El patrullero Mancuso miró el reloj. Llevaba ya ocho horas en la estación de autobuses. Era tiempo ya de entregar el disfraz en la comisaría y regresar a casa. No había detenido a nadie en todo el día y, además, parecía haber cogido un catarro. Allí hacía mucho frío y había mucha humedad. Estornudó e intentó abrir la puerta; pero no se abría. Sacudió la manilla, forcejeó en la cerradura, que parecía trabada. Tras más o menos un minuto de esfuerzos y empujones, gritó: «¡Socorro!».