III

El patrullero Mancuso disfrutaba subiendo con aquella moto por la Avenida St. Charles. Había cogido en la comisaría una moto grande y ruidosa, todo cromo y azul celeste, y sólo con tocar un mando podía convertirse en una especie de máquina del millón llena de luces chispeantes, parpadeantes, cegadoras, blancas y rojas. La sirena, una cacofonía de doce gatos monteses enloquecidos, bastaba para que los personajes sospechosos de un kilómetro a la redonda defecasen de pánico y corriesen a esconderse. El patrullero Mancuso sentía un amor platónicamente profundo por aquella moto.

Pero las fuerzas del mal engendradas por la personalidad odiosa (y aparentemente imposible de desenmascarar) de personajes sospechosos le parecían remotas aquella tarde. Los viejos robles de la Avenida St. Charles se arqueaban como un dosel que escudase del suave sol invernal que rociaba y salpicaba el cromo de la motocicleta. Aunque últimamente los días habían sido fríos y húmedos, la tarde tenía esa calidez súbita y sorprendente que hace tan agradables los inviernos de Nueva Orleans. El patrullero Mancuso agradecía aquella suavidad climática, pues vestía sólo camiseta de manga corta y bermudas, que era el atuendo que el sargento había elegido para aquel día. La larga barba roja que llevaba sujeta a las orejas con alambres le abrigaba algo el pecho; había cogido furtivamente la barba de un armario cuando el sargento no miraba.

El patrullero Mancuso inhaló el aroma mohoso de los robles y pensó (un aparte romántico) que la Avenida St. Charles debía ser el lugar más encantador del mundo. De vez en cuando, pasaba a los tranvías que, con su lento cabeceo, parecían avanzar lánguidamente sin destino concreto, siguiendo su ruta entre las antiguas mansiones alineadas a ambos lados de la avenida. Parecía todo tan plácido, tan próspero, tan inocente… Iba a visitar, fuera de servicio, a aquella pobre viuda Reilly. Le había dado tanta pena cuando la vio llorando en medio del desastre… Lo menos que podía hacer era ayudarla.

En la Calle Constantinopla giró hacia el río, petardeando y bufando por aquel barrio en decadencia, hasta llegar a una manzana de casas construidas en las décadas de 1880 y 1890, reliquias en madera de los períodos Gótico y Dorado que rezumaban tallas y volutas, estereotipos suburbanos de las mansiones Boss Tweed, separadas por callejas tan estrechas que entre casa y casa había poco más de un metro, y cercadas por verjas con pinchos de acero y tapias bajas de ladrillo carcomido. Las casas más grandes se habían convertido en edificios de apartamentos improvisados, y sus porches en habitaciones adicionales. En algunos de los patios delanteros había cocheras de aluminio y en uno o dos de los edificios habían construido luminosas marquesinas, también de aluminio. Era un barrio que había degenerado de lo Victoriano a nada en concreto, que se había adentrado en el siglo veinte con despreocupación e indiferencia y muy limitado de fondos.

La dirección que buscaba el patrullero Mancuso era el edificio más pequeño del conjunto, cocheras aparte, un Liliput de la década de 1880. Un platanero helado, marrón y marchito, languidecía apoyado contra el porche como si se dispusiese a desmoronarse tal como ya hiciera mucho tiempo atrás la verja de hierro. Cerca del árbol muerto, había un pequeño montículo de tierra y una cruz celta de contrachapado, también ladeada. El Plymouth 1946 estaba aparcado en el patio delantero, el parachoques apretado contra el porche, las luces traseras bloqueando la acera de ladrillo. Pero, salvo por el coche y la gastada cruz y el platanero momificado, el pequeño patio estaba completamente vacío. No había ningún matorral. No había yerbas. No cantaban pájaros.

El patrullero Mancuso contempló el Plymouth y vio la profunda fisura del techo y del guardabarros, lleno de círculos cóncavos, que tenía una anchura de varios centímetros. En el trozo de cartón que había colocado tapando el agujero de lo que había sido la ventanilla trasera había la siguiente inscripción: JUDIAS ESTOFADAS VAN CAMP’S. Al parar junto a la tumba, leyó lo que decía la borrosa inscripción de la cruz: REX. Luego subió los gastados escalones de ladrillo y oyó, tras los postigos cerrados, un canto atronador:

Las chicas grandes no lloran.

Las chicas grandes no lloran.

Las chicas grandes no lloran, no.

No lloran.

Las chicas grandes no lloran… no.

Mientras esperaba que alguien contestara a su llamada, leyó la borrosa pegatina del cristal de la puerta: «Un fallo del labio puede hundir un barco.» Debajo, la fotografía de un miembro del cuerpo auxiliar femenino de la marina, con un dedo que había adquirido un tono tostado en los labios.

En la misma manzana, más allá, la gente que había en los porches le miraba y miraba la moto. Las persianas del otro lado de la calle que subían y bajaban lentamente para lograr el enfoque adecuado, indicaban que tenía también un considerable público invisible, ya que una moto de la policía allí era un acontecimiento, en especial con un motorista de pantalones cortos y barba roja. La gente de aquella calle era pobre, desde luego, pero honrada. Sintiéndose de pronto cohibido, el patrullero Mancuso tocó otra vez el timbre y asumió lo que consideraba su posición erguida oficial. Ofreció a su público el perfil mediterráneo, pero el público sólo veía a un individuo pequeño y cetrino al que le colgaban los pantalones cortos grotescamente en la entrepierna, y cuyas piernas flacuchas parecían demasiado desnudas con aquellas ligas tan serias y aquellos calcetines de nylon que le colgaban cerca de los tobillos. El público se mostraba curioso, pero nada impresionado; algunos ni siquiera mostraban curiosidad, los pocos que suponían que semejante visión acabaría llegando un día u otro a aquella miniatura de casa.

Las chicas grandes no lloran.

Las chicas grandes no lloran.

El patrullero Mancuso llamó, ferozmente, a las persianas.

Las chicas grandes no lloran.

Las chicas grandes no lloran.

—Están en casa —chilló una mujer, por las persianas de la casa contigua, una visión de arquitecto de un Jay Gould doméstico—. La señora Reilly debe estar en la cocina. Vaya usted por atrás. ¿Usted qué es, señor? ¿Un policía?

—El patrullero Mancuso. De incógnito —contestó él con firmeza.

—¿Sí? —hubo un momento de silencio—. ¿Con quién quiere usted hablar, con el chico o con la madre?

—Con la madre.

—Bueno, menos mal. Con él no podría hablar. Está viendo la tele. ¿Ha oído usted eso? A mí me vuelve loca. Me destroza los nervios.

El patrullero Mancuso dio las gracias a la voz de mujer y entró en la húmeda calleja. En el patio trasero encontró a la señora Reilly colgando una sábana sucia y amarillenta en un tendal sujeto en las deshojadas higueras.

—Vaya, es usted —dijo la señora Reilly, tras un instante. Había estado a punto de empezar a gritar al ver aparecer en su patio a aquel individuo de la barba roja—. ¿Cómo le va, señor Mancuso? ¿Qué dijo aquella gente? —y empezó a caminar pisando cautamente sobre los ladrillos rotos del pavimento, con sus mocasines marrones de fieltro—. Entre, que le prepararé una buena taza de café.

La cocina era una estancia grande, de techo alto, la más grande de la casa, y olía a café y a periódicos viejos. Era oscura, como todas las habitaciones de la casa; el pringoso empapelado y las molduras de madera oscura habrían transformado cualquier luz en penumbra, aunque, en realidad, se filtraba poca luz de la calleja. Pese a que al patrullero Mancuso no le interesaban los interiores de las casas, advirtió de todos modos, como lo habría advertido cualquiera, la presencia de la antigua cocina de gas con el horno alto y la nevera con el motor cilindrico encima. Pensando en las sartenes eléctricas, las secadoras de gas, las batidoras y mezcladoras mecánicas, las fuentes de baffles, y los asadores motorizados que parecían estar siempre girando, rallando, batiendo, enfriando, zumbando e hirviendo en la argéntea cocina de su esposa Rita, el patrullero Mancuso se preguntó qué haría la señora Reilly en aquella cocina casi vacía. En cuanto anunciaban en la tele un aparato nuevo, la señora Mancuso lo compraba, por muy arcanos que fueran sus usos.

—Ahora dígame qué dijo aquel hombre —la señora Reilly puso a hervir una cacerola de leche en su cocina eduardiana de gas—. ¿Cuánto tengo que pagar? Le diría usted que soy una pobre viuda que tiene un hijo que mantener, ¿verdad?

—Sí, ya se lo dije —contestó el patrullero Mancuso, sentándose muy tieso en la silla y mirando esperanzadamente la mesa cubierta con un hule—. ¿Le importa que deje la barba en la mesa? Es que hace mucho calor aquí y me pica la cara.

—Claro, adelante, muchacho, quítesela. Tome. Un sabroso buñuelo de mermelada. Los he comprado esta mañana, recién hechos, en la Calle Magazine. Ignatius me dijo esta mañana: «Mamá, qué ganas tengo de comerme un buñuelo de mermelada». Ya sabe… así que fui al Germán y le compré dos docenas. Mire, quedan algunos.

Y ofreció al patrullero Mancuso una caja de pastas rota y grasienta que parecía haber sido sometida a un destroce insólito por alguien que intentara sacar todos los buñuelos a la vez. Al fondo de la caja, el patrullero Mancuso encontró dos mustios fragmentos de buñuelo, de los que, a juzgar por los bordes humedecidos, alguien había sorbido la mermelada.

—Se lo agradezco, señora Reilly. He comido mucho.

—Vaya, qué lástima.

La señora Reilly llenó hasta la mitad dos tazas de un café frío y espeso y añadió leche hirviendo llenando las tazas hasta el borde.

—A Ignatius le encantan los buñuelos. Me dice «Mamá, me encantan los buñuelos» —la señora Reilly sorbió un poco en el borde de la taza. Y añadió—: Está ahí en la sala viendo la tele. Todas las tardes, no falla, ve ese programa en que bailan los niños.

La música se oía algo menos en la cocina. El patrullero Mancuso se imaginó la gorra verde de cazador bañada por el brillo blanquiazul de la pantalla de televisión.

—No le gusta nada el programa, pero no se lo pierde nunca. Tendría que oír usted lo que dice de esos pobres chicos.

—Hablé esta mañana con ese hombre —dijo el patrullero Mancuso, esperando que la señora Reilly hubiera agotado el tema de su hijo.

—¿Sí? —echó tres cucharadas de azúcar en su café y, sujetando la cuchara en la taza con el pulgar de modo que el mango amenazaba con atravesarle el ojo, sorbió un poco más—. ¿Qué dijo, querido?

—Le expliqué que había investigado el accidente y que usted patinó en la calle, que estaba mojada.

—Eso suena bien. ¿Y qué dijo él?

—Dijo que no quería recurrir al juzgado. Que prefería llegar a un acuerdo.

—¡Oh, Dios santo! —aulló Ignatius desde la parte delantera de la casa—. ¡Qué ofensa atroz al buen gusto!

—No le haga caso —aconsejó la señora Reilly al sorprendido policía—. Cuando ve la televisión, siempre hace lo mismo. Un «acuerdo». Eso significa que quiere dinero, ¿no?

—Se ha buscado incluso a un contratista para valorar los daños, Mire, éste es el presupuesto.

La señora Reilly cogió el papel y leyó la columna mecanografiada de cifras detalladas que había bajo el membrete del contratista:

—¡Señor! ¡Mil veinte dólares! Es terrible. ¿Cómo voy a pagar yo eso? —dejó caer el presupuesto sobre el hule—. ¿Está usted seguro de que es correcto?

—Sí, señora. Pidió también consejo a un abogado. Es todo absolutamente legal.

—¿Pero de dónde voy a sacar yo mil dólares? Lo único que Ignatius y yo tenemos es lo de la seguridad social de mi pobre esposo y una pensioncita pequeñísima; y eso no da para nada.

—¿Cómo puedo creer en esta absoluta perversión que estoy contemplando? —siguió Ignatius desde el salón. La música tenía un ritmo frenético y tribal. Un coro de falsettos cantó insinuante una letra que hablaba de una velada de amor de toda una noche.

—Lo siento —dijo el patrullero Mancuso, con el corazón casi destrozado, ante el dilema financiero de la señora Reilly.

—Bueno, no tiene usted la culpa, querido —dijo ella lúgubremente—. Quizá pueda conseguir una hipoteca sobre esta casa. No hay otra salida, ¿verdad?

—No, señora, no —contestó el patrullero Mancuso, oyendo una especie de estampida cada vez más próxima.

—A los niños de ese programa… habría que gasearlos a todos —dijo Ignatius irrumpiendo en la cocina en camisón. Al darse cuenta de que había visita, dijo fríamente—: Oh.

—Ignatius, ya conoces al señor Mancuso. Salúdale.

—Creo que le he visto por ahí, sí —dijo Ignatius y miró por la puerta trasera.

El patrullero Mancuso estaba demasiado sobrecogido por el monstruoso camisón de franela como para corresponder al cumplido de Ignatius.

—Ignatius, cariño, aquel hombre quiere mil dólares por lo que le hice en su casa.

—¿Mil dólares? No recibirá ni un céntimo. Le demandaremos inmediatamente. Ponte al habla con nuestros abogados, madre.

—¿Nuestros abogados? Ha pedido un presupuesto a un contratista. El señor Mancuso dice que no hay nada que hacer.

—Bueno. Entonces tendremos que pagarle.

—Podría llevar el asunto a los tribunales si crees que es mejor.

—Conducir en estado de embriaguez —dijo plácidamente Ignatius—. No tienes nada que hacer.

La señora Reilly parecía deprimida.

—Pero Ignatius, son mil dólares ¿te das cuenta?

—Estoy seguro de que puedes conseguir algo de dinero —le dijo—. ¿Hay más café, o le has dado el que quedaba a esta máscara de carnaval?

—Podemos hipotecar la casa.

—¿Hipotecar la casa? Por supuesto que no, ni hablar.

—¿Y qué otra cosa podemos hacer, Ignatius?

—Hay medios —dijo Ignatius, con aire ausente—. No quiero que me molestes con ese asunto. Ese programa exacerba siempre mi angustia —olisqueó la leche antes de echarla en la cacerola—. Creo que deberías telefonear de inmediato a esa lechería. Esta leche es viejísima.

—Puedo conseguir mil dólares —dijo quedamente la señora Reilly al silencioso patrullero—. La casa es una buena garantía. El año pasado un agente de la propiedad inmobiliaria me ofreció siete mil.

—Lo irónico de ese programa —decía Ignatius junto a la cocina, ojo avizor para poder retirar la cacerola en cuanto la leche empezara a hervir— es que teóricamente pretende ser un ejemplo para la juventud de nuestra nación. ¡Me gustaría muchísimo saber lo que dirían los Padres Fundadores si pudieran ver cómo corrompen a esos niños en pro de la causa de Clearasil! Sin embargo, siempre he sospechado que la democracia llevaría a esto.

Por fin, se sirvió cuidadosamente la leche en su tazón Shirley Temple, mientras añadía:

—Habría que imponer un régimen de fuerza en este país para impedir que se destruya a sí mismo. Los Estados Unidos necesitan teología y geometría, necesitan buen gusto y decencia. Sospecho que estamos tambaleándonos al borde del abismo.

—Tendré que pasarme mañana a por el crédito hipotecario, Ignatius.

—No trataremos con esos usureros, madre —Ignatius andaba rebuscando en un tarro de pastas—. Ya saldrá algo.

—Ignatius, cariño, pueden meterme en la cárcel.

—Oh, vamos. Si vas a montar una de tus escenas histéricas tendré que volver a la sala. En realidad, creo que es lo que voy a hacer.

Y se encaminó de nuevo en dirección a la música, las chancletas resonando sonoras en las plantas de sus pies inmensos.

—¿Qué voy a hacer con un chico como éste? —preguntó con tristeza la señora Reilly al patrullero Mancuso—. No se preocupa por su pobre madre querida. A veces, pienso que a Ignatius no le importaría que me metieran en la cárcel. Este chico tiene un corazón de hielo.

—Le ha mimado usted —dijo el patrullero Mancuso—. Una mujer ha de procurar no mimar demasiado a sus hijos.

—¿Cuántos hijos tiene usted, señor Mancuso?

—Tres. Rosalie, Antoinette y Angelo junior.

—Vaya, qué maravilla. Estoy segura de que son encantadores. No como Ignatius —la señora Reilly movió la cabeza—. Ignatius era un niño tan lindo. No sé lo que le hizo cambiar. Me acuerdo cuando me decía: «Mami, te quiero mucho». Ya no lo dice nunca.

—Vamos, no llore —dijo el patrullero Mancuso, profundamente conmovido—. Le prepararé un poco más de café.

—A él le da igual que me encierren —gimoteó la señora Reilly; luego, abrió el horno y sacó una botella de moscatel—. ¿Quiere un poco de vino dulce, señor Mancuso?

—No, gracias. Estando en el cuerpo, tengo que dar buena impresión. Además, tengo que estar siempre vigilando a la gente.

—¿No le importa? —preguntó retóricamente la señora Reilly y se bebió un buen trago de la botella.

El patrullero Mancuso puso la leche a hervir, manejando la cocina como un buen amito de su casa.

—Es que a veces, me pongo tan triste —dijo la señora Reilly—. La vida no es fácil. Además he trabajado muy duro. Ya estoy harta.

—Tiene que ver usted el lado bueno de las cosas —dijo el patrullero Mancuso.

—Supongo que sí —dijo la señora Reilly—. Supongo que hay personas que aún lo pasan peor que yo. Como mi pobre prima, una mujer maravillosa. Fue a misa todos los días de su vida. Y la atropelló un tranvía en la Calle Magazine una mañana temprano que iba precisamente a misa. Estaba aún oscuro.

—Yo, personalmente, nunca me dejo dominar por la melancolía —mintió el patrullero Mancuso—. Hay que mirar hacia arriba, ¿comprende lo que quiero decir? Y eso que tengo un trabajo peligroso.

—Claro, podrían matarle.

—A veces, no detengo a nadie en todo el día. A veces, me equivoco de persona.

—Como con aquel viejo de delante de D. H. Holmes. Aquello fue culpa mía, señor Mancuso. Debería haber supuesto que Ignatius tenía la culpa. Es muy propio de él. Siempre le estoy diciendo «Ignatius, toma, ponte esta camisa, mira qué bonita. Ponte este jersey tan lindo que te compré». Pero no me hace caso. Este chico es así. Tiene la cabeza dura como una roca.

—Luego, a veces tengo problemas en casa. Con tres crios, y mi mujer además que es muy nerviosa…

—Los nervios son una cosa terrible. La pobre señorita Annie, la vecina de al lado, es muy nerviosa. Siempre anda gritando porque Ignatius hace ruido.

—Mi mujer es así. A veces, tengo que marcharme de casa. Si yo fuera de otra manera, creo que a veces me pondría a beber y me emborracharía. Dicho sea entre nosotros.

—Yo tengo que beber un poquito. Me alivia la presión. ¿Comprende?

—Yo lo que hago es irme a jugar a los bolos.

La señora Reilly intentó imaginarse al pequeño patrullero Mancuso con una gran bola en la mano y dijo:

—¿Le gusta eso?

—Oh, los bolos son maravillosos, señora Reilly. Te hacen olvidar todo lo demás.

—¡Oh, cielo santo! —gritó una voz desde la sala—. Esas chicas ya son prostitutas, no hay duda. ¿Cómo pueden ofrecer semejantes horrores al público?

—Ojalá tuviera yo una afición como ésa.

—Tendría usted que probar a ir a jugar a los bolos.

—Ay, Dios mío. Ya tengo arturitis en el codo. Soy demasiado vieja para andar con esas bolas. Me destrozaría la espalda.

—Una tía mía que tiene sesenta y cinco años, y que ya es abuela, va siempre a jugar. Es de un equipo y todo.

—Algunas mujeres son así. Yo, la verdad, nunca me he interesado mucho por los deportes.

—Jugar a los bolos es más que un deporte —dijo a la defensiva el patrullero Mancuso—. Además, en la bolera se conoce a mucha gente. Gente agradable. Podría hacer usted amistades.

—Sí, pero estoy segura de que tendría la mala suerte de que se me cayera una de esas bolas en un pie. Y tengo ya los pies bastante fastidiados.

—La próxima vez que vaya a la bolera, ya le avisaré. Llevaré a mi tía. Iremos usted, mi tía y yo a la bolera. ¿De acuerdo?

—¿De cuándo es este café, madre? —preguntó Ignatius entrando de nuevo en la cocina con sus escandalosas chancletas.

—De hace una hora o así. ¿Por qué?

—Porque tiene un sabor nauseabundo.

—A mí me pareció que estaba muy bueno —dijo el patrullero Mancuso—. Tan bueno como el que sirven en el French Market. Estoy haciendo más, ¿quiere una taza?

—Perdone —dijo Ignatius—. ¿Vas a pasarte toda la tarde entreteniendo a este caballero, madre? He de recordarte que voy a ir esta noche al cine y que tengo que estar listo para llegar a las siete, porque quiero ver los dibujos animados. Creo que deberías empezar a preparar algo de comer.

—Será mejor que me vaya —dijo el patrullero Mancuso.

—Debería darte vergüenza, Ignatius —dijo la señora Reilly con voz colérica—. El señor Mancuso y yo estamos tomando un café. Te has portado pésimamente toda la tarde. No te importa de dónde saque ese dinero. Te da igual que me metan en la cárcel. Todo te da igual.

—¿Voy a verme atacado en mi propio hogar ante un extraño de barba postiza?

—Qué disgustos me das.

—Oh, vamos —Ignatius se volvió al patrullero Mancuso—. ¿Tiene usted la bondad de largarse? Está poniendo nerviosa a mi madre.

—Lo único que el señor Mancuso hace, es ser amable.

—Será mejor que me vaya —dijo exculpatoriamente el patrullero Mancuso.

—Conseguiré ese dinero —chilló la señora Reilly—. Venderé esta casa. La venderé digas lo que digas. Y me iré a un asilo.

Cogió una esquina del hule y se enjugó los ojos.

—Si no se va usted —dijo Ignatius al patrullero Mancuso, que se estaba colocando la barba— llamaré a la policía.

—Él es la policía, imbécil.

—Esto es totalmente absurdo —dijo Ignatius, y se fue chancleteando—. Me voy a mi habitación.

Cerró la puerta de su cuarto de un portazo y cogió del suelo una libreta Gran Jefe. Luego, se echó de nuevo en la cama, entre las almohadas, y empezó a garrapatear en una página amarillenta. Tras casi treinta minutos de tirarse del pelo y morder el lápiz, empezó a componer un párrafo.

Si Rosvita estuviera hoy con nosotros, recurriríamos todos a ella buscando consejo y guía. Desde la austeridad y la tranquilidad de su mundo medieval, la mirada penetrante de esta sibila legendaria, esta monja santa, exorcizaría los horrores que se materializan ante nuestros ojos en eso que llamamos televisión. Si pudiéramos conectar un globo ocular de esta santa mujer con el aparato de televisión, qué fantasmagórica explosión de electrodos se produciría. Las imágenes de esos niños lascivamente giratorios se desintegrarían en infinidad de iones y moléculas, produciéndose con ello la catarsis que la tragedia de la corrupción de los inocentes inevitablemente exige.

La señora Reilly estaba de pie en el pasillo mirando el letrero NO MOLESTAR escrito en una hoja de papel Gran Jefe y fijado a la puerta con una tirita usada, color carne.

—Ignatius, chico, déjame entrar —chilló.

—¿Que te deje entrar? —dijo Ignatius a través de la puerta—. Ni hablar. Estoy ocupado en este momento en un pasaje especialmente sucinto.

—Déjame entrar.

—Ya sabes que nunca te permito entrar aquí.

La señora Reilly aporreó la puerta.

—No sé qué es lo que te pasa, madre, pero sospecho que sufres un trastorno temporal. Ahora que lo pienso, me da demasiado miedo, no puedo abrirte la puerta. Puedes tener un cuchillo en la mano o una botella rota.

—Abre la puerta, Ignatius.

—¡Ay, la válvula, que se me cierra! —croó sonoramente Ignatius—. ¿Ya estás satisfecha, ahora que me has destrozado para el resto del día?

La señora Reilly se lanzó contra la madera sin pintar.

—Bueno, no rompas la puerta —dijo él por fin y, unos instantes después, se abrió el pestillo.

—¿Qué es toda esta basura que hay por el suelo, Ignatius?

—Eso que ves es mi visión del mundo. Aún tengo que estructurarlo en un conjunto, así que mira bien dónde pisas.

—Todas las persianas cerradas. ¡Ignatius! Aún hay luz fuera.

—Mi yo no carece de elementos proustianos —dijo Ignatius desde la cama, a la que había vuelto rápidamente—. Oh, mi estomago.

—Aquí huele a demonios.

—Bueno, ¿qué esperas? El cuerpo humano, cuando está confinado, emite ciertos aromas que tendemos a olvidar en esta época de desodorantes y otras perversiones. A mí, en realidad, el ambiente de esta habitación me resulta bastante confortante. Schiller, para escribir, necesitaba en su mesa el aroma de manzanas podridas. Yo también tengo mis necesidades. Has de recordar que Mark Twain prefería la posición supina en la cama cuando componía esos abortos aburridos y trasnochados que los eruditos contemporáneos intentan demostrar que son importantes. La veneración que se rinde a Mark Twain es una de las raíces de nuestro estancamiento intelectual.

—Si hubiera sabido que esto estaba así, hace mucho tiempo que habría entrado.

—No sé por qué estás aquí ahora, en realidad, ni por qué sientes esta súbita necesidad de invadir mi santuario. Dudo que vuelva a ser el mismo después del trauma de esta intrusión de un espíritu extraño.

—He venido a hablar contigo, hijo. Saca la cara de entre esas almohadas.

—Debe ser la influencia de ese ridículo representante de la ley. Parece que te ha vuelto contra tu propio hijo. Por cierto, se ha ido ya, ¿no?

—Sí, y me disculpé por tu actuación.

—Madre, estás pisando los papeles. ¿Tendrías la bondad de desplazarte un poco? ¿No te basta con haberme destrozado la digestión, también quieres destruir los frutos de mi cerebro?

—Bueno, ¿dónde quieres que me ponga, Ignatius? ¿Quieres que me meta en la cama contigo? —preguntó furiosa la señora Reilly.

—¡Mira dónde pisas, por favor! —atronó Ignatius—. Dios santo, nunca existió nadie tan total y literalmente acosado y asediado. ¿Qué es lo que te ha impulsado a entrar aquí en este estado de locura absoluta? ¿No será ese olor a moscatel barato que asalta mis órganos olfativos?

—He tomado una decisión. Tienes que salir y buscarte un trabajo.

Oh, ¿qué broma pesada estaba gastándole ahora Fortuna? ¿Detención, accidente, trabajo? ¿Dónde acabaría aquel ciclo aterrador?

—Comprendo —dijo pausadamente Ignatius—. Sabiendo como sé que eres congénitamente incapaz de llegar a una decisión de esta importancia, supongo que ese policía subnormal es quien te ha metido la idea en la cabeza.

—El señor Mancuso y yo hablamos como yo solía hablar con tu papá. Tu papá me decía lo que había que hacer. Ay, ojalá estuviera vivo.

—Mancuso y mi padre sólo se parecen en que los dos dan la impresión de ser seres humanos bastante inconsecuentes. Sin embargo, tu actual mentor parece de esos individuos que piensan que todo puede arreglarse si todos trabajamos sin parar.

—El señor Mancuso trabaja duro. Tiene un trabajo muy difícil en el barrio.

—Estoy seguro de que mantiene a varios vástagos indeseados, todos los cuales están deseando crecer para ser policías, las chicas incluidas.

—Pues has de saber que tiene tres niños preciosos.

—Me lo imagino —Ignatius comenzó a saltar lentamente en su cama—. ¡Uau!

—Pero qué haces, ¿otra vez estás tonteando con esa válvula? Eres la única persona que tiene una válvula. Yo no tengo ninguna válvula.

—¡Todo el mundo tiene válvula pilórica! —chilló Ignatius—. Lo que pasa es que la mía está más desarrollada. Intento despejar un pasaje que tú has logrado bloquear. Aunque tengo la impresión de que puede estar ya bloqueado para siempre.

—Dice el señor Mancuso que si tú trabajas, puedes ayudarme a pagar a ese hombre. Dice que cree que ese hombre aceptaría que le pagáramos a plazos.

—Tu amigo el patrullero dice muchas cosas. Tienes la virtud de hacer hablar a la gente, desde luego. Jamás sospeché que ese individuo fuese tan locuaz, ni que fuese capaz de un comentario tan inteligente. ¿Es que no te das cuenta de que intenta destruir nuestro hogar? Todo empezó en el momento en que él intentó aquella detención brutal de mi persona delante de D. H. Holmes. Aunque tú eres demasiado corta para comprenderlo todo, madre, este hombre es nuestra desgracia. Está haciendo girar nuestra rueda hacia abajo.

—¿Rueda? El señor Mancuso es un buen hombre. ¡Deberías estar contento de que no te haya detenido!

—En mi apocalipsis privado, el señor Mancuso será empalado con su propia porra. De cualquier modo, es impensable que yo deba buscar un trabajo. De momento, estoy muy ocupado con mi obra, y creo que estoy entrando en una etapa muy fecunda. No sé, quizás el accidente agitase y liberase mi pensamiento. La verdad es que hoy he logrado escribir muchísimo.

—Tenemos que pagarle a ese hombre, Ignatius. ¿Es que quieres verme en la cárcel? ¿No te daría vergüenza que tu pobre madre estuviera entre rejas?

—¿Quieres hacer el favor de dejar de hablar de cárcel? Pareces obsesionada con la idea. En realidad, parece que disfrutes pensando en eso. El martirio es un disparate a tu edad —eructó quedamente—. Yo propondría que hicieses algunas economías en los gastos de esta casa. Seguro que reunías enseguida la suma necesaria.

—Pero si lo gasto todo en ti, en tu comida y en tus chucherías.

—He hallado últimamente varias botellas de vino vacías, cuyo contenido no consumí yo, desde luego.

—¡Ignatius!

—El otro día, cometí el error de encender el horno sin inspeccionarlo antes adecuadamente. Cuando lo abrí, una vez caliente, para meter mi pizza congelada, a punto estuve de quedarme ciego por una botella de vino cocido que se disponía a explotar. Propongo que desvíes parte del dinero que estás entregando a la industria licorera.

—Qué vergüenza que digas eso, Ignatius. Unas botellas de moscatel Gallo y tú con todas esas baratijas que te compras.

—¿Tendrías la bondad de definirme el significado de baratijas? —replicó Ignatius.

—Todos esos libros. Ese gramófono. La trompeta que te compré el mes pasado.

—Considero esa trompeta una buena inversión, pese a que nuestra vecina la señora Anne no sea de la misma opinión. Si vuelve a aporrear mis persianas, le tiraré un cubo de agua.

—Mañana miramos los anuncios del periódico. Te vestirás como es debido y saldrás a buscar un trabajo.

—Me da miedo preguntar qué entiendes tú por «vestirse como es debido». Seguro que quieres convertirme en un mamarracho ridículo.

—Voy a plancharte una camisa blanca preciosa y te pondrás una de esas corbatas tan lindas de tu pobre papá.

—¿Puedo creer lo que oigo? —preguntó Ignatius a su almohada.

—O eso, Ignatius, o voy a hipotecar la casa. ¿Quieres perder el techo que te cobija?

—¡No! ¡No hipotecarás esta casa! —gritó, dando un vigoroso puñetazo al colchón—. Toda la sensación de seguridad que he procurado crear se derrumbaría. No estoy dispuesto a que haya alguien ajeno controlando mi domicilio. No podría soportarlo. Sólo de pensarlo, las manos se me llenan de granos.

Y extendió una zarpa para que su madre pudiera examinar el sarpullido.

—De eso, ni hablar —continuó—. Dispararía de golpe todas mis angustias latentes. Y temo que el resultado sería verdaderamente muy desagradable. No querría que te pasases el resto de tu vida cuidando de un lunático encerrado en un desván. No hipotecaremos la casa. Debes tener dinero en algún sitio.

—Tengo ciento cincuenta dólares en el Hibernia Bank.

—Dios santo, ¿nada más? Nunca imaginé que subsistiéramos de modo tan precario. Sin embargo, es una suerte que no me lo hayas dicho nunca. Si hubiera sabido lo cerca que estábamos de la penuria total, mi sistema nervioso habría estallado hace ya mucho —Ignatius se rascó las manazas—. He de admitir, no obstante, que la alternativa es para mí bastante lúgubre. Dudo muy seriamente que haya alguien dispuesto a contratarme.

—¿Pero qué dices, hijo mío? Tú, un chico tan bueno, con una educación tan excelente, con todos tus estudios.

—Los patronos perciben que yo rechazo sus valores —dio una vuelta en la cama y continuó—: Me tienen miedo. Sospecho que se dan cuenta de que me veo obligado a actuar en un siglo que aborrezco. Eso sucedió hasta cuando trabajé para la Biblioteca Pública de Nueva Orleans.

—Pero, Ignatius, ésa fue la única vez que trabajaste desde que saliste de la universidad, y fueron sólo dos semanas.

—Eso es precisamente lo que quiero decir —contestó Ignatius, lanzando una bola de papel a la araña de cristal opalino.

—Lo único que hacías era pegar aquellas tiritas en los libros.

—Sí, pero yo tenía una visión estética propia sobre el modo de pegar aquellas etiquetas. Algunos días sólo podía pegar tres o cuatro y me sentía satisfecho, al mismo tiempo, con la calidad de mi trabajo. Las autoridades bibliotecarias no pudieron soportar mi integridad profesional. Ellos sólo querían un animal que embadurnara de cola sus libracos.

—¿Tú crees que podrías conseguir trabajo allí otra vez?

—Lo dudo muchísimo. La verdad es que le dije unas palabras más bien mordaces a la encargada del departamento. Hasta me retiraron el carnet de socio. Tienes que comprender el miedo y el odio que inspira a la gente mi weltanschauung —Ignatius eructó—. No mencionaré ese disparatado viaje a Baton Rouge. Creo que aquel incidente engendró en mí una resistencia psicológica al trabajo.

—En la universidad fueron buenos contigo, Ignatius. Vamos, di la verdad. Te dejaron quedarte allí mucho tiempo. Te dejaron incluso dar una clase.

—Bah, fundamentalmente era igual. Cierto pobre blanco de Mississippi le dijo al decano que yo era un propagandista del Papa, cosa evidentemente falsa. Yo no apoyo al Papa actual. No se ajusta en absoluto a mi idea de un Papa firme y autoritario. En realidad, me opongo firmísimamente al relativismo del catolicismo moderno. Sin embargo, el atrevimiento de aquel ignorante fundamentalista rústico y fanático impulsó a mis demás alumnos a crear un comité para exigir que yo corrigiese, puntuase y devolviese sus ensayos y exámenes acumulados. Hubo incluso una pequeña manifestación ante la ventana de mi despacho. Fue todo muy espectacular. Se las arreglaron bastante bien, siendo como eran unos mozalbetes simplones e ignorantes. En el punto culminante de la manifestación, tiré todos aquellos papeluchos, sin corregir, por supuesto, por la ventana, sobre sus propias cabezas. La universidad era demasiado mezquina para aceptar aquel acto de desafío al abismo de la academia contemporánea.

—¡Ignatius! Nunca me lo habías contado.

—No quería preocuparte. También les dije a los estudiantes que, en bien del futuro de la humanidad, esperaba que todos fueran estériles —Ignatius se colocó las almohadas alrededor de la cabeza—. No habría podido leer las barbaridades y disparates que salían de las mentes oscuras de aquellos estudiantes. Me pasará igual dondequiera que trabaje.

—Puedes conseguir un buen trabajo. Ya verás cuando vean un chico con un título universitario.

Ignatius suspiró pesadamente y dijo:

—En fin, no veo alternativa.

Frunció el rostro en una máscara de sufrimiento. No tenía sentido oponerse a la Fortuna hasta que terminase el ciclo.

—Supongo que te das cuenta de que todo esto es culpa tuya. La conclusión de mi obra se dilatará enormemente. Te sugiero que vayas a ver a tu confesor y hagas penitencia, madre. Prométele que evitarás en el futuro el camino del pecado y la bebida. Cuéntale cuál ha sido la consecuencia de tu transgresión moral. Hazle saber que has demorado la terminación de una diatriba monumental contra nuestra sociedad. Puede que el sacerdote comprenda la magnitud de tu pecado. Si es un sacerdote como yo creo que han de ser los sacerdotes, te impondrá una penitencia muy rigurosa. Sin embargo, he aprendido ya que puede esperarse muy poco del clero actual.

—Seré buena, Ignatius. Ya lo verás.

—Bueno, bueno, encontraré un empleo, aunque no tiene por qué ser lo que tú llamarías un buen empleo. Quizá se me ocurran algunas ideas valiosas que puedan beneficiar a mi patrón. Puede que la experiencia dé a mi pensamiento una nueva dimensión. Y, con ello, a mi obra. El introducirme activamente en el sistema que critico, será en sí mismo una interesante ironía —Ignatius eructó ruidosamente—. Ay, si Myrna Minkoff pudiera ver lo bajo que he caído.

—¿Qué anda haciendo ahora esa chica? —preguntó recelosa la señora Reilly—. Yo pagué buen dinero para que fueras a la universidad, y la fuiste a escoger precisamente a ella.

—Myrna aún sigue en Nueva York, su hábitat natural. Estará intentando, sin duda, provocar a la policía para que la detenga en alguna manifestación en este mismo instante.

—Qué nerviosa me ponía tocando la guitarra aquella por toda la casa. Si tenía dinero como decías, quizá debieras haberte casado con ella. Podríais sentar cabeza los dos y tener un lindo bebé.

—¿Quién puede creer que de los labios de mi propia madre salgan tales indecencias y tales porquerías? —bramó Ignatius—. Corre ahora mismo a prepararme la cena. No quiero llegar tarde al cine. Es una película musical circense, una atrocidad pregonada que hace mucho tiempo que esperaba ver. Mañana miraremos los anuncios de empleos del periódico.

—Ay, qué orgullosa estoy de que te pongas a trabajar por fin —dijo muy sentimental la señora Reilly, y besó a su hijo en un punto indeterminado de su bigote húmedo.