III

Iba anocheciendo fuera del Noche de Alegría. Comenzó a iluminarse la Calle Bourbon. Parpadearon los letreros de neón, reflejándose en las calles humedecidas por la leve llovizna que ya llevaba un rato cayendo. Los taxis que traían a los primeros clientes de la noche, turistas del Medio Oeste y gente que venía a convenciones, producían rumores chapoteantes en la fría oscuridad.

En el Noche de Alegría había algunos clientes más, un hombre que repasaba con el dedo un boleto de apuestas de las carreras, una rubia deprimida que parecía relacionada de algún modo con el bar y un joven elegantemente vestido que fumaba Salems en cadena y bebía daiquiris helados a grandes tragos.

—Será mejor que nos vayamos, Ignatius —dijo la señora Reilly y eructó.

—¿Qué? —aulló Ignatius—. Hemos de quedarnos para ver la corrupción. Como puedes observar, ya empieza.

El joven elegante se derramó el daiquiri en la chaqueta de terciopelo verde botella.

—Eh, camarero —llamó la señora Reilly—. Traiga un paño. Uno de los clientes acaba de derramar la bebida.

—No se preocupe, querida —dijo furioso el joven, que arqueó una ceja mirando a Ignatius y a su madre—. En realidad, creo que me he equivocado de bar.

—No se inquiete usted, querido —aconsejó la señora Reilly—. ¿Qué es eso que bebe? Parece una bola de nieve al ananás.

—Dudo que entendiese lo que es, aunque se lo explicase.

—¿Cómo se atreve usted a decirle eso a mi amada madre?

—Oh, vamos, tú cállate, grandullón —masculló el joven—. Oh, cómo me he puesto la chaqueta…

—Es realmente grotesco.

—Bueno, ya está bien, se acabó. Seamos amigos —dijo la señora Reilly con los labios llenos de espuma—. Ya tenemos bastantes bombas y cosas de ésas.

—Sí, y parece que su hijo es de los que les encanta tirarlas.

—Bueno, bueno, hagan los dos las paces. Este es un lugar donde todos deberían venir a divertirse —la señora Reilly sonrió al joven—. Permítame invitarle a otra ronda, muchacho, por lo que se le ha caído. Y creo que yo me tomaré otra Dixie.

—No, tengo que irme —suspiró el joven—. Gracias de todos modos.

—¿En una noche como ésta? —preguntó la señora Reilly—. Oh, vamos, no haga caso de lo que diga Ignatius. ¿Por qué no se queda y ve el espectáculo?

El joven alzó los ojos hacia el techo.

—Sí —la rubia rompió su silencio—, podrá ver un poco de culo y de tetas.

—Madre —dijo fríamente Ignatius—. Creo que estás dando confianzas a gente que no se las merece.

—Fuiste tú quien quiso quedarse, Ignatius.

—Sí, quise quedarme, pero como observador. No siento grandes deseos de mezclarme con esa gente.

—Querido, he de decirte, para que lo sepas, que no puedo soportar más esa historia del autobús esta noche. Ya me la has contado cuatro veces desde que estamos aquí.

Ignatius pareció ofenderse.

—No sospechaba siquiera que estuviera aburriéndote. Después de todo, aquel viaje en autobús fue una de las experiencias más formativas de mi vida. Como madre, deberían interesarte los traumas que han condicionado mi visión del mundo.

—¿Qué es eso del autobús? —preguntó la rubia, trasladándose al taburete contiguo al de Ignatius—. Me llamo Darlene. Me gustan las historias interesantes. ¿Es divertida la tuya?

El camarero posó ruidosamente la cerveza y el daiquiri justo cuando el autobús arrancaba en su viaje hacia la vorágine.

—Tome, aquí tiene un vaso limpio —masculló el camarero dirigiéndose a la señora Reilly.

—Oh, qué amable. Mira, Ignatius, he conseguido un vaso limpio.

Pero su hijo estaba demasiado preocupado con su llegada a Baton Rouge para oírla.

—Sabes, querido —dijo la señora Reilly al joven—, yo y mi chico tuvimos hoy problemas. La policía intentó detenerle.

—Oh, querida. Los policías son siempre tan obstinados, ¿verdad?

—Sí, y eso que Ignatius tiene título universitario y todo.

—¿Y qué demonios era lo que hacía? —Nada. Sólo estaba esperando a su pobre mamá querida.

—Su atuendo es un poco raro. Creí que era actor, aunque procuré no imaginar siquiera en qué podría actuar.

—No hago más que decirle lo de la ropa, pero no me hace caso —la señora Reilly contempló la espalda de la camisa de franela de su hijo y el pelo que le caía en rizos por la nuca—. Eso sí que es bonito, esa chaqueta que lleva usted.

—¿Esto? —preguntó el joven, palpando el terciopelo de la manga—. No me importa decirle que cuesta una fortuna. La encontré en una tiendecita del Village.

—Pues no parece usted del campo.

—Oh, Dios mío —suspiró el joven, y encendió un Salem con un gran clic del mechero—. Me refiero a Greenwich Village de Nueva York, querida. Por cierto, ¿dónde consiguió usted ese sombrero? Es verdaderamente fantástico.

—Ay, Señor, Señor, pero si lo tengo desde que Ignatius hizo la primera comunión.

—¿Estaría usted dispuesta a venderlo?

—¿Cómo dice?

—Soy comerciante de ropa usada. Le daré diez dólares por el sombrero.

—Oh, vamos, ¿por esto?

—¿Quince?

—¿De veras? —la señora Reilly se quitó el sombrero—. Claro que sí, querido —el joven abrió la cartera y dio a la señora Reilly tres billetes de cinco dólares. Luego, terminó el daiquiri, se levantó y dijo:

—Bueno, debo irme enseguida.

—¿Tan pronto?

—Fue un verdadero placer conocerla.

—Tenga cuidado en la calle con el frío y la humedad.

El joven sonrió, metió el sombrero cuidadosamente debajo de la trinchera y se fue.

—La patrulla del radar —estaba diciéndole Ignatius a Darlene— es lógicamente infalible. Parece ser que el taxista y yo estuvimos haciendo pequeñas manchitas en su pantalla durante todo el trayecto desde Baton Rouge.

—Así que te estaban controlando por radar —bostezó Darlene—. Hay que ver, qué barbaridad.

—Ignatius tenemos que irnos ya —dijo la señora Reilly—. Tengo hambre.

Y al volverse hacia él, tiró al suelo la botella de cerveza, que estalló en una rociada de aristados cristales marrones.

—Mamá, ¿pero qué es esto? —exclamó irritado Ignatius—. ¿Es que no te das cuenta de que la señora Darlene y yo estamos hablando? Tienes pastas, cómelas. Siempre te estás quejando de que nunca vas a ningún sitio. Creí que disfrutarías con tu noche en la ciudad.

Ignatius volvió al radar, así que la señora Reilly hurgó en sus cajas y se comió una pasta.

—¿Quiere una? —preguntó al camarero—. Son estupendas. Tengo también unas pastas de vino excelentes.

El camarero fingió estar buscando algo en las estanterías.

—Huelo a pastas de vino —exclamó Darlene, mirando por encima de Ignatius.

—Toma una, querida —dijo la señora Reilly.

—Creo que yo también tomaré una —dijo Ignatius—. Deben estar muy buenas con coñac.

La señora Reilly abrió la caja y la colocó en la barra. Hasta el tipo del boleto de las carreras aceptó tomar un almendrado.

—¿Dónde compró usted estas pastas de vino tan buenas, señora? —preguntó Darlene a la señora Reilly—. Son estupendas, muy sabrosas.

—En Holmes, querida. Tienen un surtido magnífico. Muy variado.

—Están bastante buenas —concedió Ignatius, que envió su fofa lengua rosada a explorar por el bigote a la caza de migas—. Creo que tomaré uno o dos almendrados. El coco siempre me ha parecido excelente como fibra.

Rebuscó por la caja muy afanoso.

—A mí, la verdad, siempre me gusta una buena pasta después de comer —explicó la señora Reilly al camarero, que le volvió la espalda.

—Estoy segura de que es usted una cocinera estupenda, ¿a que sí? —dijo Darlene.

—Mamá no cocina —dijo dogmáticamente Ignatius—. Quema.

—Yo también cocinaba cuando estuve casada —les explicó Darlene—. Pero utilizaba mucha cosa enlatada. Me gusta ese arroz a la española que hacen y los spaghetti con salsa de tomate.

—La comida enlatada es una perversión —dijo Ignatius—. Sospecho que es en el fondo muy dañina para el alma.

—Ay, Señor, ya empieza otra vez este codo —suspiró la señora Reilly.

—Por favor. Estoy hablando —le dijo su hijo—. Yo nunca como alimentos enlatados. Lo hice una vez, y me di cuenta de que mis intestinos empezaban a atrofiarse.

—Has tenido una buena educación —dijo Darlene.

—Ignatius estudió en la universidad. Luego se quedó allí cuatro años más para sacar el título. Se licenció entre los más listos.

—«Se licenció entre los más listos» —repitió Ignatius con cierta acritud—. Habla con propiedad, por favor. ¿Qué quieres decir exactamente con eso?

—No le hables así a tu mamá —dijo Darlene.

—Oh, me trata mal a veces, sí —dijo la señora Reilly, alzando la voz, y empezó a llorar—. Ay, no sabes, querida, si supieras. Cuando pienso en todo lo que he hecho por este chico…

—¿Pero qué dices, mamá?

—No me agradeces todo lo que he hecho por ti.

—Basta ya. Me parece que has bebido demasiada cerveza.

—Me tratas como si fuera el cubo de la basura. Y soy buena —gimió la señora Reilly; luego, se volvió a Darlene—: Gasté todo el dinero del seguro de su pobre abuelo Reilly para que pudiera estar ocho años en la universidad; y desde entonces, lo único que ha hecho ha sido dar vueltas por la casa y ver la televisión.

—Debería darte vergüenza —dijo Darlene a Ignatius—. Un hombrote como tú. Mira tu pobre mamá.

La señora Reilly se había desplomado, sollozando, sobre la barra, sujetando con una mano el vaso de cerveza.

—Esto es ridículo. Ya está bien, mamá.

—Si hubiera sabido que era usted tan cruel, señor, no habría escuchado esa enloquecida historia del autobús.

—Levántate, madre.

—La verdad es que tiene usted mucha pinta de loco —dijo Darlene—. Debería haberme dado cuenta. Hay que ver cómo llora esa pobre mujer.

Darlene intentó arrancar a Ignatius de su taburete, pero le hizo chocar con su madre, que, de pronto, dejó de llorar y balbució:

—¡Mi codo!

—¿Qué pasa aquí? —preguntó una mujer desde la puerta de entrada, una puerta tapizada de piel de imitación color Chartreuse. Era una mujer escultural, que rondaba ya la mediana edad, el cuerpo perfecto cubierto de un abrigo de cuero negro reluciente de lluvia.

—Salgo de aquí un par de horas a comprar y mira lo que pasa. Al parecer tengo que estar siempre aquí, vigilando, porque si no me arruináis la inversión.

—Son sólo dos borrachines —dijo el camarero—. Llevo poniéndoles mala cara desde que entraron, pero se han pegado a la barra como lapas.

—Pero tú, Darlene —dijo la mujer—, parece que eres muy amiga suya, ¿no? ¿Cómo puedes ponerte a tontorronear en los taburetes con esos dos personajes?

—Este tipo ha estado maltratando a su mamá —explicó Darlene.

—¿Madres? Así que ahora resulta que entran aquí mamas… este establecimiento ya apesta.

—¿Cómo dice usted? —dijo Ignatius.

La mujer le ignoró; miró la caja de pastas, vacía y rota, sobre la barra y dijo:

—Parece que han estado aquí de excursión. Pues sí que estamos arreglados. Ya os expliqué lo de las hormigas y las ratas, cojones.

—Por favor —dijo Ignatius—. Está presente mi mamá.

—Y encima me dejan estas poquerías por aquí tiradas justo en el momento en que ando buscando un mozo —la mujer miró al camarero—. Échame fuera a estos dos.

—Sí, señorita Lee.

—No se preocupe —dijo la señora Reilly—. Nos vamos.

—Desde luego —añadió Ignatius, lanzándose hacia la puerta y dejando detrás a su madre aún encaramada en el taburete—. Deprisa madre, vámonos. Esta mujer parece un comandante nazi. Es capaz de pegarnos.

—¡Un momento! —aulló la señorita Lee, agarrando a Ignatius por la manga—. ¿Cuánto deben estos tipos?

—Ocho dólares —dijo el camarero.

—¡Es un robo a mano armada! —atronó Ignatius—. Tendrá usted noticias de nuestros abogados.

La señora Reilly pagó con dos de los billetes que le había dado el joven y, cuando pasó tambaleante junto a la señorita Lee, dijo:

—Sabemos cuando no nos quieren. Iremos a dar beneficios a otra parte.

—Vaya —contestó la señorita Lee—. Qué barbaridad. Los clientes como vosotros son como el beso de la muerte.

En cuanto la puerta tapizada de piel de imitación se cerró tras los Reilly, la señorita Lee dijo:

—Nunca me gustaron las madres, ni siquiera la mía.

—Mi madre era puta —dijo el hombre del boleto de las carreras, sin alzar la vista del impreso.

—Las madres no cuentan más que mentiras —comentó la señorita Lee, y se quitó el abrigo—. Ahora, tú y yo vamos a tener una pequeña charla, Darlene.

En la calle, la señora Reilly se apoyó en el brazo de su hijo, pero, pese a sus muchos esfuerzos, avanzaban muy despacio; parecía resultarles más fácil desplazarse de lado. Su forma de caminar había adquirido una pauta fija: tres pasos rápidos hacia la izquierda, pausa, tres pasos rápidos hacia la derecha, pausa.

—Qué mujer tan terrible —dijo la señora Reilly.

—Una negación de todas las cualidades humanas —añadió Ignatius—. Por cierto, ¿está muy lejos el coche? Yo estoy cansadísimo.

—Está en St. Ann, querido. Sólo a unas manzanas.

—Te dejaste el sombrero en el bar.

—Oh, no, qué va. Lo que pasa es que se lo vendí a aquel joven.

—¿Lo vendiste? ¿Por qué? ¿Me preguntaste si quería que se vendiese? Yo estoy muy encariñado con ese sombrero.

—Lo siento, Ignatius. No sabía que te gustara tanto. Nunca me lo dijiste.

—Tenía con él una relación muda. Era como un nexo con mi niñez, un lazo con el pasado.

—Pero me dio quince dólares, Ignatius.

—Por favor. No hablemos más del asunto. Todo eso es sacrílego. Sabe Dios qué usos degenerados le dará a ese sombrero. ¿Tienes los quince dólares encima?

—Aún me quedan siete.

—¿Entonces por qué no paramos y comemos algo? —Ignatius señaló al carrito de la esquina. Tenía forma de salchicha con ruedas—. Creo que venden salchichas de treinta centímetros de largo.

—¿Salchichas? Querido, ¿con esta lluvia y este frío vamos a pararnos en la calle a comer salchichas?

—Podríamos…

—No —dijo la señora Reilly con cierto coraje cervecesco—. Vámonos a casa. No sería capaz de comer nada que saliera de uno de esos carros asquerosos. Además, todos los vendedores que andan con esos carros son una pandilla de golfos y de borrachos.

—Si insistes —dijo Ignatius, enfurruñado—. Pero yo tengo mucha hambre, y, después de todo, acabas de vender un recuerdo de mi infancia por treinta monedas de plata, como si dijéramos.

Siguieron con su paso peculiar por las húmedas baldosas de la Calle Bourbon. En St. Ann encontraron enseguida el viejo Plymouth. Su techo alto destacaba por encima de los demás coches, era su rasgo más característico. El Plymouth siempre era fácil de localizar en los aparcamientos del supermercado. La señora Reilly subió dos veces a la acera intentando sacar el coche del aparcamiento y dejó la impresión de un parachoques Plymouth 1946 en el capó del Volkswagen que estaba aparcado detrás.

—¡Oh, mis nervios! —dijo Ignatius.

Estaba espatarrado en el asiento, de modo que por la ventanilla sólo se veía la cúspide de su gorra verde de cazador, que parecía la punta de una prometedora sandia. Desde atrás, que era donde él se sentaba siempre, pues había leído en algún sitio que el asiento contiguo al del conductor era el más peligroso, Ignatius observaba con desaprobación las torpes y disparatadas maniobras de su madre.

—Sospecho que has demolido prácticamente el cochecito que alguien aparcó inocentemente detrás de este autobús. Sería aconsejable que salieses de aquí antes de que vuelva su propietario.

—Cállate, Ignatius. Me pones nerviosa —dijo la señora Reilly, mirando la gorra de caza por el espejo retrovisor. Ignatius se incorporó en el asiento y observó por la ventanilla trasera.

—Lo has dejado hecho cisco. Te van a quitar el permiso de conducir, si es que lo tienes. Y no se lo reprocharé, además.

—Échate y duerme un poco —dijo su madre, mientras el coche daba otro salto hacia atrás.

—¿Pero tú crees que podría dormir en esta situación? Temo por mi vida. ¿Estás segura de que giras el volante hacia el lado que debes?

De pronto, el coche salió con otro brinco del aparcamiento y fue patinando por la calle húmeda hasta una columna que sustentaba un balcón de hierro forjado. La columna cayó hacia un lado y el Plymouth chocó contra el edificio.

—¡Oh Dios mío! —chilló Ignatius desde el asiento de atrás—. ¿Qué es lo que has hecho ahora?

—¡Llama a un sacerdote!

—No creo que estemos heridos, madre. Sin embargo, me has destrozado el estómago para unos cuantos días.

Ignatius bajó el cristal de una de las ventanillas traseras y examinó el parachoques que estaba aplastado contra la pared.

—Creo que de este lado necesitaremos un faro nuevo.

—¿Y qué vamos a hacer ahora?

—Si yo estuviera al volante, daría marcha atrás y me alejaría grácilmente del lugar. Desde luego, alguien va a denunciar esto. Los propietarios de esta ruina de edificio deben llevar años esperando una ocasión como ésta. Es muy probable que echen aceite en la calle al oscurecer para que conductores como tú se estrellen contra su cuchitril —Soltó un eructo y añadió—: Ya se me ha estropeado la digestión. ¡Creo que estoy empezando a hincharme!

La señora Reilly maniobró y fue dando marcha atrás muy despacio. Al moverse el coche, sonó sobre sus cabezas un crujir de madera, crujir que se convirtió en restallar de tablas y chirriar de metal. Luego, el balcón empezó a caer en grandes fragmentos atronando sobre el coche con un estruendo sordo y pesado como el de una granada. Como un ser humano petrificado, el coche dejó de moverse y uno de los adornos de hierro forjado destrozó una ventanilla trasera.

—¿Estás bien, cariño? —preguntó angustiada la señora Reilly tras lo que pareció el bombardeo final.

Ignatius emitió un gorgoteo. Los ojos azules y amarillos tenían un brillo acuoso.

—Di algo, Ignatius —suplicó su madre, volviéndose justo para ver a Ignatius sacar la cabeza por una ventanilla y vomitar por el lateral del abollado coche.

El patrullero Mancuso bajaba despacio por la Calle Chartres ataviado con medias de malla y un jersey amarillo, atuendo que el sargento le había dicho que le permitiría detener sospechosos auténticos y de fiar, en vez de abuelos y chicos que esperaban a sus mamás. Aquel atuendo era el castigo del sargento. Le había dicho a Mancuso que a partir de entonces tendría por única misión la de detener a tipos sospechosos, que la comisaría central de policía tenía un guardarropa con disfraces que permitiría a Mancuso ser un personaje distinto cada día. El patrullero Mancuso se había puesto las medias de malla delante del sargento, que le había sacado a empujones de la comisaría y le había dicho que como no se espabilara, le expulsarían del cuerpo.

En las dos horas que llevaba recorriendo el Barrio Francés, no había capturado a nadie. Dos cosas, sin embargo, le habían dado ciertas esperanzas. Había parado a un hombre que llevaba una gorra y le había pedido un cigarrillo, y el hombre le había amenazado con hacerle detener. Luego, abordó a un joven que vestía trinchera y sombrero de señora, y el joven le había dado un bofetón y se había esfumado.

Cuando el patrullero Mancuso bajaba por la Calle Chartres acariciándose la mejilla, dolorida aún del bofetón, oyó lo que le pareció una explosión. Con la esperanza de que algún sospechoso acabara de tirar una bomba o de pegarse un tiro, dobló corriendo la esquina y entró en St. Ann y vio la gorra verde de cazador vomitando entre los escombros.