El patrullero Mancuso había intentado hacer un poco de trabajo nocturno en su afán por detener a alguien, cualquiera, para llevárselo al sargento. Tras dejar a su tía en la bolera, había parado en aquel bar por propia iniciativa para ver lo que descubría. Y descubrió a aquellas tres horribles mujeres que le habían pegado. Se acarició la venda de la cabeza mientras entraba en la comisaría a ver al sargento, que le había mandado llamar.
—¿Qué le pasó, Mancuso? —gritó el sargento cuando vio el vendaje.
—Me caí.
—Muy propio de usted. Si supiera lo que se trae entre manos, estaría en los bares vigilando a gente como esas tres chicas que detuvimos anoche.
—Sí, señor.
—No sé quién fue la puta que le dijo a usted eso del Noche de Alegría, pero nuestros muchachos han estado allí casi todas las noches y no han descubierto, nada.
—Bueno, yo creí…
—Cállese usted, hombre. Nos dio una pista falsa. ¿Sabe lo que hacemos a los que nos dan una pista falsa?
—No.
—Les mandamos a la sala de espera de la estación de autobuses.
—Sí, señor.
—Tendrá que estar usted allí, en las cabinas de los lavabos, ocho horas al día hasta que nos traiga a alguien.
—Muy bien.
—No diga usted «muy bien», diga «Sí, señor». Ahora, salga usted y vaya a su armario… Hoy será usted un granjero.