El señor González llegó a Levy Pants temprano, como siempre. Encendió simbólicamente su pequeña estufa y un cigarrillo con filtro con la misma cerilla: dos antorchas que señalaban el principio de otra jornada de trabajo. Luego, aplicó su ingenio a las meditaciones de primera hora de la mañana. El día anterior, el señor Reilly había añadido un nuevo detalle a la oficina: banderolas de papel rizado, malvas y grises y tostadas, se enlazaban de bombilla a bombilla cruzando el techo. La cruz y los letreros y las banderolas de la oficina recordaban al jefe administrativo los adornos de Navidad y le hacían sentirse algo sentimental. Mirando feliz al sector del señor Reilly, advirtió que las judías crecían tan lozanamente que habían empezado a enredarse ya en las manillas de los cajones del archivador. El señor González se preguntó cómo podría el archivero realizar su tarea sin molestar a aquellos tiernos brotes. Mientras cavilaba sobre este enigma oficinesco, le sorprendió ver al propio señor Reilly irrumpir como un torpedo por la puerta.
—Buenos días, caballero —dijo bruscamente Ignatius, el chal-bufanda volando horizontal en su estela como la bandera de algún clan escocés en pie de guerra. De su hombro colgaba una cámara de cine barata y llevaba bajo el brazo un bulto que parecía una sábana enrollada.
—Qué temprano llega usted hoy, señor Reilly.
—¿Qué queréis decir? Yo siempre llego a esta hora.
—Claro, claro, por supuesto —dijo mansamente el señor González.
—¿Acaso cree usted que he venido temprano con algún propósito?
—No, no, qué va. Yo…
—Hablad claro, caballero. ¿A qué viene esa suspicacia tan extraña? —Le brillan los ojos de paranoia.
—¿Cómo dice, señor Reilly?
—Ya oyó bien lo que dije —contestó Ignatius, y se encaminó pesadamente hacia la puerta de la fábrica.
El señor González intentó reponerse, pero su tentativa se vio alterada por lo que parecía un vitoreo, un rumor que llegaba de la fábrica. Quizá, pensó, uno de los obreros ha tenido un hijo o ha ganado algo en una rifa. Con tal de que los obreros le dejaran en paz, él estaba dispuesto a concederles la misma cortesía. Para él, eran simplemente parte de la estructura física de Levy Pants, no relacionada con «el centro cerebral». No eran suyos, y no tenía por qué preocuparse por ellos; estaban bajo el control beodo del señor Palermo. Cuando reuniera ese valor suficiente, el jefe administrativo pensaba abordar al señor Reilly y preguntarle de modo más diplomático qué hacía durante el tiempo que pasaba en la fábrica. El señor Reilly estaba últimamente un tanto distante e inaccesible, y al señor González le asustaba la idea de un enfrentamiento con él. Se le dormían los pies cuando pensaba en una de aquellas zarpas de oso aterrizando directa sobre su cráneo, hundiéndole quizá como a una estaca en el impredecible suelo de la oficina.
Cuatro de los obreros varones abrazaban a Ignatius por los descomunales jamones que tenía por muslos, y, con considerable esfuerzo, estaban subiéndole a una de las mesas de cortar. Sobre los hombros de sus porteadores, Ignatius aullaba instrucciones como si supervisase el cargamento de la mercancía más rara y valiosa.
—¡Arriba y a la derecha, ahí! —gritaba a los de abajo—. Arriba, arriba, cuidado. Despacio. ¿Me tiene bien cogido?
—Sí —contestó uno de los porteadores.
—Da la sensación de que no. ¡Por favor! Estoy hundiéndome en un estado de angustia profunda.
Los obreros observaban con interés cómo los cargadores se tambaleaban bajo su carga.
—Ahora hacia atrás —decía nervioso Ignatius—. Hacia atrás hasta que la mesa quede justo debajo de mí.
—No se preocupe, señor R —jadeó un cargador—. Le llevamos derechito a esa mesa.
—Pues no lo parece —contestó Ignatius, mientras su cuerpo chocaba con una columna—. ¡Oh, Dios mío! Me he dislocado el hombro.
Surgió un grito de los otros obreros.
—Eh, más cuidado con el señor R —chilló alguien—. Vais a romperle la cabeza.
—¡Por favor! —gritó Ignatius—. ¡Que alguien ayude! Si no, voy a convertirme de un momento a otro en un saco de huesos rotos.
—Mire, señor R —dijo sin aliento un cargador—, ahora la mesa está justo detrás de usted.
—Probablemente me arrojen a uno de los hornos antes de que esta desdichada aventura termine. Sospecho que habría sido mucho más prudente dirigirse al grupo al nivel del suelo.
—Apoye los pies, señor R. Tiene la mesa justo debajo.
—Despacito —dijo Ignatius, echando hacia abajo su enorme pie con mucha precaución—. Bien, así. Muy bien. Cuando esté bien asentado, podéis soltarme.
Ignatius estaba al fin vertical sobre la larga mesa, sujetando la sábana enrollada sobre la pelvis, para ocultar a su público el hecho de que, durante el proceso de carga y descarga, se había sentido un tanto estimulado.
—¡Amigos! —dijo grandilocuente, y alzó el brazo que no sujetaba la sábana—. Nuestro día ha llegado al fin. Espero que os hayáis acordado todos de traer vuestros ingenios de guerra.
Del grupo que rodeaba la mesa de cortar no surgió ni una confirmación ni un desmentido.
—Me refiero a los palos y cadenas y garrotes y demás.
Riéndose a coro, los obreros esgrimieron postes de vallas, palos de escoba, cadenas de bicicleta y ladrillos.
—¡Dios santo! No hay duda de que habéis reunido un temible y muy diverso armamento. La violencia de nuestro ataque quizá sobrepase mis previsiones. Sin embargo, cuanto más definitivo sea el golpe, más definitivos serán los resultados. Mi protocolaria inspección de vuestras armas confirma, en consecuencia, mi fe en el triunfo final de vuestra cruzada de hoy. Dejaremos tras nosotros una fábrica saqueada y destruida, hemos de responder al fuego con el fuego.
—¿Qué dice? —preguntó un obrero a otro.
—Arrasaremos la oficina en seguida, sorprendiendo así al enemigo cuando sus sentidos están aún envueltos en las nieblas psíquicas de primera hora de la mañana.
—Oiga, señor R, perdóneme usté —dijo un hombre—. Una persona me dijo que usté tenía problemas con un policía. ¿Es verdá eso?
Se alzó entre los trabajadores una oleada de ansiedad e inquietud.
—¿Qué? —chilló Ignatius—. ¿Dónde oyó usted esa calumnia? Es totalmente falso. Es un rumor vil que debió inventar algún racista blanco, algún patán fanático, quizás el propio González. Cómo se atreve usted, caballero. Deben comprender todos ustedes que nuestra causa tiene muchos enemigos.
Mientras los obreros le aplaudían ruidosamente, Ignatius se preguntó cómo aquel obrero se había enterado de la tentativa de detención de que le había hecho objeto el subnormal de Mancuso. Quizás estuviera allí entre la gente cuando el suceso. Aquel patrullero era la mosca de todas las pomadas. Sin embargo, el momento parecía superado.
—¡Esto es lo que llevaremos con nosotros en vanguardia! —gritó Ignatius ahogando el último aplauso desparramado. Y sacó teatralmente de encima de su pelvis la sábana, abriéndola de golpe. Entre las manchas amarillas estaba escrito en letras grandes de molde, con tiza roja, ADELANTE. Bajo esto, escrito con una complicada caligrafía azul: Cruzada por la Dignidad Mora.
—Dios sabe quién habrá estado durmiendo en esa sábana vieja —dijo la mujer apasionada y aficionada a los espirituales que iba a ser la directora del coro—. ¡Señor!
Hubo más presuntos sublevados que expresaron la misma curiosidad en una terminología más explícitamente física.
—Silencio —dijo Ignatius, pateando estruendosamente en la mesa—. ¡Por favor! Dos de las mujeres más esbeltas llevarán esta enseña entre las dos cuando avancemos en manifestación hacia la oficina.
—Yo no pongo la mano en eso, no señora, ni hablar —contestó una mujer.
—¡Silencio! ¡Cállense todos! —dijo furioso Ignatius—. Empiezo a sospechar que ustedes no se merecen verdaderamente esta causa. Al parecer, no están dispuestos a hacer ninguno de los sacrificios imprescindibles.
—¿Para qué vamos a llevar esa sábana vieja? —preguntó alguien—. Yo creí que esto iba a ser una manifestación por los salarios.
—¿Sábana? ¡Qué sábana! —replicó Ignatius—. Estoy extendiendo ante vosotros la más orgullosa de todas las banderas, una identificación de nuestro objetivo, una visualización de todo lo que buscamos —los obreros estudiaron con más atención las manchas—. Si sólo deseáis irrumpir en la oficina como ganado, no habréis participado más que en un motín. Esta bandera por sí sola da forma y crédito a la sublevación. Hay cierta geometría ligada a estas cosas, cierto ritual que hay que observar. Bien, ustedes dos, señoras, ésas de allí, cojan esto entre las dos, una de cada lado, y llévenlo así con honor y orgullo, con las manos bien alzadas, etcétera.
Las dos mujeres a las que Ignatius señaló avanzaron muy despacio hacia la mesa de cortar y tomaron cautelosamente la bandera con el pulgar y el índice, sosteniéndola entre ellas como si fuera la mortaja de un leproso.
—Tiene un aspecto aún más impresionante de lo que yo suponía —dijo Ignatius.
—No me menees esa cosa delante, chica —dijo alguien a las mujeres, creando otra marejada de risas.
Ignatius puso su cámara en acción y la enfocó hacia la pancarta y los trabajadores.
—¿Querrán todos ustedes por favor alzar las piedras y los palos otra vez?
Los obreros obedecieron jovialmente. A Myrna se le atragantaría el exprés cuando viera aquello.
—Ahora con un poco más de violencia. Blandid las armas con fiereza. Haced gestos y muecas. Chillad. Quizás alguno podría dar saltos, si no es molestia.
Todos siguieron sus instrucciones con júbilo. Es decir, todos salvo las dos mujeres que sostenían hoscamente la bandera.
En la oficina, el señor González estaba observando cómo la señorita Trixie chocaba con el marco de la puerta al entrar en la oficina. Al mismo tiempo, se preguntaba qué significaría aquel nuevo y violento griterío que llegaba de la fábrica. Ignatius filmó durante un minuto o más la escena que tenía ante él. Luego, siguió por una columna, hasta el techo, para lo que consideró una especie de metáfora cinematográfica interesante y algo rebuscada que indicaba anhelos y aspiraciones. La envidia roería las almizcleñas entrañas de Myrna. En la cúspide de la columna, la cámara fijó para la posteridad varios metros cuadrados del oxidado interior del techo de la fábrica. Luego, Ignatius entregó la cámara a un obrero y pidió que le fotografiase. Mientras el obrero dirigía las lentes hacia él, Ignatius frunció el ceño y agitó un puño, divirtiendo muchísimo a los trabajadores.
—Bien, se acabó —dijo benevolente, tras recuperar la cámara de un zarpazo y cerrarla—. Controlemos de momento nuestros impulsos rebeldes y planeemos nuestras estratagemas. Primero, estas dos damas nos precederán con la bandera. Directamente detrás de la bandera irá el coro, cantando una melodía popular o religiosa adecuada. La dama encargada del coro es quien puede elegir la melodía. Como no sé nada de vuestra música popular, os dejaré a vosotros la selección, aunque ojalá hubiera habido tiempo bastante para enseñaros a todos las maravillas de un madrigal. Sugeriré tan sólo que elijáis una melodía más bien vigorosa. Los demás formarán el batallón de guerreros. Yo seguiré a todo el grupo con mi cámara, a fin de registrar este hecho memorable. En alguna fecha futura, podremos conseguir todos algunos ingresos adicionales alquilando esta película a organizaciones estudiantiles o a otras pasmosas asociaciones similares.
»Por favor, recordad esto: nuestro primer paso será pacífico y racional. Cuando entremos en la oficina, las dos damas llevarán la bandera hasta el jefe administrativo. El coro se colocará junto a la cruz. El batallón permanecerá en segundo plano hasta que sea necesario. Como vamos a tratar con el propio González, supongo que habrá que llamar en seguida al batallón. Si González no reacciona ante este espectáculo emocionante, yo gritaré: “¡Al ataque!”. Esa será la señal para empuñar las armas y atacar. ¿Alguna pregunta?
Alguien dijo: «Todo esto es pura mierda», pero Ignatius ignoró la voz. Hubo un silencio feliz en la fábrica, la mayoría de los trabajadores estaban ávidos de alguna ruptura con la rutina. El señor Palermo, el capataz, apareció beodamente entre dos de los hornos un momento y desapareció luego.
—Parece ser que el plan de combate está claro —dijo Ignatius al ver que no surgían preguntas—. ¿Querrán las dos damas de la bandera, por favor, tomar posiciones allí junto a la puerta? Ahora, por favor, que se coloque el coro detrás y luego el batallón.
Los obreros formaron rápidamente, sonriendo y espoleándose unos a otros con sus ingenios de guerra.
—¡Magnífico! El coro puede empezar ya a cantar.
La dama afecta a los espirituales sopló una flauta y los integrantes del coro comenzaron a cantar vigorosamente: «Oh, Jesús, camina a mi lado / Así siempre, siempre estaré satisfecho».
—Es una canción muy conmovedora, realmente —comentó Ignatius. Luego gritó—: ¡Adelante!
La formación obedeció tan de prisa, que, antes de que Ignatius pudiera añadir nada más, ya había salido la enseña de la fábrica y subía las escaleras hacia la oficina.
—¡Alto! —gritó Ignatius—. Alguien tiene que ayudarme a bajar de la mesa.
Oh, Jesús, sé mi amigo
Hasta el fin, hasta el fin, sí.
Coge mi mano
Y seré dichoso
Sabiendo que Tú caminas
Oyendo mi voz.
No me quejo
Aunque llueva
Cuando estoy con Jesús.
—¡Alto! —gritó Ignatius frenéticamente, viendo cómo la última fila del batallón cruzaba la puerta—. ¡Volved inmediatamente aquí!
Pero la puerta se cerró. Ignatius se agachó y se colocó a cuatro patas y fue gateando hasta el borde de la mesa. Luego, giróse y, tras maniobrar largo rato con sus extremidades, logró sentarse al borde. Comprobado que sus pies se columpiaban a sólo unos centímetros del suelo, decidió arriesgarse al salto. Al apartarse de la mesa y aterrizar en el suelo, deslizósele la cámara del hombro, y golpeó el cemento con un estruendo quebrado y sordo. Destripada, derramáronse por el suelo sus fílmicas entrañas. Recogióla Ignatius y accionó el pulsador destinado a ponerla en marcha, pero nada pasó.
Tú, Jesús, me pagas la fianza
Cuando me meten en la cárcel.
Oh, sí, Tú me das siempre
Una razón para vivir.
—¿Pero qué cantan esos dementes? —preguntó Ignatius a la vacía fábrica, mientras iba embutiendo metros y metros de película en el bolso.
Tú nunca me haces daño,
Tú nunca, nunca, nunca me abandonas.
Yo nunca peco
Y gano siempre
Ahora que tengo a Jesús.
Ignatius, con una estela de película desenrollada, se lanzó hacia la puerta y entró en la oficina. Las dos mujeres desplegaban estólidas la parte posterior de la manchada sábana ante el señor González, que estaba confundidísimo. Los miembros del coro, con los ojos cerrados, cantaban compulsivos, perdidos en su mundo melódico. Ignatius atravesó el batallón que remoloneaba benigno en los márgenes de la escena, hacia el escritorio del jefe administrativo.
La señorita Trixie le vio y preguntó:
—¿Qué pasa, Gloria? ¿Qué hace aquí la gente de la fábrica?
—Corra ahora que puede, señorita Trixie —dijo Ignatius muy serio.
Oh, Jesús, Tú me das paz,
Tú alejas a la policía.
—No puedo oírte, Gloria —gritó la señorita Trixie, agarrándole del brazo—. ¿Esto es una comedia de negros?
—¡Vaya a colgar sus carnes flácidas en el retrete! —gritó brutal Ignatius.
La señorita Trixie desapareció.
—¿Bien? —preguntó Ignatius al señor González, resituando a las dos damas, para que el jefe administrativo pudiera ver la inscripción de la sábana.
—¿Qué significa esto? —preguntó el señor González, leyendo la pancarta.
—¿Se niega usted a ayudar a estas personas?
—¿Ayudarles? —preguntó acongojado el jefe administrativo—. ¿De qué habla usted, señor Reilly?
—Hablo de ese pecado contra la sociedad del que es usted culpable.
—¿Qué? —al señor González le temblaban los labios.
—¡Al ataque! —gritó Ignatius al batallón—. Este hombre no sabe lo que es la caridad.
—No le ha dado usted oportunidad de hablar —comentó una de las mujeres descontentas que sujetaban la sábana—. Deje usted hablar al señor González.
—¡Al ataque! ¡Al ataque! —gritó de nuevo Ignatius, con mayor furia aún, los ojos amarillos y azules relampagueando desorbitados.
Alguien dio un cadenazo más bien protocolario en los archivadores, tirando las plantas al suelo.
—¿Pero qué has hecho, desgraciado? —dijo Ignatius—. ¿Quién te mandó tirar esas plantas?
—Usted dijo «al ataque» —contestó el portador de la cadena.
—Deje eso inmediatamente —gritó Ignatius a un hombre que acuchillaba apático el letrero DEPARTAMENTO DE INVESTIGACIÓN Y REFERENCIA. - I. REILLY, CUSTODIO con un cortaplumas—. ¿Pero qué se han creído ustedes?
—Bueno, usté dijo «al ataque» —contestaron varias voces.
En este yermo
Me das la gracia
De tu luz
Que ilumina la larga noche.
Oh, Jesús, oye mis cuitas
Y nunca, nunca, nunca te dejaré.
—Basta ya de esa canción horrible —gritó Ignatius al coro—. Nunca he oído mayor blasfemia.
El coro dejó de cantar y los cantores parecieron ofenderse muchísimo.
—No entiendo lo que hace, señor Reilly —dijo el jefe administrativo a Ignatius.
—Cierre esa boquita, subnormal.
—Nosotros volvemos a la fábrica —dijo furiosa a Ignatius la portavoz del coro, la dama apasionada—. Es usté un hombre malo. Yo sí creo que hay un policía buscándole.
—Sí —confirmaron otras voces.
—Un momento, un momento —suplicó Ignatius—. Alguien tiene que atacar a González —pasó revista el batallón de guerreros—. El del ladrillo, venga aquí ahora mismo y pegúele un poco en la cabeza.
—Yo no voy a pegarle a nadie con esto —dijo el hombre del ladrillo—. Usted debe tener unos antecedentes de un kilómetro en la policía.
Las dos mujeres dejaron caer al suelo con manifiesta repugnancia la sábana y siguieron al coro, que ya empezaba a salir por la puerta.
—¿Pero dónde se van? —gritó Ignatius, la voz ahogada de saliva y furia.
Los guerreros no contestaron y empezaron a seguir al coro y a las dos portaestandartes por la puerta de la oficina. Ignatius se lanzó raudo tras los últimos guerreros y agarró por el brazo a uno, pero el guerrero se lo quitó de encima como si fuera un mosquito y dijo:
—Ya tenemos bastantes problemas sin necesidad de que nos metan en la cárcel.
—¡Vuelvan aquí! No han terminado. Pueden coger a la señorita Trixie si quieren —gritó Ignatius frenético al batallón en retirada, pero la procesión siguió silenciosa y resuelta escaleras abajo hacia la fábrica. Y cerróse por último la puerta tras el último cruzado de la dignidad mora.