—Oh, mira —dijo Santa, sosteniendo el periódico muy cerca de los ojos—. Ponen una película preciosa en el barrio, con la pequeña Debbie Reynolds.
—Oh, con lo cielo que es —dijo la señora Reilly—. ¿A ti te gusta, Claude?
—¿De qué habláis? —preguntó cordialmente el señor Robichaux.
—De la pequeña Debbie Reynolds —contestó la señora Reilly.
—No sé muy bien quién es. No voy mucho al cinematógrafo.
—Es encantadora —dijo Santa—. Tan chiquitina. ¿La has visto alguna vez en esa película tan preciosa en que hacía de Tammy, Irene?
—¿Esa en que se quedaba ciega?
—¡No, mujer! Esa es otra.
—Oh, ¿sabes en quién estaba pensando, querida? Estaba pensando en June Wyman. Era tan maja, también.
—Oh sí, era muy buena —dijo Santa—. Me acuerdo de aquella película en que hacía de muda y la violaban.
—Señor, me alegro de no haberla ido a ver.
—Pero si era maravillosa, mujer. Muy dramática. Si vieras la expresión de aquella pobre muda cuando la violaban. No la olvidaré nunca.
—¿Quiere alguien más café? —preguntó el señor Robichaux.
—Sí, dame un poco, Claude —dijo Santa, doblando el periódico y echándolo encima de la nevera—. Cuánto siento que Angelo no haya podido venir. Pobre chico. Me dijo que va a trabajar por su cuenta día y noche hasta que pueda detener a alguien. Por ahí anda hoy, imagino. Si supierais las cosas que me ha contado su Rita. Al parecer, Angelo salió y se compró un montón de prendas caras para ver si puede atraer a algún delincuente con ellas. Qué vergüenza. Eso lo único que demuestra es lo mucho que ese chico ama al cuerpo. Si lo echan será una desgracia para él. Ojalá pueda detener a algún vagabundo.
—Angelo tiene una vida dura, sí —dijo con aire ausente la señora Reilly.
La señora Reilly pensaba en aquel letrero de PAZ A LOS HOMBRES DE BUENA VOLUNTAD que había colocado Ignatius en la fachada de su casa al volver del trabajo. La señorita Annie había iniciado de inmediato una investigación sobre el asunto nada más colocarlo Ignatius, haciendo preguntas a gritos desde detrás de las persianas.
—¿Qué piensas tú de alguien que quiere paz, Claude?
—A mí eso me suena a comunismo.
La señora Reilly veía cristalizarse sus mayores temores.
—¿Quién quiere paz? —preguntó Santa.
—Ignatius puso un letrero en la fachada de la casa que habla de la paz.
—Era de suponer —dijo Santa, furiosa—. Ese chico primero quiere un rey, ahora quiere paz. Te lo digo, Irene, por tu propio bien. A ese chico hay que encerrarlo.
—No lleva ningún pendiente. Se lo pregunté y me dijo: «Yo no llevo pendientes, mamá.»
—Angelo no miente.
—Puede que sólo se pusiera uno pequeño.
—Para mí, un pendiente es un pendiente, ¿verdad que sí, Claude?
—Así es —contestó Claude.
—Santa, chica, qué virgen más bonita tienes encima del televisor —dijo la señora Reilly para eludir el tema del pendiente.
Todos miraron el televisor que estaba colocado junto a la nevera, y Santa dijo:
—¿Verdad que es mona? Es Nuestra Señora de la Televisión. Tiene debajo, en la base, una ventosa para que no la tires al hacer la limpieza. La compré en Lenny’s.
—En Lenny’s tienen de todo —dijo la señora Reilly—. Además, parece que es un plástico muy bonito, de ése que no rompe.
—Bueno, qué, ¿os gustó la cena?
—Estaba deliciosa —dijo el señor Robichaux.
—Una maravilla de cena —convino la señora Reilly—. Hacía muchísimo tiempo que no comía tan bien.
—Aarff —eructó Santa—. Creo que les puse demasiado ajo a las berenjenas rellenas, pero es que yo siempre me paso un poco con el ajo. Hasta mis nietos me lo dicen. Me dicen: «Vaya, abuela, tú te pasas siempre con el ajo.»
—Ay, qué ricos —opinó la señora Reilly de los nietos gourmets.
—A mí las berenjenas me parecieron estupendas —dijo el señor Robichaux.
—Yo sólo me siento feliz cuando estoy barriendo y cocinando —dijo Santa a sus invitados—. Me encanta preparar una cazuela grande de albóndigas o de jumbalaya con camarones.
—A mí me gusta cocinar —dijo el señor Robichaux—. A veces, ayudo a mi hija.
—Sí que la ayudarás, sí —dijo Santa—. Un hombre que sabe cocinar es una gran ayuda en casa, créeme —le dio una patada a la señora Reilly por debajo de la mesa—. Una mujer que tenga un hombre que le guste cocinar, es una chica afortunada.
—¿A ti te gusta cocinar, Irene? —preguntó el señor Robichaux.
—¿Me preguntas a mí, Claude? —la señora Reilly estaba pensando qué aspecto tendría Ignatius con un pendiente.
—Baja de las nubes, mujer —ordenó Santa—. Claude preguntaba si te gusta cocinar.
—Sí —mintió la señora Reilly—. Me gusta bastante. Pero a veces hace tanto calor en aquella cocina, sobre todo en verano. No entra ni un soplo de aire por aquella calleja. A Ignatius le gusta comer basura, en realidad. A él le das unas cuantas botellas de doctor Nuts, y bollos y pastas abundantes y tan contento.
—Deberías comprarte un hornillo eléctrico —dijo el señor Robichaux—. Yo le compré uno a mi hija. No se calienta como la cocina de gas.
—¿De dónde sacas tú tanto dinero, Claude? —preguntó Santa muy interesada.
—Tengo una buena pensión del ferrocarril. Trabajé con ellos cuarenta y cinco años, sabes. Me dieron un alfiler de oro muy bonito cuando me jubilé.
—Oh, qué estupendo —dijo la señora Reilly—. Hiciste las cosas bien, ¿eh, Claude?
—Bueno —dijo el señor Robichaux—. Fui comprándome unas cuantas propiedades alrededor de mi casa. Siempre aparté un poco de mi salario para invertir en propiedades. Las propiedades son una buena inversión.
—Desde luego —dijo Santa, mirando de reojo a la señora Reilly—. Así que estás bien cubierto, ¿eh?
—Tengo una posición desahogada. Pero, en fin, a veces me canso de vivir con mi hija y con su marido. Ellos, claro, son jóvenes. Tienen una familia propia. Son muy buenos conmigo, pero preferiría tener una casa mía. No sé si me explico.
—Yo en tu caso —dijo la señora Reilly—, me quedaría con ellos. Si a tu hijita no le importa tenerte, no puedes encontrar sitio mejor. Ojalá tuviera yo una hija buena. Agradece lo que tienes, Claude.
Santa hundió el tacón del zapato en el tobillo de la señora Reilly.
—¡Ay! —gritó la señora Reilly.
—Señor, cuánto lo siento, hija. Tengo unos pies tan grandes. Siempre ha sido un problema para mí esto de los pies. Nunca encuentro calzado de mi número en las zapaterías. El dependiente me ve llegar y dice: «Señor, otra vez tenemos aquí a la señorita Battaglia. Qué voy a hacer ahora.»
—¡No tienes los pies tan grandes! —dijo la señora Reilly mirando debajo de la mesa de la cocina.
—Es que los llevo apretujados en estos zapatitos. Tendrías que ver cómo son cuando me descalzo.
—Yo tengo pies vagos —dijo la señora Reilly.
Santa hizo una señal a la señora Reilly indicándole que no hablase de sus defectos, pero a la señora Reilly no era posible silenciarla.
—Hay días que casi no puedo andar —continuó—. Creo que los tengo así desde que Ignatius era pequeño y le llevaba en brazos. Cuánto tardó en andar ese chico, Dios santo. Y siempre cayéndose. Y cómo pesaba, además. Puede que fuera entonces cuando cogí mi arturitis.
—Óiganme los dos —dijo Santa rápidamente, para que la señora Reilly no describiese algún horrible nuevo defecto—. ¿Por qué no nos vamos a ver esa película tan bonita de Debbie Reynolds?
—Estaría muy bien —dijo el señor Robichaux—. Yo nunca voy al cinematógrafo.
—¿Queréis ir al cine? —preguntó la señora Reilly—. Yo no sé. Mis pies…
—Oh, vamos, chica. Salgamos de casa. Aquí huele a ajo.
—Creo que Ignatius me dijo que esa película no era buena. El las ve todas, qué chico.
—¡Irene! —dijo Santa furiosa—. Siempre estás pensando en ese chico, con todos los problemas que te crea. A ver si despiertas de una vez, mujer. Si tuvieras sentido, ya le habrían encerrado en el Hospital de Caridad hace mucho. Allí le aplicarían la manguera. Y le pondrían corrientes eléctricas. Ya verías entonces cómo aprendía. Le enseñarían a comportarse.
—¿Sí? —preguntó interesada la señora Reilly—. ¿Cuánto cuesta eso?
—Allí es todo gratis, mujer.
—Medicina socializada —comentó el señor Robichaux—. Lo más seguro es que en ese sitio estén trabajando comunistas y compañeros de viaje.
—Tienen monjas dirigiendo aquello, Claude. Señor, Señor. ¿De dónde sacas tú eso de que hay comunistas en todas partes?
—A lo mejor, a las hermanas las tienen engañadas —dijo el señor Robichaux.
—Oh, qué espanto —dijo muy apenada la señora Reilly—. Pobres hermanitas, trabajando para una pandilla de comunistas.
—A mí me da lo mismo quién dirija aquello —dijo Santa—. Es gratis y encierran a la gente. Y allí debería estar Ignatius.
—En cuanto Ignatius empezase a hablar con ellos, puede que se enfadaran con él y le encerraran para siempre —dijo la señora Reilly, pero pensaba que ni siquiera esta alternativa era demasiado desagradable—. Quizá no hiciera caso a los médicos.
—Ya le meterían en cintura, ya. Le pegarían en la cabeza, le pondrían la camisa de fuerza, le echarían chorros de agua con las mangueras —dijo Santa con excesiva complacencia.
—Has de pensar en ti misma, Irene —dijo el señor Robichaux—. Ese hijo tuyo va a llevarte a la tumba.
—Eso es. Díselo, Claude, díselo.
—Bueno —dijo la señora Reilly—. Le daremos una oportunidad. Puede que aún se haga bueno.
—¿Vendiendo salchichas? —preguntó Santa—. Señor, Señor —movió la cabeza—. En fin, dejadme que meta estos platos en el fregadero. Venga, vámonos a ver a la linda Debbie Reynolds.
Unos minutos más tarde, después de que Santa parase en el vestíbulo a darle el beso de despedida a su madre, los tres salieron para el cine. Había sido un día delicioso; había soplado constantemente un viento sur del Golfo. El anochecer seguía siendo tibio. Flotaban por el congestionado barrio intensos aromas de cocina mediterránea, que salían de las ventanas abiertas de las cocinas de todos los edificios y apartamentos y casas dobles. Todos los inquilinos parecían hacer su aportación, aunque fuese pequeña, a la cacofonía general de ruidos de cacharros, atronar de televisores, discusiones, chillidos de niños y portazos.
—Qué animado está hoy el barrio —comentó Santa pensativa, mientras los tres bajaban poco a poco por la estrecha acera entre el bordillo y los escalones de las casas dobles, que formaban rectas y sólidas hileras en cada manzana. Las farolas brillaban en las extensiones de asfalto y cemento sin árboles, e ininterrumpidos tejados viejos de pizarra.
—En verano es aún peor. Todo el mundo está fuera en la calle hasta las diez o las once.
—No me lo cuentes a mí, preciosa —dijo la señora Reilly mientras renqueaba teatralmente entre sus amigos.—. Recuerda que soy de la Calle Dauphine. En casa sacábamos las sillas de la cocina a la acera y allí estábamos a veces hasta la medianoche, esperando a que la casa se refrescase. ¡Y las cosas que dice la gente por aquí! Señor.
—¡La gente es mala, sí! —convino Santa—. Son todos unos deslenguados.
—Pobre papá —dijo la señora Reilly—. Era muy pobre. Luego, cuando le enganchó la mano aquella correa de ventilador, la gente del barrio tuvo la desvergüenza de decir que debía estar borracho. Cuántas cartas anónimas recibimos por eso. Y mi pobre tía Bubú. Ochenta años. Estaba encendiéndole una vela a su difunto marido y se le cae de la mesita de noche y prende fuego a la cama. La gente dijo que estaba fumando en la cama.
—Yo siempre pienso que la gente es inocente hasta que se demuestre que es culpable.
—Eso mismo creo yo, Claude —dijo la señora Reilly—. Precisamente el otro día le decía yo a Ignatius: «Ignatius, yo creo que la gente es inocente hasta que se demuestre que es culpable.»
—¡Irene!
Cruzaron la Avenida de St. Claude en un claro del espeso tráfico y caminaron por el otro lado de la Avenida bajo las luces de neón. Al pasar por delante de una funeraria, Santa se paró a hablar con uno de los que asistían al velatorio, en la acera.
—Oiga, señor, ¿por quién es? —le preguntó.
—Están velando a la señora López —contestó el hombre.
—No me diga. ¿La mujer de aquel López que llevaba el mercadito de la Calle Frenchman?
—La misma, sí.
—Vaya, cuánto lo siento —dijo Santa—. ¿De qué murió?
—Del corazón.
—Hay que ver, qué lástima —dijo muy emotiva la señora Reilly—. Pobre mujer.
—En fin, si estuviera vestida como es debido —dijo Santa a aquel individuo—, entraría a presentarle mis respetos. Mis amigos y yo vamos ahora al cine. Gracias.
Mientras seguían su camino, Santa describió a la señora Reilly las muchas desgracias y tribulaciones que habían constituido la triste existencia de la señora López.
—Creo que le dedicaré una misa a su familia.
—Señor —dijo la señora Reilly, abrumada por la biografía de la señora López—. Creo que yo también ofreceré una misa por el reposo del alma de esa pobre mujer.
—Irene —gritó Santa—. Pero si ni siquiera conoces a esa gente.
—Bueno, es verdad —convino débilmente la señora Reilly.
Cuando llegaron al cine, hubo una pequeña discusión entre Santa y el señor Robichaux sobre quién iba a sacar las entradas. La señora Reilly dijo que las sacaría ella si no tuviera que realizar un pago de la trompeta de Ignatius aquella misma semana. Pero el señor Robichaux fue inflexible y Santa le dejó al fin salirse con la suya.
—Bueno, en realidad —dijo Santa, mientras él les entregaba las entradas—, tú eres el del dinero.
Y le hizo un guiño a la señora Reilly, cuyo pensamiento había vuelto a aquel cartel que Ignatius se negaba a explicarle. Durante la mayor parte de la película la señora Reilly pensó en el salario de Ignatius que era más pequeño cada día, en el pago de la trompeta, en el pago del edificio destrozado, en el pendiente y en el cartel. Sólo las jubilosas exclamaciones de Santa de «Oh, qué linda» y «¡Fíjate qué vestido tan mono lleva, Irene!» arrastraron de nuevo a la señora Reilly a lo que estaba pasando en la pantalla. Luego hubo otra cosa que la sacó de sus meditaciones sobre su hijo y sus problemas, que eran, en realidad, la misma cosa. La mano del señor Robichaux había cubierto suavemente y sujetaba ahora la suya. La señora Reilly se quedó demasiado aterrada para moverse. ¿Por qué las películas pondrían siempre tiernos a los hombres que ella había conocido (el señor Reilly y el señor Robichaux)? Siguió mirando fija y ciegamente a la pantalla, en la que vio no a Debbie Reynolds cabrioleando en color, sino más bien a Jean Harlow, bañándose en blanco y negro.
La señora Reilly se preguntaba si podría desasir fácilmente su mano de la del señor Robichaux y salir de estampida del cine, cuando Santa exclamó:
—¡Fíjate, Irene, apuesto a que la pequeña Debbie va a tener un bebé!
—¿Un qué? —chilló descontroladamente la señora Reilly, estallando en un llanto disparatado y sonoro que no se aplacó hasta que el asustado señor Robichaux tomó su cabeza color castaño y se la colocó suavemente sobre el hombro.