—Tenemos una queja contra usted de la Inspección de Higiene, Reilly.
—Oh, ¿sólo es eso? Por la expresión de su cara, pensé que le había dado una especie de ataque epiléptico —dijo Ignatius al señor Clyde sin dejar de masticar panecillo y salchicha, mientras empujaba el carro hacia el interior del garaje—. Temo imaginar cuál podría ser la queja o cómo podría haberse originado. Le aseguro que he sido el espíritu mismo de la limpieza. Mis hábitos íntimos están por encima de cualquier reproche. No arrastro ninguna enfermedad social, no entiendo, por tanto, qué podría transmitirles yo a sus salchichas que ellas no tuvieran ya. Fíjese qué uñas.
—Basta ya de cháchara, gordinflón —el señor Clyde ignoró las zarpas que Ignatius había extendido para la inspección—. Sólo lleva unos cuantos días en el trabajo. He tenido gente aquí trabajando durante años sin ningún problema con Sanidad.
—Debían ser, sin duda, más astutos que yo.
—Pusieron a un hombre vigilándole.
—Oh —dijo Ignatius tranquilamente, haciendo una pausa para engullir la punta de la salchicha que sobresalía de su boca como la colilla de un puro. Así que era eso aquel evidente apéndice del funcionariado. Parecía un brazo de la burocracia. A los funcionarios del gobierno siempre se les puede identificar por el vacío total que ocupa el espacio donde la mayoría de las otras personas tienen la cara.
—Cállese de una vez, gordinflón. ¿Pagó ese bocadillo que está comiendo?
—Bueno, indirectamente. Puede usted restarlo de mi miserable salario —Ignatius observó al señor Clyde apuntar unos números en una libreta—. Dígame, ¿qué arcaico tabú sanitario violé? Sospecho que se trata de alguna falsedad del inspector.
—Los de Sanidad dicen que vieron al vendedor Número Siete… es decir, usted…
—Así es. ¡El benditísimo Siete! En eso soy culpable. Ya me han colocado algo encima. Imaginé que el siete sería irónicamente un carro desafortunado. Quiero otro carro lo antes posible. Al parecer, ando empujando por las calles una especie de fetiche de la mala suerte. Estoy seguro de que me iría mejor con cualquier otro carro. Carro nuevo, vida nueva.
—¿Quiere hacer el favor de escucharme?
—Bueno, si es absolutamente preciso. Quizá debiera advertirle que estoy a punto de desmayarme de angustia y de depresión general, sin embargo. La película que vi anoche era especialmente agobiante, un musical playero juvenil. Casi me desmayé durante la secuencia de la canción en la tabla de surf. Además, tuve dos pesadillas anoche, en una de las cuales intervenía uno de esos espantosos autobuses Scenecruiser. En la otra, aparecía una chica que yo conozco. Fue algo de lo más brutal y obsceno. Si se la describiese, se quedaría usted aterrorizado, no me cabe duda.
—Le vieron a usted cogiendo un gato en la calle, en la Calle St. Joseph.
—¿Pero es que esa gente no tiene otra cosa que hacer? ¡Qué mentira tan absurda! —dijo Ignatius y con un rápido movimiento de la lengua engulló la última porción visible de salchicha.
—¿Y qué andaba usted haciendo por la Calle St. Joseph? Pero si allí sólo hay almacenes y muelles. Allí no hay gente. Ni siquiera figura en nuestras rutas.
—Bueno, yo no lo sabía. La verdad es que entré por aquella zona sólo para descansar un poquito. De vez en cuando pasaba algún transeúnte. Desgraciadamente para nosotros, no parecían estar de humor para salchichas.
—¿Así que estaba usted allí? No me extraña que no vendiese nada. Y supongo que anduvo usted jugando con aquel maldito gato.
—Ahora que lo dice usted, creo recordar que había uno o dos animales domésticos por allí, sí.
—Así que estaba usted jugando con el gato.
—No, yo no estaba «jugando» con el gato. Yo sólo lo cogí para acariciarle un poco. La verdad es que era un gatito con pintas muy atractivo. Le ofrecí una salchicha. Pero el gato la rechazó. Era un animal con cierto gusto y cierta decencia.
—¿Se da usted cuenta de que eso es una infracción grave, gorila asqueroso?
—No, me temo que no —dijo furioso Ignatius—. Se dio por supuesto, al parecer, que el gato estaba sucio. ¿Cómo lo sabemos? Los gatos son animales que destacan por su higiene, los gatos están lamiéndose continuamente en cuanto sospechan la menor suciedad en ellos. Aquel inspector sin duda debía tener algún prejuicio contra los gatos. A ese gato no se le ha dado una oportunidad.
—¡No hablamos del gato! —dijo el señor Clyde con tal vehemencia que Ignatius pudo ver hincharse las venas púrpura alrededor de la cicatriz blanquecina que tenía en la nariz—. Estamos hablando de usted.
—Bueno, yo voy limpio, por supuesto. Eso ya lo hemos discutido. Yo, lo único que pretendía era que ese gato tuviera un juicio justo. ¿Es que nunca van a dejar de acosarme, Señoría? Mis nervios están al borde del colapso total. Supongo que examinó usted mis uñas hace un momento, se fijaría en el temblor de mis manos. No me gustaría nada tener que demandar a Vendedores Paraíso, Incorporated, para que me abonase las facturas del psiquiatra. Quizás ignore usted que no estoy amparado por ningún seguro médico. Es evidente que Vendedores Paraíso es demasiado paleolítico para considerar la posibilidad de ofrecer tales beneficios a sus asalariados. En realidad, Señoría, estoy cada vez más insatisfecho con las condiciones laborales que imperan en esta dudosa empresa.
—¿Por qué, qué es lo que está mal? —pregunto el señor Clyde.
—Todo, me temo. Y además, tengo la sensación de que no se me aprecia.
—Bueno, al menos viene usted todos los días. Eso hay que admitirlo.
—Eso se debe sólo a que me golpearían implacablemente con una botella de vino asado si me atreviese a quedarme en casa. Abrir la puerta de mi casa, es como entrar en el cubil de una leona. Mi madre es más cruel y violenta cada día.
—Mire, Reilly, yo no quiero echarle —dijo el señor Clyde en tono paternal.
El señor Clyde conocía ya la triste historia del vendedor Reilly: la madre borracha, aquellos daños que tenia que pagar, la amenaza de miseria para madre e hijo, los amigos lascivos de la madre.
—Mire, voy a asignarle a usted una ruta nueva y a darle otra oportunidad. Tengo ciertos trucos comerciales que a lo mejor le ayuden.
—Puede usted mandar un mapa de la nueva ruta al pabellón de enfermos mentales del Hospital de Caridad. Las amables hermanitas y los serviciales psiquiatras de allí quizá puedan ayudarme a descifrarlo entre electro y electro.
—Cállese de una vez, por favor.
—¿Lo ve usted? Ya ha destruido mi espíritu de iniciativa —Ignatius eructó—. Bueno, espero que haya elegido usted una ruta panorámica, por una zona de parques donde haya asientos amplios en que puedan sentarse los que padezcan de pies cansados y molidos. Esta mañana cuando me levanté me fallaban los tobillos. Tuve suerte de poder agarrarme a la cabecera de la cama a tiempo. De lo contrario, habría acabado en el suelo hecho un montón de huesos rotos. Parece ser que mis tarsos están a punto de tirar la toalla definitivamente.
Ignatius cojeó alrededor del señor Clyde para demostrarlo, arrastrando las botas por el aceitoso cemento.
—Pare ya de una vez, gordinflón. No está usted tullido ni inválido.
—Aún no del todo. Pero hay varios huesecillos y ligamentos que empiezan a alzar la bandera blanca de la rendición. Mis aparatos físicos parecen disponerse a declarar una especie de tregua. El aparato digestivo ha dejado de funcionar casi completamente. Es muy posible que haya empezado a formarse un tejido sobre mi válvula pilórica, cerrándola para siempre.
—Le voy a poner a usted en el Barrio Francés.
—¿Qué? —atronó Ignatius—. ¿Cree que voy a deambular yo por esa sentina del vicio? No, lo siento, pero el Barrio Francés queda descartado. En ese ambiente se desmoronaría mi psique. Además, allí las calles son muy estrechas y muy peligrosas. Podría aplastarme fácilmente el tráfico o empotrarme contra un edificio.
—Lo toma o lo deja, gordo cabrón. Es la última oportunidad que le doy —la cicatriz del señor Clyde empezaba a ponerse blanca otra vez.
—¿De veras? Bueno, está bien, por favor, que no le dé otro ataque. Podría usted caerse en la olla de las salchichas y escaldarse. Si insiste, supongo que tendré que pasear mis salchichas por Sodoma y Gomorra.
—De acuerdo. Entonces, quedamos en eso. Viene usted mañana por la mañana y le daremos esos chismes.
—No puedo prometerle que vayan a venderse muchas salchichas en el Barrio Francés. Lo más probable es que tenga que dedicar todo el tiempo a proteger mi honor frente a los desvergonzados que viven allí.
—Lo que más hay en el Barrio Francés es mercado turístico.
—Eso es aún peor. Sólo los degenerados hacen turismo. Yo, personalmente, sólo salí de la ciudad una vez. Por cierto, ¿nunca le he contado aquel peregrinaje mío hasta Baton Rouge? Fuera de la ciudad abundan los horrores.
—No. No quiero que me lo cuente.
—Bueno, peor para usted. Podría haber aprendido cosas muy valiosas de la traumática historia de aquel viaje. Sin embargo, me alegro de que no quiera usted oírlo. Las sutilezas psicológicas y simbólicas de aquel peregrinaje probablemente queden fuera del alcance de la mentalidad de Vendedores Paraíso. Por suerte, estoy escribiéndolo todo y, en un futuro más o menos lejano, el público lector más atento y despierto se beneficiará de mi relato de ese descenso abismal por los pantanos camino de la estación interna del último horror…
—Escuche, Reilly…
—En el relato, he logrado un símil especialmente preciso al comparar el autobús Scenecruiser con rizar el rizo en un parque de atracciones surrealista.
—¡Cállese ya! —gritó el señor Clyde esgrimiendo amenazadoramente el tenedor—. Venga, veamos los recibos de hoy. ¿Cuánto ha vendido usted?
—Oh, Dios mío —suspiró Ignatius—. Sabía que tarde o temprano llegaríamos a esto.
Los dos discutieron unos minutos sobre los beneficios. Ignatius en realidad se había pasado la mañana sentado en la plaza Eads viendo el tráfico del puerto y tomando notas sobre la historia de la navegación y sobre Marco Polo en un bloc Gran Jefe. Entre nota y nota, había considerado posibles medios de destruir a Myrna Minkoff, pero no había llegado a ninguna conclusión satisfactoria. Su plan más prometedor era obtener un libro sobre municiones en la Biblioteca Pública, construir una bomba y enviársela por correo a Myrna en franqueo normal. Luego, recordó que le habían retirado la tarjeta de la biblioteca. Había perdido la tarde con el gato; Ignatius había intentado atraerlo hasta el compartimento de los panecillos, para llevárselo a casa; pero se le había escapado.
—Creo que debería tener usted la delicadeza de hacer un descuento a sus empleados —dijo Ignatius engoladamente, tras que un examen de los recibos del día mostrase que, restado el coste de los bocadillos que él se había comido, su salario era exactamente de un dólar veinticinco centavos—. Después de todo, me estoy convirtiendo en su mejor cliente.
El señor Clyde hundió el tenedor en la bufanda del vendedor Reilly y le ordenó salir inmediatamente del garaje, amenazándole con el despido si no aparecía temprano para empezar a trabajar en el Barrio Francés.
Ignatius caminó hasta el tranvía de muy mal humor y subió en él, camino de la parte alta de la ciudad, eructando gas Paraíso tan violentamente que, aunque el tranvía estaba lleno, nadie quiso sentarse a su lado.
Cuando entró en la cocina, su madre le recibió poniéndose de rodillas y diciendo:
—¡Señor! ¿Por qué me hiciste cargar con esta cruz terrible? ¿Qué hice yo, Señor? Dime. Mándame una señal. Yo he sido buena.
—Deja de blasfemar inmediatamente —gritó Ignatius.
La señora Reilly interrogaba al techo con los ojos, buscando respuesta entre el pringue y las grietas.
—Vaya recibimiento tras una jornada deprimente luchando por la supervivencia en las calles de esta ciudad salvaje.
—¿Qué te has hecho en la mano?
Ignatius miró los arañazos que le había hecho el gato cuando intentaba meterlo en el compartimento de los panecillos.
—Tuve una batalla casi apocalíptica con una prostituta hambrienta —eructó—. De no ser por mi fuerza muscular superior habría saqueado mi carro. Al final, hubo de alejarse del lugar de la lucha cojeando, con sus chillonas galas hechas jirones.
—¡Ignatius! —gritó trágicamente la señora Reilly—. Cada día estás peor. ¿Qué te pasa?
—Saca la botella del horno. Ya debe estar hecha.
La señora Reilly miró a su hijo tímidamente y le preguntó:
—Ignatius, ¿estás seguro de que no eres comunista?
—¡Oh, Dios mío! —bramó Ignatius—. Todos los días he de someterme a una caza de brujas maccarthysta en esta casa que se hunde. ¡No! Ya te lo he dicho. No soy un compañero de viaje. ¿Pero quién diablos te ha metido eso en la cabeza?
—Es que leí en el periódico que donde hay muchos comunistas es en la universidad.
—Bueno, pues, por suerte, no me encontré con ellos. Si se hubieran cruzado en mi camino, les habría dado una zurra que se habrían quedado medio muertos. ¿Acaso crees que quiero vivir en una sociedad comunal con gente como esa Battaglia amiga tuya, barriendo calles y picando piedra o lo que ande haciendo siempre la gente en esos desdichados países? Lo que yo quiero es una buena monarquía, firme, con un rey decente, de buen gusto, un rey con ciertos conocimientos de teología y de geometría, y que cultive una Rica Vida Interior.
—¿Un rey? ¿Tú quieres un rey?
—Oh déjate ya de tonterías.
—Nunca oí a nadie que quisiera un rey.
—¡Por favor! —Ignatius dio un puñetazo en el hule de la mesa de la cocina—. Barre el porche, visita a la señorita Annie, llama a esa alcahueta de la Battaglia, practica los bolos en la calleja. ¡Déjame en paz! Estoy en un ciclo muy malo.
—¿Qué quieres decir con eso de «ciclo»?
—Si no dejas de molestarme, bautizaré la proa de tu ruinoso Plymouth con esa botella de vino que hay en el horno —masculló Ignatius.
—Peleándose con una pobre chica de la calle —dijo con tristeza la señora Reilly—. Qué cosa tan horrible. Tirando de un carro de salchichas. Ignatius, yo creo que tú necesitas ayuda.
—Bueno, voy a ver la televisión —dijo furioso Ignatius—, ahora empieza el programa del Oso Yogui.
—Espera un momento, hijo —la señora Reilly se levantó del suelo y sacó de un bolsillo del jersey un sobrecito de papel Manila—. Esto llegó hoy para ti.
—Vaya —dijo Ignatius con interés, cogiendo el sobrecito—. Supongo que habrás memorizado ya su contenido.
—Será mejor que metas las manos en la fregadera para limpiar esos arañazos.
—Pueden esperar —dijo Ignatius; rasgó el sobre—. M. Minkoff ha respondido, al parecer, a mi misiva, con una urgencia casi frenética. La traté bastante mal.
La señora Reilly se sentó y cruzó las piernas, balanceando triste sus calcetines blancos y sus viejas zapatillas negras de charol, mientras los ojos azules y amarillos de su hijo examinaban la bolsa desplegada de Macy en la que estaba escrita la carta.
Señores:
Bueno, al fin tengo noticias tuyas, Ignatius. Una carta terrible, realmente, no quiero hablar del membrete «Levy Pants» del papel. Probablemente sea tu idea de una broma antisemita. Menos mal que estoy por encima de cualquier ataque a ese nivel. Pero nunca creí que tú cayeses tan bajo. Vivir para ver.
Tus comentarios sobre la conferencia indicaban unos celos bastante mezquinos que no esperaba de alguien que afirma tener unos criterios tan amplios y objetivos. La conferencia empieza ya a interesar a varias personas inteligentes que conozco. Una persona que ha prometido venir y traer, además, a varios amigos inteligentes. Es un nuevo contacto muy interesante que hice durante la hora punta en la cola de la Avenida Jerome. Se llama Ongah, y es un estudiante de Kenia que vino aquí por un intercambio y que está escribiendo un ensayo en la Universidad de Nueva York sobre los simbolistas franceses del siglo diecinueve. Por supuesto, tú no entenderías a un chico tan inteligente y tan animoso como Ongah, o no te agradaría.
Yo podría estarme horas oyéndole hablar. Es serio y no te suelta toda esa pseudofilosofía, como hacías tú siempre. Lo que dice Ongah es significativo. Ongah es real y vital. Es viril y agresivo. Penetra en la realidad y rasga los velos ocultadores.
—¡Oh, Dios mío! —masculló Ignatius—. La ha violado un Mau-mau.
—¿Qué? —preguntó recelosa la señora Reilly.
—Vete y pon la televisión para que vaya calentándose —dijo Ignatius con aire ausente, volviendo a su furiosa lectura de la carta.
No se parece en nada a ti, como puedes suponer. Es también músico y escultor y consagra cada minuto de su vida a una actividad real y significativa, creando y sintiendo. Sus esculturas casi saltan y te cogen, de lo llenas que están de vida y de personalidad.
Por fin, tu carta me permitió enterarme de que aún sigues vivo, si es que se puede llamar a eso «vivir». ¿Qué mentiras son ésas de la «industria de la comercialización de alimentos»? ¿Es algún ataque al negocio de suministro a restaurantes de mi padre? En tal caso, a mí no me afecta, porque mi padre y yo hace años que discrepamos ideológicamente. Admitámoslo, Ignatius, desde que te vi por última vez, lo único que has hecho es estar tumbado en tu habitación pudriéndote. La hostilidad que demuestras respecto a mi conferencia es una manifestación de tus sentimientos de fracaso y de tu impotencia mental (?).
—A esa mujerzuela liberal habría que empalarla con el miembro de un garañón especialmente bien dotado —masculló furioso Ignatius.
—¿Qué? ¿Qué dices, hijo?
Ignatius, te acecha una crisis muy grave. Tienes que hacer algo. Hasta el trabajo voluntario en un hospital podría sacarte de la apatía, y quizá no perjudicase a tu válvula y a otras cosas. Sal de esa casa-claustro una hora al día por lo menos. Da un paseo, Ignatius. Contempla los árboles y los pájaros. Comprueba que la vida palpita a tu alrededor.
La válvula se cierra sólo porque cree que está viviendo en un organismo muerto. Abre tu corazón, Ignatius, y se abrirá tu válvula.
Si tienes fantasías sexuales, descríbelas con detalle en tu próxima carta. Quizás yo pueda interpretarte su sentido y ayudarte en esta crisis psicosexual que estás sufriendo. Cuando estaba en la universidad, te dije muchas veces que pasarías por una fase psicótica de este tipo.
Creí que podría interesarte saber que acabo de leer en Revulsión social que Lousiana tiene la tasa más alta de analfabetismo de Estados Unidos. Sal de ese basurero antes de que sea demasiado tarde. La verdad es que no me importa lo que escribiste sobre la conferencia. Comprendo tu estado de ánimo, Ignatius. Los miembros de mi grupo de terapia están siguiendo todos tu caso con mucho interés (se lo he contado todo capítulo por capítulo, empezando por la fantasía paranoica y añadiendo algunos comentarios para ponerles en antecedentes sobre tu persona), y están todos pendientes de ti. Si yo no estuviera tan ocupada con esta conferencia, saldría en viaje de inspección, cosa que debería haber hecho hace mucho, e iría a verte personalmente. Aguanta hasta que nos veamos de nuevo.
M. Minkoff
Ignatius dobló furioso la carta; luego hizo una bola con la bolsa doblada de Macy y la tiró al cubo de la basura. La señora Reilly contempló el rostro enrojecido de su hijo y preguntó:
—¿Qué quiere esa chica? ¿Qué es lo que hace ahora?
—Myrna se dispone a violar a un desdichado negro. En público.
—Ay, qué espanto. Vaya amistades que elegiste, Ignatius. Los pobres negros ya sufren bastante. También ellos tienen una buena cruz. La vida es muy dura, Ignatius. Ya verás, ya.
—Muchísimas gracias —dijo Ignatius en tono profesional.
—¿Te acuerdas de esa pobre señora de color que vende bombones delante del cementerio, Ignatius? Me da mucha pena, la verdad. El otro día la vi con un abriguito de tela todo lleno de agujeros, y hacía frío. Así que fui y le dije, le digo «Ay, querida, te vas a morir de frío con este abrigo de tela lleno de agujeros.» Y ella va y me dice…
—¡Por favor! —gritó furioso Ignatius—. No estoy de humor para historias dialectales.
—Ignatius, escúchame. Daba pena aquella señora, sí. Y va ella y me dice: «Oh, a mí el frío no me importa, querida. Estoy acostumbrada.» ¿Qué valiente, verdad? —la señora Reilly miró emocionadamente a Ignatius buscando su asentimiento pero sólo fue obsequiada con un bigote burlón—. En fin, sabes lo que hice, Ignatius, pues mira, le di una moneda de veinticinco centavos y le dije: «Toma, querida, cómprales una chuchería a tus nietecitos.»
—¿Qué? —explotó Ignatius—. Así que en eso se van nuestras ganancias. Mientras yo me veo casi reducido a mendigar por las calles, tú andas tirando el dinero, regalándoselo a farsantes. Porque todo ese cuento de la ropa de esa mujer no es más que un truco. Tiene un puesto magnífico y muy lucrativo en ese cementerio. Estoy seguro de que gana diez veces más que yo.
—¡Ignatius! Pero si anda vestida con andrajos —dijo con tristeza la señora Reilly—. Ojalá tú fueras tan valiente como ella.
—Ya entiendo. Ahora se me compara con una vieja farsante degenerada. Peor, encima pierdo en la comparación. Mi propia madre calumniándome de ese modo —Ignatius lanzó una manaza sobre el hule—. Bien, me voy a la sala a ver ese programa del Oso Yogui. Entre trago y trago, si tienes tiempo, llévame algo de cena. Mi válvula no hace más que chillar y necesito apaciguarla.
—Cállense de una vez —chilló la señorita Annie a través de las persianas, mientras Ignatius se recogía la bata entraba en el pasillo considerando su problema más importante: organizar un nuevo ataque contra la desvergonzada de Myrna. La operación en defensa de los derechos civiles había fracasado a causa de las deserciones. Tenía que iniciar otras operaciones en los campos de la política y el sexo. Preferiblemente de la política. La estrategia merecía toda su atención.