—¡Ignatius! ¡Por fin lograste que te echaran!
—Por favor, madre, que estoy al borde del derrumbe.
Ignatius se embutió la botella de Dr. Nut bajo el bigote y bebió ruidosamente, con gorgoteos sonoros.
—Si piensas portarte ahora como una arpía, piensa que me empujarás al abismo.
—Un trabajito de nada en una oficina y no eres capaz de conservarlo. Con todos tus estudios.
—Me odiaban, me envidiaban —dijo Ignatius, mirando con cara compungida a las paredes oscuras de la cocina.
Luego, apartó la lengua de la boca de la botella con un zump y eructó un poco de Dr. Nut.
—En realidad, todo ha sido culpa de Myrna Minkoff. Tú ya sabes los líos que arma.
—¿Myrna Minkoff? No digas tonterías, Ignatius. Esa chica está en Nueva York. Te conozco, hijo mío. Debes haber soltado en Levy Pants alguna patochada de las tuyas.
—Mi magnificencia les turbaba.
—Dame ese periódico, Ignatius. Vamos a echar un vistazo a las ofertas de trabajo.
—¿Es cierto lo que oigo? —atronó Ignatius—. ¿Voy a verme arrojado de nuevo al abismo? ¿Es que no tienes caridad? Necesito una semana al menos en la cama, con servicio, para recuperarme.
—Hablando de la cama, ¿qué ha sido de tu sábana, hijo mío?
—Pues no tengo ni idea. Puede que la robaran. ¡No te previne yo contra los intrusos!
—¿Quieres decir que entró alguien en casa sólo para llevarse una de tus sábanas asquerosas?
—Si fueras un poco más concienzuda en la colada, no habría que aplicarle tal calificativo.
—Bueno, bueno, dejémoslo, pásame el periódico, hijo mío.
—¿Vas a intentar de veras leer en voz alta? Dudo que mi organismo pueda soportar tal trauma en este momento. Además, estoy leyendo un artículo muy interesante de la sección de ciencias, un artículo sobre los moluscos.
La señora Reilly arrebató el periódico a su hijo, dejando dos trocitos de papel en sus manos.
—¡Madre! ¿Esta muestra agresiva de mala educación es resultado acaso de tu relación con esos sicilianos que juegan a los bolos?
—Cállate, Ignatius —dijo su madre, pasando las hojas compulsivamente, en busca de la sección de anuncios.
—Mañana por la mañana cogerás el trole de St. Charles bien temprano.
—¿Eh? —preguntó Ignatius con aire ausente. Estaba preguntándose qué podría escribirle ahora a Myrna. La película parecía destruida también. Sería imposible describir en una carta el desastre de la Cruzada—. ¿Qué decías, madre?
—Digo que tienes que coger ese trole mañana temprano —chilló la señora Reilly.
—Muy razonable.
—Y no volverás a casa, hasta que encuentres trabajo.
—Fortuna ha decidido, al parecer, iniciar otro giro hacia abajo.
—¿Qué?
—Nada, nada.