SIETE

Vendedores Paraíso, Incorporated, se albergaba en lo que antes había sido un taller de reparación de automóviles, en la oscura planta baja de un edificio comercial de la calle Poydras, desocupado, por lo demás. Las puertas del garaje solían estar abiertas, obsequiando al transeúnte con un aroma acre a salchichas hirviendo y a mostaza, y a cemento impregnado durante muchos años por los lubricantes y aceites de motor que habían goteado y manado de Harmons y Hupmobiles. El intenso hedor de Vendedores Paraíso, Incorporated, llevaba a veces al sobrecogido y perplejo transeúnte a mirar por la puerta abierta hacia la oscuridad del garaje. Allí, sus ojos se topaban con una flota de grandes salchichas de lata instaladas sobre ruedas de bicicleta. No es que fuese una colección de vehículos demasiado impresionante. Varios de los salchichomóviles estaban llenos de abolladuras. Había una salchicha estrujada, de costado, su única rueda colocada horizontal encima, víctima del tráfico.

Entre los transeúntes vespertinos que pasaban apresurados delante de Vendedores Paraíso, Incorporated, pasó arrastrándose lentamente una figura impresionante: Ignatius. Se detuvo ante el estrecho garaje, aspiró los humos de Paraíso con gran placer sensorial. Sus protuberantes pelos nasales analizaron, catalogaron, categorizaron y clasificaron los distintos aromas, la salchicha, la mostaza, el lubricante. Aspiró profundamente, preguntándose si detectaba también o no, un olor más sutil, el aroma leve de los panecillos. Luego miró las manos de blancos guantes de su reloj de pulsera Ratón Mickey y comprobó que sólo hacía una hora que había comido. Aun así, aquellos aromas intrigantes estaban haciéndole salivar activamente.

Entró en el garaje y miró por allí. En un rincón había un viejo que hervía salchichas en una enorme olla, cuyo tamaño empequeñecía el hornillo de gas sobre el que se asentaba.

—Disculpe, caballero —dijo Ignatius—. ¿Venden ustedes al detall?

Los ojos acuosos del viejo se volvieron hacia el enorme visitante.

—¿Qué quiere usted?

—Me gustaría comprar una de sus salchichas. Tienen un aroma delicioso. Quería saber si me vendía usted una.

—Desde luego.

—¿Puedo elegirla? —preguntó Ignatius, asomándose al borde de la olla.

Las salchichas silbaban y bailaban en el agua hirviendo como paramecios artificialmente coloreados, vistos desde un gigantesco microscopio. Ignatius se llenó los pulmones de aquel aroma amargo y picante.

—Me imaginaré que estoy en un restaurante elegante y que esto es la charca de las langostas.

—Tome, sáquela con este tenedor —dijo el hombre, entregándole a Ignatius una especie de lanza doblada y corroída—. Y procure no tocar el agua con las manos. Es como ácido. Fíjese cómo ha dejado el tenedor.

—Caramba —dijo Ignatius al viejo, después de haber dado el primer mordisco—. Son fuertes, eh. ¿Qué ingredientes tienen?

—Caucho, cereal, tripa. ¿Quién sabe? Yo no me atrevo a comerlas, la verdad.

—Resultan curiosamente atractivas —dijo Ignatius, carraspeando—. Me pareció que las vibrisas de mi nariz detectaban algo único cuando pasaba por ahí fuera.

Ignatius masticaba con una ferocidad beatífica, estudiando una cicatriz que tenía el viejo en la nariz y oyéndole silbar.

—¿Eso que silba es de Scarlatti? —preguntó al fin.

—Bueno, yo creo que es Turkey in the Straw.

—Tenía la esperanza de que conociese usted la obra de Scarlatti. Fue el último músico —añadió Ignatius, reanudando su furioso ataque a la gran salchicha—. Con sus evidentes dotes musicales, podría dedicarse usted a algo de más mérito.

Ignatius siguió masticando mientras el viejo reanudaba su monótono silbar. Luego, dijo:

—Sospecho que piensa usted que Turkey in the Straw es algo auténticamente norteamericano. Pues bien, no lo es. Es una abominación discordante.

—No me parece que eso tenga mucha importancia.

—¡Tiene muchísima, caballero! —chilló Ignatius—. Venerar cosas como Turkey in the Straw es la raíz misma de nuestros problemas actuales.

—¿Pero de dónde demonios sale usted? ¿Qué quiere?

—¿Cuál es su opinión sobre una sociedad que considera Turkey in the Straw como uno de los pilares de su cultura?

—¿Quién piensa eso? —preguntó el viejo irritado.

—Todo el mundo. Sobre todo los cantantes populares y los profesores de tercer grado. Hay hoscos pregraduados y párvulos que están cantándolo siempre, como hechiceros. —Ignatius eructó—. Creo que tomaré otra de esas deliciosas salchichas.

Tras la cuarta salchicha, Ignatius repasó labios y bigote con su majestuosa lengua color rosa y le dijo al viejo:

—No recuerdo haberme sentido tan satisfecho en mucho tiempo. He tenido suerte al encontrar este lugar. Me espera un día preñado de infinitos horrores. Estoy sin trabajo en este momento e intentando encontrarlo. Y es como si me hubiese lanzado a buscar el Santo Grial. Llevo ya una semana deambulando por el barrio comercial. Carezco, al parecer, de alguna perversión especial que buscan los patronos de hoy.

—No tiene suerte, ¿eh?

—Bueno, he contestado sólo a dos anuncios esta semana. Hay días que estoy absolutamente desquiciado ya cuando llego a la Calle Canal. Esos días puedo darme por satisfecho si tengo ánimos bastante para entrar en un cine. En realidad, he visto ya todas las películas que ponen en el centro y, dado que todas son lo suficientemente ofensivas como para que se mantengan en cartelera indefinidamente, la semana que viene se presenta particularmente lúgubre.

El viejo miró a Ignatius y luego miró aquella enorme olla, el hornillo de gas, los carros abollados. Al fin, dijo:

—Yo puedo darle trabajo aquí.

—Muchísimas gracias —dijo Ignatius en tono condescendiente—. Pero aquí no podría trabajar. Este garaje es muy húmedo y yo soy propenso a las afecciones respiratorias, entre varias otras.

—Pero no trabajaría usted aquí, hijo. Yo digo como vendedor.

—¿Qué? —aulló Ignatius—. ¿Todo el día en la calle, expuesto a la lluvia y a la nieve?

—Aquí no nieva, hijo.

—Sí que nieva, pocas veces, pero nieva. Lo más probable es que se pusiera a nevar en cuanto saliera yo a la calle arrastrando uno de esos carros. Seguro que me encontrarían tirado en el arroyo, con todos mis orificios llenos de carámbanos, y los gatos callejeros echados sobre mí para aprovechar el calor de mi último aliento. No, gracias, caballero. He de irme. Ahora recuerdo que tengo una cita.

Ignatius miró con aire ausente su relojito y vio que había vuelto a pararse.

—Sólo un poquito, hijo —suplicó el viejo—. Pruebe un día. ¿Qué le parece? Necesito vendedores.

—¿Un día? —repitió incrédulo Ignatius—. ¿Un día, dice? Yo no puedo desperdiciar uno de mis valiosos días. Tengo que ir a sitios y ver gente.

—De acuerdo —dijo con firmeza el viejo—. Entonces, págueme el dólar que me debe por las salchichas.

—Me temo que tendrán que correr a cuenta de la casa, o del garaje, o lo que sea. Mi madre descubrió anoche en mis bolsillos varias entradas de cine y hoy sólo me ha dado para el transporte.

—Llamaré a la policía.

—¡Oh, Dios mío!

—¡Págueme! ¡Págueme o llamo a la policía!

El viejo agarró el largo tenedor y colocó diestramente sus dos dientes herrumbrosos en el cuello de Ignatius.

—Está usted agujereando mi bufanda importada —chilló Ignatius.

—Déme el dinero del transporte.

—No puedo ir andando hasta la Calle Constantinopla.

—Coja un taxi. Alguien pagará al taxista en su casa cuando llegue.

—¿Cree usted en serio que mi madre me creería si le dijese que un viejo me había amenazado con un tenedor y me había quitado el dinero del transporte?

—No estoy dispuesto a dejar que me roben más —dijo el viejo, rociando a Ignatius de saliva—. Es lo que pasa en este negocio. Los vendedores ambulantes y la gente de las gasolineras son los que peor lo tienen. Robos, asaltos. Nadie respeta a un vendedor de salchichas.

—Eso es patentemente falso, caballero. Nadie respeta más que yo a los vendedores de salchichas. Realizan uno de los pocos servicios dignos de nuestra sociedad. El robar a un vendedor ambulante de bocadillos de salchichas es un acto simbólico. No es un robo provocado por la avaricia, sino más bien por un deseo de humillar al vendedor.

—Cierre de una vez esa bocaza y pagúeme.

—Es usted muy obstinado para ser tan viejo. Sin embargo, no estoy dispuesto a caminar cincuenta manzanas para llegar a mi casa. Preferiría morir atravesado por un tenedor herrumbroso.

—De acuerdo, amigo, escuche. Haremos un trato. Sale usted una hora con uno de esos carritos y consideraremos zanjado el asunto.

—¿No necesito algún permiso del departamento de higiene o algo por el estilo? Quiero decir, podría tener algo entre las uñas que fuera muy perjudicial para el organismo humano. Por otra parte, dígame, ¿consigue usted todos sus vendedores de este modo? Sus prácticas de contratación no están muy a tono con la época contemporánea. Tengo la impresión de haber sido víctima de un reclutamiento forzoso. Me da un poco de miedo preguntarle cómo despide usted a sus empleados.

—Mire, no vuelva a intentar nunca robarle a un salchichero.

—Acaba usted de concretar su punto. En realidad, ha concretado dos, y literalmente: en mi cuello y en mi bufanda. Espero que esté dispuesto a compensarme por la bufanda. Es única en su género. Se hizo en una fábrica de Inglaterra destruida por la aviación alemana. Y se rumoreó que la aviación alemana tenía orden de destruir precisamente aquella fábrica para hundir la moral de los ingleses, pues los alemanes habían visto a Churchill con una bufanda de este tipo en un noticiario cinematográfico confiscado. Y, en realidad, ésta podría ser precisamente la misma que llevaba Churchill en aquel noticiario. Hoy su valor es de miles de dólares. Puede utilizarse también como chal. Mire.

—Bien —dijo por fin el viejo, tras ver a Ignatius usar la bufanda como faja, cinturón, capa y falda escocesa, como cabestrillo para un brazo roto y como pañuelo—, en una hora no perjudicará usted mucho a Vendedores Paraíso.

—Si las alternativas son cárcel o nuez perforada, empujaré gustosamente uno de sus carros. Aunque no puedo predecir lo lejos que voy a llegar.

—No me interprete mal, hijo. No soy mala persona, pero no me queda más remedio que hacer lo que hago. Llevo diez años intentando convertir Vendedores Paraíso en una empresa respetable, pero no es nada fácil. La gente menosprecia a los vendedores ambulantes. Creen que éste es un negocio de vagabundos y borrachos. Es difícil encontrar vendedores decentes. Luego, cuando encuentro a algún tipo decente, van y lo asaltan los delincuentes. ¿Por qué tiene Dios que poner las cosas tan difíciles?

—No debemos poner en entredicho sus acciones —dijo Ignatius.

—Puede que no, pero no consigo entenderlo, la verdad.

—Puede que las obras de Boecio le diesen alguna idea.

—Leo lo del Padre Keller y lo de Billy Graham en el periódico todos los días.

—¡Oh, Dios mío! —masculló Ignatius—. No me extraña que se sienta usted tan perdido.

—Tome —dijo el viejo, abriendo un armario metálico que había junto al hornillo—: Póngase esto.

Sacó del armario lo que parecía una especie de ropón blanco y se la entregó a Ignatius.

—¿Qué es esto? —preguntó, muy feliz, Ignatius—. Parece una toga académica.

Ignatius se lo metió por la cabeza. Encima de la chaqueta, aquel ropón le hacía parecer un huevo de dinosaurio a punto de romper.

—Sujéteselo a la cintura con el cinturón.

—Ni hablar. Estas cosas deben caer libremente sobre la figura humana, aunque parece que permite poco margen. ¿Está seguro de no tener por ahí una más grande?

«Tras una inspección detenida, advierto que esta toga está más bien amarillenta por los puños. Espero que estas manchas del pecho sean de salsa de tomate, y no de sangre. Los delincuentes podrían haber acuchillado al último usuario.»

—Tome, póngase esta gorra —el viejo le dio un rectangulito blanco de papel.

—Ni hablar, no estoy dispuesto a llevar una gorra de papel. La que tengo es perfecta y mucho más higiénica.

—No puede llevar una gorra de cazador. Este es el uniforme de Vendedores Paraíso.

—¡No estoy dispuesto a llevar una gorra de papel! No quiero morir de neumonía por un capricho suyo. Hunda usted el tenedor en mis órganos vitales, si así lo desea. No llevaré esa gorra. Prefiero la muerte al deshonor y la enfermedad.

—Está bien, de acuerdo —el viejo suspiró—. Venga y coja este carro.

—¿Cree usted que voy a dejarme ver por las calles con esa monstruosidad abominable? —preguntó Ignatius furioso, alisándose la bata de vendedor—. Déme usted aquel tan reluciente de los neumáticos blancos.

—Está bien, está bien —dijo irritado el viejo.

Luego abrió la tapa del pocillo del carro y, con un tenedor, empezó a pasar lentamente salchichas de la olla al pocillo.

—Bueno, le doy una docena de salchichas —abrió otra tapa que había encima del panecillo metálico—. Aquí le meto un paquete de panecillos. ¿Entendido?

Luego, cerró aquella tapa y abrió una puertecita lateral situada en la resplandeciente salchicha roja.

—Aquí hay una latita de calor líquido que mantiene calientes las salchichas.

—Dios santo —dijo Ignatius con cierto respeto—. Estos carros son como rompecabezas chinos. Sospecho que me pasaré la vida abriendo la trampilla que no es.

El viejo abrió aún otra trampilla, situada al fondo de la salchicha.

—¿Y ahí qué hay? ¿Una ametralladora?

—Aquí van la mostaza y la salsa de tomate.

—Bueno. Haremos una valerosa tentativa, aunque puede que le venda a alguien la lata de calor líquido al doblar la esquina.

El viejo arrastró el carro hasta la puerta del garaje y dijo:

—Bueno, muchacho, adelante, ánimo.

—Muchísimas gracias —contestó Ignatius saliendo con la gran salchicha de lata a la acera—. Volveré raudo de aquí a una hora.

—No vaya por la acera con ese chisme…

—Supongo que no pensará que voy a meterme entre el tráfico.

—Pueden detenerle por andar con un chisme de éstos por la acera.

—Bueno —dijo Ignatius—. Si me sigue la policía, nadie se atreverá a robarme.

Ignatius se alejó lentamente de las oficinas centrales de Vendedores Paraíso entre los numerosos peatones que se apartaban a ambos lados de la gran salchicha como olas ante la proa de un barco. Era mejor modo de pasar el tiempo que ver a jefes de personal, varios de los cuales, pensó Ignatius, le habían tratado bastante malévolamente en los últimos días. Dado que los locales cinematográficos quedaban ya fuera de su alcance por falta de fondos, habría tenido que vagar, aburrido y sin destino, por el barrio comercial hasta que le pareciese que podía volver a casa. La gente de la calle miraba a Ignatius, pero nadie compraba. Después de recorrer media manzana, comenzó a gritar:

—¡Salchichas! ¡Salchichas del Paraíso!

—Salga usted de la acera, amigo —gritó un viejo, detrás suyo.

Ignatius dobló la esquina y aparcó el carro contra un edificio. Abrió las diversas tapas y se preparó un bocadillo, que devoró ávidamente. Su madre llevaba toda la semana de un humor violento, negándose a comprarle Dr. Nut, aporreando la puerta de su cuarto cuando intentaba escribir, amenazando con vender la casa e irse a vivir a un asilo de ancianos. Le hablaba a Ignatius del mérito del patrullero Mancuso que, pese a tenerlo todo en contra, luchaba para conservar su trabajo, quería trabajar, no se desanimaba por la tortura y el exilio en los servicios de la estación de autobuses. La situación del patrullero Mancuso le recordaba a Ignatius la de Boecio, cuando estaba preso por orden del emperador antes de ser ejecutado. Para pacificar a su madre y mejorar las condiciones de vida en casa, le había dado La consolación por la filosofía, una traducción inglesa de la obra de Boecio, escrita mientras sufría una prisión injusta y le había dicho que se la diese al patrullero Mancuso, para que la leyera mientras estaba escondido en su cabina.

—El libro nos enseña a aceptar lo que no podemos cambiar. Describe el calvario de un hombre justo en una sociedad injusta. Es la verdadera base del pensamiento medieval. Ayudaría, sin duda, a tu patrullero en sus momentos de crisis —dijo benévolamente Ignatius.

—¿Sí? —había preguntado la señora Reilly—. Oh, qué amabilidad, Ignatius. Ya verás lo contento que se pondrá Angelo.

Durante un día, al menos, aquel regalo al patrullero Mancuso aportó una paz temporal a la vida en la Calle Constantinopla.

En cuanto concluyó el primer bocadillo de salchicha, Ignatius se preparó y consumió otro, pensando en otras amabilidades que le permitiesen posponer el trabajar de nuevo. Quince minutos después, percibiendo que la reserva de salchichas en el pocillo disminuía visiblemente, se decidió en favor de la abstinencia, al menos de momento, y se puso a empujar lentamente el carrito calle abajo, gritando de nuevo:

—¡Salchichas!

George, que vagaba por Carondelet con unos cuantos paquetes envueltos en papel marrón bajo el brazo, oyó el grito y se acercó al gargantuesco vendedor.

—Eh, tú, espera. Dame uno.

Ignatius miró con dureza al jovencito que se había colocado delante del carro. Su válvula protestaba contra los granos, la cara hosca que parecía colgar del pelo largo y convenientemente aceitoso, el cigarrillo colocado en la oreja, la chaqueta color aguamarina, las botas elegantes, los pantalones estrechos que abultaban ofensivamente en la entrepierna, violando todas las normas de la geometría y la teología.

—Lo siento —masculló—. Sólo me quedan unas cuantas salchichas y tengo que reservarlas. Quítese de mi camino, por favor.

—¿Reservarlas? ¿Para quién?

—Eso no es asunto suyo, jovencito. ¿Por qué no está usted en la escuela? Haga el favor de dejar de molestarme. Además, no tengo cambio.

—Yo tengo suelto —silbaron aquellos labios blancos y delgados.

—No puedo venderle a usted un bocadillo, caballero, ¿está claro?

—¿Pero qué te pasa a ti, hombre?

—¿Qué me pasa a mí? ¡Qué le pasa a usted! ¿Cómo es usted tan antinatural que desea un bocadillo a esta hora tan temprana de la tarde? Mi conciencia no me permite vendérselo. Piense en su cutis repugnante. Está usted en pleno desarrollo y su organismo necesita un buen suministro de verduras y zumo de naranja y pan integral y espinacas y cosas así. Yo, por mi parte, no estoy dispuesto a contribuir a la corrupción de un menor.

—¿Pero de qué habla usted? Déme ese bocadillo, venga. Tengo hambre. No he comido.

—¡No! —gritó Ignatius, tan furioso que los transeúntes miraron—. Largúese de aquí antes de que le atropelle con mi carro.

George abrió la trampilla del compartimento de los panecillos y dijo:

—Oiga, tiene aquí material de sobra. Prepáreme uno.

—¡Socorro! —gritó Ignatius, recordando de pronto las advertencias del viejo sobre los ladrones—. ¡Quieren robarme los panecillos! ¡Policía!

Ignatius echó hacia atrás el carrito y lo lanzó luego contra la entrepierna de George.

—¡Ay! Cuidado con lo que haces, loco.

—¡Socorro! ¡Ladrones!

—Cállate, por amor de Dios —dijo George, cerrando la tapa de golpe—. Deberían encerrarte, maricón de mierda.

—¿Qué? —gritó Ignatius—. ¿Qué impertinencia es ésa?

—Eres un maricón y estás chiflado —bufó George más fuerte, y se alejó, las tapas de los tacones rayando la acera—. ¿Quién va a querer comer algo que han tocado esas manos mariconas?

—¿Cómo te atreves a gritar semejantes indecencias? ¡Que alguien agarre a ese muchacho! —dijo Ignatius furioso, mientras George desaparecía calle abajo entre la multitud—. Que alguien que tenga decencia de coger a ese delincuente juvenil. Ese menor desvergonzado. Ya no hay respeto. ¡A ese rufián debían azotarle hasta dejarle sin sentido!

Una mujer del grupo que rodeaba la salchicha móvil, dijo:

—Hay que ver. ¿De dónde sacarán a estos vendedores?

—Borrachos y vagabundos. Son todos igual —le contestó alguien.

—Un borracho, eso es lo que es. A todos los ha vuelto locos el vino. No deberían dejar a gente como ésta suelta por la calle.

—¿Es mi paranoia que se ha desmandado por completo? —preguntó Ignatius al grupo—. ¿O están ustedes, mongoloides, hablando realmente de mí?

—Es mejor dejarle en paz —dijo alguien—. Fíjense qué ojos.

—¿Qué les pasa a mis ojos? —preguntó Ignatius malévolamente.

—Vámonos de aquí.

—Sí, por favor —replicó Ignatius, con labios temblorosos, y se preparó otro bocadillo para tranquilizar su alterado sistema nervioso. Con manos temblonas, se llevó los treinta centímetros de plástico rojo y pasta a la boca, engulléndolo de cinco en cinco centímetros por vez. Aquella masticación activa masajeó su cabeza palpitante. Después de tragar el último milímetro de miga, se sintió ya mucho más tranquilo.

Cogiendo de nuevo el carro, enfiló Calle Carondelet arriba, arrastrándose lentamente detrás de su vehículo. Fiel a su promesa de dar una vuelta a la manzana, giró de nuevo en la esquina siguiente y se detuvo junto a las gastadas paredes de granito del Gallier Hall a consumir dos salchichas más, antes de cubrir el último trecho de su recorrido. Cuando dobló la última esquina y vio de nuevo el letrero de Vendedores Paraíso, Inc. colgando en ángulo sobre la acera de la calle Poydras, inició un trote relativamente rápido, que le llevó a cruzar jadeando las puertas del garaje.

—¡Socorro! —dijo, y resopló penosamente, haciendo saltar la salchicha de lata por el escaloncillo bajo de cemento de la entrada.

—¿Qué pasa, amigo? ¿No habíamos quedado que estaría una hora entera?

—Somos los dos afortunados por el hecho de que haya podido regresar siquiera. Sepa que han atacado de nuevo.

—¿Quién?

—El sindicato del crimen. Dios sabe quiénes son. Mire mis manos —Ignatius plantó sus dos manazas delante de la cara del viejo—. Todo mi sistema nervioso está a punto de rebelarse contra mí por someterlo a este trauma. Si caigo de pronto en una crisis nerviosa no se extrañe.

—¿Qué demonios pasó?

—Un miembro del inmenso hampa juvenil me acorraló en la Calle Carondelet.

—¿Le robó a usted? —preguntó nervioso el viejo.

—Brutalmente. Me colocó en las sienes una pistola grande y oxidada. En realidad, me la aplicó directamente sobre un punto vital, impidiendo que la sangre me circulara por el lado izquierdo de la cabeza durante un buen rato.

—¿En la Calle Carondelet a esta hora del día? ¿Y no intervino nadie?

—Por supuesto que no. La gente alienta a los delincuentes en estos casos. Quizás experimente una especie de placer ante el espectáculo de un pobre y afanoso vendedor al que se humilla públicamente. Quizá quisiesen respetar el espíritu de iniciativa del muchacho.

—¿Y qué aspecto tenía?

—El de miles de jóvenes. Granos, tupé, adenoides, el equipaje adolescente standard. Quizá tuviera alguna marca de nacimiento o una rodilla débil. La verdad es que no puedo acordarme. Cuando me incrustó la pistola en la cabeza, me desmayé por falta de riego en el cerebro y por el miedo. Mientras estaba allí tumbado en la acera, parece ser que saqueó el carro.

—¿Cuánto dinero se llevó?

—¿Dinero? No robó dinero. En realidad, no había dinero que robar, pues no había conseguido vender ni uno de esos manjares siquiera. Robó las salchichas.

»En fin, al parecer, no se las llevó todas. Cuando recobré el conocimiento, examiné el carro. Aún quedan una o dos, creo.

—Nunca oí nada parecido.

—Quizá tuviera mucha hambre. Quizás alguna deficiencia vitamínica de su organismo en desarrollo necesitase urgentemente una compensación. El deseo humano de alimento y de sexo es relativamente similar. Si hay violaciones a mano armada, ¿por qué no habría de haber robos de salchichas a mano armada? No veo nada insólito en el asunto.

—Todo eso es un cuento.

—¿Un cuento? El incidente es sociológicamente válido. La culpa la tiene nuestra sociedad. Los jóvenes, enloquecidos por sugestivos programas de televisión y publicaciones lascivas se han dedicado, al parecer, a asociarse con ciertas adolescentes más bien convencionales que se niegan a participar en sus imaginativos programas sexuales. Sus deseos físicos insatisfechos han de buscar, en consecuencia, una sublimación en la comida. Yo, por desgracia, fui la víctima de todo esto. Podemos dar gracias a Dios de que el muchacho haya recurrido a la comida como vía de desahogo. Si no, podría haberme violado allí mismo en plena calle.

—Sólo ha dejado cuatro —dijo el viejo, atisbando en el pocillo de las salchichas—. El muy hijo de puta… y cómo habrá podido llevárselas todas…

—No sé, la verdad —dijo Ignatius, y añadió indignado—: Cuando desperté vi que la trampilla del carro estaba abierta. Por supuesto, nadie quiso ayudarme a levantarme. Mi bata blanca me delataba como un vendedor… un intocable.

—¿Qué le parece si hace otro intento?

—¿Qué? ¿En mi estado actual? ¿Espera usted en serio que salga de nuevo a vender por las calles? Mis diez centavos los depositaré en manos del conductor del tranvía de St. Charles. Pienso pasar el resto del día en una bañera de agua caliente intentando recuperar una sombra al menos de normalidad.

—¿Y qué le parece si vuelve usted mañana, amigo, y vuelve a intentarlo? —preguntó animosamente el viejo—. Necesito realmente vendedores.

Ignatius consideró la propuesta un rato, examinando la cicatriz de la nariz del viejo y eructando gaseosamente. Al menos, estaría trabajando. Lo cual satisfaría a su madre. Era un trabajo en el que había poca supervisión y en el que nadie le acosaba. Poniendo fin a sus meditaciones con un carraspeo, volvió a eructar.

—Si estoy en condiciones de funcionar por la mañana, quizá vuelva por aquí. No puedo predecir la hora a que llegaré, pero, sí, bueno, creo que puede esperar verme aparecer por aquí.

—Eso está muy bien, hijo —dijo el viejo—. Llámeme señor Clyde.

—Así lo haré —dijo Ignatius y lamió una miga que había descubierto en la comisura de los labios—. Por cierto, señor Clyde, me llevaré esta bata a casa para demostrarle a mi madre que tengo trabajo. Verá usted, mi madre bebe mucho y necesita estar segura de que el dinero de mi trabajo llegará para que no quede cortado su suministro de bebidas alcohólicas. La verdad es que llevo una vida bastante triste. Quizás algún día se la cuente con detalle pero, de momento, he de explicarle algo de mi válvula.

¿Válvula?

—Sí.