El doctor Talc encendió un Benson and Hedges, mirando por la ventana de su despacho de la Facultad de Sociología. Al otro lado del campus a oscuras vio algunas luces de las clases nocturnas de otros edificios. Había estado toda la noche rebuscando en su escritorio sus notas sobre el monarca inglés de la leyenda, notas copiadas precipitadamente de un resumen de la historia inglesa de cien páginas, que una vez había leído en edición de bolsillo. La conferencia sería al día siguiente, y ya eran las ocho y media casi. El doctor Talc tenía fama como conferenciante por su ingenio ágil y sarcástico y por sus generalizaciones fácilmente digeribles, que le hacían popular entre las estudiantes y le ayudaban a ocultar su falta de conocimiento de casi todo en general y de la historia inglesa en particular.
Pero hasta Talc se daba cuenta de que su fama de refinamiento y facundia no le salvarían de su incapacidad absoluta para recordar cualquier cosa relacionada con Lear y Arturo, aparte del hecho de que el primero tenía algunos hijos. Talc dejó el cigarrillo en el cenicero y empezó de nuevo por el último cajón. Al fondo de éste, había un montón de papeles viejos que no había examinado con excesivo detenimiento durante la primera inspección del escritorio. Colocando los papeles en el regazo, fue ojeándolos uno a uno y descubrió que, tal como había imaginado, casi todos eran ejercicios no devueltos que había acumulado a lo largo de un período de más de cinco años. Cuando se detuvo a examinar uno de ellos, sus ojos cayeron sobre una hoja arrugada y amarillenta de papel Gran Jefe en la que había escrito, en rojo, lo siguiente:
Su total ignorancia de lo que profesa enseñar merece pena de muerte. Dudo que sepa usted que a San Casiano de Imola le mataron sus propios alumnos atravesándole con sus estilos. Su muerte, un martirio perfectamente honorable, le convirtió en santo patrón de los profesores.
Encomiéndese a él, tonto extraviado, pseudopedante que se dedica a decir «¿Alguien para el tenis?» y a jugar al golf y a trasegar bebidas alcohólicas, pues necesita usted realmente un santo patrón. Aunque sus días están contados, no morirá usted como un mártir (pues no defiende usted ninguna causa santa), sino como el perfecto imbécil que en realidad es.
EL ZORRO
Sobre la última línea de la página, había dibujada una espada.
—¿Qué habrá sido de él? —se dijo Talc en voz alta.