V

La señora Levy yacía boca abajo sobre la tabla de ejercicios motorizada, cuyas diversas secciones tanteaban suavemente su amplio cuerpo, toqueteando y amasando su carne blanca y blanda cual amoroso panadero. La señora Levy mantenía firmemente asido el tablero, abrazándolo por debajo.

—Oh —gemía satisfecha y feliz, tanteando la sección que tenía debajo de la cara.

—Apaga ese chisme —dijo la voz de su marido, detrás suyo.

—¿Qué? —la señora Levy alzó la cabeza y miró soñolienta alrededor—. ¿Qué haces aquí? Creí que estabas en la ciudad, en las carreras.

—Cambié de idea, supongo que no te importa.

—Claro, qué me va a importar. Haz lo que quieras. No tengo por qué decirte yo lo que tienes que hacer. Diviértete. A mí qué más me da.

—Perdona. Siento haberte arrancado de tu tabla.

—No metamos la tabla en el asunto, si no te importa.

—Oh, que me disculpe si la he ofendido.

—No tienes por qué meterte con mi tabla. Sólo he dicho eso. Intento ser amable. No soy yo quien empieza las discusiones en esta casa.

—Enciende ese cacharro otra vez y cállate. Voy a darme una ducha.

—¿Lo ves? Te excitas por nada. No tienes por qué volcar en mí tus sentimientos de culpa.

—¿Pero de qué sentimientos de culpa hablas? ¿Qué he hecho yo, a ver?

—Sabes bien a qué me refiero, Gus. Sabes muy bien que has desperdiciado tu vida. Una gran empresa a la basura. La posibilidad de operar a escala nacional. La sangre y el sudor de tu padre, que te la entregó en bandeja de plata.

—Uf.

—Una empresa floreciente que se hunde.

—Mira, tengo dolor de cabeza hoy precisamente por haber intentado salvar esa empresa. Por eso no fui a las carreras.

Después de haber luchado con su padre casi treinta y cinco años, el señor Levy había decidido que dedicaría el resto de su vida a procurar que no le fastidiaran. Pero todos los días que estaba en la mansión Levy, le fastidiaba su esposa por el simple hecho de que no soportaba que él no quisiera que le fastidiaran con Levy Pants. Y, al mantenerse al margen de Levy Pants, la empresa le fastidiaba aún más, porque siempre había en ella algún problema. Habría sido todo mucho más fácil y menos fastidioso si se hubiera dedicado realmente a dirigir Levy Pants y hubiera hecho una jornada de ocho horas como director. Pero el solo nombre de Levy Pants le daba ardor de estómago. Lo asociaba a su padre.

—¿Y qué hiciste, Gus? ¿Firmar unas cartas?

—Despedí a una persona.

—¿De veras? Qué hazaña. ¿A quién? ¿A un fogonero?

—¿Recuerdas que te hablé de un chiflado grandote, uno que contrató el memo de González?

—Ah. Aquél, sí —la señora Levy dio vuelta sobre la tabla de ejercicios.

—No te imaginas lo que hizo. Hay tiras de papel de colores, banderolas colgando del techo. Puso una gran cruz en la oficina. Y hoy, cuando entré, se me acercó y empezó a quejarse de que uno de la fábrica le había tirado al suelo sus plantas de judías.

—¿Plantas de judías? ¿Es que se ha creído que Levy Pants es un huerto de legumbres?

—Dios sabe lo que pasa por esa cabeza. Quería que yo echase al que le había tirado las plantas y a otro tipo que decía que le había roto su cartel. Dijo que los obreros eran todos unos camorristas que no le tenían ningún respeto. Que querían fastidiarle. Así que bajé a la fábrica y busqué a Palermo. No estaba, por supuesto, pero ¿a que no sabes con qué me encontré? Con que todos los obreros tenían ladrillos y cadenas. Y estaban nerviosísimos y me dijeron que aquel tipo, ese Reilly, es decir el mamarracho grandote, les había dicho que llevaran todo aquello para asaltar la oficina y pegarle a González.

—¿Qué?

—Se había dedicado a decirles que estaban mal pagados y que trabajaban demasiado.

—Creo que tiene razón —dijo la señora Levy—. Ayer, Susan y Sandra escribieron precisamente y lo comentaban en su carta. Sus amiguitos de la universidad les dijeron que, por lo que contaban de su padre, era como los plantadores que vivían del trabajo de los esclavos. Las chicas estaban muy afectadas. Pensaba decírtelo, pero tuve tantos problemas con el nuevo diseñista capilar que se me pasó. Quieren que subas el sueldo a esa pobre gente y dicen que si no, no volverán a casa nunca.

—¿Pero quiénes se creen esas dos que son?

—Tus hijas, por si lo has olvidado. Lo único que quieren es respetarte. Dicen que si no mejoras las condiciones de trabajo en Levy Pants no volverás a verlas.

—¿Y a qué viene ese repentino interés por los negros? ¿Es que se han acabado los jóvenes?

—Vaya, ya estás atacando otra vez a las niñas. Sabes lo que te digo, que es por eso por lo que yo tampoco puedo respetarte. Si una de tus hijas fuera un caballo y la otra un jugador de béisbol, no las llevarías en palmitas.

—Si una fuera un caballo y la otra un jugador de béisbol, nos iría mucho mejor, créeme. Por lo menos, darían un beneficio.

—Disculpa —dijo la señora Levy, conectando de nuevo la tabla de ejercicios—. No estoy dispuesta a seguir oyendo disparates. Qué disgusto. No sé si seré capaz de escribir a las niñas y explicarles esto.

El señor Levy había visto las cartas de su mujer a las chicas, una especie de editoriales emotivos, un lavado de cerebro irracional que habría hecho parecer a Patrick Henry[3] como un coriáceo reaccionario que hacía que las chicas volvieran a casa en vacaciones llenas de hostilidad hacia su padre por los miles de injusticias de que había hecho objeto a su madre. La señora Levy elaboraba ya mentalmente una especie de folletín apasionado en el que su marido tenía el papel de un miembro del Ku Klux Klan que despedía del trabajo a un joven cruzado. El material de que disponía era excelente.

—Ese muchacho es un verdadero psicópata —dijo el señor Levy.

—Para ti, la personalidad es psicosis. La integridad, un complejo. Ya conozco ese cuento.

—Mira, puede que no le hubiera despedido si uno de los obreros no me hubiera contado que había oído decir que a ese chiflado le busca la policía. Eso fue lo que me hizo tomar una decisión rápida. Ya he tenido bastantes problemas con esa empresa para tener allí a un chiflado reclamado por la policía.

—No me vengas con ésas. Es demasiado típico. Para una persona como tú, los cruzados y los idealistas son siempre beatniks y delincuentes. Es tu defensa contra ellos. Pero gracias por decírmelo. Dará mayor realismo a la carta.

—No he despedido a nadie en toda mi vida —dijo el señor Levy—. Pero no puedo tener trabajando allí a una persona a la que busca la policía. Podríamos meternos en un lío.

—Por favor —la señora Levy hizo un gesto de advertencia desde la tabla—. Ese joven idealista debe estar ahora pasándolas negras en algún sitio. Esto destrozará a las chicas, igual que me destroza a mí. Yo soy una mujer de mucha personalidad, una mujer muy íntegra y muy sensible. Tú eso nunca has sabido apreciarlo. Mi relación contigo me ha envilecido. Has hecho que todo resulte tan vulgar, yo incluida. Estoy acartonada por tu culpa.

—Así que también te he destrozado a ti, ¿eh?

—Yo era en otros tiempos una chica tierna y amorosa con grandes ideales. Las niñas lo saben muy bien. Creí que serías capaz de convertir Levy Pants en una empresa de ámbito nacional —la señora Levy cabeceaba suavemente sobre la tabla—. Y fíjate. Es sólo una empresucha en quiebra, sin futuro. Tus hijas están decepcionadas. Yo estoy decepcionada. Ese joven al que despediste, está decepcionado.

—¿Pero es que quieres que me suicide?

—Ésa decisión sólo puedes tomarla tú. Has decidido siempre tú. Yo he existido sólo para tu placer. No soy más que otro coche deportivo usado. Me utilizas cuando te apetece. No me importa.

—Oh, cállate. Nadie desea utilizarte para nada.

—¿Lo ves? Siempre estás atacando. Eso es inseguridad, complejos de culpa, hostilidad. Si estuvieras orgulloso de ti mismo y de cómo tratas a los demás, serías agradable. Piensa en otro ejemplo, en la señorita Trixie. Piensa en lo que le has hecho.

—Nunca le he hecho nada a esa mujer.

—Precisamente. Está sola, asustada.

—Pero si ya está casi muerta.

—Como no están aquí Susan y Sandra, yo también siento complejo de culpa. ¿Qué hago yo en el mundo? ¿Qué objetivo tengo yo en la vida? Soy una mujer con ambiciones, con ideales —la señora Levy suspiró—. Y me siento tan inútil. Me has enjaulado con centenares de objetos materiales que no satisfacen a mi auténtico yo —sus ojos saltones miraban fríos a su marido—. Si me traes a la señorita Trixie no escribiré esa carta.

—¿Qué? No quiero aquí a ese vejestorio. ¿Qué pasó con tu club de bridge? La última vez que no escribiste una carta conseguiste un vestido nuevo. Te compraré un traje de fiesta. Confórmate con eso.

—No basta con que hayas mantenido activa a esa mujer. Necesita ayuda personal.

—Ya la has utilizado como conejillo de Indias para aquel curso por correspondencia que hiciste. ¿Por qué no la dejas en paz? Deja que González la jubile.

—Hazlo y la matarás. Entonces sentirá realmente que nadie la quiere. Tendrás una muerte sobre tu conciencia.

—Ay. Dios santo.

—Cuando pienso en mi madre. Todos los inviernos en la playa de San Juan. Bronceado, bikini: bailando, nadando, disfrutando. Admiradores.

—Cada vez que la derriba una ola, le da un ataque cardíaco. Lo que no pierde en los casinos, lo gasta con el médico del Caribe Hilton.

—No te gusta mi madre porque nunca te tragó. Razón tenía. Debería haberme casado con un médico, alguien con ideales —la señora Levy añadió con tristeza—: En realidad, no importa ya. El sufrimiento ha servido para fortalecerme.

—¿Sufrirías mucho si alguien arrancase los cables a esa maldita tabla de ejercicios?

—Ya te lo he dicho —dijo furiosa la señora Levy—. No metas a la tabla en esto. La rabia te desborda. Sigue mi consejo, Gus. Vete a ver a ese psicoanalista del Medical Arts, el que ayudó a Lenny a sacar de la ruina su joyería. Le curó de aquel complejo que tenía sobre la venta de rosarios. Lenny cuenta de él maravillas. Ahora, ha conseguido una especie de contrato en exclusiva con unas monjas que le venden los rosarios en los cuarenta colegios católicos de la ciudad. Se está hinchando a ganar dinero. Y es feliz. Las monjas son felices, los niños son felices.

—Qué maravilla.

—Ha introducido en el mercado una hermosa colección de imágenes y de artículos religiosos.

—Apuesto a que es feliz.

—Lo es. Y tú deberías serlo también. Vete a ver a ese médico antes de que sea demasiado tarde, Gus. Deberías buscar ayuda, aunque sólo sea por las niñas. Por mí da igual.

—De eso estoy seguro.

—Tienes una personalidad muy confusa. Sandra, por ejemplo, es mucho más feliz desde que se psicoanalizó. Con un médico de la universidad, que la ayudó muchísimo.

—Estoy seguro de que sí, de que la ayudó mucho.

—Es muy posible que tenga una recaída cuando se entere de lo que le hiciste a aquel joven idealista. Sé que las niñas acabarán volviéndose contra ti. Son tiernas y compasivas, lo mismo que yo antes de que tú me embrutecieses.

—¿Embrutecerte, dices?

—Por favor, basta de sarcasmos —un movimiento de las uñas aguamarinas advirtió desde la saltante y ondulante tabla—. ¿Me traes a la señorita Trixie o escribo la carta?

—Tendrás a la señorita Trixie —dijo el señor Levy al fin—. Probablemente intentarás colocarla en esa tabla y le romperás una cadera.

—¡No metas la tabla en esto!