CAPÍTULO V


La soleada y luminosa mañana del veinte y uno de diciembre del año de mil y seiscientos y ocho, crucé a caballo una ancha y luenga calzada sobre la laguna de Texcoco y fui recibida en la opulentísima México-Tenochtitlán por un nutrido grupo de damas de las más nobles e ilustres familias de la ciudad que acudieron en sus palafrenes y sillones de plata ataviadas con muy ricas sayas y aderezadas con admirables joyas. Era un acogimiento extraño puesto que debían haber sido los miembros de la Real Audiencia los que me recibieran bajo un hermoso y elaborado arco triunfal, mas yo supliqué que todo aconteciera de manera más sencilla y sin grandes boatos. Y aquellas prestigiosas y alborotadas damas eran la respuesta. A no mucho tardar, perdí de vista a mi señor esposo y a mis compadres y, con la sola compañía de Zihil (a quien también perdí después), fui llevada por las inmensas calles de México —llenas de gentes que me vitoreaban, aplaudían y requebraban— hasta la casa de la familia Alvarado, donde fui bañada, perfumada y depilada por más de recibir imprescindibles arreglos en los cabellos y en las manos. Las doncellas de la familia me pintaron el rostro con solimán y colorete, me alcoholaron los ojos con antimonio y me vistieron, enjoyaron y cubrieron, por fin, con una muy grande capa bordada de oro cuya falda era portada por dos pajecillos que se sentaron en el pescante del coche cerrado en el que fui trasladada hasta el Real Palacio de México para acudir a la fiesta que se celebraba en mi honor.

Cuando salí del coche y alcé el rostro hacia el cielo, recordando con tristeza que era el aniversario de la muerte de mi señor padre, don Esteban Nevares, una multitud exaltada, la más grande que yo había visto reunida en todos los años de mi vida, compuesta por españoles, indios, mestizos, negros, mulatos, chinos y otros semejantes, principió a aclamarme y a aplaudir con fervor, como si yo fuera la reina de España o la salvadora del mundo. Aquella plaza Mayor de México, alumbrada con luminarias pues ya principiaba a oscurecer, era, a no dudar, la más extensa y grandiosa de cuantas hubiera en todo lo descubierto de la tierra, pues sus anchuras no podían ser concebidas por el entendimiento humano. Adornada por altos y soberbios edificios por todos los cuatro costados, resultaba de una belleza y majestad sin igual.

Frente a mí se hallaba la fachada del Real Palacio. Eran cerca de las seis horas de la tarde, según pude ver en el reloj que lo coronaba. Un cuerpo de guardia, formado por dos hileras de soldados con picas, despejaba el luengo camino desde el coche hasta la puerta central del palacio (pues tenía tres, rematadas con escudos), impidiendo que la ruidosa multitud me cortara el paso o se abalanzara sobre los miembros de la Real Audiencia, que, ahora sí, acompañados por la más preclara nobleza novohispana, los caballeros de hábito y lustre, Su Ilustrísima el arzobispo de México, el cabildo de la Iglesia Mayor, el Inquisidor General y sus ministros, el cabildo municipal, el alguacil mayor y muchos otros, me recibieron con la gravedad y compostura que correspondía a su dignidad. Con todo, vi en los ojos de aquellos varones que los trabajos obrados en casa de los Alvarado habían logrado su propósito y que el vestido blanco, ricamente aderezado con recamados y bordados de oro y perlas, me había mudado de nuevo en la exquisita y bella dama que había sido en Sevilla. Por más, en casa de los Alvarado, entre unos arreglos y otros, había sido instruida sobre el proceder correcto para un acontecimiento como el que iba a celebrarse esa noche. Sólo señalaré que había muchas más reglas y normas que en España pues, para empezar, debía comportarme con modestia, caminar despaciosamente, poner los ojos siempre en tierra con honestísima vergüenza, hablar poco y con blandura y no mostrarme alterada o turbada por razón alguna. Y eso sólo era el principio. Hasta el número de pasos que debía dar hacia uno o hacia otro estaban reglados. Me hallaba tan preocupada por recordar cuanto me habían dicho que me sentía el estómago sacado de sus quicios.

Al fin, tras reverencias, saludos y besamanos que se prolongaron por casi una hora, pude acceder al zaguán del Real Palacio, desde el cual fui conducida con la mayor de las cortesías hasta la galería de audiencias públicas, donde sobre una tarima cubierta de alfombras, bajo un baldaquín de brocado, se hallaba majestuosamente sentado sobre almohadones de terciopelo negro el virrey de la Nueva España, don Luis de Velasco el joven (que no sé a qué añadirle tal apelativo cuando el hombre tenía hasta setenta y cuatro años de edad, según él mismo me había confesado en Cuernavaca).

El virrey no me sonrió. Yo no lo esperaba. Por más, su mirada tras los anteojos era hosca y mostraba a las claras que se sentía valederamente furioso. Me allegué hasta él caminando muy despaciosamente sobre una estrecha alfombra que sólo yo pisaba.

La nobleza, que destacaba por sus vestidos con botones de oro y joyas de inestimable valor, así como las autoridades civiles, militares y religiosas que me habían recibido en la puerta, principiaban a llenar la galería, cuyos muros se hallaban cubiertos por ricas pinturas con las figuras del rey y de sus antepasados, tapices flamencos y hermosos guadamecíes. Incontables lacayos ataviados con jubones de tela de oro, fajas de raso morado, calzas acuchilladas y capas se apostaban por los rincones y vigilaban las puertas. Mármoles, tapicerías y molduras terminaban por convertir aquel lugar en un Salón del Trono como el que debía de existir en San Lorenzo del Escorial para los monarcas españoles.

Me allegué hacia el virrey haciendo las tres reverencias que me habían indicado y, como respuesta a ello, el virrey debía ponerse en pie y dar otros tantos pasos hacia mí aunque sin salirse de la tarima con baldaquín. Mas don Luis no se movió de su sitial y no dejó de mirarme torcidamente entretanto me allegaba. Un murmullo de sorpresa se escuchó en la galería. Lo que el virrey estaba obrando —o, por mejor decir, lo que no estaba obrando— era una afrenta muy grande y totalmente inesperada a mi persona en un día como aquél. Yo no sentía la menor inquietud pues todo acontecía conforme había esperado y no me fue dado ocultar una muy grande sonrisa de satisfacción por lo que iba a acontecer, una de esas sonrisas que expresamente prohibía el estricto ceremonial mexicano.

Don Luis de Velasco, finalmente, se incorporó. Era un anciano de buena estatura, enjuto y seco como los Curvo, de luenga barba blanca acabada en punta más abajo de la gorguera escarolada, de frente arrugada, nariz judaica y enormes orejas en torno a las cuales se anudaba los cordoncillos que le sujetaban los pesados anteojos. Vestía de negro de los pies a la cabeza aunque sobre el pecho del coleto llevaba bordada la roja cruz de la Orden de Santiago.

Haciendo un gesto elegante, me arrodillé en el canto de la tarima del virrey y, en voz alta, le pedí que me diera su mano para besársela. Don Luis no se movió de donde estaba. El murmullo en la galería creció como la espuma de la mar un día de tormenta. En lugar de eso, el virrey me dijo con recia voz:

—Doña Catalina, ocupad la silla rasa que han dispuesto para vuestra merced a mi diestra.

Obedecí. Subí a la tarima y, entretanto él tornaba a ocupar su cómodo trono con cojines de terciopelo, yo me componía el hermoso vestido blanco para sentarme cumplidamente en la dura sillita. Mi cabeza quedaba a la altura del pecho del virrey, que se inclinó hacia mí y me susurró venenosamente:

—¿Acaso me habéis robado, doña Catalina?

Volví el rostro hacia él y, mirándole de manera inapropiada, es decir, derechamente a los anteojos, le respondí con una grande sonrisa:

—Por supuesto, Excelencia.

Una semana después de que mi joven cuñado Carlos retornara de México-Tenochtitlán con las nuevas sobre el retraso de su padre, del virrey y de los oficiales reales que debían hacerse cargo del tesoro, Rodrigo entró de golpe en el aposento que ocupábamos Alonso y yo desde la primera noche, la hermosa cámara de doña Juana de Zúñiga.

—¡Arriba, tiernos amantes! —exclamó a voces, tirando sin contemplaciones de la fina sábana que nos cubría—. ¡Aflojad el dulce abrazo y salid del lecho como si os atacaran los piratas ingleses! ¡Hay algo que debéis ver!

Llevaba una antorcha en la mano y la sacudió sobre nosotros.

—¡Por vida de…! —exclamó mi señor esposo tratando en vano de echar mano a su espada.

—¡Maldito seas, Rodrigo! —le grité yo—. ¿Qué maneras son éstas? ¿No sabes llamar a la puerta?

—¿Para qué? —preguntó él, sentándose sobre el arcón—. ¿Para perderme el noble porte que ambos lucís en camisa?

—¿A qué este escándalo? —se enojó Alonso entretanto se subía los calzones—. ¿Qué acontece para que nos despiertes así a estas horas?

—Vestíos, mis señores duques, y acompañadme. Uno de los negros de Yanga ha descubierto algo que debéis ver.

—¿De quién se trata? —quise saber, componiéndome a toda prisa como si, en verdad, nos atacaran los piratas ingleses.

—Del mestizo viejo. Ese que corre como una liebre. Pedro.

—¡Ah, sí, Pedro! El de la nariz rota.

—El mismo. Pues, a lo que se ve, Pedro gusta de caminar a solas por el campo durante la noche. Dice que le ayuda a dormir. Yo tengo para mí que es de los que no duerme nunca por las cosas horribles que le han acontecido en su vida.

Alonso y yo ya estábamos vestidos y armados. Eché un poco de agua de la jarra en la palangana y me refresqué el rostro para terminar de despertarme.

—¿Qué horas son?

—Las tres de la madrugada —replicó Rodrigo sin alterarse.

—¡Las tres de la madrugada! —soltó mi señor esposo abriendo mucho los ojos—. De cierto que el tal Pedro no duerme jamás.

—No, ya te lo he dicho —porfió Rodrigo entretanto salíamos los tres del aposento al patio. Fuera refrescaba—. Lo que ha visto se halla a menos de un cuarto de legua. Después del hallazgo vino a contarlo y ya hace un rato que tornó a marchar hacia allí en compañía de los otros cimarrones y de los marineros de la Gallarda. Yo mismo los envié para que estuvieran a la mira.

—Pues ¿qué fue lo que vio? —pregunté, alarmada.

Rodrigo se caló el chambergo por el frío, colocó la antorcha en un hachero del vestíbulo y suspiró.

—Están robando el tesoro de la pirámide.

—¡Qué! —grité horrorizada—. ¡No es posible! Nadie ha podido entrar sin que nos diésemos cuenta.

—Martín, compadre, aún estás dormido. Te he dicho que el lugar se halla a poco menos de un cuarto de legua de aquí.

—¿Han hallado otra entrada? —inquirió Alonso cuando ya salíamos al oscuro patio de armas.

—O la han creado —murmuró mi compadre, encaminándose hacia el portalón del muro—. Debemos ir andando pues los caballos podrían alertar de nuestra presencia.

—Con esta oscuridad, tardaremos a lo menos media hora —estimó Alonso, mirando el negro cielo sin luna ni estrellas.

—Pues para luego es tarde. Vamos.

Salimos los tres del palacio y tomamos la recta senda que partía del portalón. Al arribar al final, en lugar de tomar a diestra o siniestra, proseguimos derechamente y nos metimos en el campo y, luego, en la espesura del bosque. Avanzábamos hacia el oeste, de eso me hallaba cierta por la orientación del palacio, aunque de nada más.

Al cabo, tras algo menos del tiempo previsto por mi señor esposo, arribamos a un claro iluminado por el resplandor que brotaba del fondo de una barranca y, de súbito, conocí dónde me hallaba y cuál era aquel lugar: el día que arribamos a Cuernavaca, por estar quebrados los puentes de nuestro camino, hubimos de ir hacia el norte para buscar otra entrada dando un grande rodeo de más de legua y media. De retorno hacia la aldea, dentro de una de las muchas barrancas que la atravesaban y que debíamos pasar por puentes y acueductos de los ingenios azucareros, advertimos con grande asombro una inmensa caída de agua de hasta veinte estados, con las paredes cubiertas de selva y con pájaros volando a la redonda en su interior. Era como un pozo asaz profundo y de bordes tan grandes como el Arenal de Sevilla, cuyo fondo quedaba tan lejos que amedrentaba asomarse.

—¡El salto de agua [39] que vimos al llegar! —exclamó Alonso, echándose de bruces a tierra como Rodrigo y como yo pues por el lado contrario de la barranca había grande movimiento de gentes, a veces andando despaciosamente bajo el peso de cajas y fardos y a veces marchando raudamente hacia el pozo en busca de más. En amplio número formaban hileras aguardando para entrar o salir, de tantos hombres como había. A lo que se veía con aquella luz, todos eran esclavos negros o tamemes indios, y estos últimos eran los que sobrellevaban en las espaldas las cajas más grandes y pesadas con la ayuda de la cuerda que apoyaban en sus frentes.

Arrastrándonos sobre el vientre como las culebras, nos fuimos allegando hasta el borde del enorme pozo por ver más de lo que allí acontecía. Cuando nos asomamos, quedamos maravillados: habían limpiado de selva una espiral que giraba a lo largo de la pared del pozo desde arriba hasta algún punto allá abajo y habían colocado en ella una sucesión de andamios y planchones de madera por los que circulaban las filas de hombres que subían con las cajas y fardos del tesoro o bajaban de vacío. Incontables hacheros y candiles de aceite habían sido clavados en las maderas de los andamios para iluminar el lugar. Si estaban bregando tan duramente a aquellas horas, significaba que trabajaban de noche y dormían de día para no ser descubiertos.

Del fondo de la barranca, el aire que subía hasta nosotros era valederamente frío y, aún así, permanecía impregnado de aromas de laurel y pimienta como el día que arribamos a la caída de agua por primera vez. Debía de haber laureles y pimenteros entre los árboles que crecían en las paredes del pozo.

Rodrigo, tumbado del costado de mi ojo huero, dio un súbito respingo.

—¡Voto a tal! —exclamó en susurros—. ¡Maldición, Guzmán, menudo susto me has dado!

Guzmán era uno de los hombres de la Gallarda, vecino de Santa Marta.

—Disculpadme, señor Rodrigo —murmuró el marinero—. Hemos advertido vuestra presencia cuando tratábamos de allegarnos hasta la parte de arriba de la barranca por ver si podíamos cruzarla.

—Para mí tengo que el puente más cercano se halla a unas quinientas varas hacia el norte —musitó mi señor esposo desde mi diestra. Los muchos paseos y caminatas de las últimas semanas habían servido para algo más que para ocupar ociosamente el tiempo.

—Pues vamos sin tardanza —dije yo—. Presto amanecerá y se esconderán para dormir.

Sigilosamente, los cimarrones, los marineros y nosotros tres tornamos a internarnos en el bosque y, avanzando junto al cauce, fuimos atravesando la espesura hasta que divisamos el puente que había mentado Alonso. Ahora el salto de agua nos quedaba lejos y podíamos movernos con mayor libertad mas no convenía que nos arriesgáramos por si los ladrones habían puesto guardas en las cuatro direcciones para prevenir un asalto. Salimos a descubierto encogidos como ranas y nos arrastramos hasta el puente, que cruzamos tratando de no hacer ningún ruido pues las maderas eran viejas y crujían. Cuando por fin nos hallamos al otro lado, corrimos a escondernos de nuevo en el bosque. Las nubes que aquella noche ocultaban la luna y las estrellas, por más de entorpecernos los pasos, también nos auxiliaban.

Tornamos a bajar hacia el salto de agua tomando todas las prevenciones posibles, y muy a la mira por si topábamos con guardas, mas lo que hallamos, cerca ya del lugar, fue una choza grande levantada con cajas del tesoro y techada con hojas de palma. Como las cajas habían sido dispuestas de cualquier manera, muy desatinadamente, por las rendijas y hendiduras se escapaba la luz y se escuchaban con claridad las voces de los que se hallaban dentro, que charlaban, bebían y reían con animación. Hasta el olor del tabaco que fumaban nos llegaba derechamente a la nariz.

Hice gestos a los hombres para que vigilaran el contorno y Alonso, Rodrigo y yo tornamos a echarnos de bruces al suelo y, serpenteando, cada uno se arrimó hasta una rendija para ver y escuchar lo que acontecía dentro.

—¿Han sacado ya todo cuanto ordené? —preguntó un viejo con aspecto de criado de casa principal. Aunque vestía ajadas ropas de viaje, se notaba que estaban hechas de buenas telas y muy bien elaboradas.

—Acabarán esta noche, señor Juan —respondió uno de los fumadores, sin quitarse la pipa de entre los labios—. Mañana desmontarán los andamios y el día después de mañana partiremos temprano con las mulas de regreso a casa.

—¡Qué ganas tengo de hallarme de nuevo en Tultitlán! —dijo suspirando uno que se hallaba recostado sobre unas cajas y que se cubría con una manta.

—Pues cuando regresemos, Miguel y tú tendréis que llevar a los esclavos y a los tamemes hasta Azcapotzalco, como ordenó don Luis —le soltó el tal señor Juan, que se sentaba en la única silla que había en la choza—. Después de un tiempo podrán tornar a sus casas mas ahora conviene que queden recogidos, no sea que se vayan de la lengua.

—Eso, como ya dije en Tultitlán —señaló con mucha calma el segundo fumador—, no es ningún problema. Todos son de los pueblos de la encomienda de su señoría. Por más, estamos obrándolo todo antes de la llegada de los tesoreros y los oficiales reales, que para eso los está retrasando don Luis. Nadie conocerá jamás que falta un quinto del tesoro y la palabra de un esclavo negro o de un indio tributario no vale nada frente a la palabra de un virrey.

Abrí de súbito los ojos de tal forma que casi se me salió el ojo de plata.

—Esa Catalina Solís que se viste en hábito de hombre es la que me preocupa —afirmó el que se cubría con la manta—. Ella sola ha matado a todos los hermanos de la poderosa familia Curvo y ha desbaratado la conspiración de los beneméritos. Yo no me inquietaría tanto por la lengua de los trabajadores como por esa mujer que se hace llamar Martín Ojo de Plata. Ella sí que es peligrosa y la tenemos durmiendo aquí al lado, en el palacio de don Hernán Cortés, a menos de un cuarto de legua. Lo mismo ahora nos tiene a la mira y nos está montando alguna celada.

Todos se echaron a reír muy de gana por la chanza.

—¡Ya basta, Simón! —le espetó el viejo Juan sin perder la compostura—. Procura que los negros y los indios acaben esta noche de sacar el quinto de su señoría. ¡Ve!

Simón se levantó del lecho de cajas, dejó caer la manta al suelo y, tras dar un trago de una jarra, salió por la abertura que servía de puerta.

—Vosotros dos —siguió diciendo el viejo criado señalando a los dos fumadores—. ¿Habéis dado de comer a las mulas?

—No —admitió uno de ellos—. Mas ahorita mismo vamos. Levanta, Lorente, que el recuaje estará nervioso y no conviene que hagan ruido.

—¡Nadie conoce que estamos aquí! —protestó el tal Lorente, golpeando la pipa contra una de sus botas para vaciarla de cenizas de tabaco—. Nadie nos vio llegar, nadie nos ha visto sacar los cajones y nadie nos verá marchar pues su señoría ya se ha encargado de dejar expedito el camino de Tlayacapan.

—¡Lorente! —le gritó el viejo Juan—. ¡Acude ahora mismo con Nicolás a dar de comer a las mulas! ¿Acaso te parece bien desatender a los animales? Mañana por la noche ambos os encargaréis de que las carguen entretanto se desmontan los andamios. No podemos perder tiempo.

—Mi señor Juan Villaseca —dijo Lorente levantándose muy dignamente de la caja en la que se sentaba—. Ya conozco que sois criado de su señoría desde hace muchos años y que le gobernáis la encomienda de Tultitlán cuando él reside en México o en el Perú, mas no voy a consentiros que me afrentéis pues yo, señor mío, conozco muy bien mi oficio. He sido arriero toda mi vida y mi padre también lo fue, de los mejores de Segovia.

—Pues ve a dar de comer a tus mulas y cuida mucho de ellas pues tienen un luengo y difícil camino hasta Azcapotzalco.

—¿También las va a encerrar allí su señoría como a los negros y a los indios? —se mofó Nicolás saliendo por la puerta tras el ofendido Lorente.

—A ellas no —repuso el viejo criado—, mas sí a las cajas y fardos que acarrearán hasta allí.

El viejo Juan se había quedado solo en la choza de cajas, o eso nos pareció, aunque, de súbito, dirigió la mirada hacia un rincón oculto a nuestra vista y su rostro se suavizó.

—Miguel —dijo—. Levántate. Ya está amaneciendo.

La voz de un muchacho adormilado replicó:

—Ya voy, padre.

¡Estaba amaneciendo! Me separé a toda prisa de la rendija por la que había estado mirando y toqué las espaldas de Alonso y Rodrigo para que se volvieran y me vieran indicarles por señas que debíamos marcharnos de allí como ánima que lleva el diablo. Aunque nublado, era cierto que el cielo principiaba a clarear y aún debíamos cruzar el puente.

—No te inquietes —me dijo mi señor esposo cuando nos hallábamos a suficiente distancia de la choza como para no ser oídos—. Ellos son quienes tienen que ocultarse. Nosotros podemos caminar tan lejos como queramos y cruzar por donde más nos convenga sin tener que escondernos. Forma parte de nuestra vida aquí dar luengas caminatas por los contornos del pueblo.

—El esportillero tiene razón —admitió Rodrigo—. Podemos seguir por el bosque hacia el norte hasta alcanzar un lugar en el que estemos seguros. No hay de qué preocuparse.

Me volví hacia él, sublevada y con un dedo acusador le apunté al centro del pecho.

—¿Quieres que también te arranque el corazón, necio? —le largué con el genio vivo—. ¡El virrey está robando un quinto del tesoro o, por mejor decir, un millón de ducados! ¿Conoces que un millón de ducados son trescientos y setenta y cinco millones de maravedíes, ignorante? Y, por más, lo ha organizado todo para que nadie le descubra nunca. Cuando lleguen los escribanos, contadores, fiscales y veedores y principien a tomar registros de lo que se va sacando de la cueva, no sospecharán que falta un quinto y que ese quinto lo ha robado el propio virrey de la Nueva España.

Alonso parecía sumamente inquieto.

—¿Y para qué quiere un hombre acaudalado y poderoso como el virrey acopiar más riquezas de las que ya tiene?

Yo me reí.

—Eso mismo le pregunté yo a don Bernardo en Veracruz no hace mucho tiempo y me respondió que, aunque las mujeres, por nuestra débil naturaleza, nos contentamos con poco, los hombres, en cambio, ambicionáis insaciablemente más y más riquezas y más y más poder.

—¡Eh, detente ahí! —protestó mi señor esposo al tiempo que Rodrigo, con el mismo tono ofendido, decía algo semejante—. Yo no ambiciono insaciablemente riquezas y poder.

—¡El que no los ambiciona soy yo —le atajó Rodrigo, muy solemnemente—, señor duque dueño de una fortuna en plata!

—¡Tú también posees una fortuna en plata! —replicó Alonso, cayendo en el juego de mi compadre.

—¡Sí, mas no soy duque!

—¡Ni yo!

—¡Lo serás presto!

—¡Lo será Catalina! ¡Yo, sólo por matrimonio!

—¡Basta! —exclamé, separándolos con ambas manos—. A ver qué día principiáis a comportaros con algo de juicio. Parece mentira que padecierais juntos los tormentos del loco Lope.

—Dices verdad —concedió mi señor esposo sosegándose; mas Rodrigo sonreía con grande satisfacción—. ¿Y qué deseas obrar respecto al robo del virrey?

Aunque las oscuras nubes ocultaban el sol, su luz se iba robusteciendo por momentos. Debíamos regresar presto al palacio y hablar con los demás.

—Pues se lo vamos a quitar, naturalmente —afirmé principiando a caminar entre el boscaje—. No podemos consentir que se quede con lo que no es suyo.

—¿Y te lo quedarás también como el tesoro del cañón pirata de tu isla o el de la plata ilegítima de los Curvo? —quiso saber Rodrigo, quien se hallaba cierto de que los tesoros me buscaban y me acababan encontrando.

—¿Quedármelo? —me sorprendí—. No. Ni quiero ni deseo más de lo que tengo, que ya es mucho, mas me resisto a permitir que se lo quede ese virrey ladrón que gobierna la Nueva España. A un hombre como él, del que se conoce en todo el virreinato que golpeaba y amenazaba de muerte a su esposa y a su suegra viuda para apropiarse de sus fortunas y herencias, no le es dado apropiarse de ese millón de ducados que ni le pertenece ni le corresponde. Ya me dijo el conde de La Oda el día que el Nacom le agujereó el miembro viril —Alonso y Rodrigo torcieron el gesto y también lo hicieron los hombres que nos acompañaban— que Arias Curvo tenía planeado matar al virrey pues don Luis era un enemigo peligroso por no tener otros defectos que la avaricia y el ansia de acopiar caudales.

Golpeé furiosa unas ramas que me obstaculizaban el paso.

—No, ese virrey avaro y maltratador de mujeres no se va a quedar con el millón de ducados. No lo permitiré. Si la justicia del rey es mala y no castiga cuando debe, la justicia de los Nevares es buena y escarmienta a quien lo merece.

—¿Pues no dijiste en la pirámide que ese día enterrabas a Martín Nevares para siempre? —se sorprendió Rodrigo.

—¡Cierto! —admití, apurando el paso—. Mas, después de tantos años, y aunque en adelante sólo sea Catalina, me siento tan Nevares como siempre y los Nevares no consentimos las injusticias sin castigarlas apropiadamente.

—¡Por mis barbas! —soltó Rodrigo cortando el ramaje con su espada—. Ya estamos en danza otra vez. Este baile no acabará nunca.

Mi señor esposo rió.

—¡Si cuando yo digo que me desposé con una dueña única y extraordinaria!

—Tú, a lo menos, yogas con ella —bufó Rodrigo—. A los demás sólo nos es dado seguirla de una punta a otra del imperio obrando las cosas más extrañas que se puedan concebir.

—¿Acaso me habéis robado, doña Catalina? —me preguntó rencorosamente el virrey, inclinándose hacia mí desde su alto sitial.

—Por supuesto, Excelencia —le respondí con una brillante sonrisa capaz de iluminar por sí sola aquella galería de audiencias.

—¿Y qué os hace suponer que voy a entregaros el perdón real en lugar de mandaros prender y encarcelar? —silabeó.

—No he cometido ninguna falta, Excelencia —razoné—. Todo el tesoro fue recuperado de la pirámide tlahuica. Así lo afirman la Real Audiencia y el Tribunal de Cuentas y así se le ha comunicado al rey. Cuatro millones de ducados exactamente, y Vuestra Excelencia se hallaba a mi lado entretanto sacaban las cajas y los fardos con el oro, la plata y las piedras preciosas.

—Os apropiasteis de la quinta parte que me correspondía —susurró, furioso.

—¿A Su Excelencia le correspondía un quinto? —repliqué arreglándome distraídamente las sayas del vestido—. ¡Qué grande infortunio, pues, perder un millón de ducados! Mas tengo para mí que ni os correspondía ni os pertenecía ni poseíais derecho alguno sobre esos caudales.

—¿Os parece derecho suficiente haber servido treinta y siete años a la Corona y haber de suplicar, como he suplicado, a Felipe el Tercero que nos conceda mercedes a mis pobres hijos y a mí por las estrecheces en las que nos hallamos?

Aquel virrey o tenía privado el juicio o era un avaro miserable y embustero.

—¿Pues qué ha sido de la hermosa y rica encomienda de Tultitlán? —le pregunté inocentemente—. He oído que os procura unas elevadas rentas anuales. También he oído que os apropiasteis de la fortuna y las tierras de vuestra señora esposa, doña María de Ircío, entre ellas de la muy próspera encomienda de Tepeaca, que también os procura considerables rentas. Y que la hermana del virrey de Mendoza, doña María de Mendoza, pasó de ser una dama acaudaladísima a vivir en la miseria después de convertirse en vuestra suegra —torné a sonreírle blandamente y suspiré—. Sí que pasáis por grandes estrecheces, sí. A la vista está —ironicé—. Y, si por más de esto, Excelencia, os hacéis pasar por pobre, mendigáis dineros al rey y consideráis que los años de servicio a la Corona son razón suficiente para robar furtivamente un millón de ducados, es que sois un bellaco.

El pálido rostro del virrey enrojeció y se contrajo con un gesto de ira.

—Excelencia, por la dignidad que os corresponde, no deberíais mostraros tan alterado. Recordad a estas gentes que se hallan en derredor nuestro y que nos miran extrañadas. Nos ven hablar sin conocer lo que decimos y sólo nuestros rostros les indican lo que acontece.

—Por vuestro bien, señora —murmuró don Luis de Velasco, al tiempo que sonreía mentidamente mirando hacia la galería—, abandonad la Nueva España y no retornéis nunca. A lo menos, entretanto yo sea virrey, pues no sois bienvenida. Vuestra nao os aguarda en Veracruz. He dispuesto todo lo necesario para que podáis zarpar cuanto antes. Retornad a Tierra Firme, o a Sevilla, o id más lejos, a las Filipinas, y no regreséis jamás a la Nueva España.

—¡Y eso que, en Cuernavaca, entretanto se rescataba el tesoro, no os cansabais de agradecerme una y otra vez que hubiera salvado al imperio y acabado con la conjura!

—¡Levantaos, doña Catalina! —voceó al punto, poniéndose en pie y silenciando los persistentes murmullos de los circunstantes.

Me recogí las faldas y, muy finamente, me levanté de la sillita. Don Luis hizo un gesto a un lacayo y éste abrió de par en par las dos hojas de una de las grandes y hermosas puertas de la sala, dejando paso a un distinguido grupo de gentilhombres que avanzaron hacia la tarima. El primero de ellos, el presidente de la Real Audiencia al que tenía visto de Cuernavaca, portaba un cojín de terciopelo morado sobre el que descansaban varios rollos atados con hermosos lazos rojos.

El presidente de la Real Audiencia y los oficiales que le seguían hicieron las tres reverencias de rigor en tanto se allegaban y, cuando por fin alcanzaron la tarima, los primeros de ellos se arrodillaron en el canto, como había hecho yo, ofreciendo el cojín al virrey. Los demás se hincaron de hinojos detrás, sobre la alfombra que marcaba el camino.

Don Luis dio dos pasos y tomó el primero de los rollos. Rompió el lacre, deshizo el lazo y lo extendió con una reverencia, como si en vez de un papel fuera el mismo rey al que tuviera delante.

—Su Majestad Felipe el Tercero, a quien Dios Nuestro Señor proteja muchos años —proclamó con voz grave y alta, para que le oyeran todos los presentes—, deroga desde el día de hoy, veinte y uno de diciembre de mil y seiscientos y ocho, la disposición real contra doña Catalina Solís por las muertes de los cinco hermanos de la indigna y desacreditada familia Curvo, y determina que los bienes y caudales de la dicha familia pasen a ser de la propiedad de doña Catalina Solís.

En la silenciosa galería se oyó un mugido como de toro y conocí al punto que Rodrigo y los demás se hallaban cerca. Debían de ir tan bien vestidos y aderezados que no los había distinguido de entre los demás.

—Deroga también Su Majestad —siguió declarando el virrey con la misma voz potente— la orden de apresamiento por contrabando y mercadeo de armas dictada contra el mercader de trato ya fallecido don Esteban Nevares, devolviéndole la limpieza y virtud de su nombre así como todas sus propiedades, las cuales, por haber muerto, pasan a su hijo prohijado, don Martín Nevares, que no es otro que doña Catalina Solís. Su Majestad adopta la misma disposición respecto a don Martín Nevares, quedando derogada la dicha orden de apresamiento contra él.

A continuación, el virrey alargó el brazo y me hizo entrega del documento y, sin cambiar de posición ni de lugar, tomó el siguiente rollo del cojín que continuaba presentándole el arrodillado presidente de la Real Audiencia y tornó a romper el lacre, a descomponer el lazo y a extender el rollo con una solemne reverencia.

—Su Majestad Felipe el Tercero, a quien Dios Nuestro Señor proteja muchos años —proclamó de nuevo—, restituye a doña Catalina Solís desde el día de hoy, veinte y uno de diciembre de mil y seiscientos y ocho, todas sus propiedades sean de la calidad que sean en cualquier lugar del imperio, tanto si obran en poder de la Corona, como de las Reales Haciendas o de personas. De esta forma, Su Majestad desea agradecer a doña Catalina el quebranto de la conjura que contra España y Su Real Persona habían emprendido las indignas y desacreditadas familias López de Pinedo y Curvo, otorgando también a doña Catalina Solís las propiedades, caudales y negocios de la familia López de Pinedo.

Tornó a escucharse el mugido de toro de Rodrigo, que por fortuna alguien cortó en seco, y deseé que hubiera sido con un buen golpe. Todas las cabezas de los presentes en la galería giraron de nuevo hacia el virrey y hacia mí.

—También desea agradecer Su Majestad a doña Catalina Solís el rescate y entrega a la Real Hacienda del tesoro acopiado por las indignas y desacreditadas familias López de Pinedo y Curvo, que asciende a la cantidad de cuatro millones de ducados, con el que pretendían sufragar la conjura contra el Reino de España y Su Real Persona. Desea Su Majestad que se le guarde a doña Catalina Solís el reconocimiento debido en todo el territorio del imperio y que sea agasajada y festejada por todas las personas de bien de cualquier ciudad o villa por las que pasare o a las que fuere.

Miré al virrey y le sonreí dulcemente entretanto me entregaba el segundo rollo como si tirara una piedra a un perro rabioso. Por mucho que le disgustara, se iba a tener que acostumbrar a mi presencia pues ahora poseía casas y negocios en la Nueva España. Y no sólo se iba a tener que acostumbrar sino que, por más, debería festejar mi llegada y agasajarme cada vez que visitara la ciudad. No tomé a reír a carcajadas doblándome por los ijares porque hubiera sido inadecuado mas lo hubiera hecho con mucho gusto.

Cuando el virrey tomó del cojín el tercer y último rollo, los miembros de la Real Audiencia se incorporaron al fin y advertí gestos de dolor en los rostros. Si yo todavía sentía el afilado canto de la tarima en mis rodillas, aquellos pobres hombres, algunos de avanzada edad, debían sentir que habían perdido las piernas.

El furioso virrey extendió el documento, ejecutó la reverencia y, sin mirarme, principió a leer:

—Yo, el Rey, Felipe el Tercero de España y todos sus territorios por la Gracia de Dios Nuestro Señor, declaro que concedo a doña Catalina Solís el título de duquesa de Sanabria, título del que podrá usar y gozar con todos los honores, gracias, franquicias, libertades, preeminencias y otras cosas que por la razón de ser duquesa debe disfrutar. Este título conlleva mayorazgo y será hereditario en las personas de sus descendientes o herederos que, si sirven a la Corona de la manera en que lo ha hecho doña Catalina, alcanzarán presto la Grandeza de España. Firmado y rubricado por mí, Philippus Tertius Yspaniarum et Indiarum Rex. Otorgado en Madrid, a los días que se cuentan veinte y ocho de noviembre de mil y seiscientos y ocho.

A tal punto, las campanas de todas las iglesias de la gran ciudad de México-Tenochtitlán comenzaron a redoblar y desde la plaza Mayor llegó el entusiasmado griterío de las gentes que aclamaban mi nombre y aplaudían con grande alegría y alborozo. También en la galería de audiencias se produjo una leve agitación de regocijo cabalmente templada por la serenidad que exigía la etiqueta. Aunque, claro, la etiqueta no se había hecho para un tal Rodrigo de Soria.

—¡Bravo, viva! —gritaba aplaudiendo como un loco—. ¡Ya eres duquesa, compadre!

La recua de sesenta mulas alazanas avanzaba despaciosamente por el camino de Tlayacapan levantando a su paso una grande polvareda. Los esclavos negros y los indios tributarios caminaban detrás, comiéndose el polvo, entretanto que los arrieros, haciendo uso de sus látigos, ejercían de atajadores, conduciendo a los animales y cuidando de que no se separaran. El viejo Juan Villaseca con su hijo y los demás cabalgaban a la cabeza, guiando a la recua.

El crepúsculo se cernía raudamente sobre los viajeros y presto tendrían que detenerse y aposentarse pues, por más de no poder viajar de noche con el ganado, se hallaban demasiado molidos y extenuados para apurar hasta el último rayo de luz. En cuanto cenaran y se durmieran, nosotros principiaríamos nuestro propósito.

Serían las siete horas cuando arribaron al recodo en el que se hallaba el pastizal. Como había sospechado, Juan Villaseca dio allí la orden a los arrieros para que detuvieran el recuaje y para que lo cercaran con cuerdas, de cuenta que, tras descargarlo, pudieran dejarlo pacer con tranquilidad. A las nueve los ladrones ya dormían profundamente a la redonda de las hogueras. Cuatro esclavos negros con arcabuces vigilaban a las mulas. Las cajas del tesoro habían sido apiladas en el centro del cercado para que los animales y los guardas les sirvieran de defensa.

—¿Vamos ya? —me preguntó mi señor esposo.

—No, aún no —repuse—. A no mucho tardar, también los centinelas se dormirán.

La noche del domingo que se contaban treinta días del mes de noviembre, los esclavos negros y los indios tributarios de don Luis de Velasco desmantelaron los andamios del pozo y principiaron a cargar las mulas con las cajas y los bultos. Cuando amaneció el día lunes y se fueron a dormir, apenas quedaban rastros de la grande muchedumbre que había estado viviendo y trabajando allí. Ejecutaron una admirable labor de limpieza. Sólo descansaron unas dos horas pues, a las diez de la mañana, la recua de mulas y los hombres ya habían tomado el camino de Tlayacapan con dirección a la encomienda de Tultitlán, al norte de México. A no dudar, me había dicho yo el día anterior, mirando el mapa que habían dibujado Carlos, Francisco y Juanillo del primer tranco del camino, se aposentarían en el recodo del pastizal y, de seguro, pondrían guardas a las mulas por la noche, mas como debían mudar el sueño por haber estado durmiendo de día y como apenas habían reposado, los dichos guardas no aguantarían despiertos mucho rato.

Y, como me había barruntado, se durmieron en menos de dos credos.

—¿Vamos o no? —inquirió el impaciente Rodrigo.

—Vamos —dije.

Los habíamos seguido de cerca durante todo el día manteniéndonos ocultos entre el boscaje y, al contrario que ellos, nosotros nos hallábamos lozanos y descansados. No habíamos dispuesto de mucho tiempo para prepararlo todo mas lo habíamos logrado con éxito.

Sigilosamente, rodeamos la cerca de cuerdas hasta su parte más oscura y alejada y la cruzamos por debajo, pasando casi a ras del suelo. La habían colocado a una altura de vara y media para que las mulas no se pudieran escapar aunque, con lo muy cansadas que estaban por el grande peso que habían cargado todo el día, las pobres no hubieran podido saltar la cerca ni aunque la hubieran colocado a un palmo.

Algunos animales se hallaban tumbados, bien para dormitar o reposar un rato como hacen las caballerías, o bien por rascarse y quitarse las pulgas frotándose contra el suelo. Otros dormían de pie, inmóviles, o pacían sosegadamente, entretanto las que ejercían de vigilantes de la manada se nos allegaron para olisquearnos y comprobar nuestras intenciones. Ése era el momento crucial, pues si las vigilantes nos percibían como una amenaza, comenzarían a rebuznar para alertar a las demás. Nos dejamos oler sin movernos y, por más, les dimos azúcar para ganárnoslas. Y lo logramos. De a poco, todas las exhaustas mulas se saciaron del azúcar que les dábamos y se alejaron para seguir paciendo, rascándose o durmiendo sin emitir ni un sonido. Los guardas negros permanecían profundamente dormidos y alguno de ellos incluso roncaba. El viento de la fortuna tornaba a soplarnos de popa.

Hice entonces señas con las manos para repartir a las cuadrillas por los lados del apilamiento de cajas. Portábamos hachas, picos, palas y los afilados cuchillos de pedernal del Nacom Nachancán pues, entretanto Carlos, Juanillo y Francisco habían partido a caballo el día anterior para reconocer perfectamente las primeras cuatro leguas del camino de Tlayacapan y para comprobar que valederamente se hallaba expedito como había asegurado Lorente, el arriero, Alonso y yo fuimos por las desperdigadas casas de Cuernavaca ofreciendo buenos dineros por todas las herramientas afiladas que nos quisieran vender ya que, según dijimos, precisábamos abrir el pozo del patio interior del palacio para abastecernos de agua. Compramos doce picos, quince palas y cinco hachas que fueron cuidadosamente afiladas por el Nacom y sus hijos.

En mi cuadrilla estaban Alonso y Francisco. Me determiné por abrir con el pico la primera de las cajas. Francisco dispuso una manta en el suelo y entre los tres la vaciamos en un santiamén colocando su contenido sobre la manta. Alonso, con la pala, rellenó la caja de tierra y, luego, tornamos a clavarla con suaves envites y mucho tiento para no hacer ruido. Como los clavos entraban en los mismos agujeros de los que tan cuidadosamente habían salido, no resultó difícil. Ejecutamos lo mismo con la siguiente caja y, luego, con otra más y, al acabar, Francisco hizo un hato con las puntas de la manta y se la llevó a rastras fuera del cercado, hasta el apartado lugar del bosque donde se hallaban ocultos nuestros caballos.

De igual modo iban obrando las otras cuadrillas. Algunas llevaban sacos en lugar de mantas, pues el día anterior había puesto a los marineros de la Gallarda y a don Bernardo y al señor Juan a vaciar todos los que hubiera en la cueva de la pirámide. Para el oficio que debíamos ejecutar precisábamos de todos nuestros hombres, incluso de los más viejos. Ninguno se iba a librar de doblar el espinazo y esforzarse como un tameme. Si luego les dolían los huesos, que descansaran cuando todo acabase.

Aunque trabajábamos raudamente, debíamos descargar cien y veinte cajas, dos por cada una de las sesenta mulas de la recua, y, luego, tornarlas a rellenar con tierra y piedras para igualar en lo posible el peso. Era mi deseo que no se descubriera el engaño hasta que hubieran arribado a Tultitlán o a Azcapotzalco pues, de ese modo, el virrey se hallaría cierto de estar en posesión del quinto hasta el último momento, hasta que le arribaran las malas noticias desde su encomienda al cabo de unos quince o veinte días, pues iba a presentarse en Cuernavaca a finales de esa misma semana con fray Alfonso y un buen puñado de oficiales reales de la más alta dignidad y no tenía yo en voluntad que las cosas se torcieran antes de tiempo pues había mucho en juego. Incluso un título de duquesa.

Trabajamos toda la noche sin descanso, desclavando, vaciando, rellenando, tornando a clavar y arrastrando los sacos y mantas hasta el bosque. A las dos de la madrugada, ya no podía con mi ánima. Ni yo ni ninguno. A las tres, cuando faltaba poco para que los ladrones principiaran a despertarse, la cuadrilla de Pedro el mestizo clavó la última caja y, tras disponerlas entre todos tal como las habíamos hallado, salimos del cercado. Del pastizal quedaba bien poco por la mucha tierra que habíamos removido y utilizado. Mas también eso lo había previsto.

—Chahalté —le dije al hijo del Nacom—. Los coyotes.

Chahalté había salido de caza el día anterior y había capturado un par de coyotes en las estribaciones de la sierra al norte de Cuernavaca. Los coyotes, para decir verdad, no iban a atacar a las mulas por no ser una de sus presas habituales ni una de sus comidas predilectas, aunque soltándolos entre ellas, las pobres se asustarían tanto y armarían tal escándalo y algarabía, corriendo desconcertadamente de un lado a otro del cercado, que los ladrones achacarían los estragos del pastizal a la locura de la recua. Por más, sería un bonito despertar para aquellos canallas y, así, se pondrían en marcha antes de lo previsto, dejándonos descansar pues bien nos lo habíamos ganado.

Los rebuznos desquiciados de las mulas, los gritos y maldiciones de los arrieros y los disparos de arcabuz contra los pobres coyotes me arrullaron como una canción de cuna entretanto me dormía entre los brazos de Alonso, apoyados los dos contra los duros fardos y hatos que, al despertar, tendríamos que llevar de vuelta a Cuernavaca. El burlador había sido burlado.

¿Qué demonios se me daba a mí de títulos, honores, palacios, negocios, reyes, virreyes y sandeces semejantes? Nada de eso me interesaba, para decir verdad. La vida era lo único importante. Vivirla y disfrutarla con aquellos a quienes amas y, por eso, cuando, allegándonos a Veracruz por el Camino Real, torné a ver la mar después de tanto tiempo, cuando torné a pisar la cubierta de mi Gallarda, y cuando vi la felicidad en los rostros de Alonso, Rodrigo, el señor Juan, Juanillo y Francisco, conocí que aquélla era mi vida y que ellos eran mi familia. Todo lo demás, sólo zarandajas y desperdicios.

Reunida de nuevo la dotación, los hombres se afanaban por las bodegas, las jarcias y los mástiles componiendo la nao para levar anclas y hacernos a la mar con rumbo hacia Santa Marta, nuestro hogar. Las obras de reconstrucción de la casa de mis padres, de la mancebía y de la tienda pública debían hallarse bastante adelantadas y era buen momento para regresar a Tierra Firme y establecerse allí. En verdad, yo nunca quise otra cosa. Claro que, de no haber acontecido todo del modo en que lo había hecho, no habría encontrado a Alonso y no me habría desposado nunca con él, ni habría conocido tampoco a Clara Peralta en Sevilla, ni al Nacom Nachancán en el Yucatán, ni a don Bernardo en Veracruz, ni a tantos otros. Bien estaba, pues, lo que bien acababa. Era el momento de hacer borrón y cuenta nueva. De tornar a principiar.

—Un maravedí si te vienes conmigo —dijo mi señor esposo, abrazándome por detrás.

—¡Sí que pagas poco por un servicio tan bueno! —me reí.

—¡Eh, duquesa, te requieren en el puerto! —gritó mi compadre Rodrigo saltando del planchón a la cubierta como si fuera un mozuelo. Desque habíamos regresado a la nao, estaba henchido de vigor y alegría.

—¿Quién?

—Tú ya sabes quién —repuso juntando los pulgares y los índices de las manos y colocándoselos alrededor de los ojos a modo de lentes para indicar que era don Bernardo quien me requería. En verdad era yo quien le había pedido que acudiera a la Gallarda por hablar con él y por ver si conseguía que pisara la cubierta antes de que zarpáramos. Deseaba que conociera nuestro hogar.

—¡Maldito y terco erudito del demonio! —exclamé—. ¿Sigue sin querer subir a bordo?

—Dice que le dan ansias y bascas.

—¡Si estamos fondeados en el puerto!

—¡A mí no me lo digas! —resopló Rodrigo desapareciendo por la escotilla de babor.

—¿Deseas que te acompañe? —me preguntó Alonso tomándome por la cintura.

—No, ya voy yo. Lo que le tengo que decir prefiero decírselo privadamente.

—Pues, ya que no has querido mi maravedí, comprobaré los bastimentos.

Le di un beso rápido en el carrillo y me encaminé hacia el planchón.

—Luego te lo pediré —le dije riendo.

Bajé a tierra a grandes zancadas saludando con la mano a don Bernardo, que me aguardaba en el muelle.

—Señora duquesa… —me saludó a su vez haciendo una reverencia.

—¡Y dale! ¿Cuántas veces más le habré de solicitar que deje de llamarme así? Hágame vuestra merced la gracia de tornar a llamarme por mi nombre.

—No me pidáis imposibles, mi señora. Sois lo que sois. Y sois la duquesa de Sanabria.

Le miré con resignación.

—Paseemos, don Bernardo. Debemos hablar —dije encaminándome hacia la plaza en la que se hallaba su casa. Hacía una hermosa mañana de enero, soleada y cálida, con una buena brisa y un cielo azul brillante y despejado. Todas las gentes con las que nos cruzábamos me saludaban al pasar. Todos me conocían y conocían el dichoso asunto de la conjura, de cuenta que no podía ir por las calles sin hallarme bajo la atenta mirada de marineros, vecinos, esclavos o mercaderes.

—He adoptado la determinación de entregaros el quinto del tesoro que le robamos al virrey —le solté de súbito, deseando ver el gesto de sorpresa de su rostro.

Don Bernardo se detuvo en mitad de la calle y las cejas le sobresalieron mucho por encima de los anteojos.

—¿Qué acabáis de decir, mi señora? —balbuceó.

—Que os entrego el millón de ducados que escondimos en Cuernavaca.

Boqueó como un pez fuera del agua mas no le salió ninguna palabra, sólo ruidos extraños y sin sentido. Se llevó la mano al corazón como si le doliera y se inclinó hacia el suelo. Me dio un susto de muerte. A lo peor había sido un poco brusca.

—¿Queréis un poco de agua, don Bernardo? —le pregunté, allegándome hasta él con inquietud.

—¡A casa! —susurró—. ¡Llevadme a casa!

Un negrito de hasta seis o siete años pasaba a tal punto junto a nosotros arrastrando una esportilla vacía.

—¡Muchacho! —le llamé—. ¡Te doy un ochavo [40] si acudes a la nao Gallarda en busca de un cirujano llamado Cornelius y le dices que vaya a la casa de don Bernardo!

El negrito me miró derechamente y sonrió abriendo mucho la boca. Le faltaban algunos dientes y otros le estaban saliendo.

—¡Sois la duquesa Martín Ojo de Plata!

¡Por vida de…!

—Sí, esa misma —le dije lanzándole el ochavo por el aire. El niño lo atrapó de buena gana—. ¡Corre!

—No preciso de los servicios de Cornelius —masculló don Bernardo, irguiendo el cuerpo y adoptando ese porte de grande dignidad que le hacía parecer un emperador mexica—. Ha sido por la impresión. Me hallo perfectamente.

—¿Estáis cierto, don Bernardo? —inquirí tomándole por el brazo y llevándole hacia el portal de su casa.

—Estoy cierto, mi señora. Es que no comprendo… ¿A qué, mi señora duquesa, me entregáis el quinto?

—Llamadme doña Catalina, os lo suplico.

—Ya os he avisado de que no debéis demandarme imposibles.

Suspiré con resignación. A veces deseaba tornar a ser sólo Martín. Era un nombre corto y fácil y me resultaba tan familiar que me emocionaba sólo con recordarlo y lo recordaba cada vez que alguien me llamaba duquesa (como había tomado por costumbre el majadero de Rodrigo), señora duquesa, mi señora duquesa, mi señora o la duquesa Martín Ojo de Plata, como acababa de hacer el niño.

—Entremos, don Bernardo —le dije llamando a la puerta de su casa para que Asunción nos abriera—. Dentro os daré las oportunas razones de mi determinación.

Asunción abrió y, al vernos a ambos, sonrió con grande felicidad.

—¡Mi señora duquesa! —exclamó franqueando por completo la puerta—. ¡Qué grande honor!

—La señora duquesa y yo debemos hablar privadamente, Asunción —le dijo don Bernardo cediéndome el paso.

—Iré a comprar carne y huevos —asintió ella tomando su mantilla y echándosela por los hombros—. Volveré para hacer la comida.

—Compra también vino, que no queda —le pidió el nahuatlato adentrándose en aquel salón abarrotado de libros y de cirios y vacío de muebles que tan bien recordaba yo de mi primera visita toda pringada con aquel ungüento rojo de los mayas. La luz de aquella hermosa mañana de enero se colaba con pujanza por el amplio ventanal.

Don Bernardo me ofreció una silla y él ocupó otra en el lado opuesto de la mesa, aunque antes sacó unos vasos de la cocina y vació en ellos, a partes iguales, los restos de una botella de vino.

—Bien, mi señora, ya estamos aquí. Dadme vuestras razones para entregarme el quinto.

Tomé aire despaciosamente, miré el cielo por la ventana y principié:

—La primera de ellas, don Bernardo, es que ese quinto pertenece a vuestra merced más que a nadie. Era del tesoro de vuestros antepasados Axayácatl y Moctezuma, los emperadores mexicas.

—Ya os dije que tengo cientos de familiares cercanos y lejanos con más derechos legítimos que yo por descender de los dichos emperadores por líneas masculinas y no, como es mi caso, por linaje de mujeres.

—Ésa es la segunda razón —le atajé—, pues yo, una mujer, doña Catalina Solís, os entrego la parte de vuestra herencia que os corresponde y si no es de vuestro agrado, os fastidiáis, pues no deseo discutir más sobre este asunto. Me produce una grande alegría que tengáis que aceptar de mí lo que legítimamente os pertenece.

—Ya os he dicho que tengo cientos de familiares con más derechos legítimos —porfió el muy terco.

—Y yo os doy, pues, la tercera razón: ninguno de esos tan cacareados familiares participó y ayudó tanto en la recuperación del tesoro como vuestra merced. No recuerdo que hubiera ninguno frente al retablo de la capilla del palacio de Cortés, ni frente al muro de cera de la pirámide o junto a los caños de agua que había que sellar para descubrir la cueva del tesoro. Tampoco recuerdo a ningún familiar vuestro abriendo cajas, vaciándolas y cargando sacos aquella noche en el camino de Tlayacapan ni ocultándolos después.

Don Bernardo, por fin, no pudo objetar nada.

—Aunque sí tenéis un familiar al que considero que deberíais si no entregar una parte, a lo menos hacerle un buen regalo.

—¿Quién? —preguntó, sorprendido.

—Vuestra madre, doña Bernardina Moctezuma, la anciana que vive en la ciudad de México y a la que acudisteis a visitar repetidamente durante nuestra estancia allí.

El nahuatlato sonrió.

—Sí, merece alguna de esas hermosas figuras de oro como la del ocelotl que me regalasteis.

—Buscad la más hermosa y entregádsela —asentí.

—Mas tanta riqueza no dejará de llamar la atención, señora duquesa —por desgracia, había hallado otra razón para objetar—. ¿Cómo podría justificar yo, un pobre nahuatlato, tal cantidad de caudales y, por más, vender piezas del tesoro sin que se acabe enterando el virrey?

—¡Vivís en Veracruz, don Bernardo! —le reproché—. Vendédselas a los viajeros, marineros y soldados que parten rumbo a España con las flotas. Allí alcanzarán unos grandes precios y aquí podríais obtener muy buenos tratos.

Tornó a callar por no disponer de ninguna pega que oponer al excelente consejo, aunque aún le quedaba una objeción que me vi venir derechamente.

—¿Y cómo pretendéis que saque el quinto de donde lo dejamos y que lo traiga hasta aquí? Ya soy viejo para ir haciendo viajes a Cuernavaca.

Entretanto los ladrones seguían su camino hacia la encomienda del virrey en Tultitlán, seguros de estar llevándose el tesoro en las cajas de las mulas, nosotros colgamos los sacos y los hatos de nuestros caballos y regresamos al palacio de Cortés. Tuvimos que hacer varios viajes pues nuestras monturas no eran ni mucho menos animales de carga y ni podían soportar tanto peso ni alcanzaban tampoco el número de la recua de mulas. Cuando por fin el quinto completo estuvo de regreso en el palacio, nos preguntamos cuál sería el mejor lugar para ocultarlo de la vista de los contadores, tesoreros, escribanos y factores del Tribunal de Cuentas y de la Real Audiencia que, en dos o tres días a lo sumo, llegarían a Cuernavaca en compañía del virrey y de fray Alfonso y los pequeños Lázaro y Telmo.

Durante la discusión, algo oculto en mi memoria pugnó por salir del olvido… Me esforcé por recordar entretanto los demás hablaban y me vino al entendimiento aquella exquisita figurilla de oro del ocelotl de ojos amarillos que le había regalado a don Bernardo la noche que descubrimos el tesoro. ¡Allí, allí donde hallé la figura había sentido una corriente de aire fresco! La entrada a la cueva de la pirámide desde el salto de agua —que, de seguro, los ladrones habían sellado a conciencia antes de irse— debía de hallarse en el lugar donde los menudos ojos amarillos centellearon con la luz de mi antorcha y llamaron mi atención.

Descubrimos el pasadizo exactamente en aquel lugar. Conociendo dónde buscar no resultó difícil hallar tierra removida detrás de unos fardos que habían dispuesto como salvaguarda. Con las palas retiramos la tierra y hallamos un viejo túnel escarbado probablemente antes de la llegada de los españoles y que los ladrones habían reforzado con puntales, vigas y travesaños para que no se les viniera encima. Lo recorrimos hasta el final y, aunque no nos determinamos a derribar la pared que lo clausuraba por el otro lado, conocimos por el sonido del agua que nos hallábamos justo detrás de la caída. Era el lugar perfecto para ocultar el quinto pues tenía un largo de casi un cuarto de legua, el ancho de tres personas puestas en regla y la altura de alguien tan alto como Juanillo, que rozaba el techo con el cabello. El quinto cabía allí cabalmente y sólo se requería tornar a cerrar la entrada de la cueva del tesoro disimulando la tierra removida mejor que los ladrones. Con eso, ningún contador o tesorero se apercibiría de nada. Y no lo hicieron.

—¿No tenéis ninguna solución que ofrecerme? —se envalentonó—. Os aseguro que soy demasiado mayor para viajar tanto a Cuernavaca y para andar abriendo y cerrando aquel dichoso pasadizo.

—¿Que no tengo una solución que ofreceros? —repliqué con orgullo—. Gaspar Yanga, don Bernardo. El rey Yanga es la solución. Ya visteis con cuánta amabilidad nos trató y como nos dejó a cuatro de sus mejores cimarrones para acompañarnos hasta el palacio de Cortés. Id a San Lorenzo de los Negros en compañía de Asunción, que disfrutará de tornar a ver al joven Antón, y llegad a un acuerdo con el rey Yanga y con su hijo, el joven Gaspar. San Lorenzo de los Negros no os queda tan lejos y, por más, los cimarrones harán muy raudamente el camino hasta Cuernavaca tantas veces como se lo solicitéis. Siempre y cuando, naturalmente, paguéis bien por sus servicios.

Don Bernardo, abrumado, bebió de un trago el vino que quedaba en su vaso y me miró derechamente.

—Como no cesa de repetir el señor duque —murmuró afectuosamente—, sois una dueña única y extraordinaria, mi señora duquesa.

—El señor duque tiene una boca muy grande —afirmé—, y, para decir verdad, me ama mucho. Como yo a él.

Eché la silla hacia atrás y me puse en pie.

—Zarpamos mañana al amanecer —añadí por último—. ¿Os halláis cierto de no cenar con nosotros esta noche en la nao? Quién sabe cuándo tornaremos a vernos, don Bernardo.

También él se puso en pie y me acompañó hasta la puerta.

—Mucho me gustaría, mi señora duquesa, mas me pongo muy enfermo si subo a una nao. Me entran ansias y bascas de inmediato.

—Considerad, don Bernardo, que la nao está fondeada junto al muelle, que no hay oleaje y que no se mueve en absoluto.

Unos golpes sonaron en la puerta.

—No hace falta que se mueva —dijo abriendo—. Sólo con figurarme que subo a bordo, ya me encuentro mal.

Cornelius Granmont, con su barba llena de lazos, nos miró a ambos con preocupación.

—¿Qué acontece, doña Catalina? Me han pedido que viniera pues don Bernardo se había puesto enfermo.

—Me alarmé sin necesidad, cirujano —le dije a Cornelius saliendo a la calle y colocándome a su lado—. Don Bernardo se halla perfectamente y debemos despedirnos de él.

El nahuatlato me hizo una elegante reverencia y me tendió su mano, solicitando la mía para acercársela cortésmente a los labios.

—Enviad nuevas alguna vez a través de los cimarrones —pidió con tristeza—. Siempre estaré esperando el regreso de Martín Ojo de Plata.

—De Catalina, hacedme la merced —supliqué por última vez.

—¡Lo que sea! —repuso don Bernardo imitando la voz y las maneras de Rodrigo.

Tomamos a reír muy de gana y, así, riendo, Cornelius y yo enfilamos hacia el puerto. Cornelius me había solicitado acompañarnos hasta Santa Marta y establecerse allí, y, extrañamente, lo mismo me habían pedido el Nacom y sus hijos.

—Deseamos seguir a vuestro servicio, doña Catalina, si os parece bien.

—¿Y no os complacería más que os dejáramos en el Yucatán, en algún punto donde pudierais estableceros con vuestros hijos y comenzar de nuevo? Yo os quedaría muy agradecida si aceptarais cincuenta mil maravedíes de plata en reconocimiento por lo mucho que nos habéis ayudado.

—No —me respondió el Nacom con una sonrisa—. Un maya no cambia su fidelidad por plata, mi señora, y mis hijos y yo os debemos la vida, de cuenta que deseamos serviros allá donde vayáis sin otra paga que la de aprovecharos en lo que preciséis.

Fray Alfonso, en cambio, se había determinado a establecerse en Cartagena de Indias, por haber allí buenos conventos de franciscanos y buenos colegios en los que Carlos, Lázaro y Telmo podrían estudiar y aprender un oficio. Ahora era un fraile bastante rico y acomodado aunque, como pertenecía a una orden que hacía virtud de la pobreza, tenía pensado dejarles los caudales a sus hijos y él seguir ganándose la vida confesando por las casas, como hacía en Sevilla. El señor Juan le ofreció que se fueran los cuatro a vivir con él pues de súbito descubrió que se iba a sentir muy solo cuando se separara de nosotros. Fray Alfonso aceptó y todos, incluso mi señor esposo y yo, quedamos muy satisfechos del acuerdo.

Así que, aquella noche, durante la cena en el comedor del maestre, y aun conociendo que nos quedaba una luenga derrota hasta Tierra Firme, cada uno declaró su alegría por la buena resolución de todos los acontecimientos y tanto corrió el vino que a más de uno le dio por llorar de emoción pensando en el día en que tuviéramos que separarnos. Por fortuna, a la mañana siguiente, los implicados no recordaban ninguna de las tonterías que habían dicho, aunque yo guardaba muchas de las de Rodrigo para utilizarlas a mi conveniencia cuando menos se lo esperara, sobre todo si terminaba matrimoniando con Melchora de los Reyes, la viuda de Rio de la Hacha.

Zarpamos de Veracruz promediando el mes de enero de mil y seiscientos y nueve y, tras hacer aguada en varios puntos y fondear en Cartagena para dejar a fray Alfonso, al señor Juan y a los tres hermanos de Alonso, arribamos a Santa Marta, el jueves que se contaban diez y nueve días del mes de febrero.

Las nuevas de lo acontecido en la Nueva España se habían extendido como la pólvora por Tierra Firme y cuando la Gallarda viró en torno a la pequeña isla del Morro y nos adentramos en la bahía de la Caldera recogiendo velas y orzando para poner la proa al viento, nos sorprendió la muchedumbre que nos aguardaba en el muelle. En esta ocasión no me pregunté sorprendida cómo era posible que conocieran nuestra llegada pues, tras lo visto en la Nueva España, al punto adiviné que mi hermano Sando era el responsable de aquello y, por más, advertí que él mismo y muchos de sus cimarrones se hallaban entre el gentío, aguardándonos. Mi corazón se encogió cuando vislumbré en el agua los tizones de la quilla y las cuadernas quemadas de la Chacona, la nao de mi señor padre en la que aprendí a marear y principié mi vida como Martín.

—¿Estás feliz de retornar a casa? —me preguntó mi señor esposo pasándome un brazo por la cintura y atrayéndome hacia él.

Me giré y le miré.

—Estoy feliz de retornar a casa contigo —le dije.

—¿Y te sentirás tranquila viviendo en la casa de madre y de tu señor padre?

—Aquella casa la quemaron —repuse mirando hacia el pueblo—. La casa que vamos a habitar juntos es nueva, aunque se halle en el mismo lugar y sea igual que la otra. Y sí, me sentiré tranquila. Muy tranquila. Deseo pasar un largo tiempo aquí y, luego, ya veremos si visitamos a Clara Peralta en Sevilla y a don Bernardo en Veracruz.

—¡Eh, duquesa! —me llamó Rodrigo—. ¿Se te olvida que eres el maestre de esta nao? ¡Queremos atracar y bajar a tierra!

Alonso y yo tomamos a reír.

—Debo cumplir con mis obligaciones —le dije a mi señor esposo, separándome de él.

—Pues ve, Martín Ojo de Plata.