—Santa, tenía que llamarte, cariño.
—¿Qué pasa, Irene, chica? —preguntó con mucha emoción, con su grave voz de rana la señora Battaglia.
—Es Ignatius.
—¿Qué ha hecho ahora, querida? Cuéntaselo a Santa.
—Espera un minuto. Deja que me asegure de que sigue en la bañera.
La señora Reilly escuchó inquieta los espectaculares chapoteos cuyo rumor llegaba del cuarto de baño. Se oyó luego en el pasillo, atravesando la puerta despintada del baño, un bufido ballenáceo.
—No hay problema. Sigue en la bañera. No puedo mentirte, Santa. Tengo un disgusto horrible.
—Oh.
—Ignatius vino hace una hora vestido como un carnicero.
—Bueno. Eso es que ha encontrado por fin otro trabajo, ese gordo desgraciado.
—Pero no en una carnicería, querida —dijo la señora Reilly, con voz muy afligida—. Está de vendedor ambulante de bocadillos de salchicha.
—Oh, no —croó Santa—. ¿De vendedor de bocadillos de salchichas? ¿Quieres decir por la calle?
—Sí, querida, por la calle como un vagabundo.
—Un vagabundo, sí, qué horror, chica. Peor aún. Lee alguna vez las notas de la policía en el periódico. Son todos un hatajo de maleantes.
—¡Verdad que es horrible!
—¡Habría que romperle las narices a ese chico!
—Cuando llegó a casa, Santa, me dijo «A que no adivinas qué trabajo he conseguido». Yo primero dije, «Carnicero», comprendes…
—Claro, claro.
—Y entonces, él dijo, con todo descaro: «Otra cosa. Frío, frío.» Seguí pensando unos cinco minutos hasta que, en fin, no pude dar con más trabajos en los que pudiera llevarse una bata blanca como ésa. Así que por fin me dijo: «No has acertado. He conseguido trabajo de vendedor de bocadillos de salchichas.» Casi me desmayo, Santa. Allí mismo, en la cocina. Habría sido algo horrible, romperme la cabeza allí contra el suelo.
—A él le hubiera dado igual. A ése no le importa.
—A él no le importa, no.
—No le importa ya nada.
—A él le da igual lo que le pase a su pobre madre —dijo la señora Reilly—. Con todos sus estudios… Vendiendo bocadillos por la calle, a plena luz del día.
—¿Y qué le dijiste, chica?
—No le dije nada. No pude. Antes de que pudiera abrir la boca, se metió en el baño. Y allí sigue, llenando el suelo de agua.
—Espera un momento, Irene. Es que están aquí mis nietecitas pasando el día —dijo Santa y gritó—: ¡Sal de una vez de la cocina, niña, y vete a jugar a la acera o te rompo los morros!
Una voz de niña respondió algo.
—Señor, señor —continuó Santa, tranquilamente, dirigiéndose ya a la señora Reilly—. Son unas niñas muy buenas, pero a veces, ya sabes… ¡Niña! Como no te vayas ahora mismo a jugar a la calle con tu bici te rompo la cara de un bofetón. No cuelgues, Irene, un momento.
La señora Reilly oyó a Santa dejar el teléfono. Luego, una niña gritó, se oyó un portazo y Santa volvió a coger el teléfono.
—Ay, Dios. Sabes, Irene, ¡esa niña no obedece a nadie! Estoy preparando unos spaghetti con salsa y no hace más que jugar con la cazuela. Ojalá las hermanas le zurrasen un poco en el colegio. Mira a Angelo. Tendrías que ver cómo le pegaban las hermanas en el colegio cuando era pequeño. Una hermana le tiró una vez contra el encerado. Por eso Angelo es hoy un hombre tan dulce y tan considerado.
—A Ignatius las hermanas le querían con locura. Era un niño tan rico. Ganaba todas las estampitas porque era el que mejor se sabía el catecismo.
—Pues deberían haberle roto la cabeza a coscorrones.
—Ay, cuando volvía a casa con todas aquellas estampitas —sollozó la señora Reilly—. Nunca pensé que acabaría vendiendo salchichas por la calle a plena luz del día.
La señora Reilly lanzó una tos nerviosa y fuerte por el teléfono y añadió:
—Pero, dime, querida, ¿cómo le va a Angelo?
—Rita, su mujer, me telefoneó hace un rato para decirme que cree que tiene neumonía, de tanto estar allí metido en los lavabos. Te lo aseguro, Irene, Angelo se está quedando pálido como un fantasma. No le tratan nada bien en esa comisaría, pobrecillo. Con lo que él ama al cuerpo. Si vieras lo orgulloso que estaba cuando se graduó en la academia de policía.
—Sí, el pobre Angelo no tiene buen aspecto —convino la señora Reilly—. Va a coger un catarro malo, ese muchacho. En fin, quizá se anime un poco si lee eso que me dio Ignatius para que le diese. Ignatius dice que es una lectura estimulante.
—¿Sí? Pues yo no confiaría en ninguna «lectura estimulante» que viniese de Ignatius. Lo más probable es que sea una colección de cosas indecentes.
—Imagínate que le vea un conocido con uno de esos carros.
—No te avergüences, chica. No es culpa tuya que ese chico te haya salido así —dijo Santa—. Lo que tú necesitas en esa casa es un hombre, querida, un hombre que meta en cintura a ese muchacho. Voy a ver, si localizo a aquel señor tan agradable que me preguntó por ti.
—Yo no quiero ningún señor agradable. Lo único que quiero es un hijo agradable.
—No te preocupes. Déjalo todo en manos de Santa. Yo lo resolveré. El hombre del mercado de pescado dice que no sabe cómo se llama ese señor, pero ya lo averiguaré. La verdad es que creo que le vi el otro día bajando por la Calle St. Ferdinand.
—¿Preguntó por mí?
—Verás, Irene, la verdad es que no tuve oportunidad de hablar con él. Ni siquiera sé si se trataba del mismo señor.
—¿Te das cuenta? A ese señor yo no le importo nada.
—No digas eso, mujer. Preguntaré en la cervecería. Ya miraré en misa el domingo. Descubriré cómo se llama.
—Ese viejo no se interesa por mí.
—Vamos, Irene, nada perderás con conocerle.
—Ya tengo bastantes problemas con Ignatius. Qué desgracia, Santa. Imagínate que la señorita Annie, la señora que vive al lado, le vea con un carro de ésos. Ya anda diciendo que va a denunciarnos por escándalo. Se pasa la vida espiando por esa calleja, detrás de las persianas.
—No puedes andar preocupándote por la gente, Irene —aconsejó Santa—. La gente de mi calle anda siempre criticando. Si eres capaz de vivir en la parroquia de St. Odo de Cluny, puedes vivir en cualquier sitio. Son muy mala gente, créeme. En esta misma manzana hay una mujer que si no deja de levantar cuentos de mí le voy a pegar un ladrillazo en la cabeza. El otro día me dijeron que andaba diciendo que soy una «viuda alegre». Pero ya verá ésa. Le voy a dar su merecido. Creo que se entiende con uno que trabaja en los astilleros, además. Voy a escribirle una cartita anónima a su marido, que va a saber ella lo que es bueno.
—Sé bien lo que son esas cosas, querida. Recuerda que viví en Dauphine de jovencita. Los anónimos que recibía mi papá… sobre mí. Algo horrible. Siempre pensé que las escribía mi prima, aquella pobre solterona.
—¿Qué prima era ésa? —preguntó Santa con interés. Los parientes de Irene Reilly siempre tenían sangrientas biografías dignas de conocerse.
—La que de niña se echó por un brazo una olla de agua hirviendo. Tenía una pinta así como escaldada, no sé si me entiendes… Yo siempre la veía allí, escribiendo en la mesa de la cocina, en casa de su madre. Seguro que escribía cosas de mí. Cuando el señor Reilly empezó a cortejarme, le dio una envidia…
—Así son las cosas —dijo Santa; un pariente escaldado era una imagen de suicida en la galería dramática de Irene; luego, dijo áspera y alegremente—: Daré una fiestecita para ti y Angelo y su mujer, si es que viene.
—Oh, qué amable, Santa, pero la verdad es que no me siento con muchas ganas de fiesta estos días.
—Te hará bien moverte un poco, mujer. Si puedo localizar a aquel viejo, le invitaré también. Podéis bailar él y tú.
—Bueno, si ves a ese señor, dile que la señorita Reilly le manda saludos.
Tras la puerta del cuarto de baño Ignatius estaba pasivamente sumergido en el agua tibia, empujando la jabonera de plástico por la superficie hacia adelante y hacia atrás con un dedo, y escuchando de vez en cuando a su madre hablar por teléfono. A veces, sostenía bajo el agua la jabonera hasta que se llenaba y se hundía. Luego, tanteaba buscándola por el fondo de la bañera, la vaciaba y la hacía navegar de nuevo. Sus ojos azules y amarillos descansaban sobre un sobre de papel manila sin abrir que había encima del lavabo. Había estado un rato pensando si abrir o no aquel sobre. El trauma de haber encontrado empleo había afectado negativamente a su valor, y esperaba que el agua caliente en la que chapoteaba como un hipopótamo de color rosa tuviera efectos calmantes sobre su organismo. Entonces atacaría el sobre. Vendedores Paraíso acabaría siendo un patrón agradable. Podría pasar el tiempo estacionado en algún sitio junto al río acumulando notas para el Diario. El señor Clay tenía un cierto aire paternal que a Ignatius le agradaba. El viejo, el marcado y enjuto magnate de la salchicha, sería un nuevo personaje muy atractivo para el Diario.
Ignatius se sintió por fin lo suficientemente relajado y, alzando su goteante corpachón fuera del agua, cogió el sobre.
—¿Por qué tendrá que utilizar estos sobres? —se preguntó furioso, examinando el circulito de un matasellos de Planetarium Station, Nueva York, sobre el grueso papel marrón. El contenido probablemente esté escrito con lápiz de marcar o con algo peor.
Abrió el sobre mojando el papel, y sacó un cartel plegado que decía en letras grandes:
¡CONFERENCIA! ¡CONFERENCIA!
M. Minkoff habla audazmente sobre
«El sexo en la política: la libertad erótica como arma contra los reaccionarios»
Jueves 28 - 8 tarde
Y.M.H.A. - Grand Concourse
Entrada: 1 dólar - O - Firmar la petición de M. Minkoff exigiendo imperiosamente más y mejor actividad sexual para todos y un programa de urgencia para las minorías. (La petición se enviará por correo a Washington). Firme ahora y salve a Norteamérica de la ignorancia sexual, la castidad y el miedo. ¿Está usted lo suficientemente comprometido como para colaborar con este movimiento audaz y decisivo?
—¡Oh, Dios santo! —farfulló Ignatius a través de su goteante bigote—. ¿Van a dejarla hablar en público? ¿Qué demonios significa el título de esta ridícula conferencia?
Leyó el cartel de nuevo, malévolamente.
—En cierto modo, sé que sí, que hablará con audacia, y desearía perversamente poder oírla parlotear ante un público. Esta vez se ha superado a sí misma en lo de ofender al buen gusto y a la decencia.
Siguiendo una flecha manuscrita que había al final del cartel, y la palabra Sigue, Ignatius dio la vuelta a la hoja y la examinó por el otro lado, donde Myrna había escrito:
Señores:
¿Qué pasa, Ignatius? No sé nada de ti. En fin, no es que te reproche que no me escribas. Supongo que me excedí un poco en mi última carta, pero fue sólo porque tu fantasía paranoica me inquietó mucho, estando como estaba ligada, muy posiblemente, a tu actitud patológica hacia el sexo. Sabes que desde que te conozco, te he formulado preguntas muy concretas con objeto de aclarar tus tendencias sexuales. Mi único deseo era ayudarte a descubrir tu auténtica expresión y satisfacción a través de un orgasmo natural y gratificante. Respeto tus ideas y he aceptado siempre tus tendencias excéntricas y todo ello porque deseo verte alcanzar un estado de equilibrio mental-sexual perfecto. (Un buen orgasmo explosivo limpiaría tu ser profundo y te haría salir de la zona oscura). No te enfades conmigo por esta carta.
Te explicaré este cartel algo más adelante, en esta carta, porque supongo que te interesará saber cómo resultó esta conferencia audaz y apasionada. Pero primero he de decirte que la película ha quedado descartada, así que si pensabas hacer el papel del terrateniente, olvídalo. Tuvimos más que nada, problemas de fondos. No pude sacarle ni un dracma más a mi padre, así que Leola, el hallazgo de Harlem, se puso muy pesada con lo del salario (o la falta del mismo) y, por último, hizo uno o dos comentarios que me parecieron un poco antisemitas. ¿De qué sirve una chica que no es lo suficientemente apasionada como para colaborar gratis en una empresa que beneficiaría a su raza? Samuel ha decidido hacerse guardia forestal en Montana, porque está planeando una alegoría dramática que ha de representarse en un bosque umbrío (La Ignorancia y la Costumbre) y quiere captar el sentimiento del bosque. Por lo que conozco a Samuel, resultará un fracaso como guardabosques, pero sé que la alegoría será interesante y polémica, llena de verdades incómodas. Ojalá le vaya bien. Es un tipo fantástico.
Pero volvamos a la conferencia. Al fin, parece que voy a disponer de una plataforma para exponer mi filosofía, etc. Todo sucedió de un modo extraño. Hace una semana, estuve en una fiesta que daban unos amigos para ese chico tan real que acababa de llegar de Israel. Fue increíble. En serio.
Ignatius emitió un poco de gas perfumado con producto Paraíso.
Estuvo horas y horas cantando esas canciones populares que había recogido allí; canciones realmente significativas, que confirmaban mi teoría de que la música debe ser, básicamente, instrumento de protesta y de expresión social. Allí nos tuvo a todos en aquel apartamento, durante muchas horas seguidas, escuchando y pidiendo más. Empezamos a hablar todos (a varios niveles) y le expliqué lo que pensaba yo en general.
—Jo, jum —Ignatius bostezó violentamente.
Él dijo: «¿Por qué te guardas todo esto para ti, Myrna? ¿Por qué no permites que el mundo participe de ello?» Le dije que había hablado muchas veces en grupos de debate y en mi grupo de terapia de grupo. Le hablé también de aquellas cartas mías al director que aparecieron publicadas en La nueva democracia, Hombre y masas y ¡Ahora!
—Sal de esa bañera, chico —oyó gritar Ignatius a su madre a la puerta del baño.
—¿Por qué? —preguntó—. ¿Vas a utilizarla tú?
—No.
—Entonces, déjame tranquilo, por favor.
—Llevas demasiado tiempo ahí dentro.
—¡Por favor! Estoy intentando leer una carta.
—¿Una carta? ¿Quién te escribió una carta?
—Mi amiga querida, la señorita Minkoff.
—Lo último que me dijiste fue que por su culpa te echaron de Levy Pants.
Bien, sí. Así es. Sin embargo, quizá me haya hecho un favor, en el fondo. Mi nuevo trabajo puede resultar muy agradable.
—Oh, qué horror —dijo muy afligida la señora Reilly—. Te han echado de un trabajo en la oficina de una fábrica y ahora andas vendiendo salchichas por la calle. En fin, te diré una cosa, Ignatius, será mejor que ese tipo de las salchichas no te eche. ¿Sabes lo que dijo Santa?
—Estoy seguro de que fue algo muy inteligente y agudo. Pero he de añadir que a veces resultan algo difíciles de entender sus ofensas a la lengua materna.
—Dijo que lo que tú necesitas es que alguien te rompa las narices.
—Procediendo de ella, me parece un comentario más bien literario.
—¿Y qué anda haciendo ahora esa Myrna? —preguntó con suspicacia la señora Reilly—. ¿Cómo es que escribe tanto? Ella sí que necesitaba un buen baño, qué chica aquella, Dios.
—La psique de Myrna sólo puede tratar con el agua en un contexto oral.
—¿Qué?
—¿Querrías tener la bondad de dejar de gritar como una pescadera y largarte? ¿No tienes una botella de moscatel haciéndose en el horno? Venga, vete y déjame en paz. Estoy muy nervioso.
—¿Nervioso? Si llevas en esa agua caliente una hora.
—Apenas si está caliente ya.
—Entonces sal de la bañera.
—¿Por qué es tan importante para ti que salga de la bañera? Madre, no te entiendo en absoluto, de veras. ¿No hay algo que te sientas obligada a hacer, como ama de casa, en este momento? Esta mañana me fijé que la pelusa del pasillo forma esferas que son ya casi tan grandes como pelotas de béisbol. Limpia la casa. Telefonea para que te digan la hora exacta. Haz algo. Échate y duerme un rato. Estás muy nerviosa últimamente.
—Pues claro que lo estoy, hijo mío. Estás destrozándole el corazón a tu pobre mamá. ¿Que harías tú si me muriese de repente?
—En fin, no estoy dispuesto a participar en esta estúpida conversación. Lánzate a un monólogo, si quieres. Pero en voz baja. He de concentrarme en las nuevas ofensas que ha concebido en esta carta Miss Minkoff.
—No puedo soportarlo más, Ignatius. Un día de estos me encontrarás tirada en la cocina con un ataque. Ándate con ojo, hijo mío. Te quedarás solo en el mundo. Entonces caerás de rodillas y rezarás a Dios para que te perdone por el trato que le diste a tu pobre madre querida.
Del baño llegaba sólo silencio. La señora Reilly esperó un chapoteo o un rumor de papel, por lo menos, pero la puerta del baño era como la puerta de una tumba. Al cabo de uno o dos minutos de esperar en vano, se fue pasillo allá camino del horno. Cuando Ignatius oyó abrirse la puerta del horno, volvió a la carta:
Y él dijo: «Con esa voz y esa personalidad, deberías hablar a la gente de la cárcel.» El tipo era realmente asombroso; además de una sólida inteligencia, era mensch real. Era tan caballeroso y considerado que apenas podía creerlo. (Sobre todo después de tratar con Samuel, que es valiente y activo pero demasiado ruidoso y un poco zoquete). Nunca conocí a nadie tan decidido a luchar contra las ideas reaccionarias y los prejuicios como este cantante popular. Su mejor amigo era un pintor abstracto negro, según dijo, que hacía unas marchas magníficas de protesta y desafío cruzando el lienzo, y que a veces destrozaba el lienzo a cuchilladas. Me pasó también un interesante folleto que mostraba detalladamente cómo el Papa está intentando hacerse con un arsenal nuclear; resultaba iluminador, así que se lo remití al director de La nueva democracia para ayudarle en su lucha contra la Iglesia. Pero este tipo tenía además su cosa contra los WASP[4]. En fin, les odiaba. Quiero decir, es un tipo muy listo.
Al día siguiente, recibí una llamada telefónica suya. ¿Estaba yo dispuesta a pronunciar una conferencia ante un grupo de acción social que estaba creando él en Brooklyn Heights? Me sentí abrumada. En este mundo de lobos, es raro encontrar un amigo… un amigo realmente sincero… o eso pensaba yo. En fin, para abreviar lo más posible, hube de aprender a mi costa que el circuito de las conferencias es algo muy parecido al negocio del espectáculo: el sofá del reparto y demás. ¿Entiendes lo que quiero decir?
—¿He de creer esta egregia ofensa contra el buen gusto que estoy leyendo? —preguntó Ignatius a la flotante jabonera—. ¡Esta chica es una absoluta desvergonzada!
Me encuentro de nuevo con el hecho de que mi cuerpo atrae a algunas personas más que mi inteligencia.
—¡Jo juum! —suspiró Ignatius.
Personalmente, me dan ganas de desenmascarar a este falso «cantante popular» que supongo está en este momento aprovechándose de alguna otra joven liberal militante. Alguien que conozco dijo que había oído que ese tipo en realidad «no era un cantante folk sino un bautista de Alabama». Qué farsante, amigo. Así que luego revisé el folleto que me había dado y descubrí que lo había impreso el Ku KIux Klan. Esto te dará idea de las sutilezas ideológicas con que tenemos que enfrentarnos hoy en día. A mí me había parecido un buen folleto liberal. En fin, he tenido que humillarme escribiendo al director de La nueva democracia para decirle que el folleto, aunque interesante, estaba escrito por gente inaceptable. En fin, los WASP golpearon de nuevo, y esta vez me alcanzaron. El incidente me recordó aquella vez de Parque Poe en que la ardilla a la que estaba dando de comer resultó ser en realidad una rata que, a primera vista, podría haber confundido con una ardilla cualquiera. En fin, vivir para ver. Este farsante me dio una idea. Siempre se puede aprender algo de los desgraciados. Decidí preguntar aquí en el «Y» si podría disponer del auditorio una noche. Al poco tiempo, me dijeron que sí, que no había inconveniente. Por supuesto, el público aquí arriba, en el «Y» del Bronx, probablemente sea un poco parroquial, pero si me va bien en la conferencia, podría acabar un día hablando en el «Y» de la avenida Lexington, donde siempre exponen sus puntos de vista grandes pensadores como Norman Mailer y Seymour Krim. Nada se pierde con intentarlo.
Espero que estés trabajando en la resolución de tus problemas personales, Ignatius. ¿Se ha agudizado la paranoia? La base de la paranoia es, según mi opinión, el hecho de que siempre estés encerrado en esa habitación y has empezado a recelar del mundo externo. No sé por qué insistes en vivir ahí abajo con los caimanes. A pesar de la revisión completa que está pidiendo a gritos tu psique, tienes un cerebro que podría crecer y florecer realmente aquí en Nueva York. Pero, en estas circunstancias, estás destruyéndote y destruyendo tu inteligencia. La última vez que te vi, cuando pasé por ahí procedente de Mississippi, estabas muy mal. Probablemente hayas empeorado viviendo en esa vieja casa miserable con tu madre como única compañía. ¿Es que tus impulsos naturales no te piden a voces desahogo? Una aventura amorosa bella e importante te transformaría, Ignatius, estoy segura. Las grandes ataduras edípicas que te inmovilizan están asediando tu cerebro y destruyéndote.
No creo que sean más progresistas tampoco tus ideas sociológicas o políticas. ¿Has abandonado aquel proyecto de formar un partido político o nombrar un candidato para presidente por derecho divino? Recuerdo que cuando por fin te conocí y ataqué tu apatía política, me saliste con esa idea. Yo sabía que era un proyecto reaccionario, pero indicaba al menos que comenzabas a forjarte una cierta conciencia política. Escríbeme hablándome de ese asunto, por favor. Estoy muy preocupada. En este país necesitamos un sistema tripartidista y creo que los fascistas están fortaleciéndose cada día más. Ese Partido del Derecho Divino sería un grupo marginal que desviaría una gran parte del voto fascista.
En fin, he de dejarte. Espero que la conferencia sea un éxito. Tú, sobre todo, te beneficiarías mucho de su mensaje. Por cierto, si alguna vez te decides a activar el movimiento del Derecho Divino, puedo ayudarte algo a organizar un capítulo aquí arriba. Sal de esa casa, Ignatius, por favor, y entra en el mundo que te rodea. Me preocupa tu futuro. Has sido siempre uno de mis intereses más importantes, y tengo mucho interés en saber de tu estado mental actual, así que, por favor, sal de esa cama y escribe.
M. Minkoff
Más tarde, la arrugada piel rosa envuelta en la vieja bata de franela, sujeta con un imperdible en las caderas, Ignatius se sentó a la mesa de su cuarto y cargó la pluma estilográfica. Su madre hablaba por teléfono con alguien en el pasillo, y decía:
—Y me gasté hasta el último céntimo del dinero del seguro de su pobre abuela Reilly para que pudiera seguir en la universidad. ¿Verdad que es horrible? Todo ese dinero tirado a la basura.
Ignatius eructó y abrió un cajón para buscar el papel de cartas que creía tener aún; allí encontró el yo-yo que le había comprado al filipino que los había estado vendiendo por el barrio hacía unos meses. En un lado del yo-yo había una palmera que había grabado el filipino a petición de Ignatius. Ignatius soltó el yo-yo hacia abajo, pero el cordel se rompió y el yo-yo repiqueteó por el suelo y fue a ocultarse debajo de la cama, donde aterrizó sobre un montón de cuadernos Gran Jefe y revistas viejas. Quitándose del dedo el trozo de cordel que le colgaba, hurgó de nuevo en el cajón y encontró al fin una hoja de papel con el membrete de Levy Pants.
Querida Myrna:
He recibido tu ofensivo comunicado. ¿Crees en serio que tengo interés por tus grotescos encuentros con subhumanos como cantantes populares? En todas tus cartas parece haber alguna referencia a las ruindades de tu vida personal. Limítate, por favor, a tratar problemas y temas de interés. Así me ahorrarás, al menos, las cosas indecentes y ofensivas. He de decirte, sin embargo, que el simbolismo de la rata y la ardilla, o la rata-ardilla, o la ardilla-rata fue evocador y excelente sin duda.
En la noche oscura de esa dudosa conferencia, el único miembro de tu público será seguramente algún viejo bibliotecario desesperadamente solo que vea luz en la ventana de la sala y entre ilusionado con la esperanza de escapar al frío y a los horrores de su infierno personal. Allí en el auditorio, sentado, el cuerpo encogido, solo ante el podio, tu voz nasal resonando entre las sillas vacías y el repiqueteante hastío, la confusión y la referencia sexual han penetrado cada vez más profundamente en el pelado cráneo del pobre desdichado, confundido hasta el punto de la histeria, que se exhibirá, sin duda, blandiendo su hosco órgano a modo de bastón, desesperado contra el sonido tétrico que resuena insistente sobre su cabeza. Yo en tu lugar, cancelaría inmediatamente esa conferencia; estoy seguro de que el director del «Y» aceptará tu renuncia muy gustoso, sobre todo si ha tenido ya ocasión de ver ese desagradable cartel que sin duda está ya pegado a todos los postes telefónicos del Bronx.
Los comentarios sobre mi vida personal no los solicité y revelan una asombrosa falta de buen gusto y de decencia.
En realidad, mi vida personal ha experimentado una metamorfosis. En la actualidad, estoy relacionado de un modo muy vital con la industria de la comercialización de alimentos, y dudo, en consecuencia, muy seriamente, que tenga mucho tiempo en el futuro para mantener una correspondencia contigo.
Solícitamente,
Ignatius