TRECE

Ignatius abrió los ojos y vio algo blanco flotando encima suyo. Le dolía la cabeza, le palpitaba la oreja. Luego, sus ojos azules y amarillos fueron centrándose poco a poco, y, entre las brumas de la jaqueca, se dio cuenta de que estaba contemplando un techo.

—Así que al fin despertaste, chico —dijo cerca de él la voz de su madre—. Ya ves qué situación. Ahora sí que estamos hundidos del todo.

—¿Dónde estoy?

—No empieces a hacerte el listo conmigo, chico. No empieces, Ignatius. Te lo advierto. Ya estoy harta. Hablo en serio. ¿Cómo podremos mirar a la gente a la cara después de esto?

Ignatius volvió la cabeza y miró a su alrededor. Estaba echado en una pequeña celda formada por pantallas a ambos lados. Vio pasar enfermeras a los pies de la cama.

—¡Dios santo! Estoy en un hospital. ¿Quién es mi médico? Espero que hayas sido lo bastante generosa para procurarme los servicios de un buen especialista. Y un sacerdote. Haz venir uno. Ya veré si es aceptable.

Ignatius salpicó con una salivilla nerviosa la sábana que coronaba de nieve la cima de su vientre. Se tocó la cabeza y percibió que había un vendaje que cubría su jaqueca.

—¡Santo cielo! No temas decírmelo, madre. Ya veo, por el dolor, que esto debe ser mortal.

—Cállate y echa un vistazo a esto —y la señora Reilly, casi gritando, arrojó un periódico sobre el vendaje de Ignatius.

—¡Enfermera!

La señora Reilly le arrancó el periódico de la cara y le abofeteó en la boca.

—Cállate ya, loco, y echa un vistazo a este periódico —le temblaba la voz—. Estamos hundidos.

Bajo el titular que decía DISPARATADO INCIDENTE EN LA CALLE BOURBON, Ignatius vio tres fotografías unidas. A la derecha, Darlene con su vestido de noche, la cacatúa en el brazo y una sonrisa de cupletista; a la izquierda, Lana Lee se tapaba la cara con las manos, mientras subía por la parte trasera de un coche patrulla, ocupado ya por las tres cabezas trasquiladas de los miembros del cuerpo auxiliar femenino del Partido de la Paz. El patrullero Mancuso, el traje roto y el sombrero con el ala doblada, sostenía abierta la puerta del coche. En el centro, el negro drogado sonreía a lo que parecía ser una vaca muerta tumbada en la calle. Ignatius examinó más detenidamente la fotografía del centro, achicando los ojos.

—Pero ¿te has fijado? —atronó—. ¿Qué clase de patanes emplea este periódico en su sección fotográfica? Apenas si se distinguen mis rasgos.

—Lee lo que dice debajo de las fotos, muchacho.

La señora Reilly clavó un dedo en el periódico, como si quisiese alancear al fotógrafo.

—¡Lee, Ignatius! ¿Qué crees tú que dirá la gente en la Calle Constantinopla? Vamos, léemelo en voz alta, chico. Una pelea en la calle, fotos sucias, damas de la noche. Todo está ahí. Léelo, chico.

—Prefiero no leerlo. Probablemente sea todo mentira y basura. La prensa amarilla debe hacer sin duda toda clase de insinuaciones deshonrosas.

Sin embargo, Ignatius concedió al reportaje una lectura inconexa.

—¿Es posible que afirmen que aquel autobús no me atropelló? —exclamó, furioso—. Ya el primer comentario es falso. Ponme en comunicación con el juzgado. Tenemos que demandarles.

—Cierra la boca. Léelo todo.

El pájaro de una bailarina de striptease había atacado a un vendedor de salchichas que iba disfrazado. A. Mancuso, policía secreta, había detenido a Lana Lee por proposición deshonesta y posesión de pornografía y por posar para hacerla. Burma Jones, el mozo del bar, que hacía de portero, había acompañado a Mancuso a un armarito que había debajo de la barra, donde se descubrió material pornográfico. A. Mancuso explicó a los periodistas que llevaba algún tiempo trabajando en el caso, que había entrado en contacto ya con uno de los agentes de la Lee. La policía sospecha que la detención de la Lee desbarató un sindicato de distribución de pornografía por los institutos de enseñanza media de toda la ciudad. La policía encontró en el bar una lista de centros de enseñanza. A. Mancuso dijo que se buscaría a ese agente. Mientras A. Mancuso realizaba la detención, tres mujeres, Club, Steele y Bumper, surgieron de entre la gente que se había concentrado delante del bar y le atacaron. Fueron también detenidas. Ignatius Jacques Reilly, de treinta años, fue ingresado en un hospital, donde se le sometió a tratamiento por sufrir conmoción.

—Tuvimos la mala suerte de que hubiera un fotógrafo por allí sin hacer nada y pudiera sacarte una foto tirado en la calle como un vagabundo borracho —la señora Reilly empezó a sollozar—. Debería haber supuesto que sucedería algo así, al ver que tenías fotos sucias y que salías vestido como si fuera Martes de Carnaval.

—Fui a afrontar la noche más deprimente de mi vida —Ignatius suspiró—. Fortuna hizo girar su rueda como una prostituta borracha. No creo que pueda descender ya más —eructó—. ¿Puedo preguntar qué hacía allí ese policía cretino?

—Anoche, cuando te escapaste, telefoneé a Santa y le dije que localizara a Angelo en la comisaría y le pidiera que investigara qué hacías tú en la Calle St. Peter. Oí que dabas una dirección al taxista.

—Muy inteligente.

—Pensé que ibas a una reunión de comunistas. Me equivocaba. Dice Angelo que estuviste allí con una gente muy divertida.

—En otras palabras, me hiciste seguir —gritó Ignatius—. ¡Mi propia madre!

—Atacado por un pájaro —gimió la señora Reilly—. Eso sólo podía sucederte a ti, Ignatius. A nadie le ataca un pájaro.

—¿Dónde está aquel conductor de autobús? Hay que demandarlo inmediatamente.

—Pero si sólo te desmayaste, imbécil.

—¿Qué significa entonces este vendaje? No me siento nada bien. Debo tener dañado algún órgano vital, debí dañármelo al caerme en la calle.

—Sólo te hiciste un rasguño en la cabeza. No tienes nada. Te miraron con rayos equis.

—¿Así que han estado manipulando mi cuerpo mientras permanecía inconsciente? Podrías haber tenido el buen gusto de impedírselo. Sabe Dios por dónde habrán estado tanteándome esos médicos lujuriosos.

Ignatius se había dado cuenta de que además de la cabeza y la oreja, desde que se había despertado, había empezado a molestarle una erección. Y que exigía atención urgente, además.

—¿Te importaría dejar mi reservado un momento, mientras me inspecciono para ver si me han maltratado? Bastaría con cinco minutos.

—Mira, Ignatius —la señora Reilly se levantó y cogió a Ignatius por el cuello del pijama de lunares payasesco que le habían puesto—. No te hagas el listo conmigo porque te rompo la cara. Angelo me lo contó todo. Un chico con tu educación y tus estudios vagabundeando con gente rara por el Barrio Francés, entrando en un bar a ver a una dama de la noche —la señora Reilly gimoteó de nuevo—. Tuvimos suerte que no salió todo en el periódico. Habríamos tenido que dejar esta ciudad.

—Tú fuiste la que introdujiste mi alma inocente en aquel antro de bar. En realidad, la culpa de todo la tiene esa chica odiosa, esa Myrna. Hay que castigarla por sus fechorías.

—¿Myrna? —la señora Reilly suspiró—. Pero si ni siquiera está en la ciudad. Ya estoy harta de tus historias, de ese cuento de que por culpa suya te echaron de Levy Pants. No puedes seguir haciéndome esto. Tú estás loco, Ignatius. Aunque es terrible que yo lo diga, mi propio hijo está mal de la cabeza.

—Tienes muy mala cara. ¿Por qué no echas a alguno de ésos y te metes en una de las camas que hay por aquí y duermes una siesta? Anda, vuelve de aquí a una hora.

—He estado levantada toda la noche. Cuando me llamó Angelo diciéndome que estabas en el hospital, casi me da un ataque. Casi me caigo de cabeza contra el suelo de la cocina. Podría haberme roto el cráneo. Luego, entré en mi cuarto a vestirme y me disloqué un tobillo. Y estuve a punto de chocar al venir con el coche.

—No, otro choque no —balbució Ignatius—. Esta vez tendría que irme a trabajar en las minas de sal.

—Toma, imbécil. Angelo me dijo que te lo diese.

La señora Reilly buscó junto a su silla y alzó del suelo el grueso volumen de La consolación por la filosofía. Lo lanzó contra la cama, apuntando una de sus esquinas a la barriga de Ignatius.

—Augg —gorgoteó Ignatius.

—Angelo lo encontró anoche en el bar —dijo audazmente la señora Reilly—. Alguien se lo robó en los lavabos de la estación de autobuses.

—¡Oh, Dios mío! Todo esto ha sido preparado —chilló Ignatius, blandiendo la inmensa edición entre sus zarpas—. Ahora lo entiendo todo. Te dije hace mucho que ese subnormal de Mancuso sería nuestra desgracia. Ahora ha asestado su golpe final. Qué inocente fui al prestarle este libro. Cómo me han embaucado.

Cerró los ojos inyectados en sangre y balbuceó incoherentemente unos instantes. Luego continuó:

—Engañado por una pelandusca del Tercer Reich que ocultaba su rostro depravado detrás de mi propio libro la base misma de mi visión del mundo. Ay, madre, si supieses con qué crueldad me ha burlado una conspiración de subhumanos. Irónicamente, el libro de Fortuna me ha traído mala suerte. ¡Oh, Fortuna, degenerada impúdica!

—Cállate —gritó la señora Reilly, la cara empolvada crispada por la cólera—. ¿Quieres que venga aquí todo el pabellón de recuperación? ¿Qué crees que va a decir ahora la señorita Annie? ¡Cómo voy a mirar a la gente a la cara ahora, estúpido, loco! Ahora en el hospital quieren veinte dólares por dejarte salir. El conductor de la ambulancia no pudo llevarte al Hospital de Caridad como un buen hombre, no. Tuvo que traerte aquí, a un hospital de pago. ¿De dónde crees que voy a sacar los veinte dólares? Mañana tengo que pagar una factura de tu trompeta. Tengo que pagarle a aquel hombre lo de su casa.

—Esto es un ultraje. No pagarás los veinte dólares, desde luego. Es un atraco a mano armada. Vete ahora mismo a casa y déjame aquí. Se está muy bien. Es muy tranquilo. Aquí puedo recuperarme. Es exactamente lo que mi psique necesita en este momento. En cuanto tengas una oportunidad, tráeme los lápices y la carpeta que encontrarás en mi escritorio. Tengo que reseñar este trauma ahora que aún está fresco en la memoria. Te doy permiso para entrar en mi habitación. Ahora, si no te importa, tengo que descansar.

—¿Descansar? ¿Y pagar otros veinte dólares por otro día? Sal de esa cama. Llamé a Claude. Viene para acá y pagará tu factura.

—¿Claude? ¿Quién demonios es Claude?

—Un conocido.

—¿Pero en qué te has convertido? —balbució Ignatius—. Bien, aclaremos una cosa. Ningún desconocido va a pagar mi factura del hospital. Me quedaré aquí hasta que compre mi libertad un dinero honrado.

—Levántate ahora mismo de esa cama —gritó la señora Reilly. Asió el pijama, pero el cuerpo estaba hundido en el colchón como un meteorito.

—Levántate antes de que te rompa esa cara gorda a bofetadas.

Ignatius se incorporó cuando vio alzarse sobre su cabeza el bolso de su madre.

—¡Oh, Dios mío! Llevas el calzado de los bolos —Ignatius lanzó una mirada de sus ojos rosados, azules y amarillos, a un lado de la cama y fue bajando luego hasta la enagua de su madre y hasta sus calcetines de algodón caídos—. Sólo tú podías traer semejante calzado al lecho de dolor de tu hijo.

Pero su madre no respondió al reto. Tenía la resolución, la superioridad que proporciona la cólera profunda. Había en sus ojos un brillo acerado. Miró luego sus labios, delgados y firmes.

Todo iba mal.