Era cuestión de almacenaje. George tenía que cargar con los paquetes todas las tardes, desde casi la una hasta las tres. Una tarde se había ido al cine, pero ni siquiera allí, en la oscuridad, viendo un programa doble de dos películas de colonias nudistas, se sentía cómodo. Le daba miedo dejar los paquetes en el asiento de al lado, sobre todo en un cine como aquél. Se los puso en el regazo, con lo que tuvo un recordatorio constante de su carga durante las tres horas de carne bronceada llenando la pantalla. Los otros días había vagado con ellos aburrido por la zona comercial y por el Barrio Francés.
Pero a las tres estaba tan cansado de aquel vagabundeo maratoniano, que apenas le quedaban ya ánimos para gestionar los demás negocios del día. Y después de dos horas de transporte, el envoltorio de los paquetes se humedecía y empezaba a romperse. Si se le rompía en la calle uno de aquellos paquetes, ya podía ir pensando en pasar varios años en un reformatorio de delincuentes juveniles. ¿Por qué habría intentado detenerle aquel poli en la sala de espera de la estación de autobuses? El no había hecho nada. Aquel agente debía tener una especie de percepción detectivesca extrasensorial.
Por último, George cayó en la cuenta de que había un lugar que le garantizaría al menos algún descanso y una posibilidad de sentarse: la catedral de San Luis. Se sentó en uno de los bancos que quedaban junto a un grupo de velas de vigilia y se decoró las manos, dejando a un lado los paquetes. Cuando terminó con las manos, cogió un misal del estante que tenía delante y lo hojeó, refrescando sus escasos conocimientos de la mecánica de la misa, estudiando los dibujos del oficiante mientras realizaba los diversos ritos. La misa era, en realidad, muy simple, pensó George. Estuvo hojeando el misal hasta que fue hora de irse. Recogió entonces los paquetes y salió a la calle Chartres.
Un marinero que estaba apoyado en una farola le hizo un guiño. George respondió al saludo con un gesto obsceno de sus manos tatuadas y siguió calle abajo. Cuando pasaba por el Callejón del Pirata, oyó gritos. Allí en el callejón, el enloquecido vendedor de bocadillos de salchichas estaba intentando acuchillar a un marica con un cuchillo de plástico. Aquel vendedor era demasiado. George se paró un segundo a mirar el aro de la oreja y el pañuelo que subía y bajaba y se balanceaba mientras el marica chillaba. Aquel vendedor probablemente no supiera qué día era, ni qué mes, ni siquiera qué año. Debía creerse que era Martes de Carnaval.
Justo en ese momento, George vio al policía secreta de la estación de autobuses venir calle abajo tras el marinero. Parecía un beatnik. George se escondió corriendo en una de las arcadas del antiguo edificio del gobierno español, el Cabildo, y pasó por la misma arcada a la Calle St. Peter, donde siguió corriendo hasta llegar a Royal, donde enfiló hacia la parte alta de la ciudad, buscando las líneas de autobuses.
Ahora aquel secreta andaba por los alrededores de la catedral. Había que admitirlo, los policías estaban en todas partes. Dios santo. No le daban a uno ni una oportunidad, ni un respiro.
Su pensamiento volvió al asunto del almacenaje. Empezaba a sentirse como un preso fugado que tuviese que esconderse continuamente de los polis. ¿Adónde iría ahora? Cogió un autobús que estaba a punto de salir y caviló sobre el asunto mientras el vehículo giraba y enfilaba la Calle Bourbon, pasando delante del Noche de Alegría. Lana Lee estaba allí fuera, en la acera, dándole instrucciones al negro sobre un cartel que éste estaba colocando en la vitrina de cristal que había junto a la entrada. El negro tiró un cigarrillo que habría incendiado el pelo de la señorita Lee si no lo hubiera disparado un tirador de primera. La colilla pasó por encima de la cabeza de la señorita Lee, a no más de dos centímetros de ella. Los negros estaban pasándose de listos. George tendría que darse una vuelta por uno de sus barrios una noche y tirar unos cuantos huevos. Hacía mucho que él y sus amigos no cogían el coche trucado de alguien y pasaban atizándoles a los negros que fueran tan estúpidos como para quedarse tranquilamente en la acera.
Su pensamiento volvió al asunto del almacenaje. El autobús cruzó los Campos Elíseos antes de que George diese con una solución.
Ya está, lo había tenido todo el tiempo delante y no se había dado ni cuenta. Se merecía una patada en la espinilla con sus propias botas flamencas. George vio un compartimento metálico aislado, espacioso, acogedor; una caja de depósitos móvil y segura que ningún poli del mundo, por muy listo que fuese, pensaría abrir; una bóveda de seguridad guardada por el mayor simplón del mundo: el compartimento de los panecillos del carro de aquel estrambótico vendedor.