a pensar en matrimonio? Sólo alguien tan simplón como ella podría ser tan desleal. El vejestorio fascista iniciaría una caza de brujas tras otra, hasta que el previamente intacto Ignatius J. Reilly quedara reducido a la condición de un fragmentado y balbuciente vegetal. El viejo fascista prestaría testimonio en favor del señor Levy, con el objeto de que su futuro hijastro fuera encerrado y quedara él en libertad para satisfacer sus arcaicos y depravados deseos con la ingenua Irene Reilly, para realizar sus prácticas conservadoras sobre Irene Reilly con libertad de empresa. La Seguridad Social y los sistemas de compensación de los parados no protegían a las prostitutas. Sin duda, ésa era la causa de que el libertino de Robichaux se sintiera atraído por ella. Sólo Fortuna sabía lo que habría aprendido en sus manos.
La señora Reilly escuchaba los chirridos y eructos que emanaban de la habitación de Ignatius y se preguntaba si, para colmo de males, le iría a dar un ataque. Pero no quería ver a Ignatius. Siempre que oía abrirse su puerta, corría a su habitación para evitarle. Quinientos mil dólares era una suma que ella ni siquiera podía imaginar. Tampoco podía imaginar el castigo que se administraba al individuo que hubiera hecho algo tan horroroso como para costar quinientos mil. Si el señor Levy tenía dudas, ella no las tenía. Ignatius era capaz de haber escrito cualquier cosa. ¡Qué horror! Ignatius en la cárcel. Sólo había un medio de salvarle. Arrastró el teléfono por el pasillo todo lo que dio el cable y, por cuarta vez en aquel día, marcó el número de Santa Battaglia.
—Vaya por Dios, mujer, pues sí que estás preocupada —dijo Santa—. ¿Qué ha pasado ahora?
—Me temo que Ignatius está metido en un lío que es mucho peor que una simple foto en el periódico —cuchicheó la señora Reilly—. No puedo hablar por teléfono. Tenías toda la razón, Santa. Hay que meter a Ignatius en el Hospital de Caridad.
—Vaya, por fin. Te lo he estado diciendo hasta quedarme ronca. Claude llamó hace un momento. Dice que Ignatius hizo una gran escena en el hospital cuando se encontraron. Dice que Ignatius le da miedo, que es muy grande.
—Qué horror, mujer. Lo del hospital fue horroroso. Ya te expliqué que Ignatius se puso a chillar. Con todas las enfermeras allí y los enfermos. Yo me moría de vergüenza. Claude no está muy enfadado, ¿verdad?
—No está enfadado, no, pero no le gusta que estés sola en esa casa. Me pregunto si no sería mejor que fuésemos él y yo ahí a estar contigo.
—No lo hagáis, mujer, no —se apresuró a decir la señora Reilly.
—¿Pero en qué lío se ha metido Ignatius ahora?
—Ya te contaré luego. Ahora sólo puedo decirte que he estado todo el día pensando en lo del Hospital de Caridad y que por fin he tomado una decisión. Ahora es el momento. Es mi hijo, pero tenemos que hacer que le traten, por su propio bien —la señora Reilly intentó recordar la frase que se utilizaba siempre en los dramas con juicio de la tele—: Tenemos que conseguir declararle temporalmente loco.
—¿Temporalmente? —refunfuñó Santa.
—Tenemos que ayudarle antes de que se lo lleven.
—¿Pero quién va a llevárselo?
—Al parecer, hizo una patochada cuando trabajaba en Levy Pants.
—¡Oh, Señor! No esperes más. ¡Irene! Cuelga y llama a esa gente del Hospital de Caridad ahora mismo, querida.
—No, escucha. No quiero estar aquí cuando vengan. En fin, Ignatius es muy grandote. Podría armar un lío. Yo no podría soportarlo. Ya tengo los nervios bastante destrozados.
—Grandote sí que es, sí. Sería como capturar a un elefante salvaje. Esa gente haría mejor llevando una red bien grande —dijo ávidamente Santa—. Irene, es la mejor decisión que podías haber tomado. Te diré algo. Voy a llamar ahora mismo al Hospital de Caridad. Tú vente a casa. Le diré a Claude que venga también. Estoy segura de que se alegrará. ¡Puf! En una semana, estarás enviando las invitaciones de boda. Y antes de que termine el año, vas a tener propiedades, ya verás, querida. Y tendrás una pensión del ferrocarril.
Todo esto le sonaba muy bien a la señora Reilly, pero aun así, preguntó, un tanto vacilante:
—¿Y de los comunistas qué?
—Tú no te preocupes por eso, mujer. Ya nos libraremos de ellos. Claude estará muy ocupado preparando la casa. Le dará mucho trabajo convertir la habitación de Ignatius en un cuartito decente.
Santa rompió en un jocoso repiqueteo de barítono.
—La señorita Annie se morirá de envidia cuando vea la casa arreglada. Lo que tienes que decirle es esto, mujer: «Salga usted también por ahí y muévase un poco. Verá cómo también le arreglan la casa —Santa soltó una risotada—. Bueno, chica, cuelga el teléfono y vente para acá. Ahora mismo llamaré al Hospital de Caridad. ¡Sal inmediatamente de esa casa!»
Santa colgó violentamente el teléfono en el oído de la señora Reilly.
La señora Reilly miró por las persianas de la fachada. Ya estaba oscuro, y eso era bueno. Los vecinos no verían gran cosa si se llevaban a Ignatius durante la noche. Entró corriendo en el baño y se empolvó la cara y la parte delantera del vestido, dibujó una versión surrealista de boca bajo la nariz y entró en el dormitorio a buscar un abrigo. Cuando llegó a la puerta de la calle, se detuvo. No podía despedirse así de Ignatius. Era su hijo.
Se acercó a la puerta del dormitorio y escuchó los vibrantes muelles del colchón que alcanzaban un crescendo en aquel instante, camino de un final digno de En la mansión del Rey de la Montaña de Grieg. Llamó, pero no hubo respuesta.
—Ignatius —dijo con tristeza.
—¿Qué quieres? —contestó al fin una voz ahogada.
—Me voy, Ignatius. Quería decirte adiós.
Ignatius no le contestó.
—Ábreme, Ignatius —suplicó la señora Reilly—. Ven a darme un beso de despedida, cariño.
—No me siento nada bien. Apenas puedo moverme.
—Vamos, hijo.
La puerta se abrió despacio. Ignatius asomó al pasillo su cara gorda y gris. Los ojos de su madre se humedecieron al ver el vendaje.
—Ahora dame un beso, cariño. Siento que todo tuviera que acabar así.
—¿Qué significan todos esos tópicos lacrimosos? —preguntó receloso Ignatius—. ¿Por qué estás de pronto tan complaciente? ¿No estás citada en algún sitio con algún viejo?
—Tenías razón, Ignatius. Tú no puedes ir a trabajar. Tendría que haberme dado cuenta de ello. Debería haber intentado pagar esa deuda de otro modo —de los ojos de la señora Reilly se deslizó una lágrima que dejó un caminito de piel limpia entre los polvos—. Si llama el señor Levy, no cojas el teléfono Ya me encargaré yo de eso.
—¡Oh, Dios mío! —bramó Ignatius—. Ahora sí que estoy en un buen lío. Sabe Dios lo que estás planeando. ¿Adónde vas?
—Quédate en casa y no contestes al teléfono.
—¿Por qué? ¿Qué es esto? —los ojos enrojecidos de Ignatius relampaguearon aterrados—. ¿Qué andabas cuchicheando por teléfono?
—No tendrás que preocuparte del señor Levy, hijo. Yo lo arreglaré todo. Recuerda que tu pobre mamá pensó siempre en tu bienestar.
—Eso es lo que me da miedo.
—No te enfades nunca conmigo, cariño —dijo la señora Reilly, y, dando un salto con los zapatos de jugar a los bolos, que no se había quitado desde que Angelo la había telefoneado la noche anterior, abrazó a Ignatius y le dio un beso en el bigote.
Luego, le soltó y corrió hacia la puerta de la calle, donde se volvió y dijo:
—Siento haber chocado con aquel edificio, Ignatius. Te quiero.
Las persianas se cerraron y la señora Reilly desapareció.
—Vuelve —atronó Ignatius. Se lanzó a abrir las persianas, pero el viejo Plymouth, uno de los neumáticos delanteros sin guardabarros y al aire como si fuera un coche de carreras, se puso en marcha—. ¡Vuelve, por favor, madre!
—Silencio —gritó la señorita Annie desde la oscuridad.
Algo se traía su madre entre manos, algún torpe plan, algún proyecto que le destruiría para siempre. ¿Por qué había insistido en que no se moviese de casa? Ella sabía que no iría a ninguna parte en el estado en que se hallaba. Localizó el número de Santa Battaglia y lo marcó. Tenía que hablar con su madre.
—Aquí Ignatius Reilly —dijo, cuando Santa descolgó—. ¿Va mi madre ahí esta noche?
—No, no viene aquí —respondió Santa con frialdad—. No he hablado con su madre en todo el día.
Ignatius colgó. Algo pasaba. Había oído decir a su madre «Santa» al teléfono por lo menos dos o tres veces aquel día. Y aquella última llamada telefónica, aquella conversación en cuchicheos justo antes de que su madre se fuera. Su madre sólo hablaba en cuchicheos con la alcahueta de la Battaglia y eso sólo era cuando intercambiaban secretos. Ignatius sospechó inmediatamente el motivo de aquella despedida tan sentimental de su madre, una despedida que parecía definitiva. Ya le había dicho que la alcahueta de la Battaglia había aconsejado unas vacaciones para él en el pabellón psiquiátrico del Hospital de Caridad. De repente, todo empezó a tener sentido. Si estaba en un pabellón psiquiátrico, no podrían procesarle ni Abelman ni Levy ni quien quisiera llevar el caso adelante. Quizá le demandaran ambos, Abelman por difamación y Levy por falsificación. Para la mente estrecha de su madre, el pabellón psiquiátrico debía resultar una alternativa aceptable. Era muy propio de ella hacer, con las mejores intenciones, que acogotaran a su hijo con una camisa de fuerza y lo electrocutasen con tratamiento de choque. Por supuesto, quizá su madre no pensase esto, ni mucho menos. Sin embargo, tratándose de ella, era preferible estar siempre preparado para lo peor. La mentira de la Battaglia, por otra parte, no resultaba nada tranquilizadora.
En Estados Unidos, uno es inocente mientras no se demuestre su culpabilidad. Quizá la señorita Trixie hubiera confesado. ¿Por qué no había vuelto a telefonear el señor Levy? Ignatius no sería encerrado en una clínica mental mientras, legalmente, fuese inocente aún del asunto de aquella carta. A la vista del señor Levy, su madre había reaccionado, cosa muy propia de ella, del modo más irracional y emotivo posible «Yo me encargaré de todo.» «Yo me ocuparé de ti.» Sí, ella arreglaría las cosas maravillosamente. Le enchufarían con una manguera. Un psicoanalista cretino intentaría captar la singularidad de su visión del mundo. Frustrado, el psicoanalista haría que le encerraran en una celda acolchada de dos metros por uno. No, eso era inconcebible. Prefería la cárcel. Allí sólo te limitaban físicamente. En una clínica mental jugaban con tu alma y con tu visión del mundo y con tu mente. Eso nunca lo toleraría. Su madre se había mostrado tan reservada respecto a aquella misteriosa protección que le iba a proporcionar… todos los indicios señalaban el Hospital de Caridad.
¡Oh funesta Fortuna!
Ahora paseaba por la casa como una víctima. Los forzudos que el hospital utilizaba para estos casos tenían sus puntos de mira directamente centrados en él. Ignatius Reilly, el pichón, el plato, el blanco fácil. La víctima. Su madre quizá se hubiera ido simplemente a una de sus bacanales de bolera. Por otra parte, en aquel momento, podría estar entrando en la Calle Constantinopla un camión con rejas.
Huye. Huye.
Ignatius miró en su cartera. Los treinta dólares habían desaparecido, confiscados al parecer en el hospital por su madre. Miró el reloj. Eran casi las ocho. Entre siestas y sesiones de guante, habían pasado la tarde y el oscurecer con gran rapidez. Ignatius buscó en su habitación, arrojando al aire cuadernos, aplastándolos con los pies, sacándolos de debajo de la cama. Encontró algunas monedas y pasó luego al escritorio, donde encontró algunas más. Sesenta centavos en total, una suma que bloqueaba y limitaba vías de escape. Podía hallar un refugio seguro, al menos, para el resto del día: el Prytania. Cuando cerraran el cine, podría darse una vuelta por la Calle Constantinopla para ver si su madre había vuelto a casa.
Se vistió en un torpe frenesí. El camisón de franela roja salió volando y quedó colgado de la lámpara. Metió los pies en las botas y se enfundó como pudo los pantalones de tweed, que a duras penas pudo abotonar en la cintura. Camisa, gorra, abrigo, Ignatius se los puso a ciegas y corrió al pasillo, tropezando con las estrechas paredes. Cuando llegaba a la puerta de entrada, resonaron contra las persianas tres golpes ruidosos.
¿Volvía el señor Levy? La válvula emitió una señal de inquietud que estableció comunicación con las manos. Se rascó el sarpullido y atisbo por las persianas, esperando ver varias bestias hirsutas del hospital.
Pero allí en el porche estaba Myrna, con un informe abrigo de pana, de color aceituna pardo. Llevaba el pelo negro recogido en una cola de caballo que le giraba por debajo de una oreja y le caía sobre el pecho. Llevaba al hombro una guitarra.
Ignatius estuvo a punto de lanzarse a través de aquella persiana, rompiendo listones y pestillos, y enroscar aquella cola de caballo como si fuese cáñamo alrededor del cuello de Myrna hasta que se pusiera azul. Pero ganó la razón. No estaba mirando a Myrna. Lo que allí veía era una vía de escape. Fortuna se había enternecido. No era tan depravada como para coronar aquel ciclo maligno acogotándole con una camisa de fuerza, encerrándole en una tumba de cemento iluminada por tubos fluorescentes. Fortuna quería corregirse. Había conjurado a Myrna y la había sacado de un metro, de un piquete, del lecho acre de algún existencialista eurasiano, de las manos de algún budista negro epiléptico, del verboso ambiente de una sesión de terapia de grupo.
—Ignatius, ¿estás en este basurero? —dijo Myrna con su voz lisa, directa, y ligeramente hostil.
Myrna golpeó de nuevo las persianas, atisbando a través de sus gafas de montura negra. Myrna no era astigmática; los cristales eran claros. Llevaba las gafas para mostrar su dedicación y la seriedad de sus objetivos. Sus pendientes balanceantes reflejaban los rayos de la farola como tintineantes adornos chinos de cristal.
—Óyeme, sé que hay alguien ahí dentro. Te oí venir por el pasillo. Abre esas persianas desvencijadas.
—Sí, sí, estoy aquí —gritó Ignatius; abrió las persianas y las empujó hacia afuera—. Gracias a Fortuna que has venido.
—Jesús. ¿Qué aspecto tan horrible tienes? Parece como si hubieras tenido una crisis nerviosa o algo parecido. ¿Y ese vendaje? Ignatius, ¿qué pasa? Pero cómo has engordado. Acabo de leer esos patéticos carteles del porche. Chico, pues sí que estás bueno.
—He pasado por un verdadero infierno —balbució Ignatius, metiendo a Myrna en el pasillo, tirándole de una manga del abrigo—. ¿Por qué te fuiste de mi vida, muchacha? Tu nuevo peinado es fascinante y cosmopolita.
Cogió la cola de caballo y la apretó contra su húmedo bigote, besándola vigorosamente.
—El aroma a hollín y carbonilla de tu pelo me estimula y me habla del Bronx trepidante. Hemos de irnos inmediatamente. Debo ir a florecer a Manhattan.
—Ya sabía yo que algo pasaba. Pero esto… Estás muy mal, Ig.
—Rápido. Vámonos a un motel. Mis impulsos naturales claman pidiendo un desahogo. ¿Llevas algo de dinero?
—No te burles de mí —dijo furiosa Myrna.
Y cogió la cola de caballo de las manazas de Ignatius y se la echó sobre el hombro, sobre la guitarra, en la que aterrizó con estruendo.
—Mira, Ignatius. Estoy molida. Llevo en la carretera desde las nueve de la mañana de ayer. En cuanto te eché aquella carta sobre el Partido de la Paz, me dije: «Myrna, escucha. Este chico necesita algo más que una carta. Necesita tu ayuda. Está hundiéndose a toda prisa. ¿Tienes valor suficiente para salvar a un individuo que se pudre delante de ti? ¿Estás dispuesta a librar de la catástrofe a ese individuo?» Salí de la oficina de correos, subí al coche y partí hacia aquí. Estuve conduciendo toda la noche, sin parar. En fin, cuanto más pensaba en el extraño telegrama del Partido de la Paz, más inquieta me sentía.
Myrna debía andar escasa de causas en Manhattan.
—No te lo reprocho —exclamó Ignatius—. ¿Verdad que era horrible el telegrama? Una fantasía delirante. Llevo semanas hundido en la depresión. Después de todos estos años que he pasado apegado a mi madre, ella ha decidido casarse y quiere librarse de mí. Tenemos que irnos. No puedo quedarme en esta casa ni un minuto más.
—¿Qué? ¿Y quién podría casarse con ella?
—Gracias a Dios que tú lo comprendes. Te das cuenta de lo ridículo y absurdo que resulta todo.
—¿Y dónde está? Me gustaría explicarle a esa mujer lo que te ha hecho.
—Está por ahí, fallando el análisis de sangre en este momento. No quiero volver a verla.
—Lo comprendo. Pobre muchacho. ¿Qué has estado haciendo, Ignatius? Supongo que no has salido de tu habitación…
—No, llevo semanas ahí metido. Inmovilizado por una apatía neurótica. ¿Recuerdas la carta delirante sobre la detención y el accidente? La escribí cuando mi madre conoció a ese viejo libertino. Fue entonces cuando empezó mi desequilibrio. Desde entonces, ha sido un proceso continuo de hundimiento que culminó en la esquizofrenia del Partido de la Paz. Esos carteles de ahí fuera eran sólo una manifestación física de mi calvario interno. Mi deseo psicótico de paz era sin duda una tentativa voluntaria de poner fin a las hostilidades en esta casa. No sabes cuánto te agradezco que seas lo bastante sensible para analizar los delirios de mis cartas. Eran señales angustiosas escritas en un código que tú, gracias a Dios, supiste comprender.
—Por tu peso veo claramente lo inactivo que has estado.
—He engordado mucho. Estaba siempre tumbado en esa cama y buscaba apaciguamiento y sublimación en la comida. Ahora, apresurémonos. Tengo que salir de esta casa. Despierta en mí asociaciones terribles.
—Hace mucho que te dije que te fueras de aquí. Vamos, haz el equipaje —la voz monótona de Myrna iba adquiriendo progresivo entusiasmo—. Esto es fantástico. Sabía que tarde o temprano tendrías que largarte de aquí para preservar tu salud mental.
—Ay, si te hubiera escuchado antes; no habría tenido que pasar por estos horrores.
Ignatius abrazó a Myrna y la apretó, guitarra incluida, contra la pared. Se daba cuenta de que la muchacha estaba desbordante de alegría por haber hallado una causa legítima, un nuevo movimiento.
—Habrá un lugar para ti en el cielo, muchacha. Ahora, larguémonos a toda prisa.
Intentó arrastrarla hacia la puerta, pero ella dijo:
—¿No quieres llevar nada?
—Oh, sí, claro. Están todas mis notas y mis apuntes. No podemos permitir que caigan en manos de mi madre. Podría ganar una fortuna con ello. Sería demasiado irónico —entraron en su habitación—. Por cierto, has de saber que mi madre está gozando de las dudosas atenciones de un fascista.
—¡Oh, no!
—Sí. Mira esto. No te puedes imaginar cómo me han torturado.
Entregó a Myrna uno de los folletos que su madre había deslizado por debajo de la puerta de su dormitorio. ¿Es su vecino un verdadero norteamericano? Myrna leyó una nota escrita al margen: «Lee esto, Irene. Es bueno. Al final hay algunas preguntas que puedes hacerle a tu chico.»
—¡Oh, Ignatius! —gimió Myrna—. ¿Cómo ha sido esto?
—Traumático y horrible. En este momento, creo que están por ahí azotando a un moderado al que mi madre oyó hablar en favor de las Naciones Unidas esta mañana en la tienda. Ha estado todo el día murmurando sobre ese incidente —Ignatius bostezó—. Han sido semanas de terror.
—Es tan extraño encontrarse con que tu madre se ha ido. Siempre estaba en casa —Myrna colgó la guitarra en el cabezal de la cama y se echó—. Esta habitación. Qué bien lo pasamos aquí, exponiendo nuestras ideas y nuestros sentimientos, redactando manifiestos anti-Talc. Supongo que ese farsante andará todavía por la universidad.
—Seguro que sí —dijo Ignatius con indiferencia.
Quería que Myrna saliera de la cama. Pronto, su pensamiento pasaría a centrarse en otras cosas. Tenían que salir a toda prisa de la casa. Ignatius buscaba en el armario el saco de dormir que su madre le había comprado para una desastrosa estancia de un día en un campamento juvenil, cuando tenía once años. Recorrió una pila de cajones amarillentos hurgando como un perro para desenterrar un hueso, lanzando al aire los cajones en arco por encima del hombro.
—Creo que será mejor que te levantes de la cama, florecilla mía. Hay que recoger los cuadernos, hay que reunir las notas. Podrías mirar debajo de la cama.
Myrna se levantó de las pringosas sábanas, diciendo:
—He intentado describirte a mis amigos del grupo de terapia de grupo, trabajando en esta habitación, apartado del mundo. Esa extraña mente medieval en su claustro.
—Debió intrigarles mucho, sin duda —murmuró Ignatius; había encontrado el saco y estaba echando en él unos calcetines que encontró en el suelo—. Pronto podrán verme en carne y hueso.
—Ay, cuando vean las ideas originales que salen de esa cabeza.
—Jo jum —Ignatius bostezó—. Quizá mi madre me haya hecho un gran favor al pensar en volver a casarse. Los lazos edípicos empezaban a agobiarme ya —echó su yo-yo al saco—. Al parecer, has tenido un viaje sin incidentes por el Sur.
—No pude parar ni un momento en todo el camino. Casi treinta y seis horas al volante —Myrna estaba colocando en pilas los cuadernos—. Paré en un restaurante negro anoche, pero no me sirvieron. Creo que fue por la guitarra.
—Debió ser eso, sí. Te tomarían por una folklórica reaccionaria del campo. He tenido cierta experiencia con esa gente. Son muy limitados.
—No puedo creer realmente que esté sacándote de esta mazmorra, de este agujero.
—Es increíble, ¿verdad? Pensar que me opuse durante tantos años a tu sabiduría…
—Vamos a pasarlo bárbaro en Nueva York, verás.
—Estoy deseando llegar allí —dijo Ignatius, echando al saco el pañuelo y el sable—. La Estatua de la Libertad, el Empire State, la emoción de un estreno en Broadway con mis estrellas favoritas. Los animados coloquios en el Village, ante un exprés, con mentalidades sugestivas y contemporáneas.
—Por fin vuelves a ser el que eras. De verdad. Apenas puedo creer lo que he oído esta noche en esta casa. Resolveremos tus problemas. Estás entrando en una fase completamente nueva y vital. Tu inactividad ha terminado. Estoy segura de ello. Lo percibo. Piensa en las grandes ideas que fluirán de esa cabeza cuando elimines por fin todas las telarañas y los tabúes y los lazos paralizantes.
—Sabe Dios lo qué pasará, sí —dijo Ignatius despreocupadamente—. Tenemos que irnos. En seguida. He de decirte que mi madre puede volver en cualquier momento. Si vuelvo a verla, tendré una espantosa recaída. Hemos de darnos prisa.
—No haces más que dar saltos, Ignatius. Tranquilízate. Ya ha pasado lo peor.
—No, qué va —dijo Ignatius rápidamente—. Mi madre puede volver con su pandilla. Tendrías que verles. Son blancos fanáticos, protestantes y cosas aún peores. Déjame que coja el laúd y la trompeta. ¿Has recogido ya todos los cuadernos?
—Esto de aquí es fascinante —dijo Myrna, indicando el cuaderno que estaba ojeando—. Gemas de nihilismo.
—Eso no es más que un fragmento del conjunto.
—¿No vas a dejar siquiera alguna nota a tu madre, una nota amarga, razonada, algo?
—No merece la pena. Tardaría semanas en entenderla —Ignatius cogió el laúd y la trompeta en un brazo y el saco de dormir en el otro—. No dejes ese cuaderno de hojas sueltas, por favor. Contiene un diario, una fantasía sociológica sobre la que he estado trabajando. Es mi obra más comercial. Tiene unas posibilidades cinematográficas maravillosas en manos de un Walt Disney o un George Pal.
—Ignatius —Myrna se detuvo en la puerta, los brazos llenos de cuadernos, movió sus labios incoloros un instante antes de hablar, como si estuviera formulando un discurso. Sus ojos cansados y drogados de autopista escudriñaron el rostro de Ignatius a través de las gafas chispeantes—. Este es un momento muy importante. Tengo la sensación de estar salvando a alguien.
—Lo estás haciendo, lo estás haciendo, sí. Pero ahora debemos irnos. Por favor. Ya hablaremos luego.
Ignatius pasó por delante de ella y bajó hasta el coche, abrió la puerta trasera del mismo, era un Renault pequeño, y se aposentó entre los carteles y montones de panfletos que cubrían el asiento. El coche olía como un quiosco de periódicos.
—¡De prisa! No tenemos tiempo para montar un tableau vivant aquí delante de la casa.
—Oye, ¿pero vas a ir detrás? —preguntó Myrna, dejando caer su cargamento de cuadernos por la puerta de atrás.
—Claro que sí —gritó Ignatius—. No estoy dispuesto a sentarme delante, en esa trampa mortal, para viajar por la autopista. Vamos, entra en este cochecito y salgamos de aquí.
—Espera, espera. Me he dejado un montón de cuadernos —dijo Myrna, y corrió de nuevo a la casa, la guitarra golpeteándole en el costado.
Bajó las escaleras con otra carga y paró en la acera de ladrillo, volviéndose para mirar la casa. Ignatius comprendió que estaba intentando grabar la escena: Eliza cruzando el hielo con un genio particularmente voluminoso en sus brazos. Como Harriet Beecher Stowe, Myrna aún estaba dispuesta a irritar. Por fin, en respuesta a los gritos de Ignatius, bajó hasta el coche y le echó en el regazo el segundo cargamento de cuadernos «Gran Jefe».
—Creo que aún quedan algunos debajo de la cama.
—¡No te preocupes! —gritó Ignatius—. Sube y pon esto en marcha. Oh, Dios mío. No me metas la guitarra en la cara. ¿Por qué no puedes llevar un bolso como una señorita decente?
—Vete a la porra —dijo Myrna furiosa; se deslizó tras el volante y puso el coche en marcha—. ¿Dónde quieres pasar la noche?
—¿Pasar la noche? —atronó Ignatius—. No vamos a pasar la noche en ningún sitio. No podemos parar.
—Ignatius, estoy que me caigo. Llevo en este coche desde ayer por la mañana.
—Bueno, crucemos el lago Pontchartrain por lo menos.
—De acuerdo. Podemos coger el paso elevado y parar en Mandeville.
—¡No! —Myrna le llevaría derecho a los brazos de algún alertado psiquiatra—. Allí no podemos parar. El agua está contaminada. Hay epidemia.
—¿Sí? Entonces iré por el puente viejo hasta Slidell.
—Sí. Es bastante más seguro, desde luego. En ese paso elevado siempre hay problemas con las barcazas. Podríamos caernos al lago y ahogarnos —el Renault estaba muy hundido atrás y aceleraba muy despacio—. Este coche es demasiado pequeño para mi talla. ¿Estás segura de que podrás llegar a Nueva York? Dudo seriamente que yo pueda sobrevivir más de uno o dos días en esta posición fetal.
—Eh, ¿dónde se van ustedes dos, pareja de beatniks? —dijo la voz desmayada de la señorita Annie desde detrás de las persianas. El Renault se desplazó hacia el centro de la calle.
—¿Aún vive ahí esa vieja zorra? —preguntó Myrna.
—¡Cállate y salgamos de aquí!
—¿Vas a andar siempre fastidiándome así? —Myrna miró furiosa hacia la gorra verde por el espejo retrovisor—. Porque me gustaría saberlo.
—¡Oh, mi válvula! —jadeó Ignatius—. No me hagas una escena, por favor. Mi psique se desmoronaría por completo después de los ataques que ha sufrido últimamente.
—Lo siento. Por un momento, me pareció que volvíamos al pasado, yo de chófer y tú fastidiándome desde el asiento de atrás.
—Espero que no esté nevando allá por el Norte. Mi organismo sencillamente se negaría a funcionar en esas condiciones. Y, por favor, durante el viaje, cuidado con los autobuses Greyhound. Serían capaces de hacer papilla un juguetito como éste.
—Ignatius, me pareces otra vez el ser horrible que eras. Creo que estoy cometiendo un error muy grave.
—¿Un error? No, por supuesto que no —dijo Ignatius dulcemente—. Pero ten cuidado con esa ambulancia. No podemos empezar nuestro peregrinaje con un accidente.
Al pasar la ambulancia, Ignatius se estiró y vio «Hospital de Caridad» escrito en la puerta. La luz roja giratoria de la ambulancia salpicó al Renault un breve instante, al cruzarse los dos vehículos. Ignatius se sintió ultrajado. Esperaba un camión grande, un camión enrejado. Le habían subestimado al enviar aquella ambulancia vieja, aquel Cadillac desvencijado. Habría podido destrozar fácilmente todas aquellas ventanillas. Luego las relampagueantes aletas del Cadillac quedaban ya a dos manzanas tras ellos y Myrna giró para entrar en la Avenida St. Charles.
Ahora que Fortuna le había salvado al fin de un ciclo espantoso, ¿qué le reservaba para el próximo? El nuevo ciclo iba a ser distinto a cuanto había conocido hasta entonces.
Myrna condujo el Renault por el tráfico urbano con destreza, entrando y saliendo por vías absurdamente estrechas hasta que dejaron atrás la última farola parpadeante del último suburbio cenagoso. Luego, entraron en la oscuridad de las marismas. Ignatius contempló el indicador de la autopista que reflejaba sus faros. U.S. 11. El indicador pasó. Bajó el cristal de la ventanilla unos centímetros y aspiró el aire salino que llegaba del Golfo.
Como si aquel aire fuera un purgante, se le abrió la válvula. Respiró de nuevo, esta vez con más intensidad. La jaqueca sorda desaparecía.
Miró agradecido la nuca de Myrna, la cola de caballo que golpeaba inocente sus rodillas. Gratamente. Qué irónico, pensó Ignatius. Y, tomando la cola de caballo con una de sus manazas, la apretó cálidamente contra su húmedo bigote.