El doctor Talc llevaba una semana horrible. Una estudiante había encontrado una de aquellas amenazas con que le había abrumado años atrás aquel psicópata graduado. No sabía cómo había podido caer en sus manos. Los resultados eran ya sobrecogedores. Iban propagándose lentamente rumores clandestinos; estaba convirtiéndose en el hazmerreír de la universidad. Uno de sus colegas le había explicado por fin en una fiesta el porqué de las risas y los cuchicheos que interrumpían sus clases, antes tan respetables.
Aquel asunto de la nota, lo de «confundir y corromper a los jóvenes», había sido mal entendido y mal interpretado. Se preguntaba si podría verse obligado a dar explicaciones a sus superiores académicos. Y aquello de los «testículos subdesarrollados»… El doctor Talc se encogió. Quizás fuera mejor sacarlo a la luz todo, pero significaría intentar localizar a aquel antiguo alumno, que era capaz, de todos modos, de negar su responsabilidad en el asunto. Quizá debiese limitarse a intentar explicar cómo era el señor Reilly. El doctor Talc le vio de nuevo, con su enorme bufanda, y a aquella espantosa anarquista de la valija que iba siempre con el señor Reilly inundando la universidad de panfletos. No se había quedado demasiado tiempo, por suerte, aunque aquel Reilly parecía planear convertirse en un elemento permanente de la universidad, como las palmeras y los bancos.
El doctor Talc les había tenido a ambos en clases distintas un lúgubre semestre, durante el cual habían interrumpido sus disertaciones con ruidos extraños y preguntas venenosas e impertinentes que nadie, Dios aparte, podría haber contestado. Se estremeció. A pesar de todo, debía localizar a Reilly y obtener de él una explicación y una confesión. Con que los estudiantes le echasen un vistazo, entenderían que la nota era una fantasía insustancial de una mente enferma. Podía dejar incluso que sus superiores académicos le echaran un vistazo también. La solución era, pues, una solución física, en realidad: presentar al señor Reilly en sus abundantes carnes.
El doctor Talc dio un sorbo al vodka con zumo V-8 que siempre tomaba después de una noche de copioso bebercio social y miró el periódico. La gente del Barrio Francés se divertía, por lo menos. Dio otro sorbo al vaso y recordó el incidente aquel de cuando el señor Reilly arrojó todos aquellos exámenes a la cabeza de los estudiantes, en aquella manifestación debajo de las ventanas de los despachos de los profesores. Sus superiores tenían que recordarlo también. Sonrió complacido y volvió a mirar el periódico. Eran muy cómicas las tres fotos. A él siempre le había divertido la gente vulgar y grosera (a una cierta distancia). Leyó el artículo y se atragantó, escupiendo líquido sobre la chaqueta del smoking.
¿Cómo habría caído tan bajo Reilly? De estudiante era excéntrico, pero aquello… Los rumores serían mucho peores si se descubría que aquella nota la había escrito un vendedor ambulante de salchichas. Reilly era capaz de presentarse en la universidad con el carro e intentar vender salchichas delante de la Facultad de Sociología. Convertiría deliberadamente todo aquel asunto en un circo. Sería una farsa desdichada en la que él, Talc, haría de payaso.
El doctor Talc posó el periódico y el vaso y se tapó la cara con las manos. Tendría que vivir con aquella nota. Lo negaría todo.