SEIS

Mattie’s Ramble Inn estaba en una esquina del sector Carrollton de la ciudad donde, tras haber corrido en paralelo seis o siete millas, la Avenida St. Charles y el río Mississippi se encuentran y termina la avenida. Allí se forma un ángulo, la avenida y sus vías de tranvía a un lado, el río y el muelle y las vías del ferrocarril al otro. Dentro de este ángulo hay un pequeño barrio separado. Impregna el ambiente el aroma intenso y empalagoso de la destilería de alcohol del río, un olor que se hace sofocante las tardes de verano cuando sopla la brisa del río. El barrio creció al azar hace más o menos un siglo, y hoy apenas si parece urbano. Cuando las calles de la ciudad cruzan la Avenida St. Charles y entran en este barrio, cambian gradualmente del asfalto a la grava. Es un antiguo pueblo rural que tiene incluso algunos pajares, un pueblo alienado y microcósmico dentro de una gran ciudad.

Mattie’s Ramble Inn era como las demás casas de su manzana: baja, sin pintar, de una verticalidad imperfecta. Mattie’s divagaba levemente hacia la derecha, inclinándose hacia las vías del ferrocarril y el río. Su fachada era casi invulnerable, cubierta como estaba de carteles publicitarios de latón de toda una colección de cervezas y cigarrillos y refrescos. Hasta la pantalla de la puerta anunciaba una marca de pan. Mattie’s era una mezcla de bar y tienda de ultramarinos; el aspecto tienda prácticamente limitado a una parca selección de artículos, refrescos, pan y alimentos enlatados. Junto a la barra había un cajón de hielo que enfriaba unos cuantos kilos de carne en salmuera y de salchichas. Y no había ningún Mattie. El señor Watson, el propietario, un hombre tranquilo, tostado, café au lait, tenía autoridad exclusiva sobre la restringida selección de mercancías.

—El problema es el no tené ninguna especíalidá vocacional —le decía Jones al señor Watson.

Jones estaba encaramado en un taburete de madera, las piernas dobladas abajo como ganchos de hielo, listas para enganchar el taburete y llevárselo audazmente ante los ancianos ojos del señor Watson.

—Si yo tuviera una especialidá, no estaría barriéndole el suelo a una puta.

—Sé bueno —respondió vagamente el señor Watson—. Pórtate bien con la dama.

—¡Juá! Sí, claro. Tú no entiendes na de na, hombre. Conseguí un trabajo con un pájaro. ¿Cómo va a gústale a nadie trabaja con un pájaro? —Jones lanzó un poco de humo hacia la barra—. Pero me alegro de que esa chica tenga su oportunidá. Lleva mucho tiempo trabajando para la desgracia de la Lee. Necesita un descanso. Pero apuesto a que ese pájaro va a gana más dinero que yo. ¡Seguro!

—Sé bueno, John.

—¡Juá! Sí, cómo no, a ti te han lavao el cerebro —dijo Jones—. Tú no tienes a nadie que venga aquí y te limpie el suelo, ¿verdá que no? Di, di.

—No te metas en líos.

—¡Puaf! Hablas iguá que la desgracia de la Lee. Qué lástima que no os conozcáis. Ella te quiere mucho, sí. Dice: «Oiga, muchacho, usté es precisamente la clase de negro tonto a la antigua que llevo toda la vida buscando.» Dice: «Oiga, qué bueno es usté, limpíeme el suelo y pínteme la paré. Es usté tan simpático, ¿por qué no me friega el retrete y me limpia los zapatos?» y tú le dices: «Sí, madame, sí, madame. Me portaré bien.» Y te rompes el culo cayéndote cuando estás limpiando una lámpara y llega otra puta amiga suya a compara tarifas y la Lee va y le tira unas monedas a los pies y dice: «Óigame usté, muchacho, ya está bien de comedia. Devuelva esas monedas antes de que llamemos a un policía.» Sí, señó.

—¿No te dijo esa señora que llamaría a la policía si no te portabas bien?

—Me enganchó con eso. ¡Sí, señó! Creo que la Lee tiene algún contacto con la poli. No hace más que hablarme de un amigo que tiene en el cuerpo. Dice que su local tiene tanta clase que allí la policía no se atreve a entra —Jones formó un nubarrón sobre la pequeña barra—. Pero algo se trae entre manos con esa mierda de los huérfanos. Cuando alguien como la Lee dice «Caridá», sabes que se cuece algo ilegal. Y sé que andan con algo raro de ese tipo, porque de repente el huérfano dejó de aparece porque yo hacía muchas preguntas. ¡Mierda! Me gustaría sabe qué es lo que se traen entre manos. Estoy harto de que me tengan cogió en una trampa pagándome veinte dólares a la semana, trabajando con un pájaro tan grande como un águila. Tengo que conseguirme algo, hombre. ¡Puaf! Quiero un acondicionado de aire, un televisó en coló, y bebé de vez en cuando algo mejó que cerveza.

—¿Quieres otra cerveza?

Jones miró al viejo a través de sus gafas de sol y dijo:

—¿Quieres vendéme otra cerveza, a mí, un pobre chico de coló que anda rompiéndose el culo por veinte dólares a la semana? Creo que ya va siendo hora de que me des una cerveza gratis, con todo ese dinero que ganas vendiendo carne y refrescos a los pobres de coló. Mandas a tu hio a la universidad con el dinero que ganas aquí.

—Es maestro ya —dijo muy orgulloso el señor Watson, abriendo una cerveza.

—Muy bien, hombre, sí. Yo no fui a la escuela más que dos años en toa mi vida. Mi mamá andaba por ahí lavando la ropa de otra gente, nadie hablaba de escuela. Yo me pasaba el día en la calle, gastando suela. Yo gastando suela, mamá lavando, nadie aprendía nada. ¡Una mierda, sí, señó! ¿Quién busca gastasuelas para dales trabajo? Acabo consiguiéndome un trabajo remunerao con un pájaro, con una jefa que probablemente esté vendiendo marranas a los huérfanos. ¡Sí, señó, juá!

—Bueno, si las condiciones son tan malas…

—¿Tan malas? ¡Vamos, hombre! Esto es la esclavitú moderna. Si lo dejo, me denuncian por vagabundo. Sí me quedo, tengo un empleo remunerao con un sueldo que ni siquiera se aproxima al salario mínimo.

—Te diré lo que puedes hacer —dijo el señor Watson confidencialmente, apoyándose en la barra y entregándole a Jones la cerveza.

El otro hombre que había en la barra se inclinó hacia ellos para escuchar; llevaba varios minutos siguiendo su conversación en silencio.

—Puedes probar a hacer un sabotaje, un sabotaje pequeño. Es la única forma de luchar contra esa clase de trampas.

—¿Pero qué quieres decí tú con eso de «sabotaje»?

—Tú sabes, hombre —cuchicheó el señor Watson—. Es como la criada mal pagada que echa demasiada pimienta en la sopa sin darse cuenta; como el empleado del aparcamiento que un día se harta ya de tanta mierda y echa un poco de aceite en el suelo y el coche patina y se va contra la valla.

—¡Juáaa! —dijo Jones—. Como el chico del supermercao que de repente se le ponen resbalosos los dedos y se le cae al suelo una docena de huevos, porque no quieren pagarle las horas extras, ¿eh?

—Ves, ya lo entendiste.

—Nosotros estamos planeando un gran sabotaje —dijo el otro hombre de la barra, rompiendo su silencio—. Tenemos una gran manifestación donde yo trabajo.

—¿Sí? —preguntó Jones—. Y dime, ¿dónde?

—En Levy Pants. Tenemos allá un blanquito grande que vino a la fábrica a decirnos que le gustaría mucho tira una bomba atómica y vola la empresa.

—Me parece que vosotros tenéis algo más que sabotaje —dijo Jones—. A mí me parece que vosotros tenéis una guerra.

—Hay que ser bueno, hay que respetar —dijo el señor Watson al desconocido.

El hombre rompió a reír hasta que los ojos se le llenaron de lágrimas.

—Ese hombre —dijo— dice que él reza por las mulatas y las ratas de tó el mundo.

—¿Ratas? ¡Ahí va! Ustés tienen a un chiflao cien por cien.

—Es muy listo —dijo el hombre, a la defensiva—. Y además muy religioso. Se hizo allí mismo en la oficina una cruz grandota.

—¡Juáaa!

—Y dice: «Tos vosotros seríais más felices en la Edad Media. Deberíais conseguiros un cañón y flechas, tira una bomba nucular encima de este sitio.»

El hombre rompió a reír otra vez.

—No tenemos nada mejor qué hace en ésa fábrica. Siempre dice cosas interesantes cuando mueve ese gran bigote que tiene. Va a llevarnos a tos a una gran manifestación que dice que va a convertí todas las demás manifestaciones del mundo en reuniones sociales de señoras.

—Sí, pues a mí me parece que va a llevaros a tos derechitos a la cárcel —dijo Jones, cubriendo la barra con un poco más de humo—. A mí me parece un blanco desgraciao que está como una cabra.

—Es un poco raro, sí —admitió el hombre—. Pero trabaja en aquella oficina, y el jefe de allí, el señor Gonzala, le considera un tipo muy listo. Le deja hace tó lo que quiere. Le deja incluso bajá a la fábrica cuando le da la gana. Hay mucha gente que está dispuesta a hacé la manifestación con él. Nos dijo que había conseguido permiso del propio señor Levy para hace una manifestación, nos dijo que el señor Levy quiere que nos manifestemos y nos libremos de Gonzala. Quién sabe. Quizá nos suban el sueldo. Ese señó Gonzala ya le tiene miedo.

—Y dime, hombre, ¿qué pinta tiene ese salvado blanco que os ha salió? —preguntó con interés Jones.

—Pues es grande y gordo, y lleva una gorra de cazador que no se quita nunca.

A Jones se le desorbitaron los ojos detrás de las gafas.

—¿Tiene una gorra verde, dices? ¿Una gorra de cazado?

—Pues sí que la tiene. ¿Y tú cómo lo sabes?

—¡Juáaa! —dijo Jones—. Estáis metíos en un buen lío. Hay un policía que anda ya detrás de ese tipo. Vino una noche al Noche de Alegría y empezó a contarle a Darlene, a esa chica, no sé qué de un autobús.

—Vaya, sabe usté —dijo el hombre—. Es que a nosotros también nos contó cosas de un autobús, nos contó que una vez fue en un autobús por la oscuridá de la noche…

—Es el mismito. Ya podéis anda con ojo. Anda buscándole un poli. Vosotros los pobres de coló vais a ir tos a la cárcel. ¡Juá!

—Bueno, pues tengo que preguntárselo a él —dijo el hombre—. Yo no quiero í a una manifestación dirigía por un presidiario, no, señó.