Se produjo un aleteo estridente. El pitido furioso del timbre del cartero, el traqueteo del camión de correos al salir de la Calle Constantinopla, los chillidos excitados de su madre, los gritos de la señorita Annie al cartero, cuyo pitido la había asustado… todo esto había interrumpido a Ignatius en su tarea de vestirse para la asamblea constituyente. Firmó el recibo de entrega postal y volvió apresurado al dormitorio, cerrando la puerta.
—¿Qué es, hijo? —preguntó en el pasillo la señora Reilly.
Ignatius examinó el sello CORREO AEREO ENTREGA ESPECIAL del sobre de papel manila y las pequeñas súplicas escritas a mano, «URGENTE» y «ENTREGA INMEDIATA».
—Oh, Dios mío —dijo Ignatius, muy feliz—. La Mynkoff debe estar fuera de sí. Rompió el sobre y sacó la carta.
Señores:
¿Me enviaste realmente este telegrama, Ignatius?
MYRNA, FORMA COMITÉ CENTRAL PARTIDO PAZ ZONA NORDESTE INMEDIATAMENTE. STOP. ORGANIZA A TODOS LOS NIVELES. STOP. RECLUTA SOLO SODOMITAS. STOP. SEXO EN POLÍTICA. STOP. SEGUIRÁN INSTRUCCIONES DETALLADAS. STOP. IGNATIUS PRESIDENTE NACIONAL. STOP.
¿Qué significa esto, Ignatius? ¿Quieres de verdad reclutar mariquitas? ¿Quién va a querer ser un sodomita registrado? Ignatius, estoy muy preocupada. ¿Andas por ahí con mariquitas? Podría haber supuesto que sucedería esto. La fantasía paranoica de la detención y el accidente fue la primera clave. Ahora todo se ha puesto de manifiesto claramente. Como has bloqueado durante tanto tiempo tus vías de desahogo sexual normales, ahora la sexualidad desborda y se desvía por el canal impropio. Desde la fantasía, que fue el principio de todo, has estado pasando un período de crisis que culmina en esta aberración sexual directa. Ya te dije que acabarías explotando tarde o temprano. Ahora, ves, ha sucedido. Los miembros de mi grupo de terapia de grupo se deprimirán mucho cuando se enteren de que tu caso ha evolucionado negativamente. Abandona, por favor, esa ciudad decadente y ven al norte. Llámame si quieres y hablemos de este problema de orientación sexual que tienes. Hemos de iniciar la terapia pronto, porque de lo contrario te convertirás en un marica escandaloso.
—¿Cómo se atreve? —aulló Ignatius.
¿Qué ha sido del partido del Derecho Divino? Yo tenía ya varias personas dispuestas a ingresar en él. No sé si aceptarán entrar en este asunto de los sodomitas, aunque, por otra parte, creo que podríamos utilizar este partido sodomita para frenar a los fascistas radicales. Quizá pudiéramos dividir a la derecha por la mitad. Aun así, no creo que esto sea una buena idea. Imagínate que hubiera gente que no fuera sodomita y quisiera ingresar y la rechazásemos. Nos acusarían de tener prejuicios y se vendría abajo todo el asunto. La conferencia no fue precisamente un éxito, por desgracia. Había dos o tres personas de mediana edad entre el público que intentaron fastidiarme con comentarios muy agresivos. Pero un par de amigos del grupo de terapia de grupo opusieron a su agresividad la suya. Y, por último, logramos echar a los reaccionarios del local. Tal como ya sospechaba, mis ideas eran demasiado avanzadas para un público de barrio. Ongah no apareció, el muy desgraciado. Por lo que a mí respecta, pueden mandarle otra vez a África. Yo creí realmente que el tipo tenía algo en la cabeza. Al parecer, es muy apático políticamente. Me prometió que iría, el muy imbécil. Ignatius, ese plan de los sodomitas no me parece nada práctico. Además, creo que es sólo una manifestación peligrosa del deterioro de tu psique. No sé cómo voy a poder explicarle a mi grupo de terapia de grupo este extraño giro de los acontecimientos. Aunque, por otra parte, era fácil de prever algo así. El grupo ha estado apoyándote todo este tiempo. Algunos se identifican, incluso, contigo. Si tú te hundes, podrían hundirse también ellos. Necesito noticias tuyas en seguida. Llámame por favor a cualquier hora a partir de las seis. Estoy preocupadísima.
M. Minkoff
—Está absolutamente perpleja —dijo muy satisfecho Ignatius—. Ya verá cuando se entere de mi apocalíptica entrevista con la señorita O’Hara.
—¿Qué es lo que has recibido, Ignatius?
—Un comunicado de Myrna Minkoff.
—¿Y qué quiere esa chica?
—Amenaza con suicidarse si no juro que mi corazón es sólo suyo.
—Oh, qué horror. Apuesto a que has estado contándole un montón de mentiras a esa pobre chica. Te conozco, Ignatius.
Tras la puerta, se oían ruidos de vestirse. Cayó al suelo algo que sonó a metal.
—¿Adónde vas? —preguntó a la pintura esportillada la señora Reilly.
—Mamá, por favor —contestó una voz de bajo profundo—. Tengo mucha prisa. Deja de molestarme, ¿quieres?
—Para el dinero que traes, podrías quedarte en casa todo el día —chilló a la puerta la señora Reilly—. ¿Cómo voy a conseguir pagar lo que le debo a ese hombre?
—Desearía que me dejaras en paz. Tengo que hablar esta noche en una reunión política. He de ordenar mis ideas.
—¿Una reunión política? ¡Ignatius! Qué maravilla. Puede que te vaya bien en la política, hijo mío. Tú tienes una voz magnífica. ¿En qué club, querido? ¿Los Demócratas de la Ciudad de la Media Luna? ¿Los Viejos Regulares?
—Es un partido secreto, de momento.
—¿Qué clase de partido político secreto? —preguntó recelosa la señora Reilly—. ¿No irás a hablar con una banda de comunistas?
—Jo jo.
—Una persona me dio unos folletos sobre los comunistas, hijo. He estado leyendo todo lo de los comunistas. No intentes engañarme, Ignatius.
—Sí, ya vi uno de esos folletos en el pasillo esta tarde. Lo dejaste allí tirado a propósito para que yo pudiera beneficiarme de sus enseñanzas, o bien lo tiraste allí accidentalmente durante tu habitual orgía alcohólica de la tarde, en la creencia de que se trataba de un trozo de confetti particularmente elefantíaco. Supongo que hacia las dos de la tarde tienes ciertos problemas para centrar la vista. En fin, el caso es que leí el folleto. Redactado, sin lugar a dudas, por una persona analfabeta. Dios sabe de dónde ha sacado semejante basura. Probablemente te lo diese esa vieja que vende praliné en el cementerio. Pero en fin, yo no soy comunista, así que déjame en paz.
—¿Ignatius, no crees que quizá fueses más feliz si te tomases una pequeña temporada de descanso en el Hospital de Caridad?
—¿Te refieres por casualidad al pabellón psiquiátrico? —preguntó furioso Ignatius—. ¿Crees que estoy loco? ¿Crees que algún psiquiatra estúpido debería sondear en el funcionamiento de mi psique?
—Podrías descansar, cariño. Podrías escribir cosas en tus cuadernitos.
—Intentarían convertirme en un subnormal enamorado de la televisión y de los coches nuevos y de los alimentos congelados. ¿No comprendes? La psiquiatría es peor que el comunismo. Me niego a que me laven el cerebro. ¡No seré un robot!
—Pero, Ignatius, ellos ayudan a mucha gente a resolver sus problemas.
—¿Y tú crees que yo tengo algún problema? —aulló Ignatius—. El único problema que tiene esa gente, en realidad, es que no les gustan los coches nuevos ni los pulverizadores capilares. Por eso los meten allí. Porque atemorizan a los otros miembros de la sociedad. Los manicomios de este país están llenos de almas cándidas que sencillamente no pueden soportar la lanolina, el celofán, el plástico, la televisión y las circunscripciones.
—Ignatius, eso no es verdad. ¿No te acuerdas del señor Becnel, aquel que vivía al final de la calle? Le encerraron porque salió corriendo a la calle desnudo.
—Pues claro que salió corriendo a la calle desnudo. Qué iba a hacer. Su piel ya no podía soportar la ropa de nylon que le bloqueaba los poros. Yo siempre he considerado al señor Becnel uno de los mártires de nuestro siglo. Fue una pobre víctima. Ahora, corre a la puerta y mira a ver si ha llegado mi taxi.
—¿De dónde sacas tú dinero para un taxi?
—Tenía unos centavos escondidos en el colchón —contestó Ignatius.
Había conseguido sacarle mediante amenazas otros diez dólares al golfillo, obligándole además a vigilar el carro mientras él pasaba la tarde en el cine viendo una película sobre adolescentes que hacían carreras con coches trucados. El golfillo era un descubrimiento, no había duda. Un regalo mandado por Fortuna para enmendar todos sus malos giros anteriores.
—Vete a mirar por la ventana.
Se abrió la puerta y apareció Ignatius con sus mejores galas de pirata.
—¡Ignatius!
—Ya supuse que reaccionarías así. Por eso he tenido ocultos todas estas prendas en Vendedores Paraíso, Incorporated.
—Angelo tenía razón —gimió la señora Reilly—. Has andado todos estos días por la calle vestido como si fuera Martes de Carnaval.
—Un pañuelo aquí. Un sable allá. Uno o dos detalles hábiles y de buen gusto. Nada más. Pero el efecto global es encantador.
—¡No puedes salir con esa facha! —gritó la señora Reilly.
—Por favor. Otra escena histérica no. Desbaratarías todas las ideas que están estructurándose en mi mente sobre la conferencia que he de pronunciar.
—Vuelve a esa habitación, hijo —la señora Reilly empezó a pegarle a Ignatius en los brazos—. Vuelve ahí dentro, Ignatius. Estoy hablando en serio, hijo. No puedes darme un disgusto como éste.
—¡Dios santo! Madre, basta ya. No estaré en condiciones de pronunciar el discurso.
—¿Qué clase de discurso será ése? ¿Adónde vas, Ignatius? ¡Dímelo, hijo mío! —la señora Reilly abofeteó a su hijo—. No saldrás de esta casa, loco, que estás loco.
—Oh, Dios santo. ¿Te has vuelto loca tú? Déjame en paz ahora mismo. No sé si te habrás fijado en el sable que llevo al cinto.
Un golpe alcanzó a Ignatius en la nariz: otro, le aterrizó en el ojo derecho. Retrocedió por el pasillo, abrió las largas persianas y salió corriendo al patio.
—Vuelve a entrar en casa —gritó desde la puerta la señora Reilly—. No irás a ningún sitio, Ignatius.
—¡Atrévete a salir a cogerme con ese camisón andrajoso! —contestó Ignatius desafiante, sacándole la gran lengua color rosa.
—Vuelve aquí, Ignatius.
—Bueno, ya está bien —gritó la señorita Annie desde detrás de las persianas—. Tengo los nervios destrozados.
—Échele un vistazo a Ignatius —le dijo la señora Reilly—. ¿No le parece horrible?
Ignatius decía adiós a su madre desde la acera de ladrillo; su pendiente reflejaba los rayos de la luz del farol.
—Ignatius, ven aquí y sé buen chico —suplicó la señora Reilly.
—Ya cogí dolor de cabeza con el maldito pitido de aquel cartero —amenazó sonoramente la señorita Annie—. Voy a llamar ahora mismo a la policía.
—Ignatius —gritó la señora Reilly, pero ya era demasiado tarde.
Bajaba un taxi por la calle. Ignatius lo paró justo cuando su madre, olvidándose de aquel desdichado camisón andrajoso, salía corriendo a la acera. Ignatius cerró con fuerza la puerta justo ante las narices de su madre y dio al conductor una dirección. Asestando sablazos a las manos de su madre, ordenó al taxista arrancar de inmediato. El taxi aceleró, levantando piedrecitas del pavimento que golpearon las piernas de la señora Reilly a través del camisón de rayón deshilachado. La señora Reilly se quedó unos instantes contemplando las luces traseras del coche y luego entró corriendo en casa para telefonear a Santa.
—¿Va usted a un baile de disfraces, amigo? —preguntó el taxista a Ignatius, cuando salieron a la Avenida St. Charles.
—Fíjese por donde va y hable cuando le pregunten —atronó Ignatius.
El taxista no dijo nada más en todo el trayecto, pero Ignatius fue ensayando su discurso en voz alta en el asiento de atrás, golpeando con el sable en el respaldo del asiento delantero para subrayar algunos puntos clave.
En la Calle St. Peter salió y oyó por vez primera el ruido, risas y canciones apagadas, aunque frenéticas, que salían del edificio amarillo de estuco de tres plantas. La casa la había construido un francés acaudalado a finales del siglo dieciocho para que albergara a su esposa, a sus hijos y a las tantes solteras. A las tantes las había almacenado en el ático, junto con los demás elementos sobrantes y los muebles menos atractivos, y desde las dos ventanitas del tejado ellas habían visto lo poco del mundo que creían que existía fuera de su propio monde de chismorreo calumnioso, labores de punto y recitados cíclicos de rosario. Pero la mano del decorador profesional había exorcizado cuantos espectros de la burguesía francesa pudieran vagar aún entre las gruesas paredes de ladrillo del edificio. El exterior estaba pintado de un amarillo canario muy brillante. Los quemadores de gas de los faroles, de bronce de imitación, instalados a ambos lados del camino de coches chisporroteaban suavemente, sus llamas color ámbar reflejadas en el esmalte negro de la puerta de entrada y de las persianas. En el pavimento de losetas, bajo ambos faroles, había viejas macetas de plantación en las que crecían y extendían sus estiletes afilados unas plantas de pita.
Ignatius paró ante el edificio contemplándolo con suma repugnancia. Sus ojos azules y amarillos rechazaban aquella fachada resplandeciente. Su nariz se rebelaba contra el olor a esmalte fresco, que era muy notorio. Sus oídos retrocedían ante la batahola de canciones, risas y algarabía que se oían tras aquellas cerradas persianas de charol.
Ignatius carraspeó y examinó los tres timbres de bronce y las tarjetas blancas que había sobre cada uno:
Billy Truehard | |
Raoul Frayle | — 3A |
Friech Club | |
Friech Club | |
Liz Steele | — 2A |
Dorian Greene | — 1A |
Pulsó el timbre de abajo y esperó. La algarabía tras las persianas se amortiguó muy levemente. Luego se abrió una puerta al fondo del camino de coches y salió Dorian Greene hacia la puerta.
—Oh, querido —dijo al ver quién era el que estaba en la acera—. ¿Dónde demonios has estado? Me temo que la asamblea fundacional está desmandándose a toda prisa. He intentado una o dos veces sin éxito llamar a la gente al orden, pero al parecer están demasiado excitados.
—Espero que no hayas hecho nada para desanimarles —dijo Ignatius muy serio, golpeando impaciente el portón de hierro con su sable. Percibió, con cierta irritación, que Dorian caminaba hacia él con paso inseguro; aquello no era lo que había esperado.
—Oh, hijo, si vieras —dijo Dorian al abrir el portón—. Se han desmelenado del todo.
Dorian hizo una rápida y torpe pantomima para ilustrar sus palabras.
—Oh, Dios santo —dijo Ignatius—. ¿Qué indecencia es ésta?
—Algunos quedarán completamente arruinados después de esta noche. Habrá un éxodo masivo a Ciudad México por la mañana. Pero en fin, Ciudad México es tan maravilloso y salvaje.
—Espero, desde luego, que nadie haya intentado propugnar resoluciones belicistas.
—Huy, Dios, no, hijo, qué va.
—Me tranquiliza oír eso. Dios sabe con qué oposición habremos de enfrentarnos ya desde un principio. Quizá tengamos algún enemigo infiltrado. Puede haber trascendido la noticia al estamento militar del país, y, en realidad, del mundo.
—Bueno, vamos, Reina Gitana, entremos.
Cuando bajaban por el camino de coches, Ignatius dijo:
—Este edificio es de un mal gusto repugnante —contempló las lámparas color pastel ocultas tras las palmas, siguiendo las paredes—. ¿Quién es el responsable de este aborto?
—Yo, por supuesto, Doncella Magiar, yo soy el dueño de esta casa.
—Debería haberlo supuesto. ¿Y puedo preguntar de dónde viene el dinero que sirve para subvencionar este capricho decadente?
—De mi querida familia, que vive en la tierra de los trigales —Dorian suspiró—. Me envían todos los meses unos cheques enormes. Y yo a cambio sólo tengo que prometerles que no apareceré por Nebraska. Me fui de allí como en una nube, sabes. Todo aquel trigo, aquellas llanuras sin fin. No te imaginas qué deprimente. Grant Wood hizo una descripción romántica, en realidad. Fui a estudiar al Este y luego vine aquí. Oh, en Nueva Orleans hay tanta libertad.
—Bueno, al menos tenemos un lugar de reunión para preparar el complot. Pero ahora que he visto el lugar, preferiría que alquilases un local de la Legión Americana o algo así, algo más adecuado. Esta casa parece el escenario de alguna actividad perversa, de un baile, de una fiesta al aire libre.
—¿Sabes que una revista de decoración nacional quiere hacer un reportaje en color de cuatro páginas sobre este edificio? —preguntó Dorian.
—Si tuvieras sentido, comprenderías que eso es la mayor afrenta que puedan hacerte —rezongó Ignatius.
—Oh, Niña del Aro de Oro, estás volviéndome loco. Mira, ésta es la puerta.
—Un momento —dijo cauteloso Ignatius—. ¿Qué es ese horrible estruendo? Parece que estuvieran sacrificando a alguien.
Quedaron bajo la luz pastel de la entrada de coches, escuchando. De un punto indeterminado del patio llegaba el grito angustiado de un ser humano.
—¿Qué estarán haciendo ahora? —había impaciencia en la voz de Dorian—. Ay, qué tontucios… No saben comportarse.
—Creo que lo más prudente sería investigar —dijo Ignatius en un cuchicheo conspiratorio—. Puede haberse infiltrado algún oficial fanático del ejército, y quizás intente arrancarle nuestros secretos mediante tortura a algún miembro leal del partido. Estos militares fanáticos son capaces de hacer cualquier cosa. Podría ser incluso un agente extranjero.
—¡Oh, qué divertido! —gorjeó Dorian.
Ignatius y él avanzaron hacia el patio. Había alguien que pedía auxilio en la zona de los esclavos. La puerta de la zona de los esclavos estaba ligeramente entornada, pero Ignatius se lanzó contra ella a pesar de todo, haciendo añicos varios paños de cristal.
—¡Oh, Dios mío! —gritó al ver lo que había ante él—. ¡Han atacado!
Contempló al marinerito encadenado a la pared, con grilletes. Era Timmy.
—¿Has visto lo que has hecho en mi puerta? —gritaba Dorian detrás de Ignatius.
—Tenemos al enemigo entre nosotros —dijo Ignatius, enloquecido—. ¿Quién hablaría? Dímelo. Alguien está traicionándonos.
—Oh, sacadme de aquí —suplicó el marinerito—. Esto está oscurísimo.
—Eres un tontucio —escupió Dorian al marinero—. ¿Quién te encadenó?
—Fue ese terrible Billy, con Raoul. Son horrorosos esos dos. Me trajeron aquí para enseñarme cómo habías decorado la zona de los esclavos, y cuando me di cuenta me habían puesto estas cadenas sucias y se largaron otra vez a la fiesta.
El marinerito hizo repiquetear sus cadenas.
—Es que acabo de reformar esta parte —dijo Dorian a Ignatius—. Oh, mi puerta.
—¿Dónde están esos agentes? —exigió Ignatius, empuñando el sable y blandiéndolo—. Tenemos que apresarles antes de que salgan del edificio.
—Soltadme, por favor. No puedo soportar la oscuridad.
—La culpa de que esta puerta esté rota es tuya —siseó Dorian al perturbado marinero—. Por ponerte a jugar con esos dos golfos de arriba.
—La puerta la rompió él.
—¿Qué puedes esperar de él? Basta con mirarle.
—¿Están ustedes dos, invertidos, hablando de mí? —preguntó Ignatius furioso—. Si vas a alterarte tanto por una puerta, dudo muy seriamente que sobrevivas mucho tiempo en el mundo diabólico de la política.
—Oh, sacadme de aquí. Si tengo que seguir mucho más con estas asquerosas cadenas, me pondré a gritar.
—Oh, cállate, Nellie —replicó Dorian, abofeteando las rosadas mejillas de Timmy—. Sal de mi casa y vuelve a la calle, que es tu sitio.
—¡Oh! —gritó el marinero—. Cómo puedes decirme esas cosas tan terribles.
—Por favor —advirtió Ignatius—. El movimiento no puede permitir el sabotaje de las luchas internas.
—Creí que me quedaba al menos un trago —le dijo el marinero a Dorian—. Pero me equivocaba. Adelante. Si te da tanto placer eso, abofetéame otra vez.
—Ni siquiera te tocaría, putilla.
—Creo que ni un escritorzuelo a sueldo sería capaz de escribir un melodrama tan atroz —comentó Ignatius—. Basta ya, degenerado. Demostrad un poco de gusto y de decencia al menos.
—¡Abofetéame! —chilló el marinero—. Sé que te mueres de ganas de hacerlo. Te encantaría hacerme daño, ¿verdad?
—Al parecer, no se tranquilizará mientras no te avengas a causarle algún daño físico —dijo Ignatius a Dorian.
—Ni un dedo le pondría encima a esa perra.
—Bueno, tenemos que hacer algo para silenciarle. Mi válvula no aguantará más la neurosis de este marinero invertido. Tendremos que expulsarle cortésmente del movimiento. No se ajusta en él, sencillamente. Cualquiera puede olfatear el intenso aroma a masoquismo que exuda. Está inundando la zona de esclavos en este mismo instante. Además, parece bastante bebido.
—¿También tú me odias, verdad, monstruo grandote? —chilló el marinero a Ignatius.
Ignatius golpeó a Timmy sonoramente en la cabeza con el sable y el marinero emitió un gemidito.
—Dios sabe a qué repugnante fantasía se estará entregando —comentó Ignatius.
—Oh, pégale otra vez —dijo Dorian muy feliz—. ¡Qué divertido!
—Libradme de estas espantosas cadenas, por favor —suplicó el marinero—. Está manchándoseme de óxido mi traje de marinero.
Mientras Dorian abría los grilletes con una llave que sacó de encima de la puerta, Ignatius dijo:
—Sabéis, los grillos y las cadenas tienen funciones en la vida moderna que jamás debieron imaginar sus febriles inventores en una época más simple y antigua. Si yo fuera un constructor de casas lujosas, instalaría por lo menos un equipo de cadenas, fijadas en las paredes de todas las nuevas casas amarillas de ladrillo tipo rancho y de todos los chalets dúplex de Cabo Cod. Cuando los residentes se cansasen de la televisión y del ping pong o de lo que hiciesen en sus casitas, podrían encadenarse unos a otros un rato. Les encantaría a todos. Las esposas dirían: «Mi marido me encadenó anoche. Fue maravilloso. ¿Te lo ha hecho a ti tu marido, últimamente?» Los niños volverían corriendo del colegio a casa, a sus madres, que estarían esperándoles para encadenarles. Esto ayudaría a los niños a cultivar la imaginación, cosa que la televisión les veta. Y habría una reducción apreciable en el índice de delincuencia juvenil. Cuando el padre volviera del trabajo, la familia unida podría agarrarle y encadenarle por ser tan imbécil como para estar trabajando todo el día para mantenerles. A los parientes viejos y revoltosos podría encadenárseles a la puerta del coche. Sólo se les soltarían las manos una vez al mes para que pudieran firmar los cheques de la seguridad social. Las cadenas y los grilletes podrían asegurar una vida mejor para todos. Tengo que conceder un espacio a esto en mis notas y apuntes.
—Oh, querido —Dorian suspiró—. ¿Es que no te vas a callar nunca?
—Tengo todos los brazos herrumbrosos —dijo Timmy—. Cuando les ponga la mano encima a ese Billy y Raoul…
—Nuestra pequeña convención parece que va a resultar difícil de controlar —dijo Ignatius, ante los ruidos demenciales que llegaban del apartamento de Dorian—. Al parecer, la discusión de los problemas altera notablemente los ánimos de los reunidos.
—Oh, santo cielo, prefiero no mirar —dijo Dorian, empujando la destrozada puerta de vitrales a la francesa.
Dentro, Ignatius vio una bullente masa de individuos. Cigarrillos y vasos sujetos como batutas volaban en el aire, dirigiendo la sinfonía de charla, griterío, cántico y risas. De las entrañas de un inmenso fonógrafo estereofónico se abría paso a duras penas a través del estruendo la voz de Judy Garland. Un pequeño grupo de jóvenes, los únicos que estaban inmóviles en la habitación, se había instalado delante del fonógrafo como si fuese un altar. «¡Divino!» «¡Fantástico!» «¡Es tan humana!», decían de la voz de su tabernáculo eléctrico.
Los ojos azules y amarillos de Ignatius viajaron del altar al resto de la estancia, donde los restantes invitados se atacaban recíprocamente con conversaciones. Trajes de ante y de madras, de shetland y cachemira relumbraban en un manchón mientras manos y brazos hendían el aire en toda una variedad de gráciles gestos. Uñas, gemelos, anillos rosados, dientes, ojos… todo resplandecía. En el centro de un nudo de elegantes invitados un vaquero que tenía una fusta la probaba en uno de sus admiradores, produciendo una reacción de exagerado griterío y de complacidas risillas. En el centro de otro grupo, había un patán de chaqueta de cuero negro que enseñaba llaves de judo, para delicia de sus afeminados alumnos. «Oh, enséñeme eso», chilló alguien cerca del luchador, después de que un elegante invitado hubiera sido retorcido hasta una posición obscena y arrojado luego al suelo, aterrizando con un repiqueteo de gemelos y otras joyas diversas.
—Sólo invité a los mejores —dijo Dorian a Ignatius.
—Dios santo —masculló Ignatius—. Ya veo que tendremos muchos problemas para atraernos el voto calvinista de los conservadores rurales. Tendremos que remodelar nuestra imagen según líneas distintas de las que aquí veo.
Timmy, que estaba observando cómo el patán de cuero negro retorcía y derribaba a anhelantes compañeros suyos, suspiró: «¡Qué divertido!»
La estancia en sí era lo que los decoradores probablemente calificarían de severa. Las paredes y los altos techos eran blancos, y la habitación en sí estaba escasamente amueblada con unos cuantos muebles antiguos. El único elemento voluptuoso que había en aquella gran estancia eran los cortinones de terciopelo color champán que estaban abiertos y sujetos con cintas blancas. Las dos o tres sillas antiguas habían sido elegidas, al parecer, por su extraño diseño y no por su capacidad para sostener a alguien, pues eran delicadas sugerencias, insinuaciones de muebles con cojines apenas capaces de acomodar a un niño. Parecía que en aquella habitación los seres humanos no debían descansar ni sentarse ni relajarse siquiera, sino más bien hacer poses, transformándose así todos en un mobiliario humano que complementase lo mejor posible la decoración.
Ignatius, tras examinar la decoración, le dijo a Dorian:
—Lo único que funciona aquí es el fonógrafo, y es evidente que lo están utilizando muy mal. Esta es una habitación sin alma —soltó un sonoro bufido, en parte por la habitación y en parte por el hecho de que ninguno de los presentes hubiera advertido siquiera su presencia, aunque él complementaba la decoración tan bien como podría haberlo hecho un letrero de neón. Los que participaban en la asamblea constituyente parecían, aquella noche, mucho más preocupados por sus propios destinos personales que por el destino del mundo.
—Veo que ninguno de los que se hallan presentes en este sepulcro blanqueado nos ha mirado siquiera. No han hecho ni un leve saludo a su anfitrión, cuya bebida están consumiendo y cuyo aire acondicionado están inundando con todas esas potentísimas colonias. Tengo la sensación de ser una especie de observador en una pelea de gatos.
—No te preocupes por ellos. Lo que pasa es que llevan meses muriéndose de ganas de celebrar una fiesta. Ven. Tienes que ver la decoración que han hecho —y llevó a Ignatius hasta la repisa de la chimenea y le enseñó un jarroncito donde había una rosa roja, una blanca y una azul—. ¿Has visto qué cosa más increíble? Es mejor que todo ese asqueroso papel rizado. Compré un poco de papel rizado, pero nada de lo que pude hacer con él me satisfizo.
—Esto es un aborto floral —comentó Ignatius irritado, golpeando el jarroncito con el sable—. Las flores secas son antinaturales y perversas y sospecho que indecentes, también. Ya veo que vais a darme muchísimo trabajo.
—Oh, tú habla, habla, habla lo que quieras —chilló Dorian—. Ahora, vamos a la cocina. Quiero que conozcas al cuerpo auxiliar femenino.
—¿Es verdad eso? ¿Hay un cuerpo auxiliar femenino? —preguntó Ignatius ávidamente—. Bueno, he de felicitarte por tu previsión.
Entraron en la cocina donde todo estaba tranquilo, salvo dos jóvenes del sexo masculino que estaban discutiendo muy acalorados en un rincón. Sentadas a una mesa, había tres mujeres bebiendo latas de cerveza. Miraron a Ignatius de arriba abajo. La que estaba aplastando con la mano una lata de cerveza dejó de hacerlo y tiró la lata a una planta enmacetada que había junto al fregadero.
—Chicas —dijo Dorian; las tres chicas cerveceras lanzaron un áspero vítor del Bronx—. Este es Ignatius Reilly, una cara nueva.
—Chócala, Gordo —dijo la chica que había espachurrado la lata. Y cogió la manaza de Ignatius y la amasó como si fuera también un candidato al espachurramiento.
—¡Oh, Dios santo! —gritó Ignatius.
—Esa es Frieda —explicó Dorian—. Y ellas son Betty y Liz.
—Qué tal —dijo Ignatius, metiendo la mano en el bolsillo de su ropón para impedir cualquier futuro estrechón de manos—. Estoy seguro de que seréis de gran valor para nuestra causa.
—¿De dónde lo sacaste? —preguntó Frieda a Dorian, mientras sus dos compañeras examinaban a Ignatius y se daban codazos.
—El señor Greene y yo nos conocimos a través de mi madre —contestó grandilocuentemente Ignatius, en vez de Dorian.
—No fastidies —dijo Frieda—. Tu madre debe ser una persona muy interesante.
—Ni mucho menos —replicó Ignatius.
—Bueno, gordinflón, cógete una cerveza —dijo Frieda—. Ojalá la tuviéramos en botellas, así Betty podría abrirte una con los dientes. Tiene unos dientes que son como una garra de acero —Betty hizo a Frieda un gesto obsceno—. Y un día de estos va a tener que tragárselos todos.
Betty pegó a Frieda en la cabeza con una lata vacía.
—Estás pidiendo que te atice —dijo Frieda, levantando una de las sillas.
—Basta ya —disculpó Dorian—. Si ustedes tres no saben portarse como es debido, pueden marcharse ahora mismo.
—La verdad es que nos estamos aburriendo muchísimo, sentadas aquí en la cocina, sin nada que hacer —dijo Liz.
—Sí —chilló Betty. Y agarró un travesaño de la silla que Frieda sostenía sobre la cabeza, y empezaron a forcejear las dos para apoderarse de ella—. ¿Por qué tenemos que estar aquí sentadas, a ver?
—Dejad esa silla ahora mismo —dijo Dorian.
—Sí, por favor —añadió Ignatius, que había retrocedido a un rincón—. Alguien puede hacerse daño.
—Como tú —dijo Liz, y le lanzó una lata de cerveza llena a Ignatius, que se agachó.
—¡Dios santo! —dijo Ignatius—. Creo que me volveré a la otra habitación.
—Lárgate, culo gordo —le dijo Liz—. Estás dejándonos sin aire.
—¡Chicas! —chillaba Dorian a las forcejeantes Frieda y Betty, cuyas camisetas iban humedeciéndose. Resoplaban y forcejeaban con la silla por la cocina, aplastándose mutuamente contra la pared y la fregadera.
—Está bien, se acabó —chilló Liz a sus amigas—. Esta gente va a pensar que sois unas chicas vulgares y groseras.
Y cogió otra silla y se metió con ella alzada entre las dos contendientes. Luego, la bajó con fuerza sobre la que se disputaban Frieda y Betty, derribando a las chicas. Las dos sillas cayeron al suelo con un gran estruendo.
—¿Quién te mandó meterte? —dijo Frieda a Liz, agarrándola por el pelo casi rapado.
Dorian, tropezando con la silla, intentó empujar a las chicas otra vez a la mesa, mascullando:
—Vamos, sentáos ahí, a ver si os portáis como personas decentes.
—Esta fiesta es una mierda —dijo Betty—. No hay ninguna animación.
—¿Cómo nos invitaste si todo lo que podemos hacer es estar sentadas aquí en esta cocina horrible? —preguntó Frieda.
—Fuera lo único que hacíais era pelearos. Lo sabéis de sobra. Me pareció que sería un detalle amistoso pediros que bajarais aquí, una cortesía. No quiero problemas. Es la fiesta más bonita que tenemos desde hace muchos meses.
—Está bien —gruñó Frieda—. Nos quedaremos aquí en la cocina como señoras —las chicas se dieron golpes en los brazos unas a otras en señal de conformidad—. Después de todo, no somos más que inquilinas que pagan. Cómo vamos a entrar ahí y ser amables con ese vaquero falso, ése que parece Jeanette McDonald, que intentó fastidiarnos el otro día en la Calle Chartres.
—Es una persona muy amable y muy fina —dijo Dorian—. Estoy seguro de que no os vio.
—Nos vio perfectamente —dijo Betty—. Le atizamos un golpe en la cabeza.
—Me gustaría arrearle una patada en los huevos —dijo Liz.
—Por favor —dijo engoladamente Ignatius—. Todo lo que veo a mi alrededor es lucha y conflicto. Debéis cerrar filas y presentar un frente unido.
—¿Pero qué le pasa a este tío? —preguntó Liz, abriendo la lata de cerveza que le había tirado a Ignatius.
Saltó un chorro de cerveza de la lata y mojó a Ignatius en su estómago ensanchado por los Productos Paraíso.
—Bueno, ya estoy harto de esto —dijo Ignatius, furioso.
—Bueno —dijo Frieda—, pues lárgate.
—Esta noche la cocina es territorio nuestro —dijo Betty—. Somos nosotras las que decidimos quién la utiliza.
—Tengo gran interés en asistir a la primera fiesta que dé el cuerpo auxiliar femenino, desde luego —dijo Ignatius, y se dirigió torpemente hacia la puerta.
Cuando salía, una lata de cerveza vacía se estrelló contra el marco de la puerta, cerca de su cabeza. Dorian le siguió y cerró la puerta.
—No puedo entender por qué decidiste mancillar el movimiento invitando a venir aquí a esas camorristas.
—Tenía que hacerlo —explicó Dorian—. Si no las invitas a una fiesta, de todos modos irrumpen en ella. Y se portan peor aún. En realidad, son chicas muy divertidas cuando están de buen humor. Pero últimamente tuvieron ciertos problemas con la policía y se desahogan con todo el mundo.
—¡Habrá que echarlas del movimiento inmediatamente!
—Lo que tú digas, Princesa Magiar —suspiró Dorian—. A mí, me dan un poco de lástima. Antes vivían en California y lo pasaban muy bien allí. Luego surgió un incidente, un ataque a un levantador de peso en Playa Músculo. Habían estado luchando con el chico, o eso dicen, y luego, al parecer, las cosas se descontrolaron. Tuvieron, literalmente, que huir del sur de California y cruzar el desierto en ese majestuoso automóvil alemán que tienen. Las he acogido en casa. Son unas inquilinas maravillosas en ciertos aspectos. Guardan la casa mucho mejor de lo que podría hacerlo un perro guardián. Tienen montones de dinero que reciben de una reina del cine envejecida.
—¿De veras? —preguntó con interés Ignatius—. Quizá me haya precipitado al prescindir de ellas. Los movimientos políticos han de sacar el dinero de donde puedan. Las chicas tienen cierto encanto, sin duda, con sus vaqueros y sus botas —contempló la masa efervescente de invitados—. Tienes que conseguir que se callen. Tenemos que poner aquí un poco de orden. Hemos de tratar un asunto crucial.
El vaquero —que el diablo se lo lleve— estaba azotando con su fusta a un elegante invitado. El patán del cuero negro inmovilizaba en el suelo a un invitado extasiado. Por todas partes se oían gritos, suspiros, chillidos. Cantaba ahora en el fonógrafo Lena Horne. «Inteligente», «Fresco», «Terriblemente cosmo», decía reverente el grupo que rodeaba el fonógrafo. El vaquero se apartó de sus excitados admiradores y empezó a sincronizar sus labios con la letra del disco, bailoteando como una cantante con botas y sombrero. Los invitados se agruparon a su alrededor, con una andanada de chillidos, dejando al patán del cuero negro sin nadie a quien torturar.
—Hemos de parar todo esto —gritó Ignatius a Dorian, que estaba haciéndole guiños al vaquero—. Aparte del hecho de que lo que estoy presenciando es una ofensa estruendosa al buen gusto y a la decencia, empiezo a asfixiarme a causa del hedor de las emisiones glandulares y de la colonia.
—Oh, no seas tan pelma. Están divirtiéndose un poquito.
—Lo siento muchísimo —dijo Ignatius en tono profesional—. He venido aquí esta noche con una misión de la máxima seriedad. Hay una chica a la que hay que dar una lección, una pelandusca impertinente y radical. Apaga esa música afrentosa y tranquiliza a esos sodomitas. Tenemos que tratar cuestiones militares.
—Creí que ibas a ser divertido. Si te pones grosero y pesado, será mejor que te vayas.
—¡No me iré! Nadie puede detenerme. ¡Paz! ¡Paz! ¡Paz!
—Oh, querido. Tú te lo tomas en serio, ¿verdad?
Ignatius se separó de Dorian, cruzó precipitadamente la estancia, apartando a empellones a los elegantes invitados, y desconectó el fonógrafo. Cuando se volvió, le saludó la versión castrada de un grito de guerra apache de los invitados.
«Bestia.» «Loco.» «¿Es esto lo que Dorian prometió?» «Esa fantástica Lena.» «Qué atuendo… es grotesco. Y el pendiente. Oh, qué barbaridad.» «Esa era mi canción favorita.» «Es horrible.» «Qué grosería increíble.» «Qué corpachón tan monstruoso.» «Es una pesadilla.»
—¡Silencio! —aulló Ignatius por encima del furioso parloteo—. Estoy aquí esta noche, amigos míos, para explicaros cómo podéis salvar al mundo y traer la paz.
«Está absolutamente loco.» «Dorian, esto es una broma de mal gusto.» «¿De dónde demonios ha salido?» «No tienen ningún atractivo.» «Sucio.» «Es deprimente.» «Que alguien ponga otra vez ese disco delicioso.»
—Tenéis ante vosotros —continuó Ignatius a pleno pulmón—. Un reto. ¿Consagraréis vuestras dotes singulares a salvar al mundo, u os limitaréis a dar la espalda a vuestros semejantes?
«¡Oh, qué espanto!» «No es nada divertido.» «Tendré que irme si continúa esta broma de mal gusto.» «Qué falta de gusto.» «Que alguien vuelva a poner el disco. Queremos oír a nuestra queridísima Lena.» «¿Dónde está mi abrigo?» «Vámonos a un bar elegante.» «Mira, me he derramado el martini por esta chaqueta tan cara.» «Vámonos a un bar elegante.»
—El mundo está hoy en estado de grave inquietud —chilló Ignatius frente a los maullidos y siseos.
Luego, hizo una pausa para buscar en el bolsillo algunas notas que había garrapateado en un trozo de hoja Gran Jefe. Pero, en vez de las notas, sacó la fotografía rota y arrugada de la señorita O’Hara. Algunos invitados la vieron y gritaron.
—Hemos de impedir el Apocalipsis. Hemos de combatir el fuego con el fuego. En consecuencia, recurro a vosotros.
«Oh, vamos, ¿pero de qué demonios habla?» «Esto está deprimiéndome tanto.» «Qué ojos tiene, dan miedo.» «Vámonos a un bar elegante.» «Vámonos a San Francisco.»
—¡Silencio, pervertidos! —gritó Ignatius—. Escuchadme.
—Dorian —suplicó el vaquero en un soprano lírico—. Hazle callarse. Estábamos divirtiéndonos tanto, pasándolo tan bien. Este tipo ni siquiera es divertido.
—Es cierto —dijo un invitado muy elegante, con el terso rostro moreno de maquillaje de bronceado—. Es verdaderamente horroroso. Muy deprimente.
—¿Por qué tenemos que escuchar todo esto? —preguntó otro invitado, blandiendo su cigarrillo como si fuera una vara mágica que pudiera hacer desaparecer a Ignatius—. ¿Qué clase de broma es ésta, Dorian? Sabes que nos encantan las fiestas con un motivo, pero esto… En fin, yo ni siquiera veo las noticias de la televisión. He estado trabajando todo el día en esa tienda y no quiero venir a una fiesta y tener que oír estas cosas. Que hable después, si tiene que hacerlo. Sus comentarios son de un mal gusto horrible.
—Completamente inadecuados —suspiró el patán del cuero negro, volviéndose súbitamente afeminado.
—Está bien —dijo Dorian—. Poned el disco. Creí que podría resultar divertido —miró a Ignatius que resoplaba sonoramente—. Me temo, queridos míos, que ha resultado una bomba terrible, terrible.
«Maravilloso.» «Dorian es estupendo.» «Ahí está el enchufe.» «Me encanta Lena.» «Creo que éste es su mejor disco, la verdad.» «Es tan elegante. Y con esa letra tan especial.» «Yo la vi una vez en Nueva York. Magnífica.» «Luego pon Gypsie. Me encanta.» «Oh, menos mal, ya está.»
Ignatius se quedó allí como el chico que se queda en la cubierta en llamas. La música se elevó una vez más del tabernáculo. Dorian huyó a hablar con un grupo de invitados, ignorando visiblemente a Ignatius, igual que el resto de los que estaban en la habitación. Ignatius se sintió tan solo como se había sentido aquel lúgubre día en el instituto, cuando en el laboratorio de química había explotado su experimento, quemándole las cejas y aterrándole. La conmoción y el terror le habían hecho mearse en los pantalones, y nadie del laboratorio le había hecho caso, ni siquiera el profesor, que le odiaba ostensiblemente por otras explosiones similares anteriores. Durante el resto de aquel día, mientras deambulaba penosamente por el instituto, todos habían fingido que era invisible. Ignatius, sintiéndose invisible, allí de pie en el salón de Dorian, comenzó a fintear con un adversario imaginario con el sable para aliviar su embarazo.
Muchos cantaban con el disco. Dos empezaron a bailar cerca del fonógrafo. El baile se extendió como un incendio forestal, y pronto se llenó aquello de parejas que giraban y danzaban alrededor del solitario Ignatius, una especie de mole gibraltaresca. Cuando Dorian pasó a su lado en brazos del vaquero, Ignatius intentó inútilmente atraer su atención. Intentó incluso golpear al vaquero con el sable, pero formaban los dos una pareja de baile escurridiza y ladina. Justo cuando estaba a punto de esfumarse por completo, irrumpieron Frieda, Liz y Betty, procedentes de la cocina.
—No podíamos soportar más esa cocina —le dijo Frieda a Ignatius—. Después de todo, también somos seres humanos.
Luego le asestó un golpecito en el estómago.
—Parece que te han dejado de lado, ¿eh, Gordito? —dijo.
—¿Qué quieres decir exactamente? —preguntó con altivez Ignatius.
—Parece que tu disfraz no ha tenido demasiado éxito —comentó.
—Perdónenme, señoras, he de irme.
—Eh, no te vayas, gordinflón —dijo Betty—. Ya te sacará alguien a bailar. Sólo quieren hacerte rabiar un poco. No abandones el barco. Son capaces de hacer rabiar hasta a su propia madre.
En aquel momento, Timmy, que había vuelto al sector de los esclavos a por el amuleto que había perdido y, esperaba, a por más jueguecitos con las cadenas, apareció en el salón. Se acercó a Ignatius y le preguntó lánguidamente:
—¿Quieres bailar?
—¿Mira, ves? —le dijo Frieda a Ignatius.
—Esto no me lo pierdo —chilló Liz—. Tengo ganas de veros a los dos meneando el culo. Venga.
—¡Oh, Dios mío! —dijo Ignatius—. Por favor. Yo no bailo.
—Oh, vamos —dijo Timmy—. Te enseño yo. A mí me encanta bailar. Yo dirijo.
—Venga, culo gordo —amenazó Betty.
—No. Sería imposible. El sable, este ropaje. Podría resultar alguien herido. Yo vine aquí a hablar, no a bailar. Yo no bailo. Nunca he bailado. No he bailado en toda mi vida.
—Bueno, pues ahora vas a bailar —le dijo Frieda—. No querrás ofender a este marinero.
—¡Yo no bailo! —aulló Ignatius—. No he bailado nunca y, desde luego, no voy a empezar a hacerlo con un invertido borracho.
—Vamos, no seas tan carca —suspiró Timmy.
—Siempre he tenido un sentido del equilibrio muy precario —explicó Ignatius—. Nos caeríamos al suelo y nos romperíamos un hueso. Este marinero invertido se quedaría lisiado o algo peor.
—Este gordinflón parece que quiere armar lío —dijo Frieda a sus amigas—. ¿Verdad que sí?
Con un guiño de Frieda, las tres chicas atacaron a Ignatius. Una le trabó una pierna; la otra le pegó una patada en la corva; la tercera le empujó contra el vaquero, que giraba en las proximidades. Ignatius pudo guardar el equilibrio agarrándose al vaquero, que soltó al horrorizado Dorian y cayó al suelo. El vaquero, al aterrizar, hizo saltar la aguja del disco y cesó la música En su lugar, se inició un coro de gritos y chillidos de los invitados.
—¡Oh, Dorian, échale! —gritó aterrado un elegante.
Hubo un tintineo metálico de anillos, brazaletes y gemelos de algunos invitados que se amontonaron en un rincón.
—Oye, derribaste a ese jodido vaquero como si fuera un bolo —chilló Frieda admirada a Ignatius, que aún braceaba para recuperar el equilibrio.
—Buen trabajo, gordo —dijo Liz.
—Apuntemos ahora a otro —dijo Betty a sus compañeras.
—¿Pero qué has hecho, pedazo de animal? —le gritó Dorian.
—Esto es un ultraje —gritaba Ignatius—. No sólo he sido ignorado y vilipendiado en esta reunión, he sido malévolamente atacado dentro de las paredes de esta especie de tramoya que es tu casa. Espero que tengas al corriente el seguro. Si no, es posible que pierdas esta casa ostentosa y cursi después de que terminen contigo mis asesores legales.
Dorian estaba de rodillas, abanicando al vaquero, cuyos párpados empezaban a aletear.
—Échale, Dorian —gimió el vaquero—. Ha estado a punto de matarme.
—Yo había pensado que podría ser distinto, divertido —silbó Dorian a Ignatius—. Pero, en realidad, has demostrado ser lo más horrible que ha entrado en mi casa. Desde el momento en que rompiste la puerta, debí darme cuenta de que esto acabaría así… ¿Qué le hiciste a este chico encantador?
—Ahora tengo los pantalones sucios —gimió el vaquero.
—Fui salvajemente atacado y empujado contra ese vaquero fanfarrón.
—No intentes mentir, gordo —dijo Frieda—. Lo vimos todo. Tenía celos, Dorian. Quería bailar contigo.
«Espantoso.» «Échale.» «Está estropeando la fiesta.» «Es un monstruo.» «Es peligroso.» «Lo ha echado todo a perder.»
—¡Fuera! —gritó Dorian.
—Nosotras nos encargamos de él —dijo Frieda.
—Está bien —dijo grandilocuentemente Ignatius mientras las tres chicas hundían sus fornidas manos en su ropón y empezaban a propulsarle hacia la puerta—. Habéis elegido. Vivid en un mundo de guerra y de sangre. Cuando caigan las bombas, no acudáis a mí. ¡Yo estaré en mi refugio!
—Basta —dijo Betty.
Las tres chicas llevaron a Ignatius a empujones hasta la puerta y luego por el camino de coches abajo.
—Gracias a Fortuna me separo de este movimiento —atronó Ignatius. Las chicas habían hecho que le cayera el pañuelo sobre un ojo y tenía problemas para ver por dónde caminaba.
—Ustedes, gentes destempladas, apenas conseguirán votos de los electores.
Le empujaron a través del portón a la acera. Las pitas de la entrada le picotearon dolorosamente las pantorrillas y dio un traspiés hacia adelante.
—Bueno, compadre —dijo Frieda desde el otro lado de la puerta, mientras la cerraba—. Te damos diez minutos de ventaja. Luego, empezaremos a peinar el Barrio Francés.
—Y mejor será que no demos con ese culo gordo —dijo Liz.
—Desaparece, gordinflón —añadió Betty—. Hace mucho que no tenemos una buena pelea. Estamos deseando tener una.
—Vuestro movimiento está condenado —balbució Ignatius a las chicas, que se empujaban entre sí desandando por el camino—. ¿Me oís? Con-de-na-do. No sabéis nada de política ni de cómo hay que convencer a los electores. No ganaréis ni en un solo distrito del país. ¡Ni siquiera en el Barrio Francés!
La puerta se cerró de golpe y las chicas volvieron a la fiesta, que parecía haber recuperado impulso. Sonaba la música de nuevo e Ignatius oyó gritos y chillidos aún más estrepitosos que antes. Golpeó las persianas negras con el sable, gritando: «¡Perderéis!». Respondieron a su grito los taconazos de muchos pies danzantes.
Un hombre de traje de seda y sombrero hongo salió un momento de las sombras del quicio de un portal contiguo, para ver si las chicas se habían ido. Luego, aquel individuo volvió a perderse en la oscuridad, vigilando a Ignatius, que paseaba furioso arriba y abajo delante de la casa.
La válvula reaccionó a tantas emociones cerrándose de golpe. Las manos de Ignatius se solidarizaron produciendo una rica cosecha de bultitos blancos que picaban muchísimo. ¿Qué podía decirle ahora a Myrna del Movimiento por la Paz? Como en el caso de la abortada Cruzada por la Dignidad Mora, tenía otro desastre en sus hormigueantes manos. Oh, Fortuna, diabólica ramera. Pero la velada no había hecho más que empezar; no podía volver a la Calle Constantinopla a enfrentarse a los ataques de su madre, una vez estimuladas sus emociones hasta un apogeo que le había sido arrebatado. Llevaba casi una semana obsesionado con la asamblea constituyente y ahora, expulsado del campo de la política por tres chicas dudosas, se sentía frustrado y furioso allí sobre las losas húmedas de la Calle St. Peter.
Mirando su reloj de pulsera Ratón Mickey que estaba, como era su costumbre, moribundo, se preguntó qué hora sería. Quizás aún fuera lo bastante temprano para ver la presentación del espectáculo del Noche de Alegría. Quizá ya hubiera empezado su actuación la señorita O’Hara. Si él y Myrna no estaban destinados a lidiar en el campo de la acción política, lo harían en el campo de la sexualidad. Qué golpe podía ser la señorita O’Hara para lanzarlo justo entre los ofensivos ojos de Myrna. Ignatius contempló una vez más la fotografía, salivando levemente. ¿Qué clase de pájaro sería? Aún podía recuperar aquella velada de entre los dientes mismos del fracaso.
Rascándose una manaza con la otra, decidió que la seguridad dictaba su alejamiento del lugar. Aquellas tres chicas salvajes podían cumplir su amenaza. Se lanzó St. Peter abajo hacia Bourbon. El hombre del traje de seda y el sombrero hongo salió de las sombras del quicio y le siguió. En Bourbon, Ignatius giró y empezó a subir hacia Canal entre el desfile nocturno de turistas y de vecinos del barrio, entre los cuales no desentonaba gran cosa. Se abrió paso entre la multitud por la estrecha acera, apartando a la gente con el bamboleo de sus caderas. Cuando Myrna leyese lo de la señorita O’Hara, seguro que derramaría todo el exprés encima de la carta, consternada.
Cuando cruzaba hacia la manzana del Noche de Alegría, oyó al negro drogado que gritaba «¡Juáaa! Vengan a vé a la señorita Harla O’Horror bailando con su pajarito. Baile de plantación de verdá al cien por cien garantizao. Cada jodio trago tendrá su gotita de veneno garantiza. ¡Juáaa! To el mundo tendrá garantizao que cogerá purgaciones con los vasos. ¡Sí, señó! Nadie ha visto nunca nada como la señorita Harla O’Horror bailando con su pajarito al estilo del Viejo Sur. Esta noche es el estreno, señores, puede que no tengan otra ocasión de vé el número. ¡Sí, señó!».
Ignatius le vio a través del gentío que pasaba apresurado ante el Noche de Alegría. Al parecer, nadie se sentía atraído por sus gritos publicitarios. Hasta Jones había abandonado sus gritos para emitir una formación nímbica de humo. Llevaba frac y sombrero de copa que descansaba en ángulo sobre sus gafas oscuras, y sonreía a través del humo a la gente que desoía sus llamadas.
—¡Eh, señores! No pasen de largo. Párense y entren y peguen el culo en un taburete del Noche de Alegría —empezaba de nuevo—. El Noche de Alegría tié gente de coló auténtica trabajando por menos del salario mínimo. ¡Juá! Atmósfera de plantación garantiza. Verás algodón creciendo justo enfrente de sus ojos, junto al escenario, y entre número y número podrán vé cómo le zurran a un militante de los derechos civiles, sí, señó. ¡Cómo no!
—¿Está ya la señorita O‘Hara? —balbució Ignatius al codo de Jones.
—¡Caramba! —el tipo gordo había llegado. En persona—. Vaya, hombre, ¿cómo es que lleva usté aún el pendiente y el pañuelo? ¿De qué va, usté, hombre de Dios?
—Por favor —Ignatius blandió el sable un poco—. No tengo tiempo para charlar. No tengo nada preparado para usted esta noche, me temo. ¿Ha empezado la señorita O’Hara?
—Empezará dentro de unos minutos. Será mejó que entre y se consiga un asiento de primera fila. Hablé con el maitre, dice que tié toa una mesa reserva pa usté.
—¿Es verdad eso? —preguntó ansiosamente Ignatius—. Espero que se haya ido la propietaria nazi.
—Se largó a California en un reactor, sí, señó. Esta tarde, dijo que Harla O’Horror era tan buena que ella iba a moja el culo en el océano una temporaíta y a deja de preocupase por su club.
—Maravilloso, maravilloso.
—Venga, hombre, entre usté antes de que empiece el espectáculo. ¡Juá! No se pierda usté ni un minuto. Mierda. Harla saldrá enseguía. Vaya usté a coger su asiento junto al escenario, a ver si puede vele a la señorita O’Horror hasta la carne de gallina del trasero.
Jones propulsó rápidamente a Ignatius a través de la puerta.
Ignatius entró tambaleante en el Noche de Alegría con tal impulso, que el ropón revoloteó alrededor de sus tobillos. Pese a la oscuridad, percibió que el Noche de Alegría estaba algo más sucio que en su anterior visita. Desde luego, había suficiente polvo en el suelo para permitir una cosecha de algodón, aunque muy limitada. Pero no vio algodón. Ese debía ser uno de los diabólicos señuelos del Noche de Alegría. Buscó al maitre, pero no vio a ninguno, así que se abrió paso entre los pocos viejos que había esparcidos por las mesas en la oscuridad y se sentó a una mesita que quedaba directamente debajo del escenario. Su gorra parecía una luz de candilejas verde y solitaria. Estando tan cerca, quizá pudiera hacerle algún gesto a la señorita O’Hara o cuchichearle algo sobre Boecio que llamase su atención. Se quedaría sobrecogida cuando se diera cuenta de que había entre el público un alma gemela. Ignatius miró a su alrededor, al puñado de individuos de ojos vacuos que había por allí sentados. La señorita O’Hara tenía, desde luego, que derramar sus perlas ante un rebaño de cerdos bastante deprimente, unos individuos que parecían ser del tipo de esos viejos dudosos y ojerosos que molestan a los niños en los cines.
Un conjunto de tres instrumentos situado en un ala del pequeño escenario inició You are my Lucky Star. Por el momento, en el escenario, que también parecía estar bastante sucio, no se veían vacantes. Ignatius miró hacia la barra intentando llamar la atención del servicio que hubiera y tropezó con los ojos del camarero que les había servido a él y a su madre. El camarero fingió no verle. Luego, Ignatius hizo un guiño ostentoso a una mujer que estaba apoyada en la barra, una hispana cuarentona que emitió una respuesta aterradora con un diente de oro o dos. La mujer se apartó de la barra antes de que el camarero pudiera detenerla y se acercó a Ignatius, que estaba arrimado al escenario como si fuera una estufa caliente.
—¿Quieres beber, chico?
Ignatius percibió que a través del bigote se filtraba cierta halitosis. Se arrancó el pañuelo de la gorra y se protegió con él las narices.
—Sí, gracias —dijo, con voz apagada—. Un Doctor Nuts, si hace el favor. Y cerciórese de que esté muy frío.
—Ya veo lo que hay —dijo enigmáticamente la mujer que volvió a la barra atronando con sus escandalosas sandalias de paja.
Ignatius vio que hablaba con el camarero haciendo gestos burlones. Todos estos gestos iban dirigidos en su mayoría a Ignatius. Al menos, pensó, en aquel antro se libraría de aquellas chicas musculosas que debían estar recorriendo el barrio en aquel momento. El camarero y la mujer hicieron algunos gestos más. Luego, ella volvió donde estaba Ignatius con dos botellas de champán y dos vasos.
—No tenemos Doctor Nuts —dijo, posando la bandeja en la mesa—. Mira, debes veinticuatro dólares por este champán.
—¡Esto es un ultraje! —dijo Ignatius dirigiendo unos cuantos mandobles de sable a la mujer—. Tráigame una cocacola.
—No hay coca. No hay Doctor Nuts. Sólo champán —la mujer se sentó—. Vamos, querido. Abre el champán. Tengo mucha sed.
El aliento apestoso asedió de nuevo a Ignatius, que se apretó el pañuelo sobre la nariz con tal fuerza que pensó que se ahogaría. Cogería algún germen con aquella mujer, un germen que correría rápidamente hacia su cerebro y le convertiría en un subnormal. La pobre señorita O’Hara. Atrapada allí, trabajando con colegas sub-humanos. El distanciamiento boeciano de la señorita O’Hara tenía que ser, por necesidad, orgulloso. La mujer hispana dejó caer la cuenta en el regazo de Ignatius.
—¡No se atreva a tocarme! —gritó él a través del pañuelo.
—¡Ave María! ¡Qué pato![5] —dijo la mujer para sí. Y añadió—: Mira, ahora me pagas, maricón. O te sacamos de aquí a patadas en ese culo grande que tienes.
—Qué gracia —masculló Ignatius—. Mire, yo no vine aquí a beber con usted. Váyase de mi mesa —resopló sonoramente, y añadió—: Llévese su champán.
—Oye, loco, tú estás…
La amenaza de la mujer quedó ahogada por la música de la banda, que emitió una especie de escuálida fanfarria. Lana Lee apareció en el escenario vistiendo lo que parecía un mono de lamé dorado.
—¡Oh, Dios mío! —masculló Ignatius.
El negro drogado le había engañado. Deseó escapar, pero se dio cuenta de que sería más prudente esperar a que la mujer terminara y saliera del escenario. Un instante después, estaba agazapado y pegado a un lado del escenario. Por encima de su cabeza, la propietaria nazi lanzaba:
—¡Bienvenidos, damas y viciosos!
Era un comienzo tan espantoso, que Ignatius estuvo a punto de tirar la mesa.
—Ahora mismo me pagas —exigía la mujer, metiendo la cabeza debajo de la mesa, para encontrar la cara de su cliente.
—Cállate, zaparrastrosa —silbó Ignatius.
La orquesta se adentró por una versión personal de Sophisticated Lady. La nazi gritaba: «Y ahora una beldad de Virginia, la señorita Harlett O’Hara.» Un viejo de una de las mesas aplaudió lánguidamente, e Ignatius atisbó por el borde del escenario y vio que la propietaria había desaparecido. En su lugar había un estrado decorado con aros. ¿Qué pretendía la señorita O’Hara?
De pronto, Darlene entró bailando en el escenario, con un traje de noche, que arrastraba metros de malla de nylon. En la cabeza llevaba un sombrero monstruoso. Al brazo, un pájaro monstruoso. Aplaudió alguien más.
—Mira, ya me estás pagando o si no, cabrón…
—Había muchos bailes con aquellos galanes, pero aun así, yo conservé mi honor —dijo cuidadosamente Darlene al pájaro.
—¡Oh, Dios mío! —aulló Ignatius, incapaz de guardar silencio por más tiempo—. ¿Harlett O’Hara es esta cretina?
La cacatúa advirtió su presencia antes que Darlene, pues sus ojillos se habían centrado en el aro de Ignatius desde que había salido a escena. Cuando Ignatius gritó, saltó del brazo de Darlene al escenario y, chillando y saltando, se lanzó a por la cabeza de Ignatius.
—Oh —gritó Darlene—. Ese loco.
Cuando Ignatius se disponía a salir del club, el pájaro saltó desde el escenario hasta su hombro. Hundió allí sus garras y luego asió el aro con el pico.
—¡Dios del cielo! —Ignatius dio un salto y golpeó al pájaro con sus hormigueantes manos. ¿Qué amenaza aviar había interpuesto en su camino la ruin Fortuna? Las botellas de champán y los vasos cayeron al suelo rompiéndose con estrépito mientras él corría tambaleante hacia la puerta.
—Vuelva aquí con mi cacatúa —gritó Darlene.
Lana Lee estaba ahora también en el escenario, chillando. La banda había parado. Los escasos parroquianos se apartaban de Ignatius, que se tambaleaba entre las mesas lanzando gritos ratoniles y golpeando aquella masa de rosadas plumas que tenía soldada a la oreja y al hombro.
—¿Cómo demonios consiguió entrar aquí ese individuo? —preguntaba Lana Lee a los confusos septuagenarios del público—. ¿Dónde está Jones? Que alguien me localice a ese Jones.
—Ven aquí, loco —gritaba Darlene—. ¡La noche del estreno! ¿Por qué tenía que venir la noche del estreno?
—Dios santo —jadeaba Ignatius, buscando la puerta; había dejado en su huida una estela de mesas volcadas—. ¿Cómo se atreven ustedes a lanzar a un pájaro rabioso entre sus desprevenidos clientes? Por la mañana serán ustedes demandados, pueden estar seguros de ello.
—¡Vamos! Me debe usted veinticuatro dólares. Y me los va a pagar ahora mismito.
Ignatius derribó otra mesa, mientras seguía su avance con la cacatúa. Luego sintió que perdía el aro, y la cacatúa, con el aro firmemente asido con el pico, se apartó de su hombro. Aterrorizado, Ignatius salió de un salto por la puerta, seguido de la mujer hispana que blandía la cuenta con mucha decisión.
—¡Buáaa! ¡Eh! —Ignatius pasó renqueante ante Jones, que nunca había supuesto que el sabotaje llegase a adquirir proporciones tan espectaculares. Jadeando, apretándose la taponada válvula, Ignatius continuó por la calle interponiéndose en el camino de un autobús Desire. Primero oyó gritar a la gente de la acera. Luego oyó un rechinar de neumáticos y un gemir de frenos. Y cuando alzó la vista, quedó cegado por unos faros que brillaban a unos centímetros sólo de sus ojos. Los faros bailaron y desaparecieron de su campo de visión cuando se desmayó.
Habría caído directamente delante del autobús si Jones no hubiera saltado a la calle y hubiera tirado con sus dos manazas del ropón blanco. Ignatius cayó, pues, hacia atrás, y el autobús, exhalando humos Diesel, pasó tonante a unos centímetros de sus botas.
—¿Está muerto? —inquirió esperanzada Lana Lee estudiando el montículo de material blanco que yacía en la calle.
—Espero que no. Debe veinticuatro dólares el muy maricón.
—Vamos, hombre, despierte —dijo Jones, echando una bocanada de humo sobre la masa inerte.
El tipo del traje de seda y del sombrero hongo salió de una calleja donde se había escondido cuando Ignatius entró en el Noche de Alegría. La salida de Ignatius del club había sido tan violenta y rápida, que el tipo se había quedado demasiado perplejo para reaccionar hasta entonces.
—Déjenme echarle un vistazo —dijo el hombre del sombrero hongo, agachándose y escuchando los latidos del corazón de Ignatius. Un latido como un timbal le indicó que la vida aún alentaba en el interior de los metros de ropón blanco. Aquel hombre cogió la muñeca de Ignatius. El reloj Ratón Mickey estaba roto.
—Está perfectamente. Sólo se ha desmayado —el hombre carraspeó y ordenó débilmente—: Retírense todos. No le dejan respirar bien.
La calle estaba llena de gente y el autobús se había parado a unos cuantos metros, bloqueando el tráfico. De repente, aquello parecía la Calle Bourbon el Martes de Carnaval.
A través de la oscuridad de sus gafas, Jones contemplaba al desconocido. Le parecía familiar, como una versión bien vestida de alguien a quien hubiera visto antes. Aquellos ojos débiles resultaban muy familiares. Jones recordaba aquellos mismos ojos encima de una barba pelirroja. Recordó luego los mismos ojos bajo una gorra azul en la comisaría, el día del incidente de los anacardos. No dijo nada. Un policía es un policía. Siempre era mejor ignorarles, a menos que te molestaran.
—¿De dónde salió? —preguntaba Darlene a la gente; la cacatúa rosa descansaba de nuevo en su brazo, con el aro de Ignatius en el pico como un gusano dorado—. Vaya noche de estreno. ¿Qué vamos a hacer, Lana?
—Nada —dijo furiosa Lana—. Dejar a ese tipo ahí hasta que pasen los basureros y se lo lleven. Pero ya verás cuando agarre a Jones por mi cuenta.
—¡Eh! ¡Qué caramba! Ese tipo entró a la fuerza. Yo luché con él y le agarré, pero el muy desgraciao parecía decidió a entra en el Noche de Alegría. Yo tenía miedo a rompe este traje que usté alquiló, a que tuviera usté que págalo. El Noche de Alegría está arruinándose. ¡Juáaa!
—Cierre el pico, Jones. Creo que voy a tener que llamar a todos mis amigos de la comisaría. Está despedido. Darlene también. Sabía que no debía dejarla salir al escenario. Y llévate ese pájaro, que no lo quiero en mi acera —Lana se volvió a la gente—: Bueno, amigos, ahora que están aquí todos, ¿qué les parece si entran en el Noche de Alegría? Tenemos un espectáculo con mucha clase.
—Mira, Lee —dijo la mujer hispana lanzando una bocanada de halitosis hacia Lana Lee—. ¿Quién va a pagar ahora los veinticuatro dólares del champán?
—Tú también estás despedida, latina asquerosa —Lana sonrió—. Vamos, adentro, amigos, disfruten de una buena bebida preparada por nuestros mezcladores técnicos especializados siguiendo instrucciones exactas.
La gente miraba, sin embargo, con curiosidad el montículo blanco, que resollaba ruidoso, declinando la invitación de Lana Lee.
Lana Lee estaba a punto de dar la vuelta y emprenderla a patadas con el montículo hasta hacerle volver en sí, y salir de su calle, cuando el hombre del sombrero hongo dijo muy cortésmente:
—Me gustaría utilizar su teléfono. Quizá sea mejor que llame a una ambulancia.
Lana miró el traje de seda, el sombrero, los ojos verdes e inseguros. Ella sabía localizar a un buen cliente. ¿Un médico rico? ¿Un abogado? Quizá lograse convertir aquel pequeño fracaso en algo positivo y beneficioso.
—Cómo no —murmuró—. Pero mire, no pierda usted el tiempo con ese tipo de la calle. Es un vagabundo. Podría usted aprovechar la velada y divertirse un poco.
Y rodeó la blanca montaña de tela blanca, que resollaba y roncaba volcánicamente. Ignatius, vagando por Fantasilandia, soñaba con una Myrna Minkoff aterrada, a quien juzgaba un tribunal del buen gusto y de la decencia, declarándola culpable. De un momento a otro, se iba a pronunciar una sentencia terrible, una sentencia que garantizaría daños físicos contra su persona, como castigo por sus innumerables delitos. Lana Lee se acercó más al hombre del traje de seda y buscó algo en su mono dorado de lamé. Se acuclilló junto a él y, subrepticiamente, le mostró la foto boeciana.
—Eche un vistazo a esto, amigo. ¿Le gustaría pasar la noche con eso?
El individuo del sombrero hongo apartó la vista del rostro pálido de Ignatius y miró a la mujer, miró el libro, miró el globo terráqueo y la tiza y carraspeó una vez más. Luego dijo:
—Soy el patrullero Mancuso. Policía secreta. Queda usted detenida por proposición deshonesta y posesión de pornografía.
En ese momento irrumpieron, desbordando a la gente que rodeaba a Ignatius, los tres miembros del difunto cuerpo auxiliar femenino, Frieda, Betty y Liz.