Santa Battaglia probó una cucharada de la ensalada de patatas, limpió la cuchara con la lengua y la colocó pulcramente sobre una servilleta de papel junto a la ensaladera. Chupando los fragmentos de perejil y de cebolla que le habían quedado entre los dientes, le dijo a la foto de su madre que había en la repisa de la chimenea:
—Les va a encantar. Nadie hace la ensalada de patatas como Santa.
La sala estaba casi dispuesta ya para la fiesta. Sobre la vieja radio había dos botellines de Early Times y una caja de seis botellas de Seven-Up. El fonógrafo que le había pedido prestado a su sobrina, descansaba sobre el gastado linóleo en el centro de la habitación. El cordón se elevaba hasta la araña, donde estaba enchufado. En ambos extremos del sofá rojo de felpa había dos bolsas de patatas fritas de tamaño gigante. Del tarro de aceitunas abierto salía un tenedor. El tarro lo había colocado en una bandejita encima de una cama plegable de ruedas, plegada y cubierta.
Santa cogió la fotografía de la repisa de la chimenea, en la que se veía a una anciana ceñuda, de vestido y medias negros, de pie, en una oscura calleja pavimentada con conchas de ostras.
—Pobre mamá —dijo sentimentalmente Santa, dándole a la foto un beso húmedo y sonoro; la grasa del cristal que cubría la foto indicaba la frecuencia de estos arrebatos afectuosos—. Tú sí que las pasaste negras, madre.
Los ojos sicilianos parecían relumbrar como puras brasas, mirando a Santa desde la foto, que parecía cobrar vida.
—La única foto tuya que tengo, mamá, y estás de pie en una calleja. Hay que ver qué vergüenza.
Santa suspiró lamentando tanta injusticia y dejó la fotografía en la repisa, entre el cuenco de fruta de cera y el ramo de zinias de papel y la imagen de la Virgen María y la figurita del Niño Jesús de Praga. Luego volvió a la cocina a por más cubitos de hielo y a buscar una silla de cocina. Tras volver con la silla y una neverita de campo con cubitos de hielo, colocó sus mejores vasos de mermelada en la repisa, junto a la foto de su madre. La proximidad de la foto la impulsó a cogerla y besarla de nuevo, con lo que el cubo de hielo que tenía en la boca rechinó contra el cristal.
—Todos los días rezo una oración por ti, querida —le dijo a la foto, sin que viniera mucho a cuento, sosteniendo el cubito de hielo con la lengua—. Y puedes estar segura de que habrá siempre una vela encendida por ti en St. Odo.
Alguien llamó en las persianas de la entrada. Al posar precipitadamente la fotografía, Santa la hizo caer de frente.
—¡Irene! —chilló cuando abrió la puerta y vio a la vacilante señora Reilly en las escaleras, y a su sobrino, el patrullero Mancuso, abajo, en la acera—. Entra, mujer. ¡Qué elegante estás!
—Gracias, cielo —dijo la señora Reilly—. ¡Uf! Ya se me había olvidado lo que se tarda en llegar aquí. Angelo y yo nos hemos tirado casi una hora en ese coche.
—Es el tráfico. Eso es, sí —propuso el patrullero Mancuso.
—Ay qué horror, qué catarro —dijo Santa—. Ay, Angelo. Deberías decir en la comisaría que te saquen de esos retretes. ¿Dónde está Rita?
—No tenía ganas de venir. Tenía jaqueca.
—En fin, no me extraña, encerrada en esa casa todo el día con esos críos —dijo Santa—. Tendría que salir más, Angelo. ¿Qué es lo que le pasa a esa chica?
—Nervios —contestó Angelo, con tristeza—. Tiene un problema nervioso.
—Los nervios son algo terrible —dijo la señora Reilly—. ¿Sabes lo que pasó, Santa? Angelo perdió el libro que le dejó Ignatius. Qué lástima, mujer. No me importa lo del libro, pero no hay que decírselo a Ignatius. Menudo lío tendríamos.
La señora Reilly se llevó el dedo a los labios para indicar que lo del libro debía mantenerse para siempre en secreto.
—Bueno, dame el abrigo, anda —dijo Santa diligentemente, casi arrancándole a la señora Reilly el viejo abrigo de lana de entretiempo, color púrpura. Estaba decidida a que el fantasma de Ignatius J. Reilly no asediara su fiesta como tantas veladas de bolos.
—Tienes una casa preciosa. Santa —dijo la señora Reilly, respetuosamente—. Y qué limpia.
—Sí, pero quiero comprar linóleo nuevo para la sala. ¿Has usado alguna vez cortinas de papel, querida? No quedan nada mal. Vi unas preciosas en Maison Blanche.
—Yo compré una vez unas cortinas de papel preciosas para la habitación de Ignatius, pero él las arrancó y las tiró. Dice que son un aborto. ¿Verdad que es horrible?
—Cada cual tiene sus gustos —se apresuró a decir Santa.
—Ignatius no sabe que vine esta noche aquí. Le dije que iba a una novena.
—Angelo, prepárale a Irene algo de beber. Y tómate tú un poco de whisky, te irá bien para ese catarro. Tengo unas cocacolas en la cocina.
—A Ignatius no le gustan las novenas, tampoco. No le gusta nada a ese muchacho. La verdad es que ya me estoy hartando de Ignatius, aunque sea mi hijo.
—Preparé una ensalada de patatas exquisita, ya veréis. Ese señor me dijo que le gustaban las ensaladas de patata.
—Tendrías que ver esos uniformes grandes que me trae para lavar. Y las instrucciones que me da sobre cómo tengo que lavarlos. Parece que vendiera ese jabón en polvo de la tele. La verdad es que parece como si le gustase realmente andar por la calle tirando de ese carro.
—Mira a Angelo, mujer, mira qué cosa tan bárbara nos está preparando.
—¿Tienes aspirinas, Santa?
—Oh, vamos, Irene. ¿Qué clase de fiesta va a ser ésta? Bebe un poco. Espera hasta que venga ese señor. Tenemos que divertirnos. Mira, tú y ese señor podéis bailar aquí mismo delante del fonógrafo.
—¿Bailar? No me apetece bailar con ningún viejo. Además, se me hincharon los pies esta tarde mientras planchaba las batas de Ignatius.
—Irene, no puedes desilusionarle, chica. Tendrías que haber visto la cara que puso cuando le invité en la puerta de la iglesia. Pobre viejo. Apuesto a que nadie le invita.
—El quería venir, ¿no?
—¿Que si quería venir? Me preguntó si tenía que venir de traje.
—¿Y tú qué le dijiste?
—Bueno, pues yo le dije «Póngase lo que quiera, señor mío».
—Oh, qué detalle —la señora Reilly bajó la vista hacia su traje de fiesta, de tafetán verde—. Ignatius me preguntó por qué llevaba un traje de fiesta para ir a la novena. Estaba sentado en su cuarto escribiendo disparates y le digo «¿Qué estás escribiendo ahora, chico?». Y él dice: «Escribo sobre lo que es ser vendedor de salchichas.» ¿Verdad que es horroroso? ¿Quién va a querer leer una historia como ésa? ¿Sabes cuánto trajo hoy a casa de ese sitio de las salchichas? Cuatro dólares. ¿Cómo voy a pagarle yo a ese hombre, dime?
—Mira. Angelo nos ha preparado un combinado estupendo.
La señora Reilly tomó un vaso de mermelada de la mano de Angelo y bebió la mitad de dos tragos.
—¿De dónde has sacado ese gramófono tan bonito, querida?
—¿Cómo dices? —preguntó Santa.
—Ese chisme que tienes ahí en el suelo.
—Es de mi sobrinita. Una chica preciosa. Se ha licenciado ahora en el instituto de St. Odo y ha conseguido ya un trabajo de vendedora, un trabajo estupendo.
—¿Te das cuenta? —dijo muy excitada la señora Reilly—. Apuesto a que se las arregla mejor que Ignatius.
—Dios santo, Angelo —dijo Santa—. Deja ya de toser. Échate ahí y descansa hasta que llegue ese señor.
—Pobre Angelo —dijo la señora Reilly, después de que el patrullero saliera de la habitación—. Es buenísimo, desde luego. Hay que ver qué buenos sois los dos conmigo. Y pensar que nos conocimos cuando él intentaba detener a Ignatius.
—No sé cómo no ha llegado ya ese señor.
—A lo mejor es que no viene, Santa —la señora Reilly terminó su bebida—. Voy a prepararme otro si no te importa, querida. Tengo problemas.
—Hazlo, chica, hazlo. Yo voy a llevar tu abrigo a la cocina y a ver qué tal está Angelo. Vaya gente más alegre que tengo hasta ahora en mi fiesta. Espero que ese señor no se caiga y se rompa una pierna por el camino.
En cuanto salió Santa, la señora Reilly se llenó el vaso con whisky y añadió un chorrito de Seven-Up. Luego cogió la cuchara, probó con ella la ensalada de patatas y, limpiándola bien con los labios, volvió a colocarla sobre la servilletita de papel. La familia de la otra mitad de la casi doble de Santa comenzó en aquel momentó a desencadenar lo que parecía un motín. Tras dar un sorbo al vaso, la señora Reilly pegó la oreja a la pared e intentó filtrar algún significado de todo el guirigay.
—Angelo está tomando un poco de medicina para el catarro —dijo Santa al volver a la sala.
—Tenéis unas paredes estupendas en esta casa, chica —dijo la señora Reilly, incapaz de entender el por qué de la discusión que se desarrollaba al otro lado de la pared—. Ojalá viviéramos aquí Ignatius y yo. La señorita Annie no tendría motivos para quejarse.
—¿Dónde estará ese señor? —preguntó Santa a las persianas de la entrada.
—A lo mejor no viene.
—A lo mejor se le ha olvidado.
—Eso es lo que pasa con los viejos, querida.
—No es tan viejo, Irene.
—¿Qué edad tendrá?
—Debe andar ya rondando los setenta, me imagino.
—Bueno, entonces no es tan viejo. Mi pobre tía Marguerite, la que te conté que le pegaron los chicos para quitarle el bolso, anda por los ochenta —la señora Reilly terminó su bebida—. Quizá se haya ido a ver una película o algo así. Santa, ¿te importaría que me sirviera otro?
—¡Irene! Mujer, vas a caerte redonda. No quiero presentarle a ese señor tan amable a una persona borracha.
—Me serviré sólo un poquito. Hoy estoy tan nerviosa.
La señora Reilly se echó una buena dosis de whisky en el vaso y se sentó otra vez, aplastando una de las bolsas gigantes de patatas fritas.
—Oh, Señor, ¿qué he hecho ahora?
—Acabas de espachurrarme las patatas —dijo Santa, algo irritada.
—Oh, ahora se habrán quedado todas hechas migas —dijo la señora Reilly, sacándose la bolsa de debajo, examinó el aplastado celofán—. Oye, Santa, ¿qué hora tienes? Ignatius dice que está seguro de que los ladrones entrarán en casa esta noche y tengo que irme pronto.
—Vamos, Irene, calma. Acabas de llegar.
—Si quieres que te diga la verdad, Santa, no creo que quiera conocer a ese señor.
—Bueno, pues ahora ya es demasiado tarde.
—Sí, pero ¿qué vamos a hacer ese señor y yo? —preguntó recelosa la señora Reilly.
—Vamos, Irene, tranquilízate de una vez, mujer. Estás poniéndome nerviosa a mí. Lamento haberte pedido que vinieras —Santa apartó un momento el vaso de los labios de la señora Reilly—. Escucha: tú tenías artritis y estabas muy mala. La bolera te ayudó a curarte, ¿no? Te pasabas las noches metida en casa con ese chico loco hasta que apareció Santa, ¿no? Ahora, hazle caso a Santa, preciosa. Supongo que no quieres acabar completamente sola con ese Ignatius. Ese viejo tiene algo de dinero, al parecer. Viste bien. Te conoce de algo. Le gustas —Santa miró a la señora Reilly a los ojos—. ¡Ese viejo puede pagar tu deuda!
—¿Sí? —la señora Reilly no había pensado en ello; el viejo pasó de pronto a ser algo más atractivo—. ¿Y es limpio?
—Claro que es limpio —dijo Santa irritada—. ¿Crees que voy a presentarle a mi amiga a un vagabundo?
Alguien llamó quedamente a las persianas de la puerta de entrada.
—Oh, seguro que es él —dijo ávidamente Santa.
—Dile que tuve que irme, querida.
—¿Irte? ¿Adónde vas a irte, Irene? Si ese hombre está en la puerta.
—Es él, ¿verdad?
—Déjame que mire.
Santa abrió la puerta y echó hacia afuera las persianas.
—Hola, señor Robichaux —dijo en la noche a alguien a quien la señora Reilly no podía ver—. Estábamos esperándole. Aquí mi amiga la señorita Reilly estaba preguntando dónde estaría usted. Pase, pase, que ahí fuera hace frío.
—Sí, señorita Battaglia, siento haber llegado un poco tarde, pero tuve que dar un paseo por el barrio con mis nietecitos. Rifaban unos rosarios de las hermanas.
—Estoy enterada, sí —dijo Santa—. Compré el otro día un número. Me lo vendió un chiquillo. Son unos rosarios preciosos. Una señora que conozco ganó el motor fuera-borda que rifaron las hermanas el año pasado.
La señora Reilly estaba sentada en el sofá, inmóvil, mirando fijamente su vaso, como si acabara de descubrir una cucaracha flotando en él.
—¡Irene! —gritó Santa—. ¿Qué haces, chica? Di «Hola» al señor Robichaux.
La señora Reilly alzó la vista y reconoció al viejo al que había detenido el patrullero Mancuso delante de D. H. Holmes.
—Me alegro de conocerle —dijo la señora Reilly al vaso.
—Quizá la señorita Reilly no se acuerde —le dijo el señor Robichaux a Santa, que resplandecía de felicidad—. Pero ya nos conocemos.
—¡Vaya, pensar que ustedes dos son viejos amigos! —dijo Santa muy feliz—. Qué pequeño es el mundo.
—Ay, yi, yi, yi —dijo la señora Reilly, la voz ahogada por la angustia—. Oh la lá.
—¿Se acuerda usted? —dijo el señor Robichaux—. Fue en el centro, junto a Holmes. Aquel policía intentaba llevarse a su chico, pero me llevó a mí en su lugar.
Santa enarcó las cejas sorprendida.
—¡Oh, sí! —dijo la señora Reilly—. Creo que ya me acuerdo. Un poco.
—Pero no fue culpa suya, señorita Reilly. Fueron ellos, los policías. Son todos una pandilla de comunistas.
—No tan alto —advirtió la señora Reilly—. Las paredes son muy finas en esta casa.
Y, tras decir esto, movió el codo y derribó del brazo del sofá su vaso vacío.
—¡Oh, señor! Santa, quizá debieras decirle a Angelo que se fuese. Yo ya cogeré un taxi. Dile que se vaya por la parte de atrás. Es más fácil para él, ¿comprendes?
—Ya entiendo lo que quieres decir, querida —Santa se volvió al señor Robichaux—. Escuche, cuando nos vio a mi amiga y a mí allí en la bolera, no iba con nosotras ningún hombre, ¿verdad?
—Ustedes, señoras, estaban solas.
—¿No fue ésa la noche en que A. se hizo detener? —cuchicheó la señora Reilly a Santa.
—Oh, sí, Irene. Tú pasaste a recogerme en tu coche. Acuérdate que se soltó el parachoques del todo, justo enfrente de la bolera.
—Sí, sí. Lo puse en el asiento de atrás. Ignatius fue el que me hizo destrozar ese coche, me ponía tan nerviosa desde el asiento de atrás.
—Oh, no —dijo el señor Robichaux—. Lo único que no puedo soportar es un mal perdedor o un mal deportista.
—Si alguien me hace una cochinada —continuó Santa— yo procuro poner la otra mejilla, ¿sabe lo que quiero decir? Esa es la forma cristiana de actuar. ¿Verdad que sí, Irene?
—Claro que sí, querida —ratificó calurosamente la señora Reilly—. Santa, cielo, ¿tienes aspirinas?
—¡Irene! —dijo Santa furiosa—. Oiga, señor Robichaux, imagínese ahora que ve a aquel policía que le detuvo.
—Espero no volver a verle nunca —dijo con apasionamiento el señor Robichaux—. Es un asqueroso comunista. Esa gente quiere imponer aquí el estado policial.
—Sí, pero supongámoslo. ¿No le perdonaría y le olvidaría?
—Santa —interrumpió la señora Reilly—. Yo creo que voy a dar una vuelta hasta la cocina a ver si encuentro aspirinas.
—Fue una cosa horrorosa —dijo el señor Robichaux a Santa—. Toda mi familia se enteró. La policía llamó a mi hija.
—Bueno, eso no tiene importancia —dijo Santa—. A todo el mundo le detienen alguna vez en su vida. ¿Ve usted, la ve? —Santa cogió la foto que yacía boca abajo en la repisa de la chimenea y se la enseñó a sus dos invitados—: Mi pobre mamá querida. La policía se la llevó del Lautenschlaeger Market cuatro veces por alterar el orden.
Santa hizo una pausa para dar un húmedo beso a la foto y luego concluyó:
—¿Creen que se preocupó por eso? En absoluto.
—¿Es ésa tu mamá? —preguntó muy interesada la señora Reilly—. Debió llevar una vida dura, ¿eh? Ay, las madres sufren mucho en esta vida, créeme.
—En fin, como iba diciendo —continuó Santa— yo no me preocuparía tanto porque me hubieran detenido. Los policías también tienen problemas. A veces, se equivocan. Después de todo, son seres humanos.
—Yo he sido siempre una ciudadana decente —dijo la señora Reilly—. Voy a lavar mi vaso a la fregadera.
—Siéntate, Irene. Déjame hablar con el señor Robichaux.
La señora Reilly se acercó al viejo aparato de radio y se sirvió un vaso de Early Times.
—Nunca olvidaré a aquel patrullero Mancuso —decía el señor Robichaux.
—¿Mancuso? —preguntó Santa, muy sorprendida—. Yo tengo muchos parientes con ese mismo apellido. En realidad, uno de ellos pertenece a la policía, y además está aquí ahora, precisamente.
—Creo que oigo a Ignatius que me llama. Será mejor que me vaya.
—¿Llamarte? —preguntó Santa—. ¿Qué quieres decir, Irene? Ignatius está a nueve kilómetros de aquí. Mira, ni siquiera le hemos ofrecido de beber al señor Robichaux. Prepárale algo, mujer, mientras voy a por Angelo.
La señora Reilly estudiaba ansiosamente su vaso, con la esperanza de encontrar en él una cucaracha o una mosca al menos.
—Déme ese abrigo, señor Robichaux. ¿Cómo le llaman sus amigos?
—Claude.
—Claude, yo soy Santa. Y ésta es Irene. Saluda, Irene.
—Hola —dijo maquinalmente la señora Reilly.
—Vayan ustedes conociéndose mientras voy a llamar a Angelo —dijo Santa, y desapareció en la otra habitación.
—¿Qué tal ese muchachote suyo? —preguntó el señor Robichaux, para poner fin al silencio que había caído sobre ellos.
—¿Quién?
—Su hijo.
—Ah, él. Bien, muy bien.
El pensamiento de la señora Reilly volvía a la Calle Constantinopla, donde había dejado a Ignatius escribiendo en su habitación y mascullando cosas acerca de Myrna Minkoff. A través de la puerta, la señora Reilly le había oído decir: «Habría que azotarla hasta dejarla sin sentido.»
Hubo un largo silencio interrumpido sólo por los violentos sorbetones que daba la señora Reilly en el borde del vaso.
—¿Quiere usted unas patatas fritas? —preguntó por fin la señora Reilly, tras descubrir que aquel silencio la hacía sentirse aún peor.
—Sí, creo que comeré unas pocas.
—Están en esa bolsa que hay junto a usted —la señora Reilly observó al señor Robichaux abrir el paquete de celofán; la cara y el traje de gabardina gris del señor Robichaux parecían los dos limpios y recién planchados—. Puede que Santa necesite ayuda. Pudo caerse al entrar.
—Pero si no hace ni un minuto que salió de aquí. Ya volverá.
—Estos suelos son peligrosos —comentó la señora Reilly, estudiando atentamente el resplandeciente linóleo—. Puedes resbalar, caer y romperte la crisma.
—Hay que andar con cuidado en esta vida.
—¿Verdad que sí? Yo siempre soy muy cuidadosa.
—Yo también. Merece la pena andar con tiento en este mundo.
—Claro que sí. Eso le decía yo a Ignatius precisamente el otro día —mintió la señora Reilly—. Va y me dice: «Mamá, a que merece la pena andar con cuidado en este mundo». Y le digo: «Así es, hijo, hay que tener cuidado».
—Ese es un buen consejo.
—Yo ando siempre dándole consejos a Ignatius. Siempre estoy procurando ayudarle, sabe.
—Estoy seguro de que es usted una buena mamá. Les he visto a usted y al muchacho muchísimas veces por el centro, y siempre me pareció que era un muchachote muy majo de aspecto. Destaca mucho, sabe.
—Procuro ayudarle y velar por él, sí, señor. Le digo: «Ten cuidado, hijo. Mira lo que haces no vayas a resbalar y a abrirte la cabeza o a fracturarte un brazo» —la señora Reilly chupó un poco los cubitos de hielo—. Ignatius aprendió seguridad en mis rodillas. Es algo que siempre me ha agradecido.
—Un buen adiestramiento, créame.
—Yo le digo siempre a Ignatius, siempre le digo: «Ten mucho cuidado al cruzar la calle, hijito.»
—Hay que andar con cuidado con el tráfico, Irene. Supongo que no le importa que la llame por el nombre, ¿verdad?
—Claro que no, por Dios.
—Irene es un nombre muy bonito.
—¿Usted cree? Ignatius dice que no le gusta —la señora Reilly se santiguó y terminó el vaso—. Llevo una vida muy dura, señor Robichaux. No me importa decírselo.
—Llámeme Claude.
—Dios es testigo. Tengo que arrastrar una horrible cruz. ¿Quiere usted beber algo?
—Sí, gracias. Pero que no sea muy fuerte. Yo no soy bebedor.
—Oh, Señor —gimoteó la señora Reilly, llenando dos vasos hasta el borde de whisky—. Cuando pienso lo que tengo que sobrellevar. Hay veces que me pondría a llorar y no acabaría nunca.
Y, tras esto, la señora Reilly rompió a llorar estrepitosamente.
—Por Dios, no llore usted —suplicó el señor Robichaux, muy turbado por el giro trágico que parecía tomar la velada.
—Tengo que hacer algo. Tengo que llamar a las autoridades para que se lleven a ese chico —la señora Reilly sollozó; luego hizo una pausa para tomar un trago de Early Times—. Quizá le metan en un reformatorio o algo así.
—¿Pero no tiene treinta años?
—Ay, Señor, qué disgusto.
—¿No está escribiendo algo?
—Tonterías que nadie querrá leer nunca. Ahora él y esa Myrna se escriben insultos. Ignatius me dice que va a destrozar a esa chica. ¿Verdad que es espantoso? Pobre Myrna.
El señor Robichaux, como no se le ocurría nada que decir, preguntó:
—¿Por qué no busca un sacerdote que vaya a hablar con su hijo?
—¿Un sacerdote? —gimió la señora Reilly—. Ignatius no hará caso a un sacerdote. El dice que el sacerdote de la parroquia es un hereje. Cuando se le murió el perro tuvieron una discusión terrible.
El señor Robichaux no pudo dar con ningún comentario para aquella enigmática declaración.
—Fue espantoso. Creí que me iban a echar de la iglesia. No sé de dónde saca ese chico tales ideas. Menos mal que su papá no vive. Qué disgusto si le viese con ese carro por la calle.
—¿Qué carro?
—Anda por la calle vendiendo salchichas.
—Oh. ¿Ha encontrado trabajo ya?
—¿Trabajo? —gimió la señora Reilly—. En el barrio ya se ha enterado todo el mundo. La señora de al lado me hace montones de preguntas. Toda la Calle Constantinopla habla de él. Cuando pienso en el dineral que me gasté para darle estudios. En fin, yo creía que los hijos estaban para ayudarla a una en su vejez. ¿Qué ayuda puede prestarme a mí Ignatius?
—Puede que su hijo haya estudiado demasiado —comentó el señor Robichaux—. En las universidades hay muchísimos comunistas.
—¿Sí? —preguntó muy interesada la señora Reilly, enjugándose las lágrimas con la falda del traje de fiesta de tafetán verde, sin advertir que estaba mostrándole al señor Robichaux las amplias carreras que tenían sus medias en las rodillas—. Puede que ese sea el problema de Ignatius. Es muy propio de un comunista tratar mal a su mamá.
—Pregúntele alguna vez a su hijo qué piensa de la democracia.
—Sí lo haré, sí —dijo muy feliz la señora Reilly; Ignatius era justo el tipo que podía ser comunista. Hasta lo parecía un poco—. A lo mejor puedo asustarle.
—Ese chico no debería darle tantos disgustos. Usted tiene muy buen carácter. Es algo que yo admiro en una señora. Cuando la reconocí allí junto a la bolera, cuando iba usted con la señorita Battaglia, me dije: «Ojalá algún día pueda conocerla».
—¿Dijo usted eso?
—Admiré su integridad, defendiendo a su chico frente a aquel policía asqueroso, especialmente teniendo como tiene problemas con él en casa. Hace falta valor.
—Ojalá hubiera dejado que Angelo se lo llevara. Nada habría pasado. Ignatius estaría encerrado en la cárcel, seguro.
—¿Quién es Angelo?
—¡Vaya! Qué bocazas soy. ¿Qué dije, Claude?
—No sé qué de Angelo.
—Señor, Señor, voy a ver si Santa está bien. Pobrecilla. A lo mejor se ha quemado en la cocina. Santa anda siempre quemándose. No tiene ningún cuidado con el fuego, sabe.
—Si se hubiera quemado, gritaría.
—No, Santa no. Es muy valiente. Nunca se queja. Es esa sangre italiana vigorosa.
—¡Dios santo! —gritó el señor Robichaux, poniéndose en pie de un salto—. ¡Pero si es él!
—¿Qué? —preguntó aterrada la señora Reilly y, girándose, vio a Santa y a Angelo, allí a la entrada de la sala—. Ves, Santa. Sabía que pasaría esto. Señor, ya tengo los nervios disparados. Debería haberme quedado en casa.
—Si no fuera usted un asqueroso policía, le partiría las narices —le gritó el señor Robichaux a Angelo.
—Bueno, cálmese, Claude —dijo Santa muy pausada—. Angelo no quería hacerle ningún daño.
—Me hundió, ese comunista.
El patrullero Mancuso tosió violentamente. Parecía deprimido. Se preguntaba qué cosa horrible iría a sucederle a continuación.
—Oh, Dios mío, será mejor que me vaya —dijo desesperada la señora Reilly—. Lo que más necesito yo en este momento es una pelea. Saldríamos todos en el periódico. Entonces sí que se pondría contento Ignatius.
—¿Cómo me trajo usted aquí? —preguntó el señor Robichaux furioso a Santa—. ¿Qué es esto?
—Santa, cariño, ¿querrías llamarme un taxi?
—Cállate de una vez, Irene —contestó Santa—. Escuche, Claude, Angelo dice que siente mucho haberle detenido.
—Eso no significa nada. Es demasiado tarde para eso. Quedé deshonrado frente a mis nietos.
—No se enfade usted con Angelo —suplicó la señora Reilly—. Fue todo culpa de Ignatius. Es de mi propia sangre, pero tiene una pinta tan rara cuando sale… Angelo debería haberle encerrado.
—Eso mismo —añadió Santa—. Mire lo que le dice Irene, Claude. Y tenga cuidado, no vaya a pisar mi bonito fonógrafo.
—Si Ignatius hubiera sido amable con Angelo, no habría pasado nada de lo que pasó —explicó la señora Reilly a su público—. Fíjese el catarro que ha cogido el pobre Angelo. Lleva una vida muy dura, Claude.
—Cuéntaselo, chica, cuéntaselo —dijo Santa—. Angelo cogió ese catarro por haberle detenido a usted, Claude.
Santa blandió un dedo gordinflón hacia el señor Robichaux, un poco acusadoramente.
—Ahora tiene que estar metido en un retrete —añadió—. Y a la próxima, le echarán a patadas del cuerpo.
El patrullero Mancuso tosió muy triste.
—Quizá me haya excitado un poco —concedió el señor Robichaux.
—No debí detenerle —jadeó Angelo—. Me puse nervioso.
—Todo fue culpa mía —dijo la señora Reilly—. Por intentar proteger a ese Ignatius. Debería haber permitido que se lo llevara, Angelo.
La señora Reilly volvió su rostro blanco y empolvado hacia el señor Robichaux y añadió:
—Señor Robichaux, usted no conoce a Ignatius. Ignatius arma líos dondequiera que va.
—Alguien debería romperle la cara a ese Ignatius —dijo Santa solícita.
—Alguien debería partirle la boca —añadió la señora Reilly.
—Alguien debería darle una buena zurra a ese Ignatius —dijo Santa—. Venga, ahora todos amigos.
—De acuerdo —dijo el señor Robichaux, que tomó la mano de Angelo, de un blanco azulado, y la estrechó fláccidamente.
—Oh, qué bien —dijo la señora Reilly—. Ven a sentarte en el sofá, Claude, y Santa puede poner ese bonito fonógrafo de su sobrinita.
Mientras Santa ponía un disco de Fats Domino en el fonógrafo, Angelo, moqueando y un poco confuso, se sentó en la silla de cocina, enfrente de la señora Reilly y el señor Robichaux.
—Oh, qué lindo —gritó, jovial, la señora Reilly, por encima del estruendo ensordecedor del piano y la batería—. Santa, cielo, ¿querrías bajarlo un poco?
El ritmo atronador disminuyó levemente de volumen.
—Muy bien —gritó Santa a sus invitados—. Ahora, todos amigos. Voy a por unos platos para servir mi ensalada de patatas. Venga, vamos, Irene, Claude. Muevan un poco el esqueleto, chicos.
Los dos ojillos negros como carbones la miraban ceñudos desde la repisa de la chimenea, mientras salía alegremente de la sala. Los tres invitados, sumergidos en el ritmo atronador del fonógrafo, examinaban en silencio las paredes color rosa y los dibujos de flores del linóleo. Luego, de repente, la señora Reilly gritó dirigiéndose a los dos caballeros:
—¿Saben qué? Ignatius tenía abierta el agua en la bañera cuando me fui y apuesto a que se olvidó de cerrarla.
Al ver que nadie contestaba, añadió:
—Qué vida tan dura la de las madres.