—Déjala sola —dijo el señor Levy—. Mira, intenta dormir.
—¿Dejarla sola? —la señora Levy incorporó a la señorita Trixie en el sofá de nylon amarillo—. ¿Es que no te das cuenta, Gus, de que ésa es la tragedia de la vida de esta pobre mujer? Que siempre la han dejado sola. Que no le han hecho caso nunca. Ella necesita a alguien, necesita amor.
—Uf.
La señora Levy era una mujer de intereses e ideales elevados. A lo largo de los años, se había entregado apasionadamente al bridge, a las violetas africanas, a Susan y Sandra, al golf, a Miami, a Fanny Hurst y a Hemingway, a los cursos por correspondencia, a las peluqueras, al sol, a las comidas de gourmet, al baile de salón y, en los últimos años, a la señorita Trixie. Siempre había tenido que conformarse con actuar con la señorita Trixie a distancia, una situación insatisfactoria para poner en práctica el plan bosquejado en el curso de psicología por correspondencia, cuyo examen final había suspendido estrepitosamente. La escuela por correspondencia se había negado a darle ni siquiera un cero. Pero ahora que la señora Levy había jugado bien sus cartas en lo relativo al despido del joven idealista, tenía a la señorita Trixie en propia y arrugada carne, visera, playeros y todo. El señor González había concedido muy gustoso vacaciones indefinidas a su ayudante de contabilidad.
—Señorita Trixie —dijo dulcemente la señora Levy—. Despierte.
La señorita Trixie abrió los ojos, jadeó:
—¿Estoy jubilada?
—No, querida.
—¿Cómo? —masculló la señorita Trixie—. ¡Yo creí que ya estaba jubilada!
—Señorita Trixie, usted cree que está vieja y cansada. Eso es muy malo.
—¿Quién?
—Usted.
—Oh. Lo estoy. Estoy muy cansada.
—¿No ve? —dijo la señora Levy—. Está todo en su cabeza. Lo que tiene usted es psicosis de edad. Aún es una mujer muy atractiva. Debe decirse usted: «Aún soy atractiva. Soy una mujer muy atractiva.»
La señorita Trixie exhaló un sonoro ronquido sobre el pelo lacado de la señora Levy.
—¿Quieres dejarla en paz, por favor, doctor Freud? —dijo furioso el señor Levy, alzando la vista de un Sports Illustrated—. Casi tengo ganas ya de que vuelvan a casa Susan y Sandra para que puedas entretenerte con ellas. ¿Qué fue de tu partida de canasta?
—No me hables, fracasado. ¿Cómo puedo jugar a la canasta cuando hay aquí una psicópata con problemas?
—¿Psicópata? Esta mujer está senil. Tuvimos que parar en unas treinta gasolineras por el camino. Al final me cansé de salir del coche y enseñarle cuál era el aseo de caballeros y cuál el de señoras, así que la dejé elegir a ella. Establecí un sistema. La ley de los promedios. Aposté por ella y el resultado fue, más o menos, de cincuenta a cincuenta.
—No me expliques más —advirtió la señora Levy—. Ni una palabra más. Es demasiado típico. Permitir a esta compulsiva anal hacer el ridículo de ese modo.
—¿No ponen ahora la emisión de Laurence Welk? —preguntó de pronto la señorita Trixie.
—No, querida, tranquilícese.
—Es sábado.
—Todavía no es la hora. No se preocupe. Dígame, ¿qué sueña?
—No me acuerdo en este momento.
—Inténtelo —dijo la señora Levy, tomando como notas en su agenda con un lápiz automático que tenía un diamante falso—. Debe usted intentarlo, señorita Trixie. Tiene alterado el juicio, querida mía. Es usted como una tullida.
—Puede que sea vieja, pero no estoy tullida —dijo furiosa la señorita Trixie.
—Oye, estás poniéndola nerviosa, Florence Nightingale —dijo el señor Levy—. Con tanto que sabes de psicoanálisis, estás destrozando lo poco que queda ya en esa cabeza. Ella lo único que quiere es jubilarse y dormir.
—Tú has destrozado ya tu vida. No hagas lo mismo con la suya. No es un caso de jubilación. Hay que conseguir que se sienta deseada, que se sienta necesaria y querida…
—¡Enciende esa maldita tabla de ejercicios y déjala echar una siesta!
—Creí que estábamos de acuerdo en no meter la tabla en esto.
—Déjala en paz, déjame en paz. Vete a montar en tu bici fija.
—¡Silencio, por favor! —croó la señorita Trixie, frotándose los ojos.
—Tenemos que hablar en un tono agradable delante de ella —cuchicheó la señora Levy—. Las voces estentóreas, las discusiones, sólo harán que se sienta más insegura.
—De acuerdo. Tranquilidad. Silencio. Y saca a ese vejestorio de mi sala.
—Bien, hombre, bien. Piensa en ti sólo, como siempre. Si tu padre te pudiera ver hoy —los párpados aguamarina de la señora Levy se alzaron en un gesto de horror—. Un playboy apolillado a la caza de emociones.
—¿Emociones?
—Cállense de una vez —avisó la señorita Trixie—. En mala hora me trajeron aquí. Se estaba mucho mejor allí con Gómez. Aquello era mucho más bonito y mucho más tranquilo. Si se trata de una inocentada, no me parece divertida —miró al señor Levy con sus ojos reumáticos—. Usted es el tipo que despidió a mi amiga Gloria. Pobre Gloria. La persona más amable que trabajó en esa oficina.
—¡Oh no! —la señora Levy suspiró; luego, se volvió a su marido—. ¿Así que sólo habías despedido a una persona, eh? ¿Y esa Gloria? Una persona que trata a la señora Trixie como a un ser humano. Una persona que es amiga suya. ¿Tú sabes esto? ¿Te interesa? Oh, no. Para ti, Levy Pants igual podría estar en Marte. Llegas un día allí de la pista de carreras y echas a Gloria de una patada.
—¿Gloria? —preguntó el señor Levy—. ¡Yo no despedí a ninguna Gloria!
—¡Sí, sí que lo hizo! —gorjeó la señorita Trixie—. Lo vi con mis propios ojos. La pobre Gloria era la bondad misma, recuerdo que me regaló unos calcetines y un bocadillo de mortadela.
—¿Calcetines y un bocadillo de mortadela? —el señor Levy silbó entre dientes—. Dios santo.
—Muy bien —gritó la señora Levy—. Búrlate de esta criatura menospreciada. No me cuentes todo lo que hiciste en Levy Pants. No podría soportarlo. No les explicaré a las chicas lo de Gloria. No comprenderían que pudiese existir un corazón como el tuyo. Son demasiado inocentes.
—Sí, mejor será que no intentes hablarles de Gloria —dijo furioso el señor Levy—. Si sigues con esta estupidez, acabarás en la playa de San Juan con tu madre riéndose y nadando y bailando allí.
—¿Me amenazas acaso?
—¡Cállense ya! —gruñó más alto la señorita Trixie—. Quiero volver a Levy Pants ahora mismo.
—¿Lo ves? —dijo la señora Levy a su marido—. Ya oyes que desea trabajar. Y tú quieres destrozarla jubilándola. Gus, por favor. Busca ayuda. Acabará muy mal si no.
La señorita Trixie buscaba la bolsa de trapos que había llevado allí como equipaje.
—Venga, venga, señorita Trixie —dijo el señor Levy como si estuviera llamando a un gatito—. Vamos a por el coche.
—Gracias a Dios —suspiró la señorita Trixie.
—¡Quítale las manos de encima! —chilló la señora Levy.
—Ni siquiera me he levantado de mi asiento —contestó su marido.
La señora Levy empujó de nuevo al sofá a la señorita Trixie y dijo:
—Vamos, quédese ahí. Necesita usted ayuda.
—No de ustedes —masculló la señorita Trixie—. Déjeme levantarme.
—Déjala levantarse.
—Por favor —la señora Levy alzó en gesto de advertencia una mano rolliza y ensortijada—. No te preocupes por esta criatura menospreciada a quien he tomado bajo mi protección. Tampoco te preocupes por mí. Olvida a tus hijitas. Súbete a tu coche deportivo y vete. Hay una regata esta tarde. Mira, puedes ver las velas desde la ventana panorámica que he hecho instalar con el dinero que tanto trabajo le costó ganar a tu padre.
—Me vengaré de ustedes —masculló la señorita Trixie desde el sofá—. Ya verán, ya.
Intentó levantarse, pero la señora Levy la tenía bien sujeta al nylon amarillo.