DIEZ

Gus Levy era un buen muchacho. Y también un tipo simpático. Tenía amigos entre los promotores y entrenadores y preparadores y directivos de todo el país. Gus Levy podía contar con conocer al menos una persona relacionada con el lugar en cualquier estadio, campo deportivo o pista de carreras. Conocía a los propietarios y a los taquilleros y a los jugadores. Recibía incluso una tarjeta de Navidad todos los años de un vendedor de cacahuetes que trabajaba en los aparcamientos de enfrente del Memorial Stadium de Baltimore. La gente le quería mucho.

En la mansión Levy era donde estaba entre temporada y temporada. Allí no tenía amigos. Por Navidad el único signo de la estación en la mansión Levy, el único barómetro del espíritu navideño era la aparición de sus hijas, que caían sobre él procedentes de la universidad con exigencias de más dinero acompañadas de amenazas de repudiar su paternidad para siempre si continuaba maltratando a su madre. Por Navidad, la señora Levy siempre redactaba no una lista de regalos sino más bien una lista de las injusticias y brutalidades que había padecido desde agosto. Las chicas recibían esta lista en las medias que dejaban colgadas para los regalos de Navidad. El único regalo que pedía la señora Levy a sus hijas era que atacaran a su padre. A la señora Levy le encantaba la Navidad.

Ahora, el señor Levy esperaba en su casa a que empezaran las prácticas de primavera. González ya le había hecho las reservas para Florida y Arizona. Pero en la Mansión Levy parecía que fuese Navidad otra vez, y lo que pasaba en la Mansión Levy podría haberse pospuesto, pensaba el señor Levy, hasta que él saliera para los campos de prácticas.

La señora Levy había tendido a la señorita Trixie en el sofá favorito de su esposo, el amarillo de nylon, y estaba embadurnándole la cara con crema. De vez en cuando, la señorita Trixie sacaba ágilmente la lengua y tomaba una pequeña muestra de crema del labio superior.

—Me da náuseas ver eso —dijo el señor Levy—. ¿No puedes llevártela fuera? Hace un día estupendo.

—A ella le gusta este sofá —contestó la señora Levy—. Déjala que disfrute un poco. ¿Por qué no te vas tú fuera y enceras tu coche deportivo?

—¡Silencio! —masculló la señorita Trixie, mostrando la estupenda dentadura postiza que acababa de comprarle la señora Levy.

—Ya lo oyes —dijo el señor Levy—. Ella es en realidad quien manda aquí.

—Es que está afirmándose. ¿Te molesta eso? La dentadura le ha dado una cierta confianza en sí misma. Por supuesto, tú le escatimas incluso eso. Estoy empezando a entender por qué se siente tan insegura. He descubierto que González no le hace ningún caso, la hace sentirse inútil de cien formas distintas. Subconscientemente, odia Levy Pants.

—¿Y quién no? —dijo la señorita Trixie.

—Triste, triste —fue todo lo que contestó el señor Levy.

La señorita Trixie soltó un gruñido y, a través de sus labios, salió silbando el aire.

—Bueno, acabemos de una vez con esto —dijo el señor Levy—. Ya te he dejado practicar un montón de juegos ridículos. Esto no tiene el menor sentido. Si quisieras abrir una funeraria, te instalaré una. Pero no en mi salón. Quítale ahora mismo ese pringue de la cara y déjame llevarle otra vez a la ciudad. Déjame disfrutar de un poco de paz mientras estoy en casa.

—Eso. De pronto te enfureces. Por lo menos, es una reacción normal. Algo insólito en ti.

—¿Haces esto sólo para fastidiarme y enfurecerme? Puedes conseguir enfurecerme sin todo esto. Vamos, déjala en paz. Lo único que quiere es jubilarse. Es como torturar a un animal sordo.

—Soy una mujer muy atractiva —murmuró en su sueño la señorita Trixie.

—¡Oíste! —gritó contentísima la señora Levy—. ¿Y quieres arrojarla a la nieve? Sólo intento comunicarme con ella. Ella es como un símbolo de todo lo que tú no has hecho.

De repente, la señorita Trixie se levantó de un salto, mascullando:

—¿Dónde está mi visera?

—Esto va a ser muy bueno —dijo el señor Levy—. Espera y verás cuando te clave esa dentadura de quinientos dólares.

—¿Quién se llevó mi visera? —exigió ferozmente la señorita Trixie—. ¿Dónde estoy? Quíteme las manos de encima.

—Querida —empezó la señora Levy, pero la señorita Trixie se había quedado dormida de lado, embadurnando el sofá con la crema.

—Oye, hada madrina, ¿cuánto llevas gastado en este jueguecito? No estoy dispuesto a pagar otra vez el tapizado del sofá.

—Muy bien, muy bien. Gástate todo tu dinero en los caballos. Deja que se hunda este ser humano.

—Será mejor que le quites esos dientes antes de que se corte media lengua de un mordisco. Entonces sí que estaría aviada.

—Hablando de lengua, deberías haber oído todo lo que contó de Gloria esta mañana —la señora Levy hizo un gesto que indicaba aceptación de injusticia y tragedia—. Gloria era la bondad personificada. Fue la primera persona que se interesó por la señorita Trixie en muchos años. Luego, de pronto, apareciste tú y expulsaste a Gloria de su vida. Creo que eso fue un trauma muy grave. A las niñas les gustará saber lo de Gloria. Te harán algunas preguntas, puedes creerme.

—Sí, estoy seguro. Mira, yo creo que estás perdiendo el juicio de verdad. No hay ninguna Gloria. Si sigues hablando con tu pequeña protegida, te arrastrará con ella al mundo de las sombras. Cuando Susana y Sandra vengan por Pascua, te encontrarán saltando en esa tabla de ejercicios con una bolsa de papel llena de trapos en el brazo.

—Ya, ya veo. Simple remordimiento por el incidente de Gloria Intentas combatirlo. Todo esto va a acabar muy mal, Gus. Por favor, deja uno de tus torneos y vete a ver al médico de Lenny. Ese hombre hace milagros, créeme.

—Pídele entonces que nos quite de encima Levy Pants. Hablé con tres corredores de fincas esta semana. Los tres me dijeron que era la propiedad más invendible que habían visto en su vida.

—Gus, ¿he oído bien? ¿He oído que decías algo de vender tu herencia? —clamó la señora Levy.

—¡Silencio! —gruñó la señorita Trixie—. Ya les daré yo. Esperen y verán. La verán, sí. Me vengaré.

—Oh, vamos, cállate —gritó la señora Levy, volviendo a hundirla en el sofá; se quedó en seguida adormilada.

—En fin, uno de esos tipos —continuó tranquilamente el señor Levy—, un vendedor muy agresivo, sí, me dio alguna esperanza. Dijo lo que todos los demás: «Hoy nadie quiere una fábrica de ropa. El mercado está muerto. Su fábrica, además, está anticuada. Habría que hacer miles de reparaciones, modernizarlo todo. Hay una vía férrea, pero el artículo ligero, como la ropa, se transporta por camión, y el sitio está muy mal emplazado para camiones. Para llegar desde la autopista hay que cruzar toda la ciudad. Además, la industria de la confección en el Sur está hundiéndose. Ni siquiera el terreno vale gran cosa. Toda aquella zona se está convirtiendo en barrio pobre. En fin, etcétera. Pero este agente me dijo que quizá pudiera interesar a una cadena de supermercados en la compra de la fábrica como almacén. En fin, eso parecía positivo. Luego, llegó la puntilla. No hay alrededor de Levy Pants ninguna zona de aparcamientos. La media de vida del barrio, o algo así, es demasiado baja para mantener un mercado grande, y en fin la misma letanía. Dijo que la única esperanza era alquilarlo como almacén; pero los almacenes dan poco dinero y aquello está muy mal emplazado para almacén. De nuevo algo relacionado con autopistas. Así que no te preocupes. Levy Pants es aún nuestro, es como si hubiéramos heredado un orinal».

—¿Un orinal? ¿Llamas orinal al sudor y la sangre de tu padre? Ya veo, entiendo tus motivaciones. Destruir el último monumento al triunfo de tu padre.

—¿Levy Pants un monumento?

—Nunca sabré por qué se me ocurrió la idea de trabajar allí —dijo la señorita Trixie furiosa, entre los cojines donde la había inmovilizado la señora Levy—. Menos mal que la pobre Gloria me sacó de allí a tiempo.

—Discúlpenme, señoras —dijo el señor Levy, silbando entre dientes—. Pueden hablar ustedes de Gloria a solas.

Se levantó y se fue al baño de remolino. Mientras el agua giraba y chorreaba a su alrededor, él se preguntaba cómo iba a ser capaz de echar Levy Pants en el regazo de un infeliz comprador. Tenía que tener alguna utilidad. ¿Pista de patinaje? ¿Gimnasio? ¿Una catedral negra, quizá? Luego se preguntó qué sucedería si transportaba la tabla de ejercicios de la señora Levy hasta el acantilado y la arrojaba al Golfo. Se secó meticulosamente, se puso el albornoz de esponja y volvió al salón a recoger las hojas de las carreras.

La señorita Trixie estaba sentada en el sofá. Le habían limpiado la cara. La boca era un borrón naranja. Sus débiles ojos destacaban más con la pintura. La señora Levy le ajustaba en aquel momento una peluca negra peinada.

—¿Qué demonios me hace usted ahora? —rezongó la señorita Trixie dirigiéndose a su benefactora—. Esto lo pagará caro.

—¿No crees lo que ven tus ojos? —preguntó la señora Levy muy orgullosa a su marido, sin rastro de hostilidad ya en la voz—. Fíjate.

El señor Levy no podía creerlo. La señorita Trixie era exactamente igual que la madre de la señora Levy.