Dorian Greene dio vuelta a una de sus austeras tarjetas de visita y escribió en ella: «Se alquila apartamento elegantísimo. Información en 1A.» Salió luego a la acera de losas y clavó la tarjeta en el extremo de una de las persianas. Las chicas estarían encerradas esta vez por una temporada. La policía se mostraba siempre muy severa con las reincidencias. Era una lástima que las chicas no hubieran sido nunca muy sociables con sus camaradas residentes en el Barrio Francés; alguien les hubiera mostrado sin duda aquel patrullero maravilloso y así no hubieran cometido el fatal error de atacar a un miembro del cuerpo de policía.
Pero las chicas eran tan impulsivas y tan agresivas. Dorian tenía la sensación de que sin ellas, tanto él como su edificio estaban completamente desprotegidos. Tuvo especial cuidado de cerrar bien el portón de hierro forjado. Luego volvió a su apartamento para terminar la tarea de limpiar lo que había quedado de la asamblea constituyente. Había sido la fiesta más fabulosa de toda su carrera. En su apogeo, Timmy se había caído de una lámpara y se había dislocado el tobillo.
Dorian recogió una bota vaquera que tenía el tacón roto y la tiró a la papelera, preguntándose si aquel absurdo Ignatius J. Reilly se encontraría bien. Algunas personas eran sencillamente insoportables. La dulce madre de la Reina Gitana debía estar deshecha del disgusto, con toda aquella publicidad horrible en los periódicos.