El hogar de los Levy se alzaba entre pinos en una pequeña elevación que dominaba las aguas grises de la Bahía de San Luis. El exterior era un ejemplo de elegancia rústica; el interior, una tentativa, coronada por el éxito, de eliminar por completo lo rústico; un claustro con temperatura constante, conectado a un aparato de aire acondicionado que funcionaba todo el año por una red de ventiladores y tuberías que llenaban silenciosamente las habitaciones con brisas del Golfo de México filtradas y reconstruidas, y exhalaba el dióxido de carbono, el humo de cigarrillos y el tedio de los Levy. La maquinaria central de la gran unidad vivificadora palpitaba en un punto indeterminado de las entrañas acústicamente embaldosadas de la casa, como un instructor de la Cruz Roja que marcase el ritmo en una clase de respiración artificial, «inspiración de aire sano, espiración de aire nocivo, inspiración de aire sano».
La casa era tan sensualmente confortable como lo es teóricamente el claustro materno. Todos los asientos se hundían varios centímetros al más leve contacto, la gomaespuma y la pelusa se sometían abyectamente a la menor presión. Los mechones de las alfombras de nylon acrílico cosquilleaban los tobillos de todo el que fuese tan amable como para caminar sobre ellos. Junto al bar, lo que parecía un regulador de radio permitía, con un leve giro, suavizar o intensificar las luces de toda la casa, según el humor de sus habitantes. Localizadas por toda la casa a una distancia cómoda a pie entre ellos, había sillones anatómicos, una mesa de masajes y un tablero de ejercicios cuyas numerosas secciones estimulaban el cuerpo con un movimiento suave e incitante a un tiempo. La Mansión Levy (eso decía el cartel de la carretera de la costa) era un xanadú de los sentidos. Tras sus paredes acolchadas todo era gratificante.
El señor y la señora Levy, que se consideraban mutuamente los únicos objetos no gratificantes de la casa, estaban sentados ante el televisor viendo cómo se fundían los colores en la pantalla.
—La cara de Perry Como está toda verde —dijo la señora Levy en tono muy hostil—. Parece un cadáver. Será mejor que devuelvas este televisor a la tienda.
—Pero si lo traje de Nueva Orleans esta semana —dijo el señor Levy, soplándose los pelos negros del pecho que podía ver a través de la V del albornoz. Acababa de darse un baño de vapor y quería secarse bien. Ni siquiera con aire acondicionado todo el año y con calefacción central podía estar uno seguro.
—Bueno, pues devuélvelo. No estoy dispuesta a quedarme ciega por culpa de un televisor estropeado.
—Cállate ya, por Dios. Se ve perfectamente.
—No se ve bien. Mira, tiene los labios verdes.
—Es del maquillaje que usa esa gente.
—¿Quieres convencerme de que le ponen maquillaje verde en los labios?
—Yo sé lo que hacen.
—Claro que no —dijo la señora Levy, dirigiendo a su marido, que estaba sumergido entre los cojines de un sofá amarillo, de nylon, sus ojos de párpados color agua marina. Veía un poco del albornoz y un zueco de goma al extremo de una pierna velluda.
—No me molestes —dijo él—. Vete a jugar con tu tablero de ejercicios.
—Esta noche no puedo. Me han arreglado el pelo —se acarició los altos rizos plastificados de su pelo platino—. La peluquera me dijo que debería tener también una peluca —añadió.
—¿Para qué quieres una peluca? Tienes mucho pelo.
—Quiero una peluca negra. Así puedo cambiar mi personalidad.
—Escucha, en realidad tú ya tienes el pelo negro, ¿no? ¿Por qué no te dejas el pelo tal como lo tienes y te compras una peluca rubia?
—No se me había ocurrido.
—Bueno, piénsalo un rato y estáte callada. Estoy cansado. Hoy cuando fui a la ciudad, paré en la fábrica. Eso siempre me deprime.
—¿Y qué pasa allí?
—Nada. Absolutamente nada.
—Eso me imaginaba —dijo con un suspiro la señora Levy—. Has tirado por la alcantarilla el negocio de tu padre. Esa es la tragedia de tu vida.
—Dios santo, ¿quién quiere esa fábrica vieja? Nadie compra ya los pantalones que fabricamos. Todo por culpa de mi padre. Cuando llegaron los pliegues en los años treinta, él pasó a hacer pantalones lisos. Era el Henry Ford de la industria de la confección. Luego, cuando volvieron los frentes lisos en los años cincuenta, él empezó a hacer pantalones con pliegues. Tendrías que ver lo que González llama «la nueva línea de verano». Son como esos pantalones que llevan los payasos en los circos. Y qué género. Yo no lo usaría ni para bayetas.
—Cuando nos casamos, te adoraba, Gus. Creía que tenías empuje. Podrías haber convertido Levy Pants en una gran empresa… Podrías haber tenido una oficina en Nueva York, incluso. Lo tenías todo en tus manos y lo desperdiciaste todo.
—Deja ya de decir tonterías, ¿quieres? No tienes motivos para quejarte.
—Tu padre tenía carácter. Yo le respetaba.
—Mi padre era un miserable y un mezquino, un pequeño tirano. De joven, sentí cierto interés por la empresa. Mucho interés, en realidad. Pues bien, él lo destruyó todo con su tiranía. Para mí, Levy Pants es su empresa. Que se hunda. El se dedicó a ahogar todas las buenas ideas que se me ocurrieron para esa empresa, sólo para demostrar que él era el padre y yo el hijo. Si yo decía «pliegues», él decía «¡Nada de pliegues! ¡Eso nunca!». Si yo decía «Vamos a probar los nuevos géneros sintéticos», él decía «Tendrías que pasar antes por encima de mi cadáver».
—Empezó vendiendo pantalones en un carro. Y fíjate lo que logró construir. Podrías haber convertido Levy Pants en una empresa de nivel nacional.
—El país ha tenido suerte, créeme. Gasté mi niñez en esos pantalones. Pero, en fin, ya estoy harto de tu charla. Se acabó.
—Bueno. Tranquilidad. Mira, los labios de Como están volviéndose de color rosa.
—Nunca has sido una imagen paterna para Susan y Sandra.
—La última vez que Sandra estuvo en casa, abrió el bolso para sacar cigarrillos y se le cayó al suelo delante de mí un paquete de condones.
—Eso es precisamente lo que pretendo decirte. Nunca has dado a tus hijas una imagen. No es raro que estén tan confusas. Yo lo intenté.
—Escucha, no hablemos de Susan y Sandra. Están en la universidad. Suerte tenemos de no saber lo que pasa allí. Cuando se cansen, se casarán con algún pobre chico y todo irá sobre ruedas.
—¿Y qué clase de abuelo serás tú entonces?
—Yo qué sé. Déjame en paz. Vete con tu tablero de ejercicios, date un baño de remolino. Déjame ver este programa.
—¿Cómo puedes verlo si todas las caras están descoloridas?
—No empecemos otra vez…
—¿Iremos a Miami el mes que viene?
—Quizá. Quizá debiésemos instalarnos allí.
—¿Y renunciar a todo lo que tenemos?
—¿Renunciar a qué? Tu tablero de ejercicios puede trasladarse en un camión de mudanzas.
—Pero la empresa…
—La empresa ya ha dado todo el dinero que tenía que dar. Ahora es el momento de vender.
—Menos mal que tu padre está muerto. Ojalá hubiera vivido para ver esto —la señora Levy lanzó una mirada trágica al zueco de goma—. Ahora, supongo que dedicarás todo tu tiempo a las Series Mundiales, o al Derby o a Daytona. Es una verdadera tragedia, Gus. Una verdadera tragedia.
—No intentes convertir Levy Pants en una gran obra de Arthur Miller.
—Gracias a Dios estoy yo aquí para vigilarte. Gracias a Dios yo me intereso por esa empresa. ¿Qué tal la señorita Trixie? Espero que siga relacionándose y funcionando perfectamente.
—Aún sigue viva, y eso es mucho decir.
—Menos mal que yo me intereso por ella. Tú la habrías arrojado a la nieve hace mucho.
—Esa mujer debería haberse jubilado hace mucho.
—Te dije que la jubilación la mataría. Hay que procurar que se sienta necesaria y útil. Esa mujer es un auténtico ejemplo de rejuvenecimiento psíquico. Quiero que la traigas un día. Me gustaría mucho trabajar con ella.
—¿Traer aquí a ese vejestorio? Estás loca. No quiero tener un recordatorio de Levy Pants roncando en mi casa. Se mearía en tu sofá, además. Puedes jugar con ella a larga distancia.
—Muy propio de ti —suspiró la señora Levy—. Nunca sabré cómo he podido soportar esta crueldad durante tantos años.
—Te he dejado que la tengas en la oficina, donde estoy seguro de que vuelve loco a ese González. Esta mañana cuando fui, los encontré todos en el suelo. No me preguntes lo que estaban haciendo. Podría ser cualquier cosa —el señor Levy silbó entre dientes—. González está en la luna, como siempre. Pero tendrías que ver al otro personaje que está trabajando allí. No sé de dónde le habrán sacado. Es algo increíble, te lo aseguro. No me atrevo a imaginar lo que pueden hacer a lo largo del día en esa oficina esos tres mamarrachos. Es asombroso que no haya pasado ya algo.