El señor Levy se instaló en el sofá de nylon amarillo y desplegó el periódico, que se entregaba todas las mañanas en la costa pagando una suscripción algo más alta. Era maravilloso poder tener el sofá para él solo, pero la desaparición de la señorita Trixie no bastaba para levantarle el ánimo. No había dormido en toda la noche. La señora Levy estaba en su tabla de ejercicios aplicando unos cuantos masajes matutinos a su obesidad. Guardaba silencio, ocupada en ciertos planes para la Fundación que estaba anotando en un papel que mantenía apoyado en la ondulante sección frontal de la tabla. Posando el lápiz un momento, estiró la mano para elegir una pasta de la caja que tenía en el suelo. Y las pastas eran precisamente el motivo de que el señor Levy no hubiera dormido en toda la noche. La señora Levy y él habían atravesado bosques para ir a ver al señor Reilly a Mandeville y se habían encontrado no sólo con que no estaba allí sino que, además, una autoridad del lugar, que les había tomado por bromistas, les había tratado muy groseramente. La señora Levy tenía cierto aire de bromista con su pelo de un color blanco dorado, las gafas de sol de cristales azules, la máscara de maquillaje aguamarina que formaba un círculo alrededor de los cristales azules, como un halo. Allí sentada en el coche deportivo, ante el edificio principal de Mandeville, con la caja inmensa de pastas holandesas en el regazo, debió resultarle un tanto sospechosa a aquella autoridad, pensaba el señor Levy. Pero ella se lo había tomado con mucha calma. El encontrar al señor Reilly no parecía importarle demasiado a la señora Levy. Su marido estaba empezando a tener la sensación de que no tenía grandes deseos de que lo encontrase, de que, en algún rincón de su cabeza, tenía la esperanza de que Abelman ganase el pleito para poder esgrimir la ruina consiguiente ante Susan y Sandra, como el último y definitivo fracaso de su padre. Aquella mujer tenía una mentalidad tortuosa que sólo era predecible cuando olfateaba una oportunidad de derrotar a su marido. Ahora, el señor Levy empezaba a preguntarse de qué lado estaba ella, en realidad: del suyo o del de Abelman.
El señor Levy había pedido a González que cancelara sus reservas para las prácticas de primavera. Había que resolver el asunto de Abelman. El señor Levy estiró el periódico y comprendió de nuevo que, si su sistema digestivo hubiera sido capaz de soportarlo, debería haber dedicado más tiempo a supervisar Levy Pants. No habrían pasado cosas como aquélla. La vida podía ser más tranquila. Pero sólo el nombre, sólo las tres sílabas de «Levy Pants», provocaban en su pecho complicaciones ácidas. Quizá debería haberle cambiado el nombre. Quizá debería haber cambiado a González. Pero el jefe administrativo era tan leal. Amaba su ingrato trabajo mal pagado. No podías darle la patada así por las buenas. ¿Dónde iba a encontrar otro trabajo? Y aún más importante: ¿quién iba a querer sustituirle? Una buena razón para seguir con Levy Pants era para que González tuviera un empleo. Aunque el señor Levy lo intentase, no podía dar con otro motivo para mantener la fábrica en marcha. González podría suicidarse si la fábrica se cerraba. Había que tener en cuenta aquella vida humana. Además, nadie, al parecer, quería comprar aquello.
León Levy podría haber puesto otro nombre a su empresa, además. Cuando Gus Levy tenía veintitantos años, le propuso a su padre un cambio de nombre, pues, según él, podría ayudar a mejorar el negocio, y su padre le había dicho: «Así que ahora Levy Pants no te parece un buen nombre. La comida que comes tú es “Levy Pants”. El coche que conduces es “Levy Pants”. Yo soy “Levy Pants”. ¿Qué gratitud es ésa? ¿Es ésa la devoción que se merece un padre de su hijo? Luego tendría que cambiar mi apellido. Cállate de una vez, desvergonzado. Vete a jugar con tus coches y a divertirte con esas chicas. Ya tengo una depresión a la que enfrentarme, no necesito consejos inteligentes tuyos. Mejor sería que le dieses esos consejos a Hoover. Deberías ir a decirle que cambiara su apellido por el de Schlemiel. ¡Fuera de mi despacho! ¡Cállate!»
Gus Levy miró las fotos y el artículo de la primera página y silbó entre dientes:
—¡Vaya, vaya, caramba!
—¿Qué pasa, Gus? ¿Algún problema? ¿Tienes algún problema? Estuviste toda la noche despierto. Ya oí el baño de remolino, estuvo toda la noche funcionando. Vas a tener una crisis depresiva, ya verás. Vete, por favor, a ver al médico de Lenny antes de que te pongas violento.
—Acabo de encontrar al señor Reilly.
—Supongo que estarás contento.
—¿Tú no? Mira, sale en el periódico.
—¿De veras? Enséñamelo, ven aquí. Siempre tuve curiosidad por saber qué habría sido de ese joven idealista. Supongo que le habrán concedido alguna condecoración.
—Pero si el otro día decías que era un psicópata.
—Si fue lo bastante listo para hacernos ir a Mandeville como dos imbéciles, no puede ser un psicópata. Hay que ver: hasta alguien como ese idealista puede burlarse de ti.
La señora Levy contempló a las dos mujeres, al pájaro, al sonriente portero.
—¿Y él dónde está? No veo ningún idealista —el señor Levy señaló la vaca herida de la calle—. ¿Es ése? ¿En el arroyo? Oh, es trágico. Juerga, borrachera, desesperación, convertido ya en un vagabundo deforme. Anótalo en tu libro, junto a la señorita Trixie y junto a mí, como otra vida que has destrozado.
—Un pájaro le picó en la oreja o algún disparate así. Mira, fíjate en la colección de personajes de los bajos fondos que aparecen en esta foto. Ya te dije yo que tenía antecedentes. Esa gente son sus compinches. Bailarinas de striptease y chulos y pornógrafos.
—Antes estaba consagrado a causas idealistas. Mírale ahora. Pero no te preocupes. Algún día pagarás por todo esto. Dentro de unos meses, cuando Abelman haya acabado contigo, andarás por las calles con un carro, igual que tu padre. Aprenderás lo que pasa cuando se anda jugando con gente como Abelman, cuando se lleva el negocio como un playboy. A Susan y Sandra les dará un ataque cuando descubran que no tienen ni un céntimo a su nombre. Te dirán adiós definitivamente. Gus Levy, expadre.
—Bueno, me voy ahora mismo a la ciudad a hablar con ese Reilly. Aclararé el asunto de esa maldita carta.
—Jo jo jo. Gus Levy detective. No me hagas reír. Probablemente escribieras tú mismo esa carta un día, después de ganar en las carreras, porque te sentías bien. Sabía que esto acabaría así.
—Sabes, creo que estás deseando que llegue el juicio. En realidad, quieres verme arruinado, aunque te hundas conmigo.
La señora Levy bostezó y dijo:
—¿Acaso puedo oponerme al destino que te has marcado toda tu vida? Esto demostrará a las niñas que lo que llevo tanto tiempo diciéndoles de ti es cierto. Cuanto más pienso en ese pleito de Abelman, mejor comprendo que todo este asunto es inevitable, Gus. Menos mal que mi madre tiene algo de dinero. Siempre supe que algún día tendría que volver con ella. Ella tendrá que prescindir de San Juan, la pobre. Susan y Sandra no van a vivir de cacahuetes.
—Cállate de una vez, ¿quieres?
—¿Me dices que me calle? —la señora Levy subía y bajaba por la tabla—. ¿Crees que voy a contemplar tu ruina en silencio? Tengo que hacer planes para mí y para mis hijas. En fin, la vida sigue, Gus. No puedo acabar contigo en el arroyo. Menos mal que tu padre no vive: Si él hubiera visto perderse Levy Pants por una broma de mal gusto, verías. Créeme, León Levy te habría hecho huir del país. Aquel hombre tenía valor, decisión. Y, pase lo que pase, habrá una Fundación León Levy. Aunque mamá y yo tengamos que apretarnos el cinturón, crearé esos premios. Quiero honrar y recompensar a la gente que tenga el valor y el coraje que tenía tu padre. No permitiré que arrastres su nombre contigo al arroyo. Cuando acabe lo de Abelman, suerte tendrás si consigues que te contraten como chico del agua en uno de esos equipos que tanto te gustan. Ya verás entonces lo que es trabajar, muchacho, lo que es correr de un sitio a otro con el cubo y la esponja como un pordiosero. Pero no te compadezcas de ti mismo. La culpa es sólo tuya.
El señor Levy se daba cuenta de que la extraña lógica de su esposa exigía que él se arruinase. Su esposa quería presenciar la victoria de Abelman; veía en aquella victoria una extraña justificación. Dado que la señora Levy había leído la carta de Abelman, su pensamiento debía haber estado trabajando en el caso desde todos los ángulos. Mientras pedaleaba en la bicicleta fija o saltaba en la tabla, su sistema de razonamiento probablemente le dijese con progresiva convicción que Abelman debía ganar el pleito. Y no sólo sería una victoria de Abelman sino también una victoria suya. Todos los carteles y signos indicadores, coloquiales y epistolares, que había mostrado a las chicas indicaban el fracaso definitivo y terrible de su padre. La señora Levy no podía permitir que se demostrase lo contrario. Necesitaba aquel pleito y la indemnización de quinientos mil dólares. No le interesaba siquiera que su marido hablase con Reilly. El caso Abelman había pasado del plano puramente material y físico a otro ideológico y espiritual, en el que fuerzas cósmicas y universales decretaban que Gus Levy debía perder, que un desolado Gus Levy, abandonado por sus hijas, debía vagar indefinidamente con el cubo y la esponja.
—Bueno —dijo al fin el señor Levy—. Voy a buscar a ese Reilly.
—Qué decisión. No puedo creerlo. Pero no te molestes, no podrás acusar de nada al joven idealista. Es demasiado listo. Se burlará otra vez de ti. Ya verás. Será otro viaje en vano. Será como volver a Mandeville. Pero esta vez, te detendrán; un hombre ya maduro conduciendo ese juguetito, un coche deportivo de estudiante.
—Iré directamente a su casa.
La señora Levy plegó sus notas de la Fundación y apagó la tabla de ejercicios, diciendo:
—Bueno, si vas a ir a la ciudad, llévame contigo. Me preocupa la señorita Trixie, desde que González informó que le había mordido la mano al gángster. Tengo que verla. Manifiesta de nuevo su antigua hostilidad hacia Levy Pants.
—¿Aún quieres seguir jugando con ese vejestorio? ¿Es que no la has atormentado ya bastante?
—No me dejas hacer siquiera una obra buena. Tu carácter ni siquiera en los libros de psicología está catalogado. Deberías ir de una vez a ver al médico de Lenny, por su bien. En cuanto apareciese tu caso en las publicaciones psiquiátricas, le invitarían a ir a hablar a Viena. Le harías famoso, lo mismo que aquella chica lisiada o algo así, que fue quien situó a Freud en el mapa.
Mientras la señora Levy se cegaba con capas de pintura de ojos aguamarina, preparándose para su excursión de caridad, el señor Levy sacó el coche deportivo del monumental garaje de tres plazas, construido como una sólida y rústica cochera, y se quedó sentado en él, contemplando la plácida bahía. Le brotaban del pecho pequeños dardos de ardor. Tenía que conseguir que Reilly hiciera una especie de confesión. Los leguleyos de Abelman podían barrerle; no podía darle a su esposa la satisfacción de presenciarlo. Si Reilly confesase que había escrito la carta, si, de algún modo, podía salir de aquello bien, cambiaría. Prometía convertirse en una persona nueva. Supervisaría incluso un poquito la empresa. Además, supervisarla un poco era lo más racional y lo más práctico. Una fábrica incontrolada era como un niño incontrolado: podía convertirse en delincuencia, en algo que crease toda clase de problemas que, con un poco de atención, un poco de cuidado, podrían evitarse. Cuanto más al margen se mantuviera de Levy Pants, más le torturaría. Levy Pants era como un defecto congénito como una maldición heredada.
—Toda la gente que conozco tiene un sedán grande —dijo la señora Levy, entrando en el cochecito—. Tú no. Tú tienes que tener un coche de jovencito que cuesta más que un Cadillac y en el que siempre me despeino.
Para demostrar que tenía razón, un mechón enlacado flotó rígido, batido por la brisa, en cuanto salieron a la carretera de la costa. Ambos guardaron silencio durante el viaje por las marismas. El señor Levy pensaba nervioso en su futuro. La señora Levy pensaba en el suyo muy contenta; las pestañas aguamarinas aleteaban tranquilamente al viento. Por fin, entraron atronando en la ciudad, y el señor Levy aceleraba a medida que percibía que se aproximaba a aquel chiflado de Reilly. De juerga con aquella gente por el Barrio Francés… Dios sabe cómo sería la vida personal de aquel Reilly. Un incidente disparatado tras otro, locura tras locura.
—Creo que he desvelado tu problema —dijo la señora Levy cuando aminoraron la marcha, ya en el tráfico urbano—. Tu forma de conducir me ha dado la clave. Se encendió una luz. Ahora sé por qué has ido a la deriva, por qué no tienes ninguna ambición, por qué has tirado a la basura un gran negocio —la señora Levy hizo una pausa para dar un efecto más teatral a sus palabras—. Tienes un impulso de muerte.
—Cállate, te lo digo por última vez.
—Agresividad, hostilidad, resentimiento —dijo muy feliz la señora Levy—. Esto acabará muy mal, Gus.
Como era sábado, Levy Pants había cesado de agredir a su manera el sistema de la libre empresa durante el fin de semana. Los Levy pasaron ante la fábrica que, abierta o cerrada, parecía igualmente moribunda desde la calle. Un humo lánguido, como el que se produce al quemar hojas, brotaba de una de aquellas chimeneas como antenas. El señor Levy se preguntó de qué sería aquel humo. Algún obrero debía haber dejado una de las mesas de cortar pegada a un horno el viernes por la noche. Quizás hubiera alguien allí, incluso, quemando hojas. Cosas más extrañas habían pasado. La propia señora Levy durante una fase de ceramista que tuvo, había utilizado para sus cacharros uno de los hornos de la fábrica.
Después de que pasaron la fábrica y la señora Levy la miró y dijo «triste, triste», giraron, siguiendo el río, y pasaron ante un impresionante edificio de apartamentos de madera situado frente al muelle de la calle Desire. Un rastro de trapos hacía señas a los que pasaban para que subieran las despintadas escaleras de entrada hacia algún objetivo dentro del edificio.
—No tardes demasiado —dijo la señora Levy, mientras pasaba por el proceso de incorporación y desplegado que era necesario para sacar el cuerpo del coche deportivo. Llevaba consigo la bolsa de pastas surtidas holandesas, destinada, en principio, al paciente de Mandeville.
—Estoy hartándome, ya de este asunto. Mejor que me entretenga con las pastas, porque así no tendré que conversar mucho —sonrió a su marido—. Buena suerte con el idealista. No dejes que te engañe otra vez.
El señor Levy continuó hacia la parte alta de la ciudad. En un semáforo comprobó la dirección de Reilly en el periódico de la mañana, doblado y colocado entre los dos asientos. Siguió el río por Tchoupitoulas y giró hacia Constantinopla, saltando por los baches de ésta, hasta que encontró la casa de miniatura. ¿Cómo podía vivir un tipo tan grandote en aquella casa de muñecas? ¿Cómo podía entrar y salir por aquella puerta?
El señor Levy subió las escaleras y leyó el letrero «Paz a cualquier precio», fijado con una chincheta a una de las columnas del porche y el otro, el de «Paz a los hombres de buena voluntad», que estaba clavado con chinchetas en la fachada de la casa. Aquél era el lugar, no había duda. Dentro, sonaba el teléfono.
—¡No están en casa! —gritó una mujer desde detrás de una cortina, en la casa de al lado—. Ese teléfono lleva toda la mañana sonando.
Las persianas de la puerta de entrada de la casa de al lado se abrieron y salió al porche una mujer de rostro atormentado, que apoyó los codos enrojecidos en la barandilla del porche.
—¿Sabe usted dónde está el señor Reilly? —preguntó el señor Levy.
—Yo lo único que sé es que ha salido en el periódico de la mañana. Debería estar en el manicomio. Tengo los nervios destrozados. Cuando me vine a vivir aquí, firmé mi sentencia de muerte.
—¿Él vive solo aquí? Una vez que llamé, me contestó una mujer.
—Debía ser su mamá. Tiene también los nervios destrozados. Tendría que meterle en el hospital o donde fuera.
—¿Usted conoce bien al señor Reilly?
—Desde que era un crío. Qué orgulloso estaba su madre de él entonces. En el colegio, las hermanas le querían muchísimo. Era precioso. Y fíjese cómo acabó, tirado en el arroyo. En fin, mejor será que vayan pensando en irse de aquí. No estoy dispuesta a aguantar más. Ahora sí que discutirán de verdad.
—Dígame una cosa, usted conoce bien al señor Reilly, ¿cree usted que es muy irresponsable, o quizás peligroso incluso?
—¿Qué quiere usted de él? —los lúgubres ojos de la señorita Annie se achicaron—. ¿Se ha metido en otro lío?
—Me llamo Gus Levy. El señor Reilly trabajó para mí.
—¿Sí? No me diga. Ese loco de Ignatius estaba orgullosísimo del trabajo que tenía en ese sitio. Yo le oía decirle a su mamá que le iban muy bien las cosas, sí, le iban muy bien. Y, al cabo de unas semanas, le echaron. En fin, si trabajó para usted, le conocerá bien.
¿Es posible que aquel pobre chiflado de Reilly estuviera realmente orgulloso de trabajar en Levy Pants? Siempre lo había dicho, desde luego. Qué mejor prueba de su locura.
—Dígame, ha tenido problemas con la policía, ¿verdad? Tiene antecedentes…
—A su mamá venía a verla un policía. Un policía secreta normal. Pero a Ignatius no. La verdad es que a su madre le gusta algo el pimple. Últimamente no la veo mucho borracha, pero hace un tiempo, empinaba el codo de lo lindo. Un día salí al patio de atrás y se había enredado en una sábana húmeda que estaba colgando del tendal. Señor, vivir al lado de esta gente, me ha acortado la vida por lo menos diez años. ¡Los ruidos! Banjos y trompetas y gritos y chillidos y la televisión. Los Reilly deberían trasladarse al campo, vivir en una granja. Tengo que tomar seis, siete aspirinas, todos los días.
La señorita Annie metió la mano en el cuello de su bata de casa, buscando algún tirante que se le había deslizado del hombro.
—Pero voy a decirle una cosa —prosiguió—. Quiero ser justa. Ese Ignatius era un buen chico hasta que se le murió aquel perro grande que tenía. Tenía un perro muy grande que venía siempre a ladrar debajo de mi ventana. Así empecé yo a enfermar de los nervios. Luego, el perro murió. Bueno, pensé yo, puede que ahora tenga un poco de paz y tranquilidad. Pero no. Ignatius colocó el perro en el salón de su mamá con unas flores en la pata. Entonces fue cuando él y su mamá empezaron a pelearse por primera vez. La verdad es que creo que fue entonces cuando ella empezó a beber. En fin, Ignatius fue a ver al sacerdote y le pidió que viniese a decirle las oraciones al perro. Ignatius quería hacer una especie de funeral. Bueno, el sacerdote dijo que no, claro, y creo que fue entonces cuando Ignatius dejó la Iglesia. Y, en fin, se montó su propio funeral. Un chico tan grande, que ya estaba estudiando bachiller, no debería haber hecho una cosa así. ¿Ve usted aquella cruz?
El señor Levy miró lánguidamente la cruz celta que se pudría en el patio.
—Allí fue donde pasó todo. El tenía dos docenas de amiguitos por allí de pie, en aquel patio, mirándole. Ignatius llevaba puesta una capa grande, como Supermán, y había velas encendidas, muchas velas. Y su mamá daba voces continuamente desde la puerta diciéndole que tirase el perro a la basura y que entrase en casa. En fin, fue entonces cuando las cosas empezaron a ir mal por aquí. Luego, Ignatius estuvo unos diez años en la universidad. Su madre estuvo a punto de arruinarse. Tuvo que vender el piano que tenían. En fin, a mí eso no me importa. Debería haber visto usted la chica que eligió él en la universidad. Me dije: «Bueno, en fin, puede que Ignatius se case y se vaya.» Me equivocaba. Se pasaban la vida sentados en la habitación de él. Y todas las noches organizaban conciertos y discusiones. ¡Las cosas que he oído desde mi ventana! «Bájate esa falda» y «Sal de mi cama» y «Cómo te atreves. Soy virgen». Era horroroso. Tenía que tomar aspirinas las veinticuatro horas del día. En fin, la chica acabó yéndose. No es que la culpe. Tenía que ser un poco rara, de todos modos, para estar con él.
La señorita Annie buscó en dirección opuesta, intentando localizar otro tirante.
—De todas las casas de esta ciudad, tuve que venir a vivir precisamente aquí. Es tremendo.
Al señor Levy no se le ocurría ninguna razón por la que ella hubiera tenido que trasladarse a aquel sitio concreto. Pero la historia de Ignatius Reilly le había deprimido y pensaba que ojalá estuviera lejos de la Calle Constantinopla.
—Bueno —continuó la señorita Annie, ansiosa de que el público oyera su historia de sufrimiento—, este asunto del periódico es la última gota. Imagínese qué publicidad para esta calle. Si hacen ahora algo, iré a la policía y conseguiré que le encierren. No lo soporto más. Tengo los nervios destrozados. Basta con que Ignatius se dé un baño, para que parezca que va a inundarse mi propia casa. Creo que tengo todas las vías reventadas. Soy demasiado vieja. Estoy harta de ellos —la señorita Annie miró por encima del hombro del señor Levy—: Ha sido un placer hablar con usted, señor. Adiós.
Y se metió apresuradamente en su casa, cerrando las persianas de golpe. Aquella súbita desaparición confundió al señor Levy tanto como le había confundido la extraña biografía del señor Reilly. Menudo barrio. La Mansión Levy siempre había sido una barrera que le había permitido no conocer a gente como aquélla. Luego, el señor Levy vio que el viejo Plymouth intentaba atracar en el bordillo, rascando los tapacubos contra los amarres, antes de parar definitivamente. En la parte de atrás vio la silueta del señor Reilly. Una mujer de pelo castaño se bajó del asiento del conductor y dijo:
—¡Venga, chico, sal de ahí!
—No mientras no aclares tu relación con ese viejo baboso —contestó la silueta—. Creí que nos habíamos librado de ese viejo fascista degenerado. Al parecer, me equivocaba. Has estado manteniendo una relación con él a mis espaldas. Probablemente fueses tú quien le colocó allí delante de D. H. Holmes. Ahora que lo pienso, probablemente colocaste también allí a ese subnormal de Mancuso, para que se iniciara este ciclo diabólico. Qué inocente he sido, qué ingenuo. He sido, durante semanas, la víctima inocente de una conspiración. ¡Todo esto es un complot!
—¡Bájate del coche!
—¿Ve usted? —dijo la señorita Annie, desde detrás de las persianas—. Ya empiezan otra vez.
La puerta trasera del coche se abrió herrumbrosa y una bota salió y pisó el estribo. El tipo llevaba la cabeza vendada. Parecía cansado y estaba pálido.
—No permaneceré bajo el mismo techo que una mujer disoluta. Estoy sobrecogido, me siento ultrajado. Mi propia madre. Por eso me atacabas tan cruelmente. Sospecho que has estado utilizándome como chivo expiatorio para desahogar tus sentimientos de culpa.
Qué familia, pensó el señor Levy. La madre parecía una pelandusca, desde luego. Se preguntó para qué la querría aquel policía secreta.
—Cierra esa sucia boca —chillaba la mujer—. No puedes decir eso de un hombre bueno y honrado como Claude.
—Un hombre bueno —se burló Ignatius—. Sabía que acabarías así, cuando empezaste a salir con esos degenerados.
Algunas personas habían salido a las puertas de las casas. Menudo día iba a ser aquél. El señor Levy corría el riesgo de inmiscuirse en una escena pública con aquella gente incontrolable. El ardor de estómago estaba desbordando los límites del pecho.
La mujer del pelo castaño había caído de rodillas y clamaba al cielo:
—¿Qué mal he hecho yo, Dios mío? Dime, Señor. Yo he sido buena.
—¡Estás arrodillándote en la tumba de Rex! —gritó Ignatius—. Ahora dime qué habéis estado haciendo tú y ese libertino maccarthysta. Probablemente pertenezcáis a alguna célula política secreta. No es raro que me haya visto bombardeado con esos panfletos de caza de brujas. No es raro que me siguieran anoche. ¿Dónde está esa casamentera de la Battaglia? ¿Dónde está, dime? Habría que azotarla. Todo este asunto es un golpe dirigido contra mí, un plan diabólico para quitarme de en medio. ¡Dios santo! Aquel pájaro debía estar sin duda adiestrado por una banda de fascistas. Son capaces de cualquier cosa.
—Claude ha estado cortejándome —dijo desafiante la señora Reilly.
—¿Qué? —atronó Ignatius—. ¿Pretendes decirme que has estado permitiendo que un viejo te manosease?
—Claude es un buen hombre. Lo único que ha hecho ha sido cogerme de la mano unas cuantas veces.
Los ojos azules y amarillos bizquearon coléricos. Las manazas bloquearon las orejas para no tener que seguir oyendo.
—Sólo Dios sabe qué deseos innombrables tiene ese hombre. No me digas toda la verdad, por favor. Podría darme un ataque.
—¡Cállense! —gritó la señorita Annie desde detrás de sus persianas—. Están viviendo ustedes de prestado en esta calle.
—Claude no es listo pero es un buen hombre. Es bueno con su familia, y eso es lo que cuenta. Santa dice que le gusta eso de los comunistas porque se siente solo. Porque no tiene otra cosa que hacer. Si me pidiera que me casara con él en este momento, le diría: «De acuerdo, Claude». Sí, hijo, sí. No lo pensaría dos veces. Tengo derecho a que alguien me trate como es debido antes de morir. Tengo derecho a no tener que estar obsesionada pensando de dónde va a venir el dinero. Cuando Claude y yo fuimos a recoger tu ropa en el hospital y la enfermera jefe nos entregó tu cartera con casi treinta dólares dentro, bueno… eso fue la última gota. Todas tus locuras eran ya bastante cruz para mí, pero eso de que no le entregases el dinero a tu pobre mamá…
—Necesitaba ese dinero para ciertos propósitos.
—¿Para qué? ¿Para andar por ahí con mujerzuelas? —la señora Reilly se levantó laboriosamente de la tumba de Rex—. No sólo estás loco, Ignatius. Eres malo, además.
—¿Piensas en serio que ese libertino de Claude quiere casarse? —balbuceó Ignatius, cambiando de tema—. Te arrastrará de un motel apestoso a otro. Acabarás en el suicidio.
—Me casaré si quiero, muchacho. No puedes impedírmelo. Ya no.
—Ese hombre es un radical peligroso —dijo lúgubremente Ignatius—. Sabe Dios qué horrores políticos e ideológicos alberga en su mente. Te torturará o te hará cosas aún peores.
—¿Pero quién demonios eres tú para pretender decirme lo que tengo que hacer, Ignatius?
La señora Reilly miraba fijamente a su irritado hijo. Estaba disgustada y cansada y no tenía el menor interés por lo que pudiera decirle Ignatius.
—Claude no es muy listo. De acuerdo. Te lo concedo. Claude anda siempre obsesionado con esos comunistas. De acuerdo. Quizá no sepa nada de política. Pero a mí no me importa la política. Lo que me importa es acabar mis días de una forma semidecente. Claude puede ser amable y bueno, y eso no puedes serlo tú, con toda tu política y tus aires de sabio. Con todo lo que he hecho siempre por ti, lo único que tú haces es tratarme a patadas. Quiero que alguien me trate bien antes de morir. Lo aprendiste todo, Ignatius, todo, salvo cómo debe comportarse un ser humano.
—Pero tu destino no es que te traten bien —gritó Ignatius—. Tú eres una masoquista innata. Si te trataran bien, te confundirían y te destruirían.
—Vete a la mierda, Ignatius. Me has dado tantos disgustos que ya no podría contarlos.
—Ese hombre no entrará en esta casa mientras yo esté aquí. Después de que se cansara de ti, probablemente centraría sus atenciones depravadas en mí.
—Estás loco. Deja de decir tonterías de una vez. Estoy harta. Ya verás lo que es bueno, ya. ¿Dices que quieres tomarte un descanso? Ya te prepararé yo un buen descanso.
—Cuando pienso en mi querido padre muerto, que aún no se ha enfriado en la tumba —murmuró Ignatius fingiendo enjugarse lágrimas en los ojos.
—El señor Reilly murió hace veinte años.
—Veintiuno —dijo Ignatius muy satisfecho—. ¿Te das cuenta? Has olvidado a tu amado esposo.
—Discúlpenme —dijo débilmente el señor Levy—. ¿Puedo hablar con usted, señor Reilly?
—¿Qué? —preguntó Ignatius, fijándose por primera vez en el hombre que estaba en el porche.
—¿Qué quiere hablar usted con Ignatius? —preguntó la señora Reilly.
Él señor Levy se presentó.
—Vaya, así que es él en persona. Espero que no se creyera aquella historia extraña que le contó el otro día por teléfono. Yo estaba demasiado agotada para quitarle el aparato de las manos.
—¿Podemos entrar todos en la casa? —preguntó el señor Levy—. Me gustaría hablar con él en privado.
—A mí no me importa —dijo despreocupadamente la señora Reilly; miró hacia las otras casas y vio que los vecinos les estaban mirando—. Todo el vecindario está ya enterado de todo.
Pero abrió la puerta de entrada y los tres pasaron al pequeño vestíbulo. La señora Reilly posó la bolsa de papel que llevaba y que contenía la bufanda y el sable de su hijo y preguntó:
—¿Qué es lo que quiere, señor Levy? ¡Ignatius! Ven aquí y habla con este hombre.
—Madre, tengo que atender a mis tripas. Se están rebelando contra el trauma de las últimas veinticuatro horas.
—Sal de ese baño, hijo, y ven aquí. Dígame, ¿qué quiere usted de este loco, señor Levy?
—Señor Reilly, ¿sabe usted algo de esto?
Ignatius examinó las dos cartas que sacó el señor Levy de su chaqueta y dijo:
—No, por supuesto. Esta firma es suya. Salga inmediatamente de esta casa. Madre, éste es el infame que me despidió del trabajo tan brutalmente.
—¿No escribió usted esto?
—El señor González era sumamente dictatorial. No me permitía acercarme siquiera a una máquina de escribir. En una ocasión, llegó a abofetearme con toda saña porque se me desvió la vista hacia la correspondencia que él estaba redactando, en una prosa bastante horrorosa, por cierto. Yo agradecía incluso que se me permitiese limpiar sus zapatitos. Ya sabe usted lo posesivo que se muestra con esa inmunda empresa suya.
—Lo sé. Pero él dice que no escribió esto.
—Evidente falsedad. Todo lo que dice es mentira. ¡Tiene muchas caras!
—Este hombre quiere demandarnos y exigirnos mucho dinero.
—Eso lo hizo Ignatius —interrumpió con cierta rudeza la señora Reilly—. Si hay algún lío, el responsable es él. Él siempre arma líos, en todas partes. Vamos, Ignatius. Dile a este hombre la verdad. Venga, hijo, antes de que te rompa la cabeza.
—Madre, dile a este hombre que se vaya —gritó Ignatius, intentando empujar a su madre contra el señor Levy.
—Señor Reilly, este hombre quiere una indemnización de quinientos mil dólares. Eso podría ser la ruina para mí.
—¡Oh, qué horror! —exclamó la señora Reilly—. ¿Qué le has hecho a este pobre hombre, Ignatius?
Cuando Ignatius estaba a punto de exponer la honradez de su conducta en Levy Pants, sonó el teléfono.
—¿Diga? —dijo la señora Reilly—. Soy su madre. Pues claro que no he bebido —miró furiosa a Ignatius—. ¿En serio? ¿Eso hizo? ¿Qué? Oh, no.
Miró fijamente a su hijo que empezó a frotarse una manaza contra otra.
—Sí, bien, señor, no se preocupe, lo tendrá todo, salvo el pendiente. El pendiente se lo llevó el pájaro. Está bien. Claro que puedo acordarme de lo que me dice. ¡No estoy borracha!
La señora Reilly colgó furiosa el teléfono y se volvió a su hijo y le dijo:
—Era el hombre de las salchichas. Estás despedido.
—Gracias a Dios —Ignatius suspiró—. No podía soportar más aquel carro. Lo confieso.
—¿Qué le dijiste de mí, hijo? ¿Le dijiste que era una borracha?
—No, claro que no. Eso es ridículo. Yo no hablo de ti con la gente. Puede que él haya hablado contigo otras veces que estuvieses bajo la influencia… Puede que te citaras incluso con él, yo qué sé. Una juerga beoda en varias boites salchichescas.
—No sirves siquiera para vendedor ambulante. Qué furioso estaba ese hombre. Me dijo que le habías dado más problemas que ningún vendedor de los que ha tenido.
—No puede soportar mi visión del mundo.
—Oh, cállate, porque si no voy a darme otra bofetada —gritó la señora Reilly—. Y dile ahora mismo la verdad al señor Levy.
Qué vida tan sórdida, pensaba el señor Levy. Esta mujer trata a su hijo dictatorialmente.
—Pero si le estoy diciendo la verdad —replicó Ignatius.
—Déjeme ver esa carta, señor Levy.
—No se la enseñe. Ella lee muy mal. Le durará varios días la confusión.
La señora Reilly golpeó a Ignatius con el bolso en la cabeza, de lado.
—¡No, más no! —gritó Ignatius.
—No le pegue —dijo el señor Levy.
Aquel loco ya tenía la cabeza vendada. Al señor Levy, la violencia, fuera del cuadrilátero del ring, le ponía malo. Aquel pobre Reilly era un caso verdaderamente patético. La madre andaba liada con un viejo, bebía, quería quitarse de encima al hijo. Estaba ya fichada por la policía. El perro, probablemente, fuera lo único que aquel pobre tipo había tenido en toda su vida. A veces, hay que ver a una persona en su medio real para comprenderla. A su modo peculiar, Reilly se había interesado mucho por Levy Pants. El señor Levy lamentaba ahora haberle despedido. Resultaba que el muy chiflado estaba orgulloso de trabajar en la empresa.
—Déjele en paz, señora Reilly. ¿Llegaremos al fondo del asunto?
—Ayúdeme, señor —balbució Ignatius, amarrándose histriónicamente a las solapas de la chaqueta deportiva del señor Levy—. Sólo Fortuna sabe lo que ella hará conmigo. Conozco demasiado bien sus sórdidas imaginaciones. Tiene que eliminarme, claro. ¿Se le ha ocurrido a usted hablar con la señorita Trixie? Ella sabe más de lo que usted cree.
—Eso es lo que dice mi mujer, pero nunca la he creído. La señorita Trixie es muy vieja, demasiado. No creo que sea capaz de escribir ni una lista de compras para la tienda.
—¿Vieja? —preguntó la señora Reilly—. ¡Ignatius! Me dijiste que en Levy Pants trabajaba una chica muy guapa llamada Trixie. Me dijiste que os entendíais muy bien. Ahora resulta que es una abuela que ya no puede ni escribir. ¡Ignatius!
Era más triste de lo que el señor Levy había pensado al principio. Aquel pobre hombre había intentado convencer a su madre de que tenía novia.
—Por favor —susurró Ignatius al señor Levy—. Venga a mi cuarto. Tengo que enseñarle una cosa.
—No crea una palabra de lo que le diga —dijo la señora Reilly mientras su hijo arrastraba al señor Levy al interior del mohoso aposento.
—Déjele en paz —dijo el señor Levy a la señora Reilly con cierta firmeza. Aquella mujer no le daba ni una oportunidad a su hijo. Era casi tan mala como su esposa. No era raro que Reilly fuese el desastre que era.
Luego, la puerta se cerró tras ellos, y el señor Levy empezó de pronto a sentir náuseas. En aquel dormitorio olía a hojas de té rancias, un olor que le recordó la tetera que León Levy tenía siempre junto al codo, la jarra de porcelana delicadamente cuarteada, en cuyo fondo había siempre residuos de hojas hervidas. Se acercó a la ventana y abrió la persiana, pero al mirar hacia afuera, sus ojos se encontraron con los de la señorita Annie, que le miraba por entre las lamas de la suya. Dio la espalda a la ventana y vio que Reilly hojeaba un cuaderno de hojas sueltas.
—Aquí está —dijo Ignatius—. Estas son algunas de las notas que tomé cuando trabajaba en su empresa. Demostrarán lo mucho que yo estimaba Levy Pants, más que la vida misma, demostrarán que yo consagraba todas mis horas de vigilia a idear medios de ayudar a su empresa. Y tenía visiones muchas noches. Fantasmas de Levy Pants revoloteaban gloriosamente por mi psique adormecida. Yo jamás escribiría una carta como ésta. Yo amaba Levy Pants. Mire, lea esto, caballero.
El señor Levy tomó la hoja suelta y, donde el gordo dedo índice de Reilly indicaba una línea, leyó: «Hoy, nuestra oficina se vio honrada al fin con la presencia de nuestro amo y señor, G. Levy. A decir verdad, me pareció un tanto indiferente y despreocupado.» El dedo índice saltó unas cuantas líneas. «Con el tiempo, sabrá de mi devoción por su empresa, de mi dedicación. Y tal vez mi ejemplo le mueva a creer de nuevo en Levy Pants.» El índice guiador indicó el párrafo siguiente. «La Trixie aún guarda silencio, con lo que demuestra que es aún más sabia de lo que yo había imaginado. Tengo la sospecha de que esta mujer sabe muchísimo, de que su apatía es sólo una fachada para ocultar su claro resentimiento contra Levy Pants. Su coherencia crece cuando habla de la jubilación.»
—Ahí tiene las pruebas, señor —dijo Ignatius, arrebatando el cuaderno al señor Levy. Interrogue a la Trixie. La senilidad es un disfraz. Es parte de su sistema de defensa frente a su trabajo y frente a la empresa. En realidad, odia la empresa porque no la jubilan. Y, ¿quién puede reprochárselo? Muchas veces, cuando nos quedábamos solos, me hablaba durante horas seguidas de planes para «hundir» Levy Pants. Su resentimiento afloraba en forma de ataques vitriólicos a su estructura empresarial.
El señor Levy intentó valorar las pruebas. Sabía que a Reilly le había gustado realmente la empresa; lo había dicho en la empresa, se lo había dicho la mujer de al lado, acababa de leerlo. La Trixie, por otra parte, odiaba a la empresa. Aunque su esposa y aquel pobre hombre afirmasen que la senilidad era fingida, él dudaba que hubiera sido capaz de escribir una carta como aquélla. Pero, en fin, tenía que salir de aquel claustrofóbico dormitorio antes de vomitar por encima de todos aquellos cuadernos esparcidos por el suelo. Cuando el señor Reilly se había colocado junto a él para indicarle los pasajes del cuaderno, el olor se había hecho sofocante. Tanteó la manilla de la puerta, pero Reilly se lanzó contra ella.
—Debe creerme —suspiró—. La Trixie tenía una fijación con un pavo o un jamón… ¿o era un asado? A veces, todo era un tanto loco y confuso. Juraba venganza por el hecho de que no la hubieran jubilado a la edad correspondiente. Estaba llena de agresividad.
El señor Levy le apartó a un lado y logró salir al pasillo, donde esperaba, como un portero, la madre de pelo castaño.
—Gracias, señor Reilly —dijo el señor Levy; tenía que salir de aquella miniatura claustrofóbica y angustiosa—. Si le necesito de nuevo, le llamaré.
—Le necesitará —dijo la señora Reilly, mientras pasaba ante ella y bajaba las escaleras de la entrada—. Sea lo que sea, el culpable es Ignatius.
La señora Reilly añadió algo, pero el estruendo del señor Levy ahogó su voz. Una nubecita de humo azul se asentó sobre el maltrecho Plymouth, y el señor Levy desapareció:
—Ahora sí que la has hecho buena —decía la señora Reilly a Ignatius, cogiendo con manos crispadas la bata blanca—. Ahora sí que estamos metidos en un buen lío, hijo. ¿Sabes lo que pueden hacerte por falsificación? Pueden meterte en una prisión federal. Y ese pobre hombre con un pleito encima, puede costarle quinientos mil dólares. Ahora sí que la has hecho buena, Ignatius. Ahora sí que estás metido en un buen lío.
—Por favor —dijo débilmente Ignatius.
Su piel pálida estaba adquiriendo un tono blancuzco con matices grisáceos. Se sentía muy mal. La válvula exigía maniobras diversas que excedían en originalidad y violencia todo lo que hubiera podido hacer hasta entonces.
—Te dije que pasaría esto cuando fuese a trabajar.
El señor Levy tomó la ruta más corta para volver al muelle de la Calle Desire. Salió de Napoleón hacia el paso elevado del Broad, y entró en la autopista, inundado por una emoción que era una versión lejana pero identificable de la resolución. Si el resentimiento había inducido realmente a la señorita Trixie a escribir aquella carta, la persona responsable del pleito de Abelman era sin duda la señora Levy. ¿Podía la señorita Trixie escribir algo tan inteligible como aquella carta? El señor Levy tenía la esperanza de que hubiera sido capaz de hacerlo. Cruzó de prisa la barriada de la señorita Trixie, pasando ante bares y letreros de CANGREJO HERVIDO y OSTRAS CON MEDIA CONCHA que brotaban por todas partes. En la casa de apartamentos, siguió el rastro de trapos escaleras arriba hasta una puerta marrón. Llamó y le abrió la señora Levy con:
—Mira quién ha vuelto. La amenaza del idealista. ¿Has resuelto tu caso?
—Quizá.
—Vaya, ahora hablas como Gary Cooper. Me respondes sólo con una palabra. El sheriff Gary Levy.
La señora Levy dio un tirón con los dedos a una molesta pestaña aguamarina.
—Bueno, vamos. Trixie está atracándose de pastas. Y a mí me da náuseas.
El señor Levy pasó delante de su mujer y se vio frente a una escena que jamás había podido imaginar. La mansión Levy no le había preparado para interiores como el que acababa de ver en la Calle Constantinopla… ni para aquél. El apartamento de la señorita Trixie estaba decorado con trapos, basura, trozos de metal, cajas de cartón. Debajo de todo aquello debía haber muebles, sin duda. Pero la superficie, el terreno visible, era un paisaje de ropas viejas, cajas y periódicos. Había un paso por el centro de la montaña, un pequeño claro entre la basura, un estrecho pasillo de suelo despejado que conducía a una ventana junto a la que estaba sentada, en una silla, comiendo pastas holandesas, la señorita Trixie. El señor Levy siguió por el pasillo, pasó ante la peluca negra que colgaba encima de una caja, las zapatillas de tacón que estaban tiradas sobre un montón de periódicos. El único elemento rejuvenecedor que, al parecer, había conservado la señorita Trixie era la dentadura; los dientes brillaban entre sus labios finos seccionando las pastas.
—Te has vuelto muy silencioso de pronto —comentó la señora Levy—. ¿Qué es esto, Gus? ¿Otra misión que terminó en fracaso?
—Señorita Trixie —gritó el señor Levy en sus oídos—. ¿Escribió usted una carta a Mercancías Generales Abelman?
—Ahora sí que has tocado fondo de veras —dijo la señora Levy—. Creo que el idealista te ha vuelto a engañar.
—¡Señorita Trixie!
—¿Qué? —dijo la señorita Trixie—. He de admitir que ustedes saben cómo debe jubilarse a una persona.
El señor Levy le entregó la carta. Ella cogió una lupa del suelo y la examinó. La visera verde daba a su rostro un color mortecino, sobre las migas de pastas holandesas que bordeaban sus finos labios. Cuando posó el cristal de aumento, jadeó feliz:
—Así que están metidos en un lío, ¿eh?
—Pero, dígame, ¿escribió usted esto a Abelman? El señor Reilly dice que lo hizo usted.
—¿Quién?
—El señor Reilly. Ese hombre grandote de la gorra verde que trabajaba en Levy Pants —el señor Levy le enseñó a la señorita Trixie las fotografías del periódico de la mañana—. Mire, éste de aquí.
La señorita Trixie aplicó la lupa al periódico y exclamó:
—¡Ay, Dios mío! ¿Qué le ha pasado? Pobre Gloria; parece que se ha hecho daño de verdad. ¿Esto es el señor Reilly?
—Sí. Supongo que le recuerda. Él dice que usted escribió la carta.
—¿Lo dijo? —Gloria Reilly no podía mentir. Gloria no. Gloria diría la verdad. Con Gloria había tenido siempre gran amistad. La señorita Trixie intentó nebulosamente recordar. Quizás hubiera escrito aquella carta. Pasaban tantas cosas que no podía recordar ya—. Bueno, creo que la escribí. Sí. Ahora que usted lo dice, eso lo escribí yo. Ustedes se lo merecen, además. Me han vuelto loca estos últimos años. Sin jubilación. Sin jamón. Nada. Debo decir que espero que lo pierdan todo.
—¿Escribió usted esto? —preguntó la señora Levy—. Después de todo lo que hice por usted, escribir algo así… ¡Una víbora en nuestro propio seno! Ya puede usted decir adiós a Levy Pants, traidora. ¡Abandonada, quedará usted abandonada!
La señorita Trixie sonreía. Aquella mujer insoportable estaba enfadada de veras. Gloria siempre había sido amigo suyo. Ahora aquella mujer insoportable tendría que irse, al asilo. Quizá. Pero en aquel momento avanzaba hacia ella, con las uñas color aguamarina crispadas como garras. La señorita Trixie empezó a gritar.
—¡Déjala en paz! —dijo el señor Levy a su mujer—. Ya está bien. Creo que a Susan y a Sandra no les gustaría nada enterarse de esto. Su madre torturando a una anciana, hasta el punto de que las chicas corren peligro de perder todas sus chaquetas de lana y sus faldas pantalón.
—Eso, échame la culpa a mí —dijo con ferocidad la señora Levy—. Fui yo quien metió el papel en la máquina de escribir. Yo la ayudé a teclearlo.
—Escribió usted la carta para vengarse de Levy Pants porque no la jubilaban, ¿verdad?
—Sí, sí —dijo vagamente la señorita Trixie.
—Pensar que confiaba en usted —escupió la señora Levy—. ¡Devuélvame esa dentadura!
Pero su marido le impidió que metiera la mano en su boca.
—¡Silencio! —chilló la señorita Trixie, con los colmillos relampagueantes—. ¿Es que no voy a poder tener un poco de tranquilidad en mi apartamento?
—Si no fuese por tu estúpido y atolondrado «proyecto», esta mujer estaría jubilada hace mucho —dijo el señor Levy a su esposa—. Después de tantos años prediciendo cosas, resulta que eres tú la que casi destruyes Levy Pants.
—Ya entiendo. No la acusas a ella. Acusas a una mujer de ambiciones y de ideales. Si entrase un ladrón en Levy Pants, la culpable sería yo. Necesitas ayuda, Gus. Urgente.
—Sí que la necesito. Y precisamente del médico de Lenny.
—Maravilloso, Gus.
—¡Silencio!
—Pero vas a ser tú quien visite al médico de Lenny —dijo el señor Levy a su mujer—. Quiero que consigas que declare senil e incompetente a la señorita Trixie y que explique los motivos que tuvo para escribir la carta.
—Eso es problema tuyo —contestó furiosa la señora Levy—. Vete tú a verle.
—A Susan y a Sandra no les va a gustar nada enterarse de este pequeño error de su madre.
—Así que me haces chantaje.
—He aprendido algunas cosas de ti. Llevamos casados bastante tiempo, después de todo.
El señor Levy veía la angustia y la cólera aflorar al rostro de su esposa. Por una vez, no tenía nada que decir.
—A las niñas no les gustará enterarse de que su querida madre hizo una estupidez como ésta. Dispon lo necesario para que Trixie vaya a ver al médico de Lenny. Con su confesión y el testimonio de un médico, Abelman no tendrá ninguna posibilidad en este caso. No tenemos más que llevarla al juicio y dejar que el juez la vea.
—Soy una mujer muy atractiva —dijo maquinalmente la señorita Trixie.
—Claro que lo es —dijo el señor Levy, inclinándose hacia ella—. Vamos a jubilarla, señorita Trixie. Con un aumento. Ha pasado usted unos años muy malos.
—¿A jubilarme? —la señorita Trixie jadeó—. Oh, qué sorpresa. Muchísimas gracias.
—Firmará usted una declaración explicando que escribió esa carta, ¿de acuerdo?
—¡Claro que sí! —gritó la señorita Trixie. Qué amistad la de Gloria. Gloria sí que sabía ayudarla. Qué astucia la de Gloria. Gracias a Dios que Gloria había recordado aquella carta mágica—. Diré todo lo que usted me diga.
—Ahora lo entiendo todo —dijo amargamente la señora Levy desde detrás de un montón de periódicos—. Se me chantajea con mis dos hijas queridas. Me apartas a un lado para poder ser más playboy que nunca. Ahora sí que se irá a la basura Levy Pants. Crees que puedes echarme algo en cara, ¿verdad?
—Oh, sí, claro que puedo. Y Levy Pants se irá a la basura. Pero no a causa de uno de tus jueguecitos —el señor Levy miró las dos cartas—. Este asunto de Abelman me ha hecho pensar en un montón de cosas. Por qué no compra nadie nuestros pantalones. Porque son muy malos. Porque siguen haciéndose con la misma hechura con que los hacía mi padre hace veinte años, con la misma tela. Porque aquel viejo tirano no quiso cambiar nada en la fábrica. Porque destruyó todo mi espíritu de iniciativa.
—Tu padre era un hombre inteligente. No le faltes al respeto en mi presencia.
—Cállate. La carta de Trixie me dio una idea. De ahora en adelante, sólo haremos bermudas. Menos problemas. Dan más beneficios y menos gastos. Quiero que la fábrica lance una nueva línea de prendas inarrugables. Levy Pants se convierte en Bermudas Levy.
—«Bermudas Levy.» Qué bonito. No me hagas reír. Quebrarás en un año. Eres capaz de cualquier cosa con tal de mancillar la memoria de tu padre. Eres incapaz de dirigir un negocio. Eres un fracasado, un playboy.
—¡Silencio! Son ustedes muy molestos. Si esto es la jubilación, preferiría volver a Levy Pants —la señorita Trixie avanzó hacia ellos con su caja de pastas—. Salgan de mi casa y envíenme mi cheque.
—Levy Pants no podía dirigirlo, es verdad. Pero creo que podré dirigir Bermudas Levy.
—Vaya, de repente te vuelves engreído —dijo la señora Levy en un tono que bordeaba la histeria. ¿Gus Levy dirigiendo una empresa? ¿Gus Levy dominante? ¿Qué podría decirles a Susan y a Sandra? ¿Qué podría decirle a Gus Levy? ¿Qué sería de ella? La Fundación se irá al garete, también, imagino.
—No, ni hablar —el señor Levy sonrió para sí; por fin su mujer andaba a la deriva, intentando orientarse en un mar de confusiones, pidiéndole instrucciones—. Estableceremos un premio. ¿Qué será lo que premiemos, hechos meritorios y valor?
—Sí —dijo humildemente la señora Levy.
—Mira. He aquí un rasgo de valor —cogió el periódico y señaló al negro que estaba de pie junto al idealista caído—. El primer premio será para él.
—¿Qué? ¿Para un delincuente con gafas oscuras? ¿Un personaje de la Calle Bourbon? Por favor, Gus. Esto no. León Levy ha muerto hace sólo unos años, déjale descansar en paz.
—Es muy práctico, es el tipo de maniobra que habría hecho sin duda el viejo. La mayoría de nuestros obreros son negros. Es una operación perfecta de relaciones públicas. Y puede que dentro de poco yo necesite más y mejores obreros. Esto creará un buen ambiente de trabajo.
—Pero yo no pensaba en eso —parecía como si a la señora Levy le dieran náuseas—. Los premios son para gente agradable.
—¿Dónde está ese idealismo que tanto pregonabas? Creí que te interesabas por los grupos minoritarios. Al menos, es lo que siempre me has dicho. En fin, lástima que echásemos a Reilly. El fue quien me condujo al verdadero culpable.
—No puedes vivir el resto de tu vida lleno de rencor.
—¿Quién habla de rencor? Estoy haciendo por fin cosas constructivas. Señorita Trixie, ¿dónde tiene el teléfono?
—¿Quién? —la señorita Trixie estaba contemplando un carguero de Monrovia que zarpaba con una carga de tractores International Harvester—. No tengo. Hay uno en la tienda de la esquina.
—Muy bien, señora Levy. Baje usted a la tienda. Llame al médico de Lenny y llame al periódico para que nos digan si saben cómo localizar a Jones, aunque esa gente no suele tener teléfono. Llama también a la policía, puede que ellos lo sepan. Dame el número. Llamaré yo personalmente.
La señora Levy se quedó perpleja mirando a su marido, las coloreadas pestañas inmóviles.
—Si va usted a la tienda, podría comprarme de paso ese jamón de Pascua —dijo la señorita Trixie—. Quiero ver ese jamón inmediatamente aquí en mi casa. Esta vez no quiero mentiras. Si quieren ustedes una confesión mía, será mejor que empiecen a corresponder.
Y le soltó un bufido a la señora Levy, enseñando los dientes como un símbolo, como un gesto de desafío.
—Venga —dijo el señor Levy a su mujer—. Ahora tienes tres motivos para ir a la tienda —le entregó un billete de diez dólares—. Te espero aquí.
La señora Levy cogió el dinero y dijo a su marido:
—Ahora debes sentirte feliz. Me he convertido en tu criada. Mantendrás esto como una espada sobre mi cabeza. Un pequeño desliz y tengo que sufrir este calvario.
—¿Un pequeño desliz, dices? Un desliz que casi nos cuesta medio millón de dólares. ¿Y de qué calvario hablas? Sólo tienes que bajar a la tienda de la esquina.
La señora Levy dio la vuelta y se abrió camino por el pasillo. Se oyó un portazo y, como si le hubieran quitado de encima un gran peso, la señorita Trixie cayó en un sueño juvenil. El señor Levy escuchó sus ronquidos y vio salir el carguero de Monrovia del puerto y enfilar río abajo, hacia el Golfo.
Se sentía tranquilo por primera vez en varios días, y algunos de los acontecimientos relacionados con la carta comenzaron a desfilar por su conciencia. Pensó en la carta a Abelman y luego fue recordando otro lugar donde había oído expresiones similares. Era en el patio de aquel chiflado de Reilly hacía una hora. «Habría que azotarla.» «Ese subnormal de Mancuso.» Así que era él en realidad quien la había escrito. El señor Levy contempló con ternura a la parte acusada, que roncaba sobre la caja de pastas holandesas. Por el bien de todos, pensó, tendrá que ser declarada incompetente y tendrá que confesar, señorita Trixie. La han hecho caer en una trampa. El señor Levy soltó una carcajada. ¿Por qué habría confesado tan sinceramente la señorita Trixie?
—¡Silencio! —masculló la señorita Trixie, despertando de repente.
En realidad, aquel chiflado de Reilly tenía cierto mérito. Se había salvado él, había salvado a la señorita Trixie y había salvado también al señor Levy. Y aquel Burman Jones fuera quien fuera, se había merecido un premio generoso… o una generosa recompensa. Ofrecerle un trabajo en la nueva empresa Bermudas Levy sería aún mejor desde el punto de vista de las relaciones públicas. Un premio y un puesto de trabajo. Con una buena publicidad periodística que acompañaría a la apertura de Bermudas Levy, ¿Era un buen truco o no lo era?
El señor Levy contempló el carguero que cruzaba la boca del Canal Industrial. La señora Levy estaría pronto en un barco, con destino a San Juan. Podía visitar a su madre en la playa, reír y cantar y bailar. La señora Levy, realmente, no encajaba en el plan de Bermudas Levy.