IV

Ignatius ignoró los golpes que daba su madre en la puerta y los gritos que llegaban del pasillo por los cincuenta centavos de jornal que había llevado a casa tras un día de trabajo. Barriendo de la mesa los cuadernos Gran Jefe, el yo-yo y el guante de goma, abrió el Diario y empezó a escribir:

Querido lector:

Un buen libro es la sangre vital preciosa de un maestro espiritual, embalsamada y atesorada a propósito para una vida futura.

Milton

La mente pervertida (y sospecho que excesivamente peligrosa) de Clyde ha ideado un medio más de empequeñecer este yo mío prácticamente invencible. Pensé al principio que podría haber hallado un padre subrogado en el zar de la salchicha, el magnate de la carne. Pero el resentimiento y la envidia que le inspiro aumentan día a día; no hay duda de que al final le asfixiarán y destruirán su mente. La grandeza de mi psique, la complejidad de mi visión del mundo, la decencia y el buen gusto que revela mi porte, la gracia con que me muevo y actúo en el cenagal del mundo de hoy… todo esto confunde y asombra al mismo tiempo a Clyde. Ahora, me ha relegado a trabajar en el Barrio Francés, zona que alberga todos los vicios que el hombre haya concebido en sus aberraciones más demenciales, incluyendo, supongo yo, algunas variantes modernas que habrán hecho posibles las maravillas de la ciencia. El Barrio Francés no debe diferenciarse gran cosa, supongo, de Soho y de ciertos lugares de África del Norte. Sin embargo, los habitantes del Barrio Francés, bendecidos por la tenacidad y el sentido práctico norteamericanos, probablemente se entreguen en este momento afanosamente a igualar y sobrepasar en variedad e imaginación las diversiones de que gozan los residentes de esos otros emporios mundiales de la degradación humana.

Es evidente que una zona como el Barrio Francés no es el medio adecuado para un joven de buenas costumbres, casto, prudente e impresionable como vuestro chico trabajador. ¿Habrían sido capaces de superar tales obstáculos Edison, Ford y Rockefeller?

La mente diabólica de Clyde no se ha detenido en una humillación tan simple, sin embargo. Como supuestamente he de manejar lo que Clyde llama «El mercado turístico», se me ha ataviado con una especie de disfraz.

A juzgar por los clientes que he tenido este primer día en la nueva ruta, los «turistas» parecen ser los mismos viejos vagabundos a quienes vendía en el barrio comercial. En un estupor provocado por el vino infecto, han ido bajando sin duda al Barrio Francés y así, para la mente senil de Clyde, quedan clasificados como «turistas». Me pregunto si Clyde habrá tenido siquiera una oportunidad de ver a los fracasados, a los vagabundos andrajosos que compran los productos Paraíso y, al parecer, subsisten a base de ellos. Entre los otros vendedores (itinerantes achacosos y enfermos, que se llaman más o menos Camarada, Viejo, Tío, Campeón y As) y mis clientes, estoy, al parecer, atrapado en un limbo de almas perdidas. Sin embargo, el simple hecho de que hayan alcanzado estrepitosos fracasos en nuestro siglo, les da una cierta calidad espiritual. En realidad, pueden ser (esas andrajosas ruinas) los santos de nuestra época: Viejos negros maravillosamente machacados de tostados ojos; vagabundos tronados venidos de los páramos de Texas y de Oklahoma; campesinos arruinados que buscan refugio en pensiones urbanas infestadas de roedores.

»Sin embargo, espero que en mi senectud no tenga que depender de las salchichas para mi manutención. La venta de mis obras literarias quizás aporte algún beneficio. En caso necesario, siempre podría recurrir al circuito de las conferencias, siguiendo los pasos de esa espectral M. Minkoff, cuyas ofensas a la decencia y el buen gusto ya han sido descritas a los lectores con detalle, a fin de extirpar los disparates e indecencias que habrá esparcido ella por las diversas salas de conferencias del país. Pero quizás haya alguna persona de calidad entre el público de su primera conferencia que la agarre y la baje del estrado y la azote un poquito en sus zonas erógenas. Pese a las cualidades espirituales que esta chica pueda poseer, los barrios bajos son, sin duda alguna, algo que está por debajo del nivel aceptable en cuestión de comodidad material, y dudo seriamente que mi físico sólido y bien formado se adaptase fácilmente a dormir en las callejuelas. Tendería más bien, sin duda, a utilizar los bancos de los parques. En consecuencia, mi propio tamaño es una salvaguarda contra esta tendencia mía a hundirme cada vez más profundamente dentro de la estructura de nuestra sociedad. (No creo, en realidad, que uno tenga necesariamente que rascar el fondo, como si dijésemos, para poder enfocar subjetivamente a su sociedad. En vez de moverse verticalmente hacia abajo, uno debe moverse horizontalmente hacia afuera, hacia un punto lo suficientemente distanciado donde no quede inevitablemente desterrado un mínimo de comodidad material. En esa posición estaba yo —al margen mismo de nuestra era— cuando la intemperancia cataclismática de mi madre, como el lector bien sabe, me catapultó al remolino febril de la vida contemporánea. Para ser absolutamente sincero, he de decir que, desde entonces, las cosas han ido de mal en peor. La situación se ha deteriorado. Minkoff, mi llama desapasionada, se ha vuelto contra mí. Hasta mi madre, el agente de mi destrucción, ha empezado a morder la mano que la alimenta. El ciclo es cada vez más bajo. ¡Oh, Fortuna, sombra caprichosa!). Personalmente, he descubierto que la falta de comida y de comodidades, en vez de ennoblecer el espíritu, crea sólo ansiedad dentro de la psique humana y canaliza los mejores impulsos del individuo únicamente hacia el fin de lograr algo que comer. Aunque tengo una Rica Vida Interior, preciso tener también algo de comida y alguna que otra comodidad.

Pero volvamos a la cuestión que nos ocupaba: la venganza de Clyde. El vendedor que tenía antes la ruta del Barrio Francés, llevaba un absurdo atuendo de pirata, un guiño de Vendedores Paraíso al folklore y la historia de Nueva Orleans, una tentativa clydiana de relacionar la salchicha con la leyenda criolla. Clyde me obligó a probármelo en el garaje. El traje, claro está, había sido confeccionado según las medidas de la constitución tuberculosa y subdesarrollada del antiguo vendedor, y, pese a los muchos tirones, inhalaciones y esfuerzos, fue imposible encerrar en él mi cuerpo musculoso. Hubo que llegar, en consecuencia, a una especie de compromiso. Até en mi gorra el pañuelo pirata de satén rojo. Me atornillé en el lóbulo izquierdo el pendiente dorado, una versión grandes almacenes. Fijé el sable negro de plástico al costado de mi ropón blanco de vendedor con un imperdible. Un pirata muy poco impresionante, dirán los lectores. Sin embargo, cuando me contemplé en el espejo, hube de admitir que tenía un aspecto sobrecogedor y dramático. Blandiendo el sable de plástico hacia Clyde, grité: «¡Salid a la pasarela, almirante, es un motín!» Esto, debería haberme dado cuenta, fue demasiado para su mentalidad literal y salchichesca. Se asustó muchísimo y procedió a atacarme con su tenedor, como un chuzo. Evolucionamos por el garaje como dos espadachines en una película histórica particularmente inepta, durante unos instantes, tenedor y sable repiqueteando uno contra otro demencialmente. Dándome cuenta de que mi arma de plástico no podía igualar a un largo tenedor esgrimido por un matusalén alucinado, comprendiendo que estaba despertando los peores instintos de Clyde, intenté poner fin a aquel pequeño duelo. Pronuncié palabras pacificadoras, rogué, me rendí por último. Aún así, Clyde seguía asediándome, mi disfraz de pirata le parecía tan perfecto que al parecer le había convencido de que habíamos vuelto a los tiempos dorados de la vieja Nueva Orleans romántica, cuando los caballeros decidían las cuestiones de honor salchichesco a veinte pasos. Fue entonces cuando se encendió una luz en mi mente compleja. Sé que Clyde intentaba, en realidad, matarme. Habría sido una excusa perfecta: defensa propia. Me había puesto en sus manos. Por suerte para mí, caí al suelo. Me había apoyado en uno de los carros, perdí mi equilibrio, siempre precario, y me desplomé. Aunque me di un golpe en la cabeza, bastante doloroso por cierto, contra el carro, grité afablemente desde el suelo: «Ganasteis vos, caballero». Luego, en silencio, rendí homenaje a la Fortuna Clemente que me había librado de morir trinchado con un tenedor herrumbroso.

Salí rápidamente del garaje con mi carro, camino del Barrio Francés. En ruta, fueron muchos los peatones que apreciaron favorablemente mi semidisfraz. Con el sable golpeteando en el costado, el pendiente balanceándose en el lóbulo, el pañuelo rojo brillando al sol con la suficiente luminosidad como para atraer a un toro, crucé la ciudad con paso resuelto, dando gracias por seguir aún vivo, acorazándome contra los horrores que me esperaban en el Barrio Francés. De mis castos y rosados labios brotó más de una oración sonora; oraciones de gracias unas y de súplica otras. Recé a San Mathurin, al que se invoca por la epilepsia y la locura, para que ayudase al señor Clyde (Mathurin es, por otra parte, el santo patrón de los payasos). Para mí, elevé una humilde oración a San Mederico Ermitaño, al que se invoca por los trastornos intestinales. Meditando sobre la llamada de la tumba que había prácticamente recibido, empecé a pensar en mi madre, pues siempre me he preguntado cuál sería su reacción si yo me muriese debido a las miserias por las que he de pasar para pagar sus malas acciones. Me la imagino en el funeral, un funeral sórdido y barato, en el sótano de alguna funeraria dudosa. Loca de dolor, las lágrimas brotando de sus ojos enrojecidos, probablemente arrancaría el cadáver del ataúd, chillando beodamente: «¡No os lo llevéis! ¿Por qué las flores más delicadas han de marchitarse y caer de su tallo?» El funeral probablemente degeneraría en un circo, mi madre metiendo constantemente los dedos en los dos agujeros hechos en mi cuello por el tenedor ferruñoso del señor Clyde, lanzando un iletrado clamor griego de maldiciones y venganzas. Supongo que habría una cierta dosis de espectáculo en el asunto. Sin embargo, actuando mi madre de directora, la indudable tragedia se convertiría pronto en melodrama. Arrebatando el lirio blanco de mis manos inertes, lo partiría por la mitad y gritaría a la multitud de deudos, celebrantes y mirones: «Tal como era este lirio, así era Ignatius. Ahora, ambos están rotos y tronchados.» Y cuando lanzase de nuevo el lirio al ataúd, su mala puntería haría que cayese directamente en mi pálido rostro.

Por mi madre recé una oración a Santa Zita de Lucca, que se pasó la vida trabajando de criada y practicando muchas austeridades, y pedí a la santa que ayudase a mi madre a combatir el alcoholismo y las juergas nocturnas.

Fortalecido por mi devoto intermedio, escuché el golpeteo del sable contra mi costado. Parecía, como una especie de arma de la moral, que me espoleaba hacia el Barrio Francés; cada palmetazo de plástico parecía decir «Ánimo, Ignatius. Tienes una espada rápida y terrible». Empezaba a sentirme una especie de cruzado.

Crucé al fin la Calle Canal fingiendo ignorar la atención que me prestaban todos los que se cruzaban conmigo. Entré en las estrechas callejuelas del Barrio Francés. Un vagabundo solicitó una salchicha. Le alejé con un gesto y continué. Mis pies no podían, por desgracia, mantenerse a ritmo con mi espíritu. Bajo los tobillos, los tejidos gritaban pidiendo descanso, así que arrimé el carro al bordillo y me senté. Los balcones de las viejas casas colgaban sobre mi cabeza como ramas oscuras en un alegórico bosque de maldad. Simbólicamente, pasó ante mí tonante un autobús Desire, cuyo tubo de escape diesel casi me asfixia. Cerrando un instante los ojos para meditar y reunir fuerzas, debí quedarme dormido, pues recuerdo que me despertó con rudeza un policía que estaba de pie ante mí, tocándome en el costado con la punta del zapato. Mi organismo debe segregar algún olor que les resulta especialmente atractivo a las autoridades gubernativas. ¿Quién si no se vería acosado por un policía mientras esperaba inocente a su madre delante de unos almacenes? ¿Quién si no iba a ser espiado y denunciado por coger en la calle un gatito perdido? Como una perra en celo, atraigo, al parecer, a toda una camarilla de policías y funcionarios de sanidad. El mundo entero se me echará encima algún día con algún pretexto ridículo; sé que en cualquier momento pueden arrastrarme a una mazmorra de aire acondicionado y dejarme allí, bajo luces fluorescentes y un techo con aislamiento acústico, para que pague el precio por burlarme de todo lo que ellos atesoran en sus corazoncitos de látex.

Irguiéndome en toda mi estatura (un espectáculo en sí mismo) miré a aquel policía grosero y le aplasté con un comentario que no fue capaz de entender, por suerte. Luego, continué con el carro hacia el interior del Barrio Francés. Como era al principio de la tarde, había poca gente en la calle. Supuse que los residentes aún estarían en la cama recuperándose de los actos indecentes que hubieran realizado la noche anterior. Muchos precisarían sin duda de atención médica: un punto o dos aquí o allá, en un orificio roto o un genital destrozado. Sólo podía imaginar, pues, las ávidas miradas que me dirigían sin duda muchos ojos consumidos y depravados ocultos tras las persianas. Procuré no pensar en ello. Empezaba a sentirme ya como una especie de filete sumamente sabroso en un mercado de carne. Sin embargo, nadie llamaba tentadoramente desde detrás de las persianas; aquellas mentes descarriadas que palpitaban en sus oscuros apartamentos eran al parecer seductores más sutiles. Pensé que podría caer de los balcones una nota, al menos. Una lata de zumo de naranja congelado salió volando de una de las ventanas y me erró por muy poco. Me agaché y la recogí a fin de inspeccionar el cilindro de lata vacío buscando algún tipo de comunicado; pero sólo se me derramó en la mano un residuo viscoso de zumo concentrado. ¿Sería aquello un mensaje obsceno? Mientras cavilaba sobre esta cuestión, y miraba hacia la ventana de la que había salido la lata, se aproximó al carro un viejo vagabundo y pidió un bocadillo. Se lo vendí a regañadientes, concluyendo desconsolado que, como siempre, me estorbaba el trabajo en el momento más crucial.

Por entonces, claro, la ventana de la que había salido la lata, estaba ya cerrada. Continué calle abajo, mirando las persianas cerradas en busca de algún tipo de signo. De más de un edificio brotaron a mi paso risas descompuestas. Al parecer, los descarriados ocupantes se entregaban a alguna obscena diversión que les complacía. Procuré bloquear mis oídos virginales contra su repulsivo cacareo.

Había un grupo de turistas vagando por las calles, cámaras fotográficas dispuestas, gafas brillando como diamantes. Al verme, se detuvieron y, con ásperos acentos del Medio Oeste que ofendían mis delicados tímpanos como los sonidos de una trilladora (por muy increíblemente horrible que pueda ser su ruido), me pidieron que posase para una fotografía. Complacido por sus amables atenciones, accedí. Estuvieron sacándome fotos durante unos minutos, yo colaboré adoptando diversas poses artificiosas. Plantándome ante el carro como si fuese un navío pirata, blandí mi sable amenazadoramente en una pose especialmente memorable, sujetando con la otra mano la proa de la salchicha de lata. Como coronación, intenté ponerme encima del carro, pero la solidez de mi estructura física resultó excesivamente agobiante para el vehículo, más bien frágil. Comenzó a rodar huyendo de debajo mío, pero los caballeros del grupo fueron lo bastante amables para sujetarlo y ayudarme a bajar. Este afable grupo tuvo al menos la delicadeza de despedirse. Cuando se alejaban calle abajo, fotografiando enloquecidos cuanto veían, oí que una bondadosa señora comentaba: «¿Qué triste, verdad? Pobre chico, deberíamos haberle dado algo.» Por desgracia, ninguno de los otros (todos ellos conservadores ultraderechistas, sin duda) reaccionó a su petición de caridad muy favorablemente, pensando, sin duda, que unos cuantos centavos invertidos en mí serían un voto de confianza para el Estado benefactor. «Lo que haría sería meterse en un bar y gastárselo en más bebida», advirtió a sus amistades con nasal prudencia y notable abundancia de ásperas erres otra de las mujeres, una arrugada arpía cuyo rostro proclamaba su afiliación a alguna liga antialcohólica. Al parecer, los demás apoyaban a la arpía antialcohólica, pues el grupo continuó calle abajo.

He de admitir que yo no habría rechazado una oferta de este género. Un chico trabajador debe estar dispuesto a utilizar cada centavo que puedan conseguir sus anhelantes y ambiciosas manos. Además, aquellas fotos podrían proporcionar a aquellos patanes una fortuna en algún concurso turístico. Consideré unos instantes la posibilidad de correr tras ellos, pero, de repente, me llamó la atención una absurda sátira del turista, un individuo pequeño y pálido, con bermudas, que jadeaba bajo el peso de un monstruoso aparato con lentes que debía ser, sin duda, una cámara de cinemascope. El individuo me saludó. Tras una inspección más detenida, pude apreciar que era, ni más ni menos, que el patrullero Mancuso. Yo, claro está, ignoré la vaga mueca mongoloide de ese Maquiavelo, fingiendo ajustarme el pendiente. Al parecer, le han liberado de su prisión en la sala de espera. «¿Cómo le va?», insistió analfabetamente. «¿Dónde está mi libro?», pregunté, en tono aterrador. «Aún lo estoy leyendo. Es muy bueno», contestó, aterrado. «Aproveche sus lecciones», le advertí. «Cuando lo haya terminado, habrá de presentarme una crítica escrita y un análisis de su mensaje a la humanidad». Con esta orden repiqueteando aún majestuosa en el aire, me alejé calle abajo. Luego, advirtiendo que se me había olvidado el carro, volví grandiosamente a recuperarlo. (Ese carro es un inconveniente terrible. Tengo la impresión de estar pegado a un niño subnormal que exige una atención constante. Me siento como una gallina que estuviese sentada sobre un huevo de lata sumamente grande).

En fin, ya casi eran las dos y había vendido exactamente un bocadillo. Vuestro chico trabajador tendría que esforzarse si su objetivo era el éxito. Los ocupantes del Barrio Francés no emplazaban, evidentemente, los bocadillos de salchicas en los primeros puestos de su lista de manjares favoritos. Y los turistas, al parecer, no habían ido a la alegre y pintoresca zona vieja de Nueva Orleans a hartarse de productos Paraíso. Es evidente que tendré, lo que en nuestra terminología comercial se denomina, un problema de comercialización. El malvado Clyde me ha dado, en venganza, una ruta que es un «Elefante Blanco», término que me aplicó una vez durante el curso de una de nuestras conferencias mercantiles. El resentimiento y la envidia me asedian de nuevo.

Además, debo idear algún medio de hacer frente a las últimas afrentas de M. Minkoff. Quizás el Barrio Francés me proporcione algún material: quizás una cruzada por el buen gusto y la decencia, por la teología y la geometría.

Nota social: En fecha próxima, proyectarán en uno de los salones cinematográficos del centro de la ciudad una nueva película en la que actúa mi estrella favorita, cuya reciente abominación musical-circense tanto me abrumó y sobrecogió. Tengo que conseguir ir a verla. Sólo mi carro se interpone en el camino. La nueva película se anuncia como una «refinada» comedia, en la que la actriz debe alcanzar sin duda nuevas cotas de perversión y de blasfemia.

Nota sanitaria: Asombroso aumento de peso, debido sin duda a la angustia que me causa la creciente hostilidad de mi madre querida. Es un axioma de la naturaleza humana el que la gente aprende a odiar a los que la ayudan. Así, mi madre se ha vuelto contra mí.

Suspendidamente,

Lance, Vuestro Asediado Chico Trabajador