III

La señora Levy ayudó a subir las escaleras a la renovada señorita Trixie y abrió la puerta.

—¡Esto es Levy Pants! —exclamó la señorita Trixie.

—Está usted de nuevo donde se la quiere y se la necesita, querida —la señora Levy hablaba como si estuviera confortando a un niño—. Y donde se la echaba de menos. El señor González ha telefoneado todos los días pidiendo que la dejásemos volver. ¿No le parece maravilloso ser tan imprescindible en el negocio?

—Yo creí que estaba jubilada —la enorme dentadura se cerró como una trampa de oso—. ¡Me han engañado ustedes!

—¿Ya estás contenta? —preguntó el señor Levy a su mujer; caminaba tras ellas llevando una de las bolsas de trapos de la señorita Trixie—. Si esa mujer tuviera un cuchillo, en este momento tendría que estar llevándote al hospital.

—Fíjate qué ardor hay en su voz —dijo la señora Levy—. Qué vigor. Es increíble.

La señorita Trixie intentó librarse de la señora Levy cuando entraban en la oficina, pero sus zapatillas no le suministraban la tracción a la que estaba acostumbrada con los playeros, y únicamente se tambaleó.

—¿Vuelve? —exclamó descorazonado el señor González.

—¿A que no puede creer lo que ven sus ojos? —le preguntó la señora Levy.

El señor González se vio obligado a mirar a la señorita Trixie, cuyos ojos eran débiles charcas bordeadas de una sombra azul. Los labios los tenía ampliados en una línea anaranjada que le llegaba casi hasta las narices. Junto a los pendientes destacaban unos cuantos rizos de pelo gris que se había escapado por debajo de la peluca negra, un poco torcida. La falda corta revelaba unas piernas zambas y marchitas y unos piececitos que hacían que las zapatillas parecieran raquetas de andar por la nieve. Tras días enteros sesteando bajo una lámpara de sol, la señorita Trixie lucía un moreno dorado.

—Tiene muy buen aspecto, desde luego —dijo el señor González; había falsedad en su voz y esbozó una sonrisa rota—. Le ha hecho usted un servicio maravilloso, señora Levy.

—Soy una mujer muy atractiva —parloteó la señorita Trixie.

El señor González dejó escapar una risa nerviosa.

—Oiga usted —le dijo la señora Levy—. El problema de esta mujer es, en parte, ese tipo de actitud. Las burlas no le hacen ningún bien.

El señor González intentó sin éxito besar la mano de la señora Levy.

—Quiero que le haga sentirse deseada, González. Esta mujer tiene aún una inteligencia muy despierta. Dele usted trabajo que le haga ejercitar las facultades que posee. Dele más autoridad. Necesita desesperadamente desempeñar un papel activo en esta empresa.

—No hay duda de ello —convino el señor González—. Siempre he creído lo mismo. ¿No es cierto, señorita Trixie?

—¿Quién? —masculló la señorita Trixie.

—Siempre he querido que tuviese usted más responsabilidades y más autoridad —gritó el jefe administrativo—, ¿no es cierto?

—Oh, Gómez, cállate de una vez —la dentadura de la señorita Trixie repiqueteó como unas castañuelas—. ¿Me ha comprado ya ese jamón de Pascua? Responda.

—Está bien. Ya has tenido tu diversión. Vámonos —dijo el señor Levy a su esposa—. Vamos, empiezo a deprimirme.

—Sólo un momentito —dijo el señor González—. Tengo correspondencia para usted.

Mientras el jefe administrativo iba a su escritorio a buscar la correspondencia, se oyó un estruendo al fondo de la oficina. Todos, salvo la señorita Trixie, que se había puesto a echar un sueñecito en su escritorio, se volvieron y miraron hacia el departamento de archivado. Había allí un individuo altísimo, de pelo largo y negro, que recogía un archivador que se había caído al suelo. Embutió el archivador torpemente de nuevo en el cajón y lo cerró con estruendo.

—Ese es el señor Zalatimo —murmuró el señor González—. Sólo lleva unos días con nosotros y no creo que vaya a servirnos. No creo que queramos incluirle en el plan de Levy Pants.

El señor Zalatimo miró confuso los archivadores y se rascó. Luego abrió otro cajón y tanteó en su interior con una mano, mientras con la otra se rascaba el sobaco, a través de la raída camisa de punto.

—¿Quiere usted conocerle? —preguntó el jefe administrativo.

—No, gracias —dijo el señor Levy—. ¿Dónde busca usted la gente que trabaja aquí, González? Nunca veo a gente como ésta en ningún otro sitio.

—A mí me parece un gángster —dijo la señora Levy—. No tendrás dinero en metálico por aquí, ¿verdad?

—Creo que el señor Zalatimo es honrado —susurró el jefe administrativo—. Lo que pasa es que tiene problemas archivando —le pasó la correspondencia al señor Levy—. Se trata principalmente de confirmaciones de sus reservas en los hoteles para las prácticas de primavera. Hay también una carta de Abelman. Está dirigida a usted y no a la empresa. Y hay una anotación que indica que es personal, así que pensé que sería mejor que la abriera usted personalmente. Hace unos cuantos días que llegó.

—¿Qué querrán ahora esos chiflados? —dijo irritado el señor Levy.

—Quizá se pregunten qué le sucedió a una empresa próspera y floreciente —comentó la señora Levy—. Quizá se pregunten qué pasó después de la muerte de León Levy. Quizás ese Abelman tenga algún consejo que darle a un playboy. Léela Gus. Será tu tarea de la semana en Levy Pants.

El señor Levy miró el sobre en el que se leía «Personal» tres veces, escrito con bolígrafo rojo. Lo abrió y abrió luego una carta que tenía grabado otro papel adjunto.

Querido Gus Levy:

Nos quedamos perplejos y nos sentimos muy ofendidos al recibir la carta adjunta. Hemos sido fieles agentes de vuestros productos durante treinta años y hemos demostrado hasta ahora nuestro más cálido afecto a esa empresa. Quizá recuerdes la corona que enviamos cuando murió tu padre, en la que no reparamos en gastos.

Esto será muy breve. Tras muchas noches de insomnio, hemos entregado la carta original a un abogado, que ha iniciado un pleito por calumnia con una indemnización de quinientos mil dólares. Quizás esto compense un poco el agravio que constituye la carta adjunta. Vete a ver a un abogado. Nos veremos ante el tribunal, como caballeros. Basta de amenazas, por favor.

Muy atentamente,

I. Abelman, Presidente

El señor Levy se quedó helado cuando pasó la página y leyó la copia de la carta a Abelman. Era algo increíble. ¿Quién se molestaría en escribir semejantes cosas? «Sr. I. Abelman, mongoloide»; «Su absoluta falta de contacto con la realidad»; «Su desdichada visión del mundo»; «Puede usted sentir el morder del látigo en sus hombros despreciables»; y lo peor de todo era que la firma, Gus Levy, parecía bastante auténtica. En aquellos momentos, Abelman debía estar acariciando y besando el original y chasqueando los labios. Para alguien como Abelman, aquella carta era como un bono de ahorro, como un cheque en blanco.

—¿Quién escribió esto? —preguntó el señor Levy, entregándole la carta al señor González.

—¿De qué se trata, Gus? ¿Algún problema? ¿Hay algún problema? Ese es uno de tus problemas: que nunca me explicas tus problemas.

—¡Oh, Dios mío! —gritó el señor González—. Es horrible.

—¡Silencio! —gritó la señorita Trixie.

—¿De qué se trata, Gus? ¿Algo que no hiciste correctamente? ¿Alguna autoridad que delegaste en alguien?

—Sí, es un problema. Es un problema que significa que podríamos quedarnos hasta sin camisa.

—¿Qué? —la señora Levy arrebató las cartas al señor González; las leyó, y se convirtió en una arpía; sus rizos lacados se transformaron en serpientes—. Ahora sí que la has hecho buena. Eres capaz de cualquier cosa con tal de fastidiar a tu padre y arruinar su negocio. Ya sabía yo que las cosas acabarían así.

—Cállate de una vez. Yo nunca escribo las cartas de la empresa.

—Susan y Sandra tendrán que dejar la universidad. Se venderán a marineros y a gangsters como ése de ahí.

—¿Eh? —preguntó el señor Zalatimo, advirtiendo que hablaban de él.

—Estás enfermo —gritó la señora Levy a su esposo.

—¡A callarse!

—¿Y acaso será mejor mi situación? —los párpados color agua marina de la señora Levy temblaron—. ¿Qué será de mí? Mi vida ya ha sido destrozada. ¿Qué me sucederá ahora? Tendré que dedicarme a rebuscar en los cubos de basura, a seguir a la Flota. Tenía razón mi madre.

—¡Silencio! —exigió la señorita Trixie, esta vez con mucha más fiereza—. Son ustedes la gente más escandalosa que he visto en mi vida.

La señora Levy se había desplomado en una silla, gimiendo algo relacionado con salir a vender productos Avon.

—¿Qué sabe usted de esto, González? —preguntó el señor Levy al jefe administrativo, que tenía los labios blancos.

—No sé ni una palabra —balbució el señor González—. Es la primera vez que veo esta carta.

—Es usted quien escribe la correspondencia.

—Yo eso no lo escribí —le temblaban los labios—. ¡Yo jamás le haría una cosa así a Levy Pants!

—Sí, sé que no lo haría —el señor Levy intentaba pensar—. Alguien nos la ha jugado.

El señor Levy se dirigió a los archivos, empujó a un lado al rascante señor Zalatimo y abrió los archivos de la A. No había ninguna ficha de Abelman. El cajón estaba completamente vacío. Abrió varios cajones más: la mitad estaban vacíos. Bonito modo de empezar a prepararse para un juicio por calumnia.

—¿Qué hacen ustedes con el archivo?

—Eso mismo me estaba preguntando yo —dijo vagamente el señor Zalatimo.

—Oiga, González, ¿cómo se llamaba aquel chiflado tan grandote que tuvo usted trabajando aquí, aquel gigantón gordo de la gorra verde?

—El señor Ignatius Reilly. Él se encargaba de la correspondencia de salida. ¿Pero quién puede haber redactado esta horrible carta?

—Eh, oiga —dijo por teléfono la voz de Jones—, ¿aún trabaja con ustedes un tipo gordo con una gorra verde? Un blanco grande que tiene bigote…

—No. Ya no trabaja aquí —contestó el señor González con voz aguda y colgó ruidosamente el teléfono.

—¿Quién era? —preguntó el señor Levy.

—Oh, no sé. Alguien que preguntaba por el señor Reilly —el jefe administrativo se secó la frente con un pañuelo—. El que intentó que los obreros me mataran.

—¿Reilly? —dijo la señorita Trixie—. Eso no fue Reilly, eso fue…

—¿El joven idealista? —gimió la señora Levy—. ¿Quién preguntaba por él?

—No sé —contestó el jefe administrativo—. Parecía un negro por la forma de hablar.

—En fin, sí, eso será —dijo la señora Levy—. Estará en este momento intentando ayudar a otros desdichados. Es alentador saber que su idealismo sigue intacto.

Al señor Levy se le había ocurrido una cosa, y preguntó al jefe administrativo:

—¿Cómo se llamaba aquel chiflado?

—Reilly. Ignatius, J. Reilly.

—¿De veras? —dijo con interés la señorita Trixie—. Qué raro. Yo siempre creí que…

—Señorita Trixie, por favor —dijo irritado el señor Levy.

Aquel mamarracho de Reilly trabajaba para la empresa en la época en que estaba fechada la carta a Abelman.

—¿Cree usted que Reilly sería capaz de escribir una carta como ésa?

—Puede —dijo el señor González—. No sé. Yo tenía depositadas en él grandes esperanzas, hasta que intentó que aquel obrero me abriera la cabeza.

—Muy bien —gimió la señora Levy—. Eso es, lo mejor es intentar acusar al joven idealista. Marginarle adonde el idealismo no moleste. La gente como ese joven idealista no anda haciendo cosas bajo cuerda. Verás cuando Susan y Sandra se enteren de esto.

La señora Levy hizo un gesto que indicaba que las chicas se quedarían verdaderamente horrorizadas ante la noticia.

—Llaman aquí negros para pedirle consejo —continuó— y tú te dispones a prepararle una trampa. No podré soportar esto mucho más, no puedo. ¡No puedo!

—¿Entonces quieres que diga que fui yo quien escribió eso?

—¡Por supuesto que no! —gritó la señora Levy a su esposo—. ¿Crees que quiero acabar en un asilo? Si el joven idealista lo escribió, tendrá que ir a la cárcel por falsificación.

—Bueno, díganme, ¿qué pasa aquí? —preguntó el señor Zalatimo—. ¿Va a cerrarse esta pocilga o qué? En fin, me gustaría saberlo.

—Usted cállese, gángster —contestó furiosa la señora Levy—. Antes de que le echemos la culpa.

—¿Eh?

—¿Te quieres callar? Estás liándolo todo —dijo el señor Levy a su mujer; luego, se volvió al jefe administrativo—: Localíceme el teléfono de ese Reilly.

El señor González despertó a la señorita Trixie y le pidió una guía telefónica.

—Las guías telefónicas las guardo todas yo —masculló la señorita Trixie—. Y no va a usarlas nadie.

—Entonces, búsquenos un tal Reilly en la Calle Constantinopla.

—Bueno, ya está bien, eh, Gómez —masculló la señorita Trixie. Pare el carro.

La señorita Trixie sacó las tres guías telefónicas que estaban en alguno de los escondrijos de su escritorio y, examinando las páginas con un cristal de aumento, les dio un número.

El señor Levy marcó el número, y contestó una voz: «Buenos días, Servicios de Limpieza Regal.»

—Déme una guía de ésas —gritó el señor Levy.

—No —replicó la señorita Trixie, posando sonoramente la mano sobre las guías y protegiéndolas con sus uñas recién pintadas—. Las perderían. Yo encontraré el número. Y he de decirles que son ustedes muy impacientes. He perdido en esta casa diez años de mi vida. ¿Por qué no pueden dejar en paz al pobre Reilly? Ya le echaron ustedes a patadas sin ningún motivo.

El señor Levy marcó el segundo número que le dio la señorita Trixie. Contestó una mujer que parecía ligeramente ebria y le dijo que el señor Reilly no estaría en casa hasta última hora de la tarde. Luego la señora se echó a llorar, y el señor Levy se sintió deprimido, le dio las gracias y colgó.

—Bueno, no está en casa —dijo el señor Levy al público de la oficina.

—El señor Reilly siempre parecía defender sinceramente los intereses de Levy Pants —dijo, con tristeza, el jefe administrativo—. Nunca sabré por qué inició aquel motín.

—Bueno, hay que tener en cuenta que tenía antecedentes penales.

—Cuando vino a solicitar el puesto, no se me ocurrió siquiera que pudiera tener problemas con la policía —el jefe administrativo movió la cabeza—. Parecía tan educado.

El señor González observaba al señor Zalatimo que tenía su largo dedo índice introducido casi por completo en la nariz. ¿Qué iría a hacer aquél? Le hormiguearon los pies de miedo.

La puerta de la fábrica se abrió de golpe, e irrumpió uno de los obreros gritando:

—Señor González, señor González, el señor Palermo acaba de quemarse la mano en una de las puertas del horno.

Se oían ruidos desordenados en la fábrica. Maldecía un hombre.

—Oh, Dios mío —gritó el señor González—. Tranquilice a los obreros. Bajaré en seguida.

—Vamos —dijo el señor Levy a su esposa—. Salgamos de aquí. Empiezo a notar ardor de estómago.

—Sólo un momento —la señora Levy hizo un gesto al señor González—. Quiero hablarle de la señorita Trixie. Verá, quiero que le dé la bienvenida todas las mañanas. Tiene que darle un trabajo importante. En el pasado, por su inseguridad, quizá le diese miedo asumir un trabajo de responsabilidad. Creo que eso ya lo ha superado. Lo que tiene básicamente es un odio profundamente enraizado a Levy Pants, que, según los estudios que he hecho, nace del miedo. La inseguridad y el miedo han desembocado en odio.

—Por supuesto —dijo el jefe administrativo, oyendo sólo a medias. Los rumores que llegaban de la fábrica no presagiaban nada bueno.

—Vaya a ver lo que pasa en la fábrica, González —dijo el señor Levy—. Ya me encargaré yo de localizar a Reilly.

—Sí, señor —el señor González les hizo una profunda inclinación y salió pitando de la oficina.

—Vamos —dijo el señor Levy, que sostenía la puerta abierta. Bastaba acercarse a Levy Pants para que te asediasen toda clase de molestias y de influencias deprimentes. No podías dejar aquello solo ni un momento. Si querías vivir con un poco de tranquilidad y que no te molestaran, tenías que deshacerte de una empresa como Levy Pants. González ni siquiera sabía qué clase de correspondencia salía de la oficina.

—Venga, doctor Freud. Vámonos.

—Qué tranquilo estás. No te importa nada que Abelman nos hunda —los parpados color aguamarina temblaban—. ¿No vas a por el idealista?

—En otra ocasión. Por hoy ya he tenido bastante.

—Mientras tanto Abelman nos tiene acogotados.

—Ni siquiera está en casa —el señor Levy no tenía ganas de hablar otra vez con la mujer que lloraba—. Llamaré esta noche desde la costa. No hay por qué preocuparse. No pueden sacarme medio millón por una carta que no he escrito.

—¿No? Estoy segura de que alguien como Abelman puede hacerlo. Ya me imagino la clase de abogados que se ha conseguido.

Tipos lisiados de cazar ambulancias. Mutilados por verse atrapados en incendios provocados para cobrar el dinero del seguro.

—Bueno, si no te das prisa tendrás que coger el autobús de la costa. Yo ya tengo indigestión de estar en esa oficina.

—De acuerdo, está bien. No puedes perder un minuto de vida disipada por esta mujer, ¿verdad? —la señora Levy indicó a la señorita Trixie, que, en aquel momento, roncaba sonoramente; la zarandeó cogiéndola de un hombro—. Me voy, querida. Todo irá bien, no te preocupes. He hablado con el señor González y está encantado de tenerte aquí de nuevo.

—¡Silencio! —ordenó la señorita Trixie. Su dentadura repiqueteó amenazadora.

—Vamos, antes de que tenga que ponerte la inyección antirrábica —dijo el señor Levy furioso, y agarró a su mujer a través del abrigo de piel.

—Contempla este lugar.

La mano enguantada señaló los míseros muebles de oficina, los suelos alabeados, las banderolas de papel rizado que aún colgaban del techo desde los tiempos en que I. J. Reilly era custodio de los archivos, al señor Zalatimo, que daba patadas a la papelera con frustración alfabética.

—Triste, triste, un negocio a la basura, jóvenes idealistas desdichados rebajándose a falsificar para desquitarse.

—Largúense de una vez —masculló la señorita Trixie, dando una palmada en la mesa.

—Fíjate qué convicción hay en esa voz —dijo la señora Levy orgullosa, mientras su redonda y peluda figura era arrastrada a través de la puerta—. He hecho un milagro.

La puerta se cerró y el señor Zalatimo se acercó a la señorita Trixie, rascándose con aire ausente. Le dio una palmada en el hombro y preguntó:

—Oiga, señora, quizá pueda usted ayudarme en esto. ¿Qué cree usted que va primero, Willis o Williams?

La señorita Trixie le miró furiosa un instante. Luego, le hundió los dientes en la mano. El señor González oyó desde la fábrica los gritos del señor Zalatimo. No sabía si abandonar al chamuscado señor Palermo para ir a ver qué había pasado allí, o quedarse en la fábrica, donde los obreros habían empezado a bailar unos con otros al son de la música de los altavoces. Levy Pants le exigía mucho a uno.

En el coche deportivo, mientras atravesaban las marismas, camino otra vez de la costa, la señora Levy dijo apretándose la ondulante piel alrededor del cuello:

—Voy a crear una Fundación.

—Ya. Supón que ese abogado de Abelman nos saca el dinero.

—No podrá. El joven idealista está atrapado —dijo ella, muy tranquila—. Tiene antecedentes penales. Luego está lo del motín. Con esas referencias, está perdido.

—Vaya. Ahora, resulta que estás de acuerdo en que tu joven idealista es un delincuente.

—Es evidente que sólo estaba él.

—Claro, porque tú querías disfrutar de la señorita Trixie.

—Así es.

—Muy bien. Pero no habrá Fundación.

—Susan y Sandra no se alegrarán precisamente cuando sepan que tu actitud de vagabundo hacia el mundo casi las arruina, sólo por el hecho de que no te molestaste en supervisar tu propia empresa, y ahora tenemos encima un pleito por medio millón. Las chicas no te lo perdonarán. Por lo menos, hasta ahora les proporcionabas comodidades materiales. No les gustará nada saber que podrían haber acabado de prostitutas, o algo peor.

—Por lo menos le sacarían dinero a la cosa, en vez de darlo gratis.

—Por favor, Gus. Ni una palabra más. Hasta en mi espíritu embrutecido queda una cierta sensibilidad. No puedo permitir que calumnies de ese modo a tus hijas —la señora Levy suspiró satisfecha—. Este asunto de Abelman es el más peligroso de todos tus errores. A las chicas se les pondrán los pelos de punta cuando se enteren. Por supuesto, no las asustaré si tú no quieres que lo haga.

—¿Cuánto quieres para esa Fundación?

—Aún no lo he decidido. He estado redactando las normas y disposiciones.

—¿Puedo preguntar cómo se va a llamar esa fundación, señora Guggenheim? ¿Fondo de Chantaje Susan y Sandra?

—Se llamará Fundación León Levy, en honor de tu padre. Tengo que hacer algo para honrar el nombre de tu padre, para compensar todo lo que no has hecho tú. Los premios conmemorarán la memoria de aquel gran hombre.

—Comprendo. En otras palabras, coronarás de laureles a viejos que habrán destacado sólo por su inigualable mezquindad.

—Por favor, Gus —la señora Levy alzó una mano enguantada—. Las chicas están emocionadas con mis informes sobre el caso de la señorita Trixie. La Fundación les dará realmente fe en su apellido. Tengo que hacer todo lo posible para compensar tu absoluto fracaso como padre.

—Conseguir un premio de la Fundación León Levy será una afrenta pública. Te lloverán encima los procesos por difamación. Te demandarán todos los premiados. Olvídalo. ¿Qué pasó con el bridge? hay personas que aún siguen jugando. ¿No puedes ir ya a jugar al golf a Lakewood? Toma algunas clases más de baile. Llévate a la señorita Trixie contigo.

—Si te he de ser sincera, la señorita Trixie ya estaba empezando a hartarme.

—¿Así que ése fue el motivo de que terminara tan de repente el programa de rejuvenecimiento?

—He hecho todo lo que he podido por esa mujer. Susan y Sandra están orgullosas de que haya procurado mantenerla activa tanto tiempo.

—Muy bien. Pero no habrá Fundación León Levy.

—Te fastidia, ¿verdad? Percibo resentimiento en tu voz. Lo percibo, sí. Percibo hostilidad. Gus, por tu propio bien. Ese médico del Medical Arts. El que salvó a Lenny. Antes de que sea demasiado tarde. Ahora tendré que vigilarte minuto a minuto, procurar que te pongas en contacto con ese delincuente idealista lo antes posible. Te conozco. Te olvidarás del asunto y Abelman se presentará en la Mansión Levy con un camión y se lo llevará todo.

—Incluida tu tabla de ejercicios.

—Ya te lo he dicho —gritó la señora Levy—. ¡No metas en esto la tabla de ejercicios! —se ajustó las pieles alborotadas—. Ahora, localiza a ese psicópata de Reilly antes de que aparezca por aquí Abelman y empiece a desmontar los tapacubos de este coche deportivo. Abelman no tiene nada que hacer con alguien así. El médico de Lenny puede analizar a ese Reilly, y seguro que el estado le recluye en algún sitio donde no pueda arruinar a la gente. Gracias a Dios, Susan y Sandra no sabrán que estuvieron casi a punto de acabar vendiendo pastillas contra las cucarachas de puerta en puerta. Vaya un disgusto si supieran lo poco que su padre se ha preocupado de su futuro.