IV

George había establecido el puesto de observación en la calle Poydras, frente al garaje de Vendedores Paraíso, Incorporated. Había recordado el nombre que llevaba escrito el carrito y luego había buscado la dirección de la empresa. Estuvo toda la mañana esperando por el vendedor gordinflón, que no apareció. Quizá le hubieran echado por acuchillar al mariquita del Callejón del Pirata. Al mediodía, George había dejado su puesto y había bajado al Barrio Francés a recoger los paquetes de la señorita Lee. Ahora, estaba de vuelta en la Calle Poydras, preguntándose si aparecería el vendedor. George había decidido ser amable con él. Darle en seguida unos cuantos dólares. Los vendedores callejeros de bocadillos de salchichas eran pobres, claro. Sabría apreciar unos cuantos billetes. Aquel vendedor era la solución perfecta. No se enteraría nunca de lo que pasaba. Sin embargo, parecía un tipo con estudios.

Por fin, poco después de la una, bajó del tranvía un enorme ropón blanco que avanzó camino del garaje. Unos minutos después, el estrafalario vendedor salía empujando el carro a la acera. Aún llevaba el pendiente, el pañuelo y el sable, según pudo ver George. Si se los ponía en el garaje, era porque debían formar parte del montaje de ventas. Sin embargo, por la forma que tenía de hablar, era evidente que había ido mucho tiempo a la escuela. Probablemente ése fuera el origen de su problema. George había sido lo bastante listo para largarse de la escuela lo antes posible. No quería acabar como aquel tipo.

George le observó mientras empujaba el carro por la acera, se paraba y pegaba una hoja de papel en la parte delantera del carro. George utilizaría la psicología. Apelaría a la cultura del vendedor. Eso y el dinero le permitirían alquilarle el compartimento de los panecillos.

Luego, un viejo asomó la cabeza por la puerta del garaje, salió corriendo detrás del vendedor y le atizó en la espalda con un tenedor grande.

—Muévete, orangután —gritó el viejo—. Ya has llegado tarde otra vez. Toda la mañana sin aparecer. Hoy tienes que vender algo, si no…

El vendedor dijo algo fría y quedamente. George no pudo entenderle, pero duró largo rato.

—A mí no me importa que tu madre se drogue —contestó el viejo—. No quiero oír más cuentos sobre ese accidente de automóvil y tus sueños y tu condenada novia. Lárgate ya, babuino. Hoy quiero cinco dólares como mínimo.

Con un empujón del viejo, el vendedor rodó hasta la esquina desapareció por la Calle St. Charles. En cuanto el viejo volvió al garaje, George salió detrás el carro.

Ignatius, sin darse cuenta de que le seguían, lanzó el carro entre el tráfico por St. Charles abajo, camino del Barrio Francés. Se había quedado trabajando hasta tan tarde la noche anterior, preparando la conferencia para la asamblea constituyente, que no había podido despegarse de sus amarillentas sábanas casi hasta el mediodía, e incluso entonces sólo había podido despertarse gracias a los violentos chillidos y porrazos en la puerta de su madre. Ahora que estaba ya en la calle, tenía un problema. La comedia refinada se estrenaba precisamente este día en el RKO Orpheum. Había logrado sacarle a su madre doce centavos para el transporte de vuelta a casa, aunque hasta eso le había regateado. Tenía que vender, fuese como fuese, y deprisa, cinco o seis bocadillos, aparcar el carro en algún sitio y entrar en aquel cine para que sus incrédulos ojos bebieran cada blasfemo instante tecnicoloreado.

Perdido en sus cavilaciones sobre posibles medios de obtener dinero, Ignatius no advirtió que hacía un rato que su carro viajaba en una línea recta continuada. Cuando intentó arrimarse más al bordillo, el carro no aceptó inclinarse lo más mínimo hacia la derecha. Ignatius paró y vio que una de las ruedas de bicicleta estaba encajada en el surco de la vía del tranvía. Intentó desenganchar la rueda, pero el carro pesaba demasiado para que resultara fácil aquella maniobra. Se agachó e intentó levantar el carro de un lado. Cuando deslizaba las manos bajo el gran panecillo de lata, oyó entre la niebla ligera el rumor de un tranvía que se aproximaba. En sus manos aparecieron los bultitos duros y la válvula, tras titubear un instante frenético, se cerró de golpe. Ignatius tiró hacia arriba furioso. La rueda de bicicleta se desenganchó de la vía, se alzó hacia arriba, se balanceó en el aire unos segundos y quedó horizontal al volcar el carro lateralmente con un gran estruendo. Una de las tapitas del panecillo de lata se abrió, depositando en la calle unas cuantas salchichas humeantes.

—¡Oh, Dios mío! —murmuró Ignatius, viendo que la silueta del tranvía iba formándose a media manzana de distancia—. ¿Qué diabólico truco usa ahora conmigo Fortuna?

Abandonando el carro volcado, Ignatius, avanzó por las vías hacia el tranvía, el ropón suelto balanceándose alrededor de los tobillos. El tranvía color oliva y cobre avanzaba lento hacia él, cabeceando y balanceándose lánguidamente. El tranviario, al ver aquella figura inmensa, blanca y esférica, resoplando en medio de las vías, detuvo el vehículo y abrió una de las ventanillas delanteras.

—Perdone usted, caballero —le dijo el hombre del pendiente—. Si es tan amable de esperar un momento, intentaré enderezar mi vehículo escorado.

George vio entonces su oportunidad. Corrió junto a Ignatius y le dijo animoso:

—Venga, profe, saquemos esto de la vía entre los dos.

—¡Oh, Dios mío! —atronó Ignatius—. Mi Némesis pubescente. Qué día prometedor parece éste. Me va a atropellar un tranvía y además me van a robar, con lo que estableceré un récord en la empresa. Lárgate, golfillo depravado.

—Coja usted por ese lado, que yo cogeré por éste.

El tranvía les pitaba.

—Está bien —dijo al fin Ignatius—. En realidad, me sentiría muy feliz dejando este ridículo artilugio aquí tirado.

George cogió un extremo del panecillo y dijo:

—Será mejor que cierre usted esa trampilla antes de que se caigan más salchichas.

Ignatius cerró de una patada la trampilla, como si intentara ganar un partido de fútbol profesional, cortando limpiamente en dos secciones una salchicha que asomaba.

—Cálmese, profe. Va a romper el carro.

—Tú cállate, truhán. No te pedí conversación.

—Está bien —dijo George, encogiéndose de hombros—. En fin, sólo intentaba ayudar.

—¿Cómo ibas tú a poder ayudarme? —aulló Ignatius, poniendo al descubierto unos dientes amarillentos—. Es muy probable que alguna autoridad de esta sociedad ande, en estos momentos, siguiendo el aroma de tu asfixiante tónico capilar. ¿De dónde has salido? ¿Por qué andas siguiéndome?

—¿Quiere que le ayude a recoger esta mierda?

—¿Esta mierda? ¿Llamas mierda a este vehículo de Paraíso?

El tranvía pitó de nuevo.

—Vamos —dijo George—. Arriba.

—Supongo que te apercibes —dijo Ignatius mientras alzaba jadeante el carro— de que nuestra relación se debe sólo a una emergencia.

El carro volvió a quedar asentado sobre sus dos ruedas de bicicleta, con el contenido del panecillo de lata repiqueteando en su interior.

—De acuerdo, profe, haga lo que quiera. Me alegro de haber podido ayudarle.

—Te diré, por si no te has dado cuenta, chiquillo desvalido, que está a punto de engancharte el rastrillo del tranvía.

El tranvía pasó rodando despacio junto a ellos, para que el conductor y el revisor pudieran examinar más detenidamente la indumentaria de Ignatius.

George cogió una de las manazas de Ignatius y puso en ella dos dólares.

—¿Dinero? —preguntó Ignatius muy feliz—. Gracias, Señor.

Y, tras estas palabras, se embolsó rápidamente los dos billetes.

—Preferiría —añadió— no preguntar cuál es el indecente motivo. Preferiría pensar que intentas compensar, a tu modo simple, las calumnias de que me hiciste objeto en mi decepcionante primer día de trabajo con este ridículo carro.

—Eso es, profe. Usted lo ha dicho mucho mejor de lo que podría decirlo yo nunca. Es usted un tío con muchos estudios.

—¿Eh? —Ignatius se sentía muy satisfecho—. Quizás haya aún alguna esperanza para ti. ¿Un bocadillo?

—No, gracias.

—Entonces, disculpa, pero yo voy a tomarme uno. Mi organismo exige un apaciguamiento —Ignatius examinó el compartimento de las salchichas—. Dios santo, están todas las salchichas revueltas.

Mientras Ignatius abría y cerraba trampillas e introducía sus manazas en los compartimentos, George dijo.

—Ahora que le he ayudado, profe, quiza pueda usted hacer lo mismo por mí.

—Quizás —dijo Ignatius con indiferencia, mientras empezaba a engullir el bocadillo.

—¿Ve usted esto? —George indicó los paquetes envueltos en papel marrón que llevaba bajo el brazo—. Esto es material escolar. Pero resulta que tengo un problema. Tengo que pasar a recogerlo donde el distribuidor a la hora de comer, pero no puedo entregarlo en las escuelas hasta que cierren. Así que tengo que andar por ahí cargado casi dos horas. ¿Me comprende? Lo que busco es un sitio donde pueda tener estas cosas guardadas por la tarde. Podría encontrarme con usted en algún sitio hacia la una y meterlos en el compartimento de los panecillos y recogerlos luego antes de las tres.

—Cuánta falsedad —Ignatius eructó—. ¿De verdad esperas que te crea? ¿Tienes que entregar material escolar cuando las escuelas están cerradas?

—Le pagaré todos los días un par de dólares.

—¿De veras? —preguntó con interés Ignatius—. Bueno, tendrás que pagarme una semana de alquiler por adelantado. Yo no trato con sumas pequeñas.

George abrió la cartera y entregó ocho dólares a Ignatius.

—Tome. Con los dos que tiene ya, hacen los diez de la semana.

Ignatius se embolsó muy satisfecho los billetes nuevos y arrancó uno de los paquetes de los brazos de George, diciendo:

—He de ver lo que guardo. Probablemente andes vendiéndoles drogas a los niños.

—¡Eh! —gritó George—. No puedo entregar el material si está abierto.

—Peor para ti —Ignatius apartó al muchacho y rompió el envoltorio de papel marrón; vio una pila de lo que parecían postales—. ¿Qué es esto? ¿Medios visuales para la educación cívica o algún otro tema de bachillerato igualmente embrutecedor?

—Démelo, chiflado.

—¡Oh, Dios mío! —Ignatius contempló fijamente lo que veía.

En cierta ocasión, cuando Ignatius estaba en el instituto de enseñanza media, alguien le había enseñado una foto pornográfica, y se había desmayado, golpeándose y haciéndose una herida en una oreja. Aquella fotografía era muy superior. Se veía en ella una mujer desnuda sentada al borde de una mesa con un globo terráqueo al lado. El onanismo sugerido con el trozo de tiza intrigaba a Ignatius. La mujer tenía la cara oculta tras un libro grande. Mientras George esquivaba palmadas indiferentes de la mano libre, Ignatius examinaba el título de la portada del libro: Anicio Manlio Severino Boecio, La consolación por la filosofía.

—¿Puedo creer lo que estoy viendo? Qué inteligencia. Qué buen gusto. Dios santo.

—Devuélvemelo —suplicaba George.

—Esta es mía —dijo Ignatius muy satisfecho, guardándose la primera tarjeta. Devolvió luego el paquete abierto a George y examinó el trozo de papel del envoltorio roto que tenía entre los dedos. Había una dirección: se lo guardó también—. ¿Dónde demonios conseguiste esto? ¿Quién es esta mujer tan inteligente?

—Eso no es asunto tuyo.

—Comprendo. Una operación secreta.

Ignatius pensó en la dirección que había escrita en el trozo de papel. Haría una investigación por su cuenta. Alguna intelectual en situación precaria, dispuesta a hacer cualquier cosa por un dólar. Debía tener una visión del mundo muy profunda, si su material de lectura podía servir de orientación. Quizá se hallase en la misma situación en que se hallaba el Chico Trabajador, un vidente y un filósofo arrojado a un siglo hostil por fuerzas que no podía controlar. Tenía que conocerla. Quizá pudiera aportar ideas nuevas y valiosas.

—En fin, a pesar de mis recelos, te permitiré utilizar mi carro. Pero tienes que vigilármelo esta tarde. Tengo un compromiso urgente.

—Eh, un momento, ¿cuánto tiempo será?

—Unas dos horas.

—A las tres tengo que estar en la parte alta de la ciudad.

—Bueno, pues esta tarde llegarás algo más tarde —dijo, furioso, Ignatius—. Estoy rebajándome ya mucho al relacionarme contigo y al mancillar mi compartimento de panecillos. Deberías alegrarte de que no te haya denunciado. Has de saber que tengo un amigo muy inteligente en el cuerpo de policía. Un policía secreto muy astuto, el patrullero Mancuso. Precisamente está buscando, además, el cambio de situación que puede proporcionarle un caso como el tuyo. Arrodíllate ahora mismo ante mí y agradece mi benevolencia.

¿Mancuso? ¿No se llamaría así aquel agente secreto que le había parado en la estación de autobuses? George se puso muy nervioso.

—¿Qué pinta tiene ese policía amigo tuyo? —dijo burlón, intentando hacerse el valiente.

—Es pequeño y escurridizo —había un tono taimado en la voz de Ignatius—. Es muy aficionado a los disfraces. En realidad, es como un fuego fatuo que aparece donde uno menos lo espera, súbitamente, siempre entregado a la persecución de los malhechores. A veces, elige como punto de acecho los lavabos públicos, pero ahora anda por la calle, donde está siempre a mi entera disposición.

A George se le llenó la garganta de algo que le ahogaba.

—Esto es una trampa —dijo, tragando.

—No estoy dispuesto a aguantarte nada más, golfillo. Estás alentando la degeneración de una noble erudita —aulló Ignatius—. Deberías estar besando el borde de mi bata, agradecido porque no haya denunciado tus delitos a Sherlock Mancuso. ¡Nos veremos delante del RKO Orpheum dentro de dos horas!

Ignatius se lanzó como un bólido Calle Common abajo. George guardó sus dos paquetes en el compartimento de los panecillos y se sentó en el bordillo de la acera. Era una suerte, sin duda, conocer a un amigo de Mancuso. El gordo vendedor le tenía atrapado, desde luego. Miró furioso el carro. Ahora no sólo estaba agobiado con los paquetes. Tenía que cuidarse también de aquel gran carro de salchichas.

Ignatius echó el dinero en la taquilla e irrumpió, literalmente, en el Orpheum, lanzándose pasillo abajo hacia las luces del proscenio. Su cronometraje había sido perfecto. Estaba empezando en aquel momento la segunda sesión del programa. El muchacho de las fotos majestuosas era un hallazgo, desde luego. Ignatius se preguntó si podría chantajearle y obligarle a vigilar el carro toda la tarde. Aquel golfillo había reaccionado, desde luego, ante su comentario de que tenía un amigo en la policía.

Ignatius gruñó al repasar el reparto. Todos los que participaban en la película eran igualmente inaceptables. Había, en concreto, una diseñadora de decorados que le había sobrecogido demasiadas veces en el pasado. La heroína resultaba más ofensiva aún que en la película musical y circense. Aquí era una secretaria joven e inteligente a la que un hombre de mundo de edad madura intentaba seducir. La llevaba en un reactor privado a las Bermudas y la instalaba en una suite. En su primera noche juntos, a ella le salía un sarpullido justo cuando el libertino iba a abrir la puerta de su dormitorio.

—¡Asquerosa! —gritó Ignatius, escupiendo palomitas a medio masticar sobre varias filas—. ¿Cómo se atreve a pretenderse virgen? Con esa cara de degenerada. ¡Viólala!

—Hay que ver qué gente más rara viene a las matinés —dijo una señora que llevaba una bolsa de compra a su acompañante—. Fíjate. Lleva un pendiente.

Luego hubo una escena de amor algo desenfocada, e Ignatius empezó a perder el control. Se daba cuenta de que la histeria comenzaba ya a desbordarle. Intentó guardar silencio, pero descubrió que no podía.

—Están fotografiándoles a través de varias telas —gritó—. Oh, Dios mío. Sabe Dios lo arrugados y repugnantes que serán en realidad esos dos. Me dan náuseas. ¿No puede alguien de la cabina de proyección cortar la corriente? ¡Por favor!

Y golpeó con el sable ruidosamente contra el lateral de su asiento. Una acomodadora vieja bajó por el pasillo e intentó quitarle el sable, pero Ignatius forcejeó con ella y la acomodadora resbaló y cayó al suelo. Se levantó y se alejó renqueante.

La heroína, creyendo que estaba en entredicho su honor, tuvo una serie de fantasías paranoicas en las que estaba en la cama con su libertino. La cama corría por las calles y flotaba en una piscina del hotel.

—Santo cielo. ¿Y se considera una comedia esta indecencia? —gritó Ignatius en la oscuridad—. No me he reído ni una sola vez. Mis ojos apenas pueden creer en esta basura descolorida. A esa mujer habría que azotarla hasta que perdiera el conocimiento. Está socavando nuestra civilización. Es una agente comunista china enviada para destruirnos. ¡Por favor! Que alguien con vergüenza corte la corriente. Se está corrompiendo a un centenar de personas en este cine. Ojalá tuviéramos la suerte de que el Orpheum se hubiera olvidado de pagar la factura de la luz.

Cuando terminó la película, gritó:

—¡Bajo esa cara típicamente norteamericana, ella es, en realidad, Rose de Tokio!

Aunque quería quedarse para verla otra vez, recordó al golfillo. Ignatius no quería destruir algo bueno. Necesitaba a aquel muchacho. Sorteó las cuatro cajas vacías de palomitas de maíz que había acumulado delante de su asiento durante la película. Se sentía completamente enervado. Sus emociones estaban exhaustas. Jadeando, subió por el pasillo y salió a la claridad de la calle. Allí, junto a la parada de taxis del hotel Roosevelt, George vigilaba, ceñudo, el carro.

—Dios mío —dijo—. Creí que no ibas a salir nunca de ahí. ¿Pero qué clase de cita tenías? Fuiste a ver una película.

—Por favor —suspiró Ignatius—. Acabo de pasar por un trauma. Lárgate a toda prisa. Nos encontraremos mañana a la una entre Canal y Royal.

—Está bien, profe —George cogió los paquetes y empezó a alejarse—. La boca cerrada, ¿eh?

—Ya veremos —dijo con dureza Ignatius.

Comió un bocadillo de salchicha con manos temblorosas y atisbó la fotografía que tenía en el bolsillo. Desde arriba, la figura de la mujer parecía aún más firme, más de matrona. ¿Una profesora de historia romana arruinada, quizás? ¿Una medievalista sin trabajo? Si enseñase la cara. Tenía un aire de soledad, de distanciamiento, de placer sensual solitario y erudito que le atraía muchísimo. Examinó el trozo de papel de envolver donde había una dirección. Calle Bourbon. Aquella mujer extraviada estaba en manos de explotadores comerciales. Qué personaje ideal para el Diario. Aquella obra, pensaba Ignatius, se quedaba un poco corta en el apartado sensual. Necesitaba una buena inyección de alusiones insinuantes. Quizá las confesiones de aquella mujer pudieran animar un poco la cosa.

Entró en el Barrio Francés y, durante un instante, incontrolable y muy fugaz, caviló sobre una cuestión. Sobre cómo mordería Myrna el borde de la taza de exprés, muerta de envidia. Describiría cada instante de sensualidad con su mujer erudita. Dados sus antecedentes y su visión boeciana del mundo, aquella mujer vería con un criterio muy estoico y fatalista las torpezas y disparates sexuales que pudiera cometer. Sería comprensiva. «Sé buena», le diría Ignatius en un suspiro. Myrna probablemente abordase el sexo con la misma vehemencia y la misma seriedad con que se lanzaba a la protesta social. Cómo se angustiaría cuando Ignatius describiese sus más tiernos placeres.

«¿Me atrevo?», se preguntó Ignatius, lanzando, distraído, el carro contra un coche aparcado. La manilla se le hundió en el estómago y eructó. No le explicaría a la mujer cómo había conseguido localizarla. Hablarían primero de Boecio. Ella se quedaría abrumada.

Ignatius encontró el número de la calle y dijo: «¡Oh, Dios mío! La pobre mujer está en manos de indeseables.» Examinó la fachada del Noche de Alegría y se acercó al cartel que había en la vitrina. Leyó:

ROBERTA E. LEE

presenta a:

Harlett O’Hara,

la Beldad Virginiana.

(¡y su pajarito!)

¿Quién era esa Harlett O’Hara? Aún más importante, ¿qué clase de pajarito? Ignatius estaba intrigado. Temeroso de provocar la cólera de la propietaria nazi, se sentó incómodo en el bordillo de la acera y decidió esperar.

Lana Lee estaba viendo a Darlene y al pájaro. Estaban ya a punto para el estreno. Si Darlene fuese capaz de decir bien lo que tenía que decir. Se apartó del escenario, dio a Jones instrucciones adicionales de que limpiara debajo de los taburetes, y fue a mirar por la mirilla de cristal de la puerta tapizada. Había visto ya bastante el número para una tarde. Era bastante bueno, a su manera. George estaba sacando bastante dinero con la nueva mercancía. Las cosas mejoraban. Además, Jones parecía al fin domado.

Lana abrió la puerta y gritó hacia la calle:

—Eh, tú, fantoche, lárgate de mi acera.

—Por favor —respondió desde la calle una voz sonora, que hizo una pausa para buscar alguna excusa—. Tengo los pies destrozados y estoy sólo descansando.

—Vaya a descansar a otro sitio. No quiero que ponga ese carro de mierda delante de mi establecimiento.

—Permítame decirle que no me desplomé aquí delante de su cámara de gas porque me apeteciera. No volví aquí por voluntad propia. Mis pies han dejado sencillamente de cumplir su función. Estoy paralizado.

—Pues vaya a estarse paralizado al final de la manzana. No necesito yo más que eso, tener a un tipo así aquí otra vez estropeándome el negocio. Además, parece usted un marica con ese pendiente. La gente creerá que esto es un bar de maricas. Lárguese.

—Nadie cometerá jamás tal error. Tiene usted el bar más deprimente de la ciudad. ¿No quiere comprar un bocadillo de salchichas?

Darlene salió a la puerta y dijo:

—Vaya, mira quién está aquí. ¿Qué tal está su pobre mamá?

—Oh, Dios santo —aulló Ignatius—. ¿Por qué me condujo Fortuna a este lugar?

—Eh, Jones —llamó Lana Lee—. Deje esa escoba y venga a echar de aquí a este tipo.

—Lo siento. El salario de apagabroncas es de cincuenta dólares a la semana.

—Qué mal se porta usted con su pobre mamá —dijo Darlene desde la puerta.

—No creo que ninguna de ustedes dos señoras, haya leído a Boecio —dijo Ignatius, suspirando.

—No hables con él —dijo Lana a Darlene—. Sabihondo de mierda. Jones, le doy dos segundos para salir, si no viene aquí le detendrán por vagancia como a este individuo. Estoy empezando a hartarme ya de los listos.

—Dios sabe qué miliciano nazi caerá sobre mí para golpearme cruelmente —comentó con frialdad Ignatius—. Pero no puede asustarme. Ya he tenido mi trauma del día.

—¡Ahí va! —dijo Jones cuando asomó a la puerta—. El tipo de la gorra verde. En persona. Vivo.

—Veo que ha decidido usted sabiamente contratar a un negro particularmente aterrador para que la proteja de sus furiosos y expoliados clientes —le dijo a Lana Lee el tipo de la gorra verde.

—Échele de aquí —dijo Lana a Jones.

—¡Juá! ¿Cómo voy a echa a ese elefante?

—Sólo hay que mirar para esas gafas negras. Debe tener el organismo saturado de droga.

—Entra ahí ahora mismo —dijo Lana a Darlene, que miraba fijamente a Ignatius; le dio un empujón al ver que no la obedecía y le dijo a Jones—: Basta ya. Échele.

—Saca la navaja y acuchíllame —dijo Ignatius mientras Lana y Darlene entraban en el bar—. Arrójame lejía a la cara. Apuñálame. Jamás comprenderías, claro, que fue mi interés por los derechos civiles lo que me llevó a convertirme en un vendedor de salchichas tullido. Perdí un puesto de trabajo excelente por mi actitud respecto a la cuestión racial. Estos pies destrozados son el resultado indirecto de tener una conciencia social sensible.

—¡Juá! En Levy Pants te echaron a patas en el culo por intenta mete a toa aquella gente de coló de cabeza en la cárcel, ¿verdá?

—¿Cómo estás tú enterado de eso? —preguntó receloso Ignatius—. ¿Participaste acaso en aquel golpe abortado?

—No. Pero oí habla a la gente.

—¿De veras? —preguntó Ignatius muy interesado—. Debieron mencionar, sin duda, mi apostura y mi porte. Así pues, soy reconocible. No sospechaba yo que me hubiera convertido en una leyenda. Quizá me precipité demasiado al abandonar el movimiento.

Ignatius estaba encantado. Aquel día estaba resultando estupendo, después de tantas jornadas deprimentes.

—Probablemente me haya convertido en una especie de mártir —eructó—. ¿Le apetecería a usted un bocadillo? Yo presto el mismo servicio cortés a gentes de todos los colores y credos. Vendedores Paraíso ha sido una empresa pionera en el campo de los servicios públicos.

—¿Cómo ha acabao un blanco como tú, que habla tan bien, vendiendo salchichas, dime?

—Echa el humo para otro lado, por favor. Mi sistema respiratorio no funciona, por desgracia, a pleno rendimiento. Sospecho que eso se debe a que la concepción fue particularmente débil por parte de mi padre. Debió emitir el esperma de forma un tanto descuidada.

Esto es una suerte, pensaba Jones. El tipo gordo había caído del cielo justo cuando más le necesitaba.

—Tú estás chiflao, hombre. Tendrías que conseguirte un buen trabajo, un Buick grande, toa esa mierda. ¡Juá! Aire acondicionao, tele en coló…

—Tengo una ocupación muy agradable —contestó gélidamente Ignatius—. Trabajo al aire libre, sin supervisión. Lo único malo son los pies.

—Si yo hubiera ido a la universidá no estaría luego arrastrando un carro de salchichas y vendiendo por ahí mierda y basura a la gente.

—¡Por favor! Los Productos Paraíso son de la calidad más excelsa —Ignatius golpeó el bordillo de la acera con el sable—. Nadie que trabaje en este bar dudoso está en condiciones de criticar el trabajo de otro.

—Qué coño, ¿a vé si cree usté que a mí me gusta el Noche de Alegría? ¡Pues sí! A mí me gustaría trabaja en otro sitio. Me gustaría conseguime algo bueno en otra parte, un empleo remunerao con un salario para viví.

—Justo lo que yo me sospechaba —dijo furioso Ignatius—. En otras palabras, lo que usted quiere es convertirse en un perfecto burgués. Les han lavado el cerebro a todos ustedes. Supongo que le gustaría convertirse en un triunfador, un hombre de éxito, o algo igual de ruin.

—Oiga, no me tome el pelo. ¡Juá!

—La verdad es que no tengo tiempo para discutir los errores que encierran sus juicios de valor. Sin embargo, me gustaría obtener de usted cierta información. ¿Tienen ustedes, por un casual, en esa pocilga una mujer que es dada a la lectura?

—Sí. Anda dándome siempre cosas de lee. Me dice que he de cultívame. Es muy buena.

—Oh, santo Dios —los ojos azul y amarillo resplandecieron—. ¿Hay algún modo de que pueda yo conocer a ese dechado de virtudes?

Jones se preguntó qué demonios querría decir todo aquello. Al fin dijo:

—¡Juá! Si quiere usté vela, tendrá que vení por aquí alguna noche. Y la verá baila con su pajarito.

—¡Dios santo! ¿No me diga que ella es esa Harlett O’Hara?

—Sí. Ella es Harlett O’Hara. Sí que lo es.

—Boecio más un pajarito —murmuró Ignatius—. Qué descubrimiento.

—El estreno será de aquí a un par o tres de días. Tiene usté que vení. La mejó actuación que he visto en mi vía. ¡Juá!

—Me lo imagino, sí —dijo respetuoso Ignatius.

Una inteligente sátira del Viejo Sur decadente representada ante el inconsciente y despreciable público del Noche de Alegría. Pobre Harlett.

—Y dígame, ¿qué clase de pajarito es ése que tiene?

—¡Hombre! Eso yo no puedo decilo. Tiene que verlo usté. Este número es una gran sorpresa. Harla dice además unas cosas. No es un número de striptease normal. Harla habla.

Dios santo. Algún comentario incisivo que nadie de entre el público podría captar plenamente. Tenía que ver a Harlett. Debían comunicarse.

—Hay una cosa que me gustaría saber, caballero —dijo Ignatius—. ¿Está aquí todas las noches esa nazi que es propietaria de esta letrina?

—¿Quién? ¿La señorita Lee? No, qué va —Jones sonrió para sí.

El sabotaje estaba saliendo perfectamente. El tipo gordo quería realmente acudir al Noche de Alegría.

—Ella dice que Harla Horror es tan buena, dice que es tan delicá, tan fina, que no tiene por qué vení aquí todas las noches ella a supervisa. Dice que después del estreno, se irá de vacaciones a California. ¡Juá!

—Qué suerte —babeó Ignatius—. En fin, vendré a ver la actuación de la señorita O’Hara. Puede usted reservarme en secreto una mesa de pista. He de ver y oír todo cuanto haga.

—Sí, señó. Será usté bienvenio, hombre. Pásese por acá de aquí a un pá de días. Le daremos el mejó servicio de la casa.

—Jones, ¿estás hablando con ese tipo o qué? —inquirió Lana desde la puerta.

—No se preocupe —le dijo Ignatius—. Ya me voy. Aquí su matón me ha aterrorizado muchísimo. Nunce volveré a cometer el error de pasar siquiera delante de esta pocilga inmunda.

—Muy bien —dijo Lana, cerrando la puerta.

Ignatius miró a Jones conspiratoriamente.

—Eh, escuche —dijo Jones—. Antes de íse, dígame una cosa. ¿Qué puede hace un tipo de coló para deja de sé vagabundo o deja de trabaja por menos del salario mínimo?

—Por favor —Ignatius apartó su ropón para hallar el bordillo y levantarse—. No puede usted hacerse idea de la confusión en que se halla. Todos sus juicios de valor son erróneos. Cuando llegue a la cima o adonde pretenda usted llegar, tendrá una crisis nerviosa, o algo peor. ¿Sabe de algún negro que tenga una úlcera? No, claro que no. Viven contentos en sus cuchitriles. Agradezca a Fortuna no tener ningún padre caucasiano atosigándole. Lea a Boecio.

—¿Quién? ¿Que lea qué?

—Boecio le demostrará que esforzarse y luchar es, en último término, absurdo. Que tenemos que aprender a aceptar. Pregúnteselo a la señorita O’Hara

—Escuche. ¿Le gustaría a usté sé vagabundo y está parao la mita de tiempo?

—Sería maravilloso. Yo mismo fui un vagabundo en tiempos mejores, en tiempos más felices. Ay, si estuviera yo en su pellejo. Sólo saldría de mi habitación una vez al mes a buscar al correo el cheque de la seguridad social. Piense un poco en la suerte que tiene.

Aquel gordo desgraciado estaba loco, no había duda. La pobre gente de Levy Pants había tenido suerte de no acabar entre rejas.

—No se le olvide vení de aquí a un pá de noches —Jones lanzó una nube al pendiente—. Harla estará haciendo ya su número.

—Vendré con muchísimo gusto —dijo muy contento Ignatius. Cómo rechinaría los dientes Myrna.

—¡Juá! —Jones rodeó el carro y estudió la hoja de papel que había pegada delante—. ¡Parece que alguien le ha gastao una broma!

—Eso es sólo un truco comercial.

—¡Juá! Será mejó que se lo mire.

Ignatius se acercó a la proa y vio que el golfillo había decorado el letrero DOCE PULGADAS (12) DE PARAÍSO con diversos órganos genitales.

—¡Oh, Dios mío! —Ignatius arrancó la hoja cubierta de dibujos a bolígrafo—. ¿Es posible que haya andado yo por ahí con esto?

—Yo estaré aquí fuera esperándole —dijo Jones—. ¡Hala!

Ignatius se despidió muy feliz y se alejó. Por fin, tenía una razón para ganar dinero: Harlett O’Hara. Enfiló la desgastada proa del carro hacia la rampa del transbordador de Algiers, donde se reunían por la tarde los estibadores. Gritando, suplicando, metió el carro entre aquella multitud de hombres y logró vender todas las salchichas, vertiendo cortés y efusivo salsa de tomate y mostaza en los bocadillos, con toda la energía de un bombero.

Qué día magnífico. Los signos de Fortuna eran más que prometedores. El señor Clyde recibió sorprendido un alegre saludo y diez dólares del vendedor Reilly, e Ignatius, con bolsillo lleno de billetes del golfillo y del magnate de las salchichas, cogió el tranvía con ánimo alegre.

Cuando entró en casa halló a su madre hablando en voz baja por teléfono.

—He estado pensando lo que me dijiste —cuchicheaba al teléfono la señora Reilly—. Quizá no fuera mala idea, chica. ¿Sabes a lo que me refiero?

—Por supuesto que no lo es —contestó Santa—: Allí en el Hospital de Caridad obligarían a Ignatius a descansar un poco. Claude no querrá en casa a Ignatius, querida.

—Yo le gusto, ¿verdad?

—¿Que si le gustas? Llamó esta mañana para preguntarme si creía que estarías dispuesta a volver a casarte algún día. Señor. Le dije: «Bueno, Claude, tienes que hacerle la pregunta a ella.» Caramba. Lo vuestro es un noviazgo en toda regla. Ese pobre hombre está desesperado de lo solo que está.

—Es muy considerado, la verdad —cuchicheó al teléfono la señora Reilly—. Pero a veces me pone nerviosa con esas cosas que dice de los comunistas.

—¿Con quién demonios parloteas? —atronó Ignatius en el pasillo.

—Vaya por Dios —dijo Santa—. Ya ha llegado el Ignatius.

—Ssss —dijo la señora Reilly al telefono.

—Bueno, querida, escucha. Claude dejará de pensar en los comunistas en cuanto se case. Lo que le pasa es que no tiene la cabeza ocupada. Tienes que darle un poco de cariñito.

—¡Santa!

—Maldita sea —escupió Ignatius—. ¿Estás hablando con esa ramera de la Battaglia?

—Cállate, hijo.

—Será mejor que le atices un golpe en la cabeza a ese Ignatius —dijo Santa.

—Ojalá tuviera fuerza suficiente, querida —contestó la señora Reilly.

—Ah, Irene, casi se me olvida. Esta mañana vino Angelo a tomar café. Apenas si le reconocí. Tendrías que verle con ese traje de lana. Parecía el caballo de la señora Astor. Pobre Angelo. Qué mal lo está pasando. Dice que ahora tiene que ir a todos los bares elegantes. Ojalá consiga detener a un sospechoso.

—Qué cosa tan terrible —dijo la señora Reilly con tristeza—. ¿Y qué va a hacer Angelo si le echan del cuerpo? Con tres niños que tiene que mantener…

—En Vendedores Paraíso, Incorporated, hay muchas oportunidades para gente con iniciativa y con buen gusto —intervino Ignatius con voz estentórea.

—¿Pero qué dice ese loco? —dijo Santa—. Por Dios, Irene. Sería mejor que llamases cuanto antes a ese hospital, querida.

—Vamos a darle otra oportunidad. Quizá tenga suerte.

—No sé por qué me molesto en hablar contigo, chica —suspiró ásperamente Santa—. Te veré esta noche hacia las siete, entonces. Claude dice que va a venir aquí. Vendrá a recogernos e iremos a hacer una bonita excursión por el lago a buscar cangrejos. ¡Caramba! Menuda suerte que tenéis conmigo de acompañante. Los dos lo necesitáis, sobre todo por Claude.

Y Santa soltó una risotada más áspera de lo habitual y colgó.

—¿Qué demonios andas tramando con esa vieja alcahueta? —preguntó Ignatius.

—¡Cállate!

—Gracias. Ya veo que aquí están tan bien las cosas como siempre.

—¿Cuánto dinero has traído hoy? ¿Veinticinco centavos? —gritó la señora Reilly.

Y se incorporó bruscamente tras ello y metió la mano en uno de los bolsillos del ropón y sacó la foto satinada.

—¡Ignatius!

—¡Dame eso! —atronó Ignatius—. ¿Cómo te atreves a mancillar esa majestuosa imagen con tus manos de vinatera?

La señora Reilly examinó de nuevo la foto y luego cerró los ojos. Por entre sus párpados cerrados se deslizó una lágrima:

—Ya sabía yo cuando empezaste a vender salchichas por la calle que acabarías relacionándote con gente como ésta.

—¿Qué quieres decir con eso de «gente como ésta»? —preguntó Ignatius furioso, guardándose la foto—. Esta es una mujer inteligente aunque extraviada. Habla de ella con reverencia y con respeto.

—No tengo nada que decir —la señora Reilly gimoteó, sin abrir aún los párpados—. Vete a sentarte a tu habitación y a escribir más patochadas de las tuyas.

Sonó el teléfono.

—Ese debe ser el señor Levy —dijo la señora Reilly—. Ya ha llamado dos veces hoy.

—¿El señor Levy? ¿Qué quiere ese monstruo?

—No quiso decírmelo. Vamos, loco. Contesta. Coge ese teléfono.

—Bueno, pero no me apetece nada hablar con él —dijo Ignatius; cogió el teléfono y, con una voz engolada llena de acentos londinenses, dijo—: Sí.

—¿Señor Reilly? —preguntó un hombre.

—El señor Reilly no está.

—Habla Gus Levy —al fondo, una voz de mujer decía: «Veamos lo que vas a decir. Otra oportunidad a la basura. El psicópata se ha escapado».

—Lo siento muchísimo —explicó Ignatius—. Al señor Reilly le llamaron de fuera de la ciudad esta tarde para un asunto muy urgente. Bueno, en realidad, está en el hospital para enfermos mentales del estado, en Mandeville. Tras el malévolo despido de que fue objeto en la empresa de usted, ha tenido que hacer frecuentes visitas a Mandeville. Su personalidad quedó muy afectada. Es posible que reciba usted algunas facturas de su psiquiatra. Son bastante escalofriantes, se lo advierto.

—¿Dice que perdió el juicio?

—Violenta y totalmente. Lo pasamos muy mal con él aquí. La primera vez que fue a Mandeville, tuvimos que transportarle en un coche blindado. Como usted sabe, tiene una psique muy grandiosa. Esta tarde, sin embargo, se fue en una ambulancia del estado.

—¿Puede recibir visitas en Mandeville?

—Claro, por supuesto. Vaya usted a verle. Y llévele pastas.

Ignatius colgó, puso una moneda de veinticinco centavos en la palma de la mano de su madre, que seguía gimiendo con los ojos cerrados, y enfiló hacia su cuarto. Antes de abrir la puerta, se detuvo para enderezar el letrero PAZ A LOS HOMBRES DE BUENA VOLUNTAD, fijado con chinchetas en la madera despintada.

Todas las señales apuntaban arriba. Su rueda giraba ahora hacia el cielo.