V

La encantadora joven sonrió esperanzada al doctor Talc y explicó:

—Me encanta su curso. En fin, es magnífico.

—Bueno, bueno —contestó complacidísimo Talc—. Es usted muy amable. Me temo que el curso es más bien general…

—Su visión de la historia es algo tan vital, tan contemporáneo, de una ortodoxia tan estimulante.

—Yo creo que debemos dejar a un lado algunos de los criterios y métodos antiguos —el tono de Talc era solemne, pedante; ¿debería invitar a aquella encantadora criatura a tomar una copa con él?—. En realidad, la historia es una cosa evolutiva.

—Lo sé —dijo la chica, abriendo los ojos lo bastante para que Talc pudiera perderse un instante o dos en su azul.

—Yo sólo quiero interesar a mis alumnos. Afrontémoslo. El estudiante medio no se interesa por la historia de la Inglaterra celta. Y, en realidad, tampoco yo. Por eso, aunque yo mismo lo admitiese, siempre tengo una sensación de afinidad en mis clases.

—Lo sé —la chica rozó graciosamente la cara manga de tweed de Talc, al coger el bolso. Talc se estremeció con el contacto. Aquellas eran las chicas que debían ir a la universidad, no aquella aterradora y espantosa Minkoff, aquella chica desaliñada y brutal a la que casi había violado uno de los bedeles a la entrada mismo de su despacho. El doctor Talc se estremeció ante la sola idea de pensar en la señorita Minkoff. En clase, le había insultado y desafiado y ridiculizado continuamente, instando al monstruo de Reilly a unirse al ataque. Jamás olvidaría a aquellos dos; ningún profesor les olvidaría nunca. Eran como dos hunos arrasando Roma. El doctor Talc se preguntó lánguidamente si se habrían casado. Se merecían el uno al otro, desde luego. Quizás hubieran desertado ambos y se hubieran pasado a Cuba.

—Algunos personajes históricos son tan aburridos —añadió la chica.

—Eso es cierto —convino Talc, ansioso de sumarse a cualquier campaña contra los personajes de la historia inglesa, que habían sido el azote de su vida durante tantos años. El simple hecho de seguirles el rastro le producía dolor de cabeza. Se detuvo para encender un Benson & Hedges y carraspeó para desprender una parte de las flemas de historia inglesa de su garganta—. Cometieron todos errores tan estúpidos.

—Lo sé —la chica se miraba en el espejito de su polvera; luego, se le endurecieron los ojos y la voz se le puso un poco más áspera—. Bueno, no quiero hacerle perder el tiempo con toda esta charla histórica. Quería preguntarle qué fue de aquel ejercicio que le entregué hace unos dos meses. En fin, me gustaría tener una idea de la nota que voy a obtener en este curso.

—Oh, sí —dijo vagamente el doctor Talc.

Su esperanza se quebraba como una burbuja. Las estudiantes eran todas iguales en el fondo. Aquella chica encantadora se había convertido en una especie de ejecutiva de ojos de acero, calculadora, implacable, que sumaba sus notas como beneficios.

—Usted me entregó un ejercicio, ¿verdad?

—Desde luego que sí. Estaba en una carpeta amarilla.

—Déjeme ver si puedo encontrarlo, entonces.

El doctor Talc se levantó y empezó a mirar entre los montones de exámenes antiguos, informes, ejercicios encima de la estantería. Cuando reordenaba las pilas de papeles, cayó de una carpeta y bajó planeando hacia el suelo una hoja vieja de papel de bloc de anchas líneas doblado en forma de aeroplano. Talc no se había fijado en el aeroplano, uno de los muchos que habían entrado planeando por el umbral de su ventana un semestre de unos cuantos años atrás. Cuando aterrizó el papel, la chica lo cogió y, al ver que había algo escrito en él, lo desplegó, deshaciendo el planeador.

«Talc: ha sido usted considerado culpable de confundir y corromper a los jóvenes. Decreto, pues, que sea usted colgado de sus testículos subdesarrollados hasta que muera. EL ZORRO.»

La chica leyó de nuevo el mensaje, escrito con tiza roja. Y mientras Talc continuaba su búsqueda en la parte superior de la estantería, abrió el bolso, metió el avión en él y lo cerró sonoramente.