VIII

George estaba pegando el artículo en el álbum de recortes de Aprovechamiento Juvenil, que era uno de sus recuerdos del último semestre en el instituto. Lo pegó en una página vacía entre su dibujo de la aorta de un pato, de la clase de biología, y su trabajo sobre la historia de la Constitución. Tenía que admitir, desde luego, que aquel Mancuso sabía lo que se traía entre manos. George se preguntó si su nombre estaría en aquella lista que habían encontrado los policías en el armario. Si así era, quizá no fuese mala idea ir a visitar a su tío, el que vivía en la costa. Pero aun así, tendrían su nombre. Además, no tenía dinero para ir a ningún sitio. Lo mejor que podía hacer era no salir de casa en unos días. Si se dejaba ver por el centro, aquel Mancuso podría localizarle.

La madre de George, que estaba con la aspiradora en el otro extremo de la sala, veía muy contenta cómo su hijo trabajaba en el cuaderno de ejercicios. Quizá se interesase de nuevo por los estudios. Ni ella ni su padre eran capaces, al parecer, de hacer nada bueno de él. ¿Qué oportunidades podía tener hoy un chico que no tuviera el bachiller? ¿Qué podía hacer?

Apagó la aspiradora y fue a abrir la puerta. Habían llamado al timbre, George miraba las fotografías y se preguntaba qué estaría haciendo en el Noche de Alegría aquel vendedor de salchichas. No podía ser una especie de agente de la policía, desde luego. En fin, George no le había dicho de dónde procedían las fotos. Había algo extraño en todo aquello.

—¿La policía? —oyó preguntar a su madre, en la puerta—. Deben equivocarse ustedes de piso.

George se lanzó hacia la cocina, pero comprendió en seguida que no podía ir a ninguna parte. Aquellos pisos sólo tenían una salida.