El señor González estaba sentado junto a su pequeña estufa oyendo los rumores del río, su alma plácida suspensa en un nirvana en algún lugar situado muy por encima de las dos antenas de Levy Pants. Sus sentidos saboreaban subconscientemente el rumor de las ratas y el aroma a papel y madera viejos y el sentimiento de seguridad que le proporcionaba su bolsudo pantalón Levy’s. Exhaló un pequeño arroyuelo de humo filtrado y lanzó las cenizas del cigarrillo como un campeón acertando justo en el centro del cenicero. Lo imposible había sucedido: gracias al señor Reilly, la vida en Levy Pants se había vuelto aún más agradable. ¿Qué hada madrina había depositado al señor Ignatius J. Reilly en las gastadas y carcomidas escaleras de Levy Pants?
Era como cuatro trabajadores en uno. En las manos competentes del señor Reilly, los papeles a archivar parecían desaparecer. Y además era muy amable con la señorita Trixie; no había ningún roce en aquella oficina. El señor González estaba conmovido por lo que había visto la tarde anterior: el señor Reilly de rodillas, cambiándole los calcetines a la señorita Trixie. El señor Reilly era todo corazón. Claro que también era, en parte, válvula. Pero podía aceptarse la conversación constante sobre la válvula. Era el único inconveniente. El señor González miró muy satisfecho a su alrededor y se fijó en los resultados de los trabajos manuales del señor Reilly en la oficina. En el escritorio de la señorita Trixie había un letrero grande, clavado con chinchetas, que decía: SEÑORITA TRIXIE con un trasnochado ramillete de flores dibujado en una esquina. En la mesa del señor González, también clavado con chinchetas, había otro cartel que decía: SEÑOR GONZÁLEZ y estaba decorado con la corona del rey Alfonso. Clavada en una columna de la oficina había también una cruz multiseccionada, el ZUMO DE TOMATE LIBBY’S y la MERMELADA CRAFT en dos secciones esperando lo que el señor Reilly había dicho que sería pintura marrón con vetas negras para simular las de la madera. Encima de los archivadores, en varias cajas vacías de helados retoñaban ya pequeñas enredaderas. Las cortinas de arpillera púrpura que colgaban de la ventana, junto al escritorio del señor Reilly, creaban en la oficina un área meditativa. Allí el sol derramaba una claridad color clarete sobre la estatua de yeso, de casi un metro, de San Antonio, que se alzaba cerca de la papelera. Nunca había habido allí un trabajador como el señor Reilly. Era tan diligente, se interesaba tanto por la empresa… Proyectaba incluso visitar la fábrica cuando tuviera la válvula mejor, para ver cómo podía mejorar las condiciones de trabajo allí. Los otros empleados habían sido siempre tan negligentes y despreocupados…
La puerta se abrió lentamente para dar paso a la señorita Trixie, precedida por una gran bolsa.
—¡Señorita Trixie! —dijo el señor González en lo que era, para él, un tono muy agudo.
—¿Qué? —gritó frenéticamente la señorita Trixie.
Luego, bajó la vista hacia su camisón andrajoso y su bata de franela.
—Oh, Dios mío —murmuró—. Por eso notaba tanto frío en la calle.
—Váyase a casa ahora mismo.
—Hace frío en la calle, Gómez.
—No puede estar así en Levy Pants. Lo siento.
—¿Estoy jubilada? —preguntó esperanzada la señorita Trixie.
—¡No! —croó el señor González—. Sólo quiero que vaya a su casa y se cambie. Vive usted aquí al lado. Dése prisa.
La señorita Trixie cruzó de nuevo la puerta, cerrándola de golpe. Luego, volvió a entrar a por la bolsa, que había dejado en el suelo, y salió con otro portazo.
Cuando una hora después Ignatius llegó, la señorita Trixie aún no había vuelto. El señor González escuchó el rumor lento y pesado de los pasos del señor Reilly por las escaleras. La puerta se abrió de golpe y apareció el maravilloso Ignatius J. Reilly, con una bufanda lisa, larga como un chal, enrollada al cuello, con un extremo embutido en el abrigo.
—Buenos días, señor —dijo majestuosamente.
—Buenos días —dijo encantado el señor González—. ¿Ha tenido usted buen viaje hasta aquí?
—Sólo aceptable. Sospecho que el taxista era un corredor latente. Tuve que ir todo el camino advirtiéndole. En realidad, nos separamos con cierta hostilidad por ambas partes. ¿Dónde está nuestro pequeño miembro femenino esta mañana?
—Tuve que mandarla a casa. Se presentó a trabajar en camisón.
Ignatius frunció el ceño y dijo:
—No entiendo por qué tuvo que mandarla de nuevo a casa. En realidad, aquí no hay ninguna etiqueta. Somos una gran familia. Espero que no le haya producido con ello ningún daño moral —llenó un vaso en el refrigerador de agua, para regar sus judías—. No debe sorprenderse si una mañana me ve aparecer a mí en camisón. Tengo uno muy cómodo.
—No pretendo dictar lo que ha de vestir la gente, desde luego —dijo el señor González con cierta ansiedad.
—Eso espero. La señorita Trixie y yo no lo consentiríamos.
El señor González fingió buscar algo en su escritorio para eludir la terrible mirada que Ignatius había clavado en él.
—Terminaré la cruz —dijo al fin Ignatius, sacando dos tarros de pintura de los gigantescos bolsos de su abrigo.
—Magnífico, magnífico.
—La cruz es la máxima prioridad en este momento. El archivar, el ordenar… todo eso debe esperar hasta que haya terminado esta tarea. Luego, cuando termine la cruz, tendré que visitar la fábrica. Sospecho que esa gente está pidiendo a gritos un oído compasivo, un guía leal. Quizá yo pueda ayudarles.
—Por supuesto. No deje que le digan ellos lo que tiene usted que hacer.
—No lo haré —Ignatius miraba fijamente al jefe administrativo—. Al fin mi válvula parece permitir una visita a la fábrica. No debo desperdiciar esta oportunidad. Si esperase, podría cerrarse por varias semanas.
—Entonces debe ir usted a la fábrica hoy —convino con entusiasmo el jefe administrativo.
El señor González miró a Ignatius esperanzadamente, pero no recibió respuesta. Ignatius archivó el abrigo, la bufanda y la gorra en uno de los archivadores y se puso a trabajar en la cruz. A las once, estaba dándole la primera capa, aplicando meticulosamente la pintura con un pincel de acuarela. La señorita Trixie seguía AUSENTE SIN PERMISO.
A mediodía, el señor González miró por encima de la pila de papeles en los que trabajaba y dijo:
—Me pregunto dónde podrá estar la señorita Trixie.
—Probablemente la haya precipitado usted en la depresión —respondió fríamente Ignatius; estaba repasando con el pincel los bordes irregulares del cartón—. Pero puede que aparezca para comer. Ayer le dije que iba a traerle un emparedado de carne. He descubierto que para la señorita Trixie el comer carne es una especie de banquete exquisito. Le ofrecería a usted un emparedado, pero desgraciadamente sólo hay para la señorita Trixie y para mí.
—No se preocupe por eso —el señor González esbozó una lánguida sonrisa y vio a Ignatius abrir su grasienta bolsa de papel marrón—. De todos modos, no voy a poder parar a comer porque tengo que terminar estos informes y estas facturaciones.
—Sí, será mejor que lo termine. No podemos permitir que Levy Pants quede rezagada en la lucha por la supervivencia del más apto.
Ignatius mordió su primer emparedado, arrancando la mitad, y mascó un rato muy satisfecho.
—Espero que aparezca la señorita Trixie —dijo cuando terminó el emparedado, tras emitir una serie de eructos que sonaron como si todo su tracto digestivo se hubiera desintegrado—. Me temo que mi válvula no va a soportar carne para la comida.
Mientras liquidaba el relleno del segundo emparedado, arrancándolo del pan con los dientes, entró la señorita Trixie, con la visera verde de celuloide en la nuca.
—Aquí está —dijo Ignatius al jefe administrativo a través de la gran hoja de lechuga mustia que le colgaba de la boca.
—Oh, sí —dijo débilmente el señor González—. Señorita Trixie.
—Ya suponía yo que la carne activaría sus facultades. Venga aquí, MADRE DEL COMERCIO.
La señorita Trixie tropezó con la estatua de San Antonio.
—Toda la mañana he estado pensando que había algo especial que no recordaba, Gloria —dijo la señorita Trixie, cogiendo el emparedado y dirigiéndose a su escritorio. Ignatius observó fascinado el complicado proceso de encías, lengua y labios que ponía en movimiento cada trozo de emparedado.
—Tardó usted mucho en cambiarse —le dijo el jefe administrativo a la señorita Trixie, percibiendo con amargura que el nuevo conjunto era poco más presentable que el camisón y la bata.
—¿Quién? —preguntó la señorita Trixie, sacando una lengua cubierta de carne y pan masticados.
—Decía que tardó usted mucho en cambiarse.
—¿Yo? Pero si acabo de irme.
—¿Quiere dejar de molestarla, por favor? —exigió Ignatius muy irritado.
—El retraso no tiene explicación. Vive usted aquí mismo, junto a los muelles —dijo el jefe administrativo, y volvió a sus papeles.
—¿Le ha gustado? —preguntó Ignatius a la señorita Trixie cuando cesó la última mueca de sus labios.
La señorita Trixie asintió y comenzó diligentemente un segundo emparedado. Cuando iba por la mitad, se retrepó en su asiento.
—Oh, estoy llena. Gloria. Estaba delicioso.
—¿Quiere usted hacerse cargo del trozo de emparedado que la señorita Trixie no puede comer, señor González?
—No, gracias.
—Sería preferible que se hiciera usted cargo de él. De lo contrario, las ratas nos invadirán en masse.
—Sí, Gómez, cómaselo —dijo la señorita Trixie, dejando caer el pringoso emparedado a medio comer encima de los papeles del escritorio del jefe administrativo.
—¡Mire lo que ha hecho, vieja imbécil! —gritó el señor González—. La culpa la tiene la señora Levy. ¡Era la declaración para el banco!
—¿Cómo se atreve usted a ofender así a la distinguida señora Levy? —atronó Ignatius—. Informaré de esto, señor.
—Me ha llevado una hora preparar esta declaración. Fíjese lo que ha hecho.
—¡Yo quiero el jamón de Pascua! —masculló la señorita Trixie—. ¿Dónde está mi pavo del Día de Acción de Gracias? Dejé un trabajo magnífico como taquillera de cine para venir a trabajar a esta empresa. Ahora, creo que me moriré en esta oficina. La verdad es que aquí se trata pésimamente al personal. Voy a jubilarme ahora mismo.
—¿Por qué no va a lavarse las manos? —le dijo el señor González.
—Eso es una buena idea, Gómez —dijo la señorita Trixie y salió camino del lavabo de señoras.
Ignatius se sintió defraudado. Él esperaba una escena. El jefe administrativo empezó a hacer una copia de la declaración, e Ignatius volvió a la cruz. Pero primero tuvo que levantar a la señorita Trixie, que había vuelto y estaba arrodillada rezando en el sitio en el que Ignatius se colocaba para pintar. La señorita Trixie no se apartaba de él, salvo pequeñas escapadas para poner sellos a unos sobres para el señor González, para visitar varias veces más el aseo de señoras y para echar una siestecita. El jefe administrativo hacía el único ruido que se oía en la oficina con la máquina de escribir y la de sumar, que perturbaban ligeramente a Ignatius. La cruz estaba ya terminada en sus dos tercios. Faltaba sólo la inscripción en pan de oro, DIOS Y COMERCIO, que Ignatius había decidido colocar en la parte inferior de la cruz. Tras colocar las letras, Ignatius se hizo atrás y le dijo a la señorita Trixie:
—Ya está terminada.
—Oh, Gloria, es maravillosa —dijo sinceramente la señorita Trixie—. Mire esto, Gómez.
—Qué bonita —dijo el señor González, examinando la cruz con ojos cansados.
—Ahora, a archivar —dijo, diligente, Ignatius—. Luego, a la fábrica. No puedo tolerar las injusticias sociales.
—Sí, debe usted ir a la fábrica ahora que la válvula le funciona —dijo el jefe administrativo.
Ignatius fue detrás de los archivadores, cogió todo el material acumulado sin archivar y lo echó a la papelera. Al advertir que el jefe administrativo estaba sentado en su escritorio con la mano sobre los ojos, Ignatius sacó el primer cajón del archivador y, dándole la vuelta, vertió su contenido en la papelera.
Luego, salió hacia la puerta de la fábrica, pasando con estruendo junto a la señorita Trixie, que de nuevo había caído de rodillas ante la cruz.