Ignatius se sentía cada vez peor. La válvula parecía soldada; por mucho que saltase, no se abría. De las grandes bolsas de gas que tenía en el estómago salían descomunales eructos que iban abriéndose paso a través del tracto digestivo. Algunos, escapaban ruidosos. Otros, nuevos cachorrillos quedaban alojados en el pecho y producían un ardor muy intenso.
La causa material de su mala salud era, estaba convencido, el consumo excesivo de Productos Paraíso. Pero había otras razones, más sutiles. Su madre se mostraba cada día más audaz y más abiertamente hostil; empezaba a resultarle imposible controlarla. Quizás hubiese ingresado en un grupo terrorista de extrema derecha y eso la hacía ser beligerante y agresiva. De hecho había realizado recientemente una caza de brujas en la cocina, haciéndole toda clase de preguntas sobre su filosofía política. Era muy raro. Su madre siempre había sido claramente apolítica, sólo votaba a candidatos que pareciesen buenos con sus madres. Había apoyado con toda firmeza a Franklin Roosevelt en cuatro elecciones, no por el New Deal, sino porque su madre, la señora Sara Roosevelt parecía bien tratada y respetada por su hijo. La señora Reilly había votado también por la señora Truman de pie ante su casa victoriana de Independence, Missouri, y no concretamente por Harry Truman. Para la señora Reilly, Nixon y Kennedy habían significado Hannah y Rose. Los candidatos sin madre la desconcertaban, y cuando en la elección no había madre, se quedaba en casa. Ignatius no podía comprender aquel torpe y repentino interés por proteger el Sistema Norteamericano frente a su hijo.
Luego estaba Myrna, que se le había aparecido en una serie de sueños que estaban tomando la forma de los antiguos seriales de Batman que había visto de niño en el Prytania. Un episodio seguía a otro. En uno de los más grotescos, él estaba en un andén del metro, reencarnado en Santiago, el Menor, el que murió martirizado por los judíos. Myrna apareció cruzando un molinete con una pancarta, CONGRESO NO VIOLENTO PARA LOS SEXUALMENTE NECESITADOS, y empezó a atosigarle. «Jesús triunfará al fin, con dólares o no», profetizó majestuosamente Ignatius-Santiago. Pero Myrna, burlándose, le arrojó, empujándole con la pancarta, a las vías en el momento en que llegaba el tren. Ignatius había despertado justo cuando el tren estaba a punto de aplastarle.
Las pesadillas myrkoffianas le estaban resultando aún peores que los viejos sueños aterradores de los autobuses Scenecruiser en los que lgnatius, majestuosamente emplazado en el piso de arriba, había cabalgado en autobuses demoníacos en su caída por las barandillas de puentes y chocado con reactores que corrían por pistas de aeródromos.
De noche le asediaban los sueños y de día le esperaba la ruta absurda que el señor Clyde le había asignado. Nadie del Barrio Francés parecía interesarse por los bocadillos de salchichas. En consecuencia, el salario que llevaba a casa era cada vez más exiguo, y su madre se mostraba más hosca cada día. ¿Cuándo y cómo acabaría aquel ciclo diabólico?
Había leído en el periódico de la mañana que un club artístico de señoras iba a colgar sus lienzos en el Callejón del Pirata. Pensando que los cuadros serían lo suficientemente afrentosos para interesarle un rato, metió el carro por las losas del callejón, dispuesto a examinar la variedad de obras de arte que colgaban de los pinchos de hierro de la valla trasera de la catedral. En la proa del carro, en un intento por atraerse clientes entre los habitantes del Barrio Francés, Ignatius había fijado con celo una hoja de papel Gran jefe en que había escrito: DOCE PULGADAS (12) DE PARAÍSO. Hasta el momento, nadie había atendido a su mensaje.
La calleja estaba llena de señoras bien vestidas y con grandes sombreros. Ignatius apuntó con la proa del carro a la multitud y empujó hacia adelante. Una mujer leyó la frase de la hoja y lanzó un grito, pidiendo a sus compañeras que se apartaran de la fantasmal aparición.
—¿Salchichas, señoras? —preguntó, cordial, Ignatius.
Los ojos de las damas miraban el cartel, miraban el pendiente, el pañuelo, el sable y rogaban al cielo que siguiese, que desapareciese aquello de allí. La lluvia habría sido terrible para la exposición; pero aquello…
—Salchichas, salchichas —decía Ignatius, algo irritado ya—. Manjares de las higiénicas cocinas del Paraíso.
Durante el silencio que siguió, Ignatius eructó sonoramente. Las damas fingieron contemplar el cielo y el jardincito de detrás de la catedral.
Ignatius avanzó hacia la valla, abandonando la causa perdida que era el carro, y examinó los cuadros al óleo y al pastel y las acuarelas que colgaban allí. Aunque el estilo de cada uno variaba en tosquedad, los temas eran relativamente similares: camelias flotando en cuencos de agua, azaleas torturadas en ambiciosas disposiciones florales, magnolias como molinos de viento blancos. Ignatius, furioso, examinó los cuadros un rato, sin decir nada, solo, pues las señoras habían retrocedido apartándose de la valla, y habían formado como un pequeño agrupamiento protector. El carro había quedado también abandonado sobre las losas, a unos metros del miembro más reciente del gremio artístico.
—¡Oh, Dios! —gritó Ignatius después de haber peregrinado arriba y abajo por la valla—. ¿Cómo se atreven a presentar estos abortos al público?
—Siga su camino, señor, tenga la bondad —dijo una señora audaz.
—Las magnolias no son así —dijo Ignatius, dando una estocada con el sable a una ofensiva magnolia al pastel—. Ustedes, señoras, necesitan un curso de botánica, y puede que también de geometría.
—Usted no tiene por qué mirar nuestras obras —dijo una voz irritada del grupo, la voz de la dama que había dibujado la magnolia en cuestión.
—¡Por supuesto que sí! —gritó Ignatius—. Ustedes, señoras, necesitan un crítico con cierto gusto y con cierta decencia. ¡Dios santo! ¿Quién de ustedes hizo esta camelia? Díganme. El agua de este cuenco parece aceite de automóvil.
—Déjenos en paz —dijo una voz aguda.
—Ustedes, señoras, harían mejor dejando de dar tés y meriendas y dedicándose a aprender a dibujar —atronó Ignatius—. En primer lugar, tienen que aprender a manejar el pincel. Yo propondría que se reuniesen todas y que pintasen una casa para empezar.
—Váyase usted.
—Si les hubieran encargado a «artistas» como ustedes la decoración de la Capilla Sixtina, habría acabado pareciendo una estación de tren de lo más vulgar —masculló Ignatius.
—No estamos dispuestas a dejarnos insultar por un vendedor sin educación —dijo altaneramente una portavoz de la banda de los grandes sombreros.
—¡Comprendo! —gritó Ignatius—. Ya veo que son ustedes las que calumnian a los vendedores de salchichas.
—Está loco.
—Qué hombre tan ordinario.
—Qué grosero.
—No le demos pie.
—No le queremos aquí —dijo la portavoz, con acritud y sencillez.
—¡Es natural! —rezongó Ignatius—. Es evidente que temen a alguien con un cierto contacto con la realidad, que puede describirles verazmente los ultrajes que han hecho en esos lienzos.
—Váyase, por favor —ordenó la portavoz.
—Lo haré, sí —Ignatius cogió el asa de su carro y se alejó con él—. Deberían estar todas ustedes de rodillas pidiendo perdón por lo que he visto aquí, en esa valla.
—No hay duda de que esta ciudad es cada día peor, con esto por las calles —dijo una mujer, mientras Ignatius se alejaba por el callejón.
Ignatius percibió sorprendido que le rebotaba una piedrecita en la nuca. Furioso, empujó el carro por las losas hasta casi el final de la calleja. Aparcó el carro allí en un pequeño pasaje, de modo que quedase oculto. Le dolían los pies y, mientras desandaba, no quería que le molestase nadie pidiendo un bocadillo. Aunque el negocio no podía ir peor, uno tenía que ser a veces fiel a sí mismo y considerar ante todo su propio bienestar. Si seguía andando mucho más, sus pies se convertirían en ensangrentados muñones.
Se acuclilló incómodo allí, en los escalones laterales de la catedral. El aumento de peso reciente y la hinchazón provocada por el taponamiento de la válvula hacían incómoda cualquier posición que no fuera sentado o tendido. Se quitó las botas e inspeccionó aquellos pies grandes como losas.
—Oh, querido —dijo una voz encima de él—. ¿Pero qué veo? Salí a ver esa exposición pringosa y horrible, ¿y qué me encuentro como obra número uno…? nada menos que el espectro de Lafitte, el pirata. No. Es Fatty Arbuckle. ¿O Marie Dressler? Dime pronto quién eres o me muero.
Ignatius alzó la vista y vio al joven que le había comprado el sombrero a su madre en el Noche de Alegría.
—Déjame en paz, mequetrefe. ¿Dónde está el sombrero de mi madre?
—Oh, aquello —el joven suspiró—. Lo siento, resultó destruido en una fiesta demencial. Le encantó a todo el mundo.
—Estoy seguro. No preguntaré concretamente cómo fue mancillado.
—No lo recordaría, de todos modos. Demasiados martinis aquella noche para el pequeño moi.
—Oh, Dios santo.
—¿Y qué haces tú con ese disfraz tan increíble? Pero si pareces Charles Laughton de reina gitana. ¿Quién pretendes ser? Dímelo, por favor.
—Sigue tu camino, mequetrefe —Ignatius eructó y el gaseoso estruendo repiqueteó en las paredes de la calleja. El gremio artístico de señoras volvió sus sombreros hacia la fuente de aquel volcánico retumbe. Ignatius contempló furioso la chaqueta de terciopelo tostado del joven, el jersey malva de cachemira, la onda de pelo rubio que caía sobre la frente de aquel rostro anguloso y chispeante.
—Lárgate de aquí, que te atizo.
—Oh, Dios Santo —el joven rompió a reír en breves ráfagas, alegres e infantiles, que estremecieron la chaqueta de terciopelo—. Tú estás loco, ¿verdad?
—¡Cómo te atreves! —chilló Ignatius.
Y acto seguido blandió el sable y empezó a darle mandobles en las pantorrillas a aquel joven con el arma de plástico. El joven reía y bailaba frente a Ignatius evitando las estocadas, y sus ágiles piernas le convertían en un blanco difícil. Por último, se alejó danzando hacia el callejón e hizo a Ignatius un gesto de despedida. Ignatius cogió una de sus botas elefantiásicas y la lanzo contra la pirueteante figura.
—Oh —gorjeó el joven. Y cogió la bota y se la tiró a su vez a Ignatius, acertándole en pleno hocico.
—¡Oh, Dios mío! Me ha desfigurado.
—Cállate, gordinflón.
—Puedo hacerte detener por agresión tipificada.
—Yo, en tu caso, me mantendría lo más alejado posible de la policía. ¿Qué crees que dirían cuando te vieran con esa pinta? Si pareces la novia del Capitán Marvel. ¿Detenerme a mí, por agresión? Seamos un poco realistas. Me asombra que te permitan andar por ahí siquiera con ese atuendo de echadora de cartas.
El joven prendió el mechero, encendió un Salem y luego lo cerró.
—Y así descalzo, y con esa espada de juguete. ¿Quieres tomarme el pelo?
—La policía creerá todo lo que yo diga.
—Vamos, qué dices, por favor.
—Pueden condenarte a varios años.
—Oh, vamos, tú estás en la luna.
—Bueno, no tengo por qué estar aquí sentado escuchándote —dijo Ignatius poniéndose las botas.
—¡Oh! —chilló el joven muy feliz—. Esa expresión. Eres Bette Davis empachada.
—Cállate ya, degenerado. Ve a divertirte con tus amiguitos. Debe haber muchos en este barrio.
—¿Y tu querida madre, cómo está?
—No quiero oír su santo nombre profanado por esos labios decadentes.
—Bueno, como ya está profanado, dime ¿Cómo le va? Era tan dulce y tan amable aquella mujer, tan natural. Vaya suerte que tienes.
—No estoy dispuesto a hablar de ella contigo.
—Si te empeñas, de acuerdo. Espero que no sepa que andas por la calle vestido de Juana de Arco húngara. Lo digo por lo del pendiente. Es tan magiar.
—Si quieres un disfraz como éste, cómpratelo —dijo Ignatius—. Y déjame en paz.
—Ya sé que una cosa así no puede comprarse en ningún sitio. Oh, pero causaría sensación en una fiesta.
—Sospecho que las fiestas a las que asistes tú deben ser auténticas visiones del Apocalipsis. Ya sabía yo que nuestra sociedad conducía a esto. De aquí a unos años, puede que tú y tus amigos os apoderéis del país.
—Uy, estamos planeándolo —dijo el joven, con una alegre sonrisa—. Tenemos conexiones en los puestos más altos. Te sorprenderías.
—No, en absoluto. Ya lo predijo Rosvita hace mucho tiempo.
—¿Qué demonios es eso?
—Una monja medieval, una sibila. Ella ha guiado mi vida.
—Uy, tú eres fantástico —dijo el joven alegremente—. Y, aunque parezca imposible, has engordado. ¿Dónde acabarás? Hay algo tan increíblemente viscoso en esa obesidad…
Ignatius se incorporó y clavó el sable de plástico en el pecho del joven.
—Toma, carroña —gritó, hundiendo el sable en el jersey de cachemira. La punta del sable se rompió y cayó al suelo.
—Por Dios, hombre —gritó el joven—. Me romperás el jersey, loco.
Al fondo de la calleja, las mujeres del club artístico retiraban sus cuadros de la valla y plegaban sus sillas de jardín de aluminio como árabes dispuestas a escabullirse. Su exposición anual al aire libre había sido un fracaso.
—Yo soy la espada vengadora del buen gusto y la decencia —gritaba Ignatius. Mientras acuchillaba el jersey con su sable despuntado, las damas empezaron a salir de la calleja por la Calle Royal. Algunas rezagadas aferraban magnolias y camelias llenas de espanto.
—¿Por qué me habré parado a hablar contigo? Chiflado, que eres un chiflado —decía el joven en un susurro jadeante y malévolo—. El mejor jersey que tengo.
—¡Puta! —gritó Ignatius, cruzando el pecho del joven con el sable.
—Oh, qué horror.
El joven intentó huir, pero Ignatius le sujetó con firmeza de un brazo con la mano que no blandía el sable. El joven metió entonces un dedo por el aro que Ignatius llevaba en la oreja y tiró hacia abajo, diciendo, jadeante:
—Tira esa espada.
—Dios santo —Ignatius tiró el sable al suelo—. Creo que tengo la oreja rota.
El joven soltó el aro.
—¡Ahora sí que la has hecho buena! —balbució Ignatius—. Te pudrirás en una prisión federal el resto de tu vida.
—Mira cómo me has dejado el jersey, monstruo repugnante.
—Sólo la carroña más presuntuosa se atrevería a lucir un extravío como ése. Deberías tener un poco de decencia en el vestir, o al menos un poco de gusto.
—Eres un ser horrible. Con ese corpachón.
—Probablemente tendré que pasarme varios años en el hospital de garganta, nariz y oídos para curarme esto —dijo Ignatius, acariciándose la oreja—. Quizá recibas todos los meses unas facturas médicas escalofriantes. Mi equipo de abogados se pondrá en contacto contigo por la mañana en el lugar donde desarrolles tus dudosas actividades. Les advertiré previamente que pueden esperar a ver y oír cualquier cosa. Todos son abogados prestigiosos, pilares de la comunidad, aristócratas criollos que tienen un conocimiento muy limitado de las formas más subrepticias de existencia. Pueden incluso negarse a verte. Quizás envíen a uno considerablemente menos representativo a que te vea, algún socio joven a quien hayan admitido en el grupo por piedad.
—Eres un animal.
—Sin embargo, para ahorrarte la angustia de esperar a que esta falange de luminarias legales llegue a esa telaraña de apartamento en que vives, aceptaré un arreglo ahora mismo, si quieres. Cinco o seis dólares serían suficiente.
—Este jersey cuesta cuarenta dólares —dijo el joven; examinó la parte rota que había desgarrado el sable—. ¿Estás dispuesto a pagarlos?
—Desde luego que no. Nunca tengas altercados con indigentes.
—Puedo demandarte.
—Quizá debiéramos abandonar ambos la idea de recurrir a la ley. Para un acontecimiento tan poco auspicioso como un juicio, probablemente te dejarías arrastrar por el entusiasmo y aparecerías con tiara y traje de noche. Un juez viejo podría sentirse muy desconcertado. Probablemente nos considerasen a los dos culpables de algún delito inventado.
—Bestia repugnante.
—¿Por qué no te largas y te entregas a alguna diversión dudosa que te atraiga? —Ignatius eructó—. Mira, fíjate en ese marinero que va por la Calle Chartres. Parece muy solo.
El joven miró hacia el extremo de la calleja que daba a la Calle Chartres.
—Oh, ése —dijo—. Pero si ése es Timmy.
—¿Timmy? —preguntó furioso Ignatius—. ¿Le conoces?
—Pues claro —dijo el joven con voz hastiada—. Es uno de mis amigos más queridos y de los más antiguos. Pero no es marinero.
—¿Qué? —atronó Ignatius—. ¿Quieres decir que está fingiéndose miembro de las fuerzas armadas del país?
—Uy, se finge muchas cosas más, si vieras.
—Pero esto es gravísimo —Ignatius frunció el ceño y se le desprendió la gorra de cazador y el pañuelo rojo de satén—. Todos los soldados y marineros que vemos podrían ser simplemente locos decadentes disfrazados. ¡Dios santo! Podemos estar todos atrapados en una conspiración espantosa. Ya sabía yo que tenía que suceder algo así. ¡Los Estados Unidos probablemente estén ya indefensos!
El joven y el marinero se saludaron con mucha familiaridad, y el marinero desapareció doblando por el frente de la catedral. Siguiendo al marinero unos pasos detrás, apareció al fondo del callejón del Pirata el patrullero Mancuso, de gorra y perilla.
—¡Oh! —chilló alegremente el joven, viendo que el patrullero Mancuso seguía al marinero—. Es ese policía maravilloso. ¿Pero no sabrán que en el Barrio Francés le conocen ya todos?
—¿Le conoces también? —preguntó receloso Ignatius—. ¡Es un hombre muy peligroso!
—Le conoce todo el mundo. Qué bien que haya vuelto. Empezábamos ya a preguntarnos qué le habría pasado. Le queremos muchísimo. Uy, con las ganas que tenía de ver qué nuevo disfraz le ponían. Tendrías que haberle visto unas semanas antes de que desapareciese, estaba increíble con aquel disfraz de vaquero —el joven explotó en una risa incontrolada—. Apenas podía andar con aquellas botas, se le doblaban los tobillos. Una vez, me paró en Chartres cuando yo iba enloquecido con aquel sombrero de tu madre. Luego me paró otra vez en Dumaine e intentó iniciar conversación. Aquel día llevaba gafas de montura de cuerno y un jersey militar y me dijo que estudiaba en Princeton y había venido aquí de vacaciones. Es sencillamente fabuloso. Me alegra tanto que la policía le haya devuelto a la gente que le aprecia de veras… Estoy seguro de que estaban desperdiciándolo en el otro destino que le dieron. Oh, y ese acento que tiene. A algunos como más les gusta es de turista inglés. Es cuestión de gustos. Yo le prefiero de coronel sureño. En fin, sobre gustos no hay nada escrito. Le hicimos detener dos veces por proposiciones indecentes. Esto es siempre un lío maravilloso para la policía. Espero que no le hayamos metido en un lío demasiado grave, porque le queremos muchísimo.
—Es un malvado absoluto —comentó Ignatius. Luego añadió—: Me pregunto cuántos de nuestros «militares» serán gente como tu amigo, busconas disfrazadas.
—¿Quién sabe? Ojalá fueran todos.
—Sí, claro —dijo Ignatius, serio y pensativo—. Esto podría ser un sabotaje a escala mundial.
El pañuelo rojo de satén subía y bajaba.
—La próxima guerra —continuó— podría acabar en una gigantesca orgía. Dios santo. ¿Cuántos dirigentes militares del mundo pueden ser simplemente viejos sodomitas enloquecidos que desempeñan un falso papel imaginario? En realidad, esto podría ser muy beneficioso para el mundo. Podría significar poner fin a la guerra para siempre. Podría ser la clave de la paz eterna.
—Claro —dijo cordialmente el joven—. Paz a cualquier precio.
Dos terminaciones nerviosas de la mente de Ignatius se unieron y formaron una asociación inmediata. Quizás hubiera dado con el medio de desbaratar la insolencia de Myrna Minkoff.
—Los dirigentes del mundo enloquecidos por el poder se quedarían muy sorprendidos sin duda al descubrir que sus soldados y jefes militares no eran más que sodomitas disfrazados, deseosos de encontrarse con los ejércitos de sodomitas disfrazados de las otras naciones para fiestas y bailes, para aprender algunos pasos de danzas extranjeras.
—Uy, sería maravilloso. Y el gobierno pagándonos los viajes. Sería divino. Acabaríamos con las guerras y renovaríamos la fe y la esperanza de los pueblos.
—Puede que vosotros seáis la esperanza del futuro —dijo Ignatius, chocando teatralmente una manaza con otra—. No parece haber nada en perspectiva más prometedor, desde luego.
—También ayudaríamos a aliviar la explosión demográfica.
—¡Oh, Dios santo! —los ojos azules y amarillos chispearon feroces—. Vuestro método probablemente sería más satisfactorio y aceptable que las tácticas de control de la natalidad, un tanto rigurosas, que he propugnado yo siempre. Debo dedicar algún espacio a esto en mis escritos. Este tema merece la atención de un pensador profundo, con cierta perspectiva de la evolución cultural de la humanidad. Me alegro mucho, desde luego, de que me hayas proporcionado esta idea nueva tan valiosa.
—Oh, qué día tan divertido ha sido hoy. Tú eres una gitana. Timmy un marinero. Ese policía maravilloso un artista —el joven suspiró—. Es como el martes de carnaval, y yo me siento tan fuera de lugar. Voy ahora mismo a casa y a ponerme encima algo bonito.
—Espera un momento —dijo Ignatius. No podía permitir que escapase entre sus gordos dedos aquella oportunidad.
—Me pondré unos zuecos. Estoy en mi fase Ruby Keeler, sabes —dijo alegremente el joven a Ignatius. Luego, empezó a cantar—: «Tú vas a tu casa y te pones tus trapitos, yo voy a mi casa y me pondré mis trapitos, y allá nos iremos, oh-jo-jo. Allá nos iremos tra-catracatracatá, tra, camino de Buffalo-jojo…».
—Basta ya de imitación repugnante —ordenó Ignatius furioso—. A esa gente habría que azotarla para meterla en cintura.
El joven hizo un breve zapateado alrededor de Ignatius y dijo:
—Ruby era tan cielo. Vi todas sus películas en la televisión, devotísimamente. «Y por sólo una moneda de plata, podemos sobornar al mozo del pullman, bajar las luces y oh-jo-jo, sí, nos iremos tra-catá, tracatá…».
—Por favor, seriedad un momento, deja de revolotear a mi alrededor.
—¿Moi? ¿Revolotear? ¿Qué quieres tú, gitana?
—¿Habéis considerado alguna vez la idea de formar un partido político y presentar un candidato?
—¡Política! Oh doncella de Orleans, qué espanto.
—¡Esto es muy importante! —gritó Ignatius muy serio; ya le enseñaría él a Myrna a inyectar sexo en la política—. Aunque no se me había ocurrido nunca, creo que vosotros tenéis en la mano la clave del futuro.
—Bueno, dime, ¿qué quieres hacer, Eleanor Roosevelt?
—Debéis empezar a organizar una estructura de partido. Hay que hacer planes.
—Oh, por favor —suspiró el joven—. Todo lo que dice este hombre me marea.
—¡Vosotros podéis salvar el mundo! —aulló Ignatius con voz de orador—. Dios Santo, ¿cómo no se me habría ocurrido antes?
—Las conversaciones de este tipo me deprimen más de lo que puedes imaginar —le dijo el joven—. Estás empezando a recordarme a mi padre. Y ¿puede haber algo más deprimente que eso? —el joven suspiró—. Me parece que voy a tener que escaparme de aquí rápidamente. Es hora de ponerse un disfraz.
—¡No! —Ignatius le agarró por la solapa de la chaqueta.
—Oh, Dios santo —rezongó el joven, llevándose la mano al cuello—. Ahora tendré que estar toda la noche tomando píldoras.
—Debemos iniciar la organización de inmediato.
—No te puedes imaginar lo que me deprimes.
—Tiene que celebrarse una gran asamblea organizativa para iniciar una campaña.
—¿Eso no podría ser algo parecido a una fiesta?
—Sí, en cierto modo. Sin embargo, tendría que expresar vuestro objetivo.
—Entonces, podría ser divertido. No puedes imaginarte lo aburridas, lo aburridísimas que han sido últimamente las fiestas.
—Esto no es una fiesta, majadero.
—Oh, estaremos muy serios.
—Bueno. Ahora, escúchame. Debo acudir a adoctrinar a tu gente de modo que sigáis una vía correcta. Yo tengo un conocimiento bastante amplio de la organización política.
—Maravilloso. Y tienes que llevar ese fantástico disfraz. Te aseguro que estarán todos pendientes de ti —el joven soltó un grito, tapándose la boca con la mano—. Ay, querido mío, puede ser una fiesta increíble.
—No hay tiempo que perder —dijo Ignatius con firmeza—. El apocalipsis está muy próximo.
—Será la semana que viene, será en casa.
—Tendrás que preparar tela, roja, blanca y azul, para las banderas —aconsejó Ignatius—. Es algo imprescindible en una reunión política.
—Oh, tengo metros y metros de tela. Vaya trabajo de decoración que haremos. Tendré que avisar a algunos íntimos para que me ayuden.
—De acuerdo, hazlo —dijo Ignatius muy emocionado—. Hay que empezar a organizar a todos los niveles.
—Oh, nunca sospeché que fueses una persona tan divertida. Estuviste tan antipático en aquel bar pringoso y horrible.
—Mi personalidad tiene muchas facetas.
—Me asombras —el joven miró detenidamente el atuendo de Ignatius—. Pensar que te dejan andar suelto por ahí. En cierto modo, te respeto.
—Muchísimas gracias —el tono de Ignatius era suave, complacido—. La mayoría de los necios no entienden mi visión del mundo en absoluto.
—Me lo imagino, me lo imagino.
—Sospecho que bajo tu fachada ofensiva y vulgarmente afeminada, puede haber una especie de alma. ¿Has leído suficientemente a Boecio?
—¿A quién? Oh, Dios mío, no. Yo no leo siquiera los periódicos.
—Entonces, debes iniciar inmediatamente un programa de lecturas, para que puedas llegar a comprender las crisis de nuestra época —dijo solemnemente Ignatius—. Empezaremos con los últimos romanos, incluido Boecio, claro. Luego, profundizaremos extensamente en la Alta Edad Media. Podrás dejar a un lado el Renacimiento y la Ilustración. Todo eso es más que nada propaganda peligrosa. Ahora que lo pienso, será mejor que te saltes también a los románticos y a los Victorianos. En cuanto al período contemporáneo, deberías estudiar algunos cómics seleccionados.
—Eres fantástico.
—Te recomiendo especialmente Batman, porque tiende a trascender la sociedad abismal en que se encuentra. Su moral es bastante rigurosa, además. Le respeto muchísimo.
—Uy, mira, ahí vuelve Timmy —dijo el joven. El marinero pasaba por la calle Chartres en dirección opuesta—. ¿Es que no se cansará nunca de seguir esa ruta? Arriba y abajo, arriba y abajo. Mírale. Es invierno y aún lleva los pantalones blancos de verano. Por supuesto, no se da cuenta de que es un blanco perfecto para la patrulla de la costa. No te puedes imaginar lo tonto y lo memo que es ese chico.
—Tenía la cara como empañada —dijo Ignatius.
El artista de la boina y la perilla cruzó también Chartres, siguiendo afanosamente al marinero unos metros detrás.
—¡Oh, Dios mío! Ese ridículo policía va a estropearlo todo. Es la mosca de todas las pomadas. Quizá debieras correr a decirle a ese marinero degenerado que desaparezca de la calle. Si las autoridades navales le detienen, descubrirán que es un impostor, y quedará descubierta nuestra estrategia política. Hay que retirar de la circulación a ese payaso antes de que estropee el golpe político más terrible de la historia de la civilización occidental.
—¡Oh! —chilló muy feliz el joven—. Volveré y se lo explicaré. Cuando se entere de lo que ha estado a punto de hacer, se pondrá a chillar y se desmayará.
—Venga, y no te entretengas con los preparativos —advirtió Ignatius.
—Trabajaré hasta el agotamiento —dijo alegremente el joven—. Reuniones de barrio, inscripción de votantes, folletos, comités. Empezaremos nuestra primera asamblea política hacia las ocho. Yo vivo en la Calle St. Peter, en ese edificio amarillo de estuco que queda junto a Royal. Es inconfundible. Toma mi tarjeta.
—¡Oh, Dios mío! —murmuró Ignatius, contemplando la austera tarjeta de visita—. No puedes llamarte de veras Dorian Greene.
—Sí, verdad, qué locura —dijo lánguidamente Dorian—. Si te dijera mi auténtico nombre, no volverías a hablarme en la vida. Es tan vulgar, que me muero sólo de pensarlo. Nací en una granja triguera de Nebraska. Con eso está dicho todo.
—Bueno, en cierto modo sí; yo soy Ignatius J. Reilly.
—Eso no es demasiado terrible. Yo había imaginado que eras Horacio o Humphrey o algo parecido. En fin, no nos falles. Practica tu oratoria. Te garantizo que habrá mucho público, y que todos estarán casi muertos de hastío y depresión en general, así que habrá tortas por las invitaciones. Dame un telefonazo para concretar la fecha exacta.
—Cerciórate de que destacas la importancia de este cónclave histórico —dijo Ignatius—. En este núcleo central organizativo no admitiremos irresponsables ni tarambanas.
—Podrá haber unos cuantos disfraces, ¿verdad? Eso es lo maravilloso de Nueva Orleans. Puedes disfrazarte y organizar un baile de carnaval cualquier día del año. Hay veces que el Barrio Francés es como un gran baile de disfraces. A veces, no puede uno distinguir a los amigos de los enemigos. Pero si te opones a los disfraces, se lo diré a todos, aunque sus corazoncitos se encogerán decepcionados. Hace meses que no tenemos una fiesta decente.
—Bien, no me opondría a unas cuantas máscaras decentes y de buen gusto —dijo al fin Ignatius—. Pueden añadir a la reunión la atmósfera internacional adecuada. Los políticos parece que siempre quieren dar la mano a mongoloides con atavíos étnicos y nativos. Ahora que lo pienso, es preferible que haya uno o dos disfraces. Pero no ha de haber ninguno femenino. No creo que a los políticos les preocupase particularmente este tipo de disfraz. Pero sospecho que provocaría cierta irritación entre los votantes rurales.
—Bueno, ahora déjame que localice a ese imbécil de Timmy. Se va a morir de miedo.
—Cuidado con ese policía maquiavélico; si se huele el asunto, estamos perdidos.
—Oh, si no me alegrase tanto verle de nuevo por aquí, telefonearía a la policía y haría que le detuvieran de inmediato por proposición deshonesta. No puedes ni imaginarte la maravillosa expresión de ese hombre cuando llegó el coche patrulla para llevárselo. ¿Y los funcionarios que le detuvieron? Oh fue increíble. Eso no tiene precio. Pero estamos tan contentos de tenerle otra vez con nosotros. Nadie se atreverá a maltratarle más. Adiós, gitanaza.
Dorian se alejó callejón abajo en busca del marinero decadente. Ignatius miró hacia la Calle Royal y se preguntó qué habría sido del club artístico de señoras. Bajó hasta el pasaje donde tenía escondido el carro, se preparó un bocadillo y rezó para que apareciese algún cliente antes de terminar el día. Consideró con tristeza lo bajo que Fortuna había hecho girar su rueda. Nunca había supuesto que rezaría un día por que la gente le comprase bocadillos de salchichas. Pero en fin, al menos tenía un nuevo plan majestuoso que podría lanzar en seguida contra Myrna Minkoff. La idea de aquella asamblea política fundacional le alegraba muchísimo. Esta vez, Myrna Minkoff se quedaría absolutamente estupefacta.