Unos aterradores y crueles ojos de color amarillo nos tenían a la mira, quietos, fijos, felinos…
—Es un tigre —me susurró Alonso al oído—. No te muevas.
¡Un tigre! ¡Un tigre grande como uno de esos enormes mastines de batalla o de caza! Y no dejaba de contemplarnos con aquellos horribles ojos redondos y amarillos de párpados negros. Dicen que el miedo turba los sentidos y hace que ni se vea ni se oiga a derechas, mas yo veía con mi ojo más agudamente de lo que había visto nunca y oía con mis oídos hasta el menor resuello del peligroso animal. Alonso y yo, que hasta entonces paseábamos felices por las cercanías del lugar donde aquella jornada nos habíamos detenido para pasar la noche, nos hallábamos atrapados entre el cerrado boscaje de la selva y el furioso tigre. Toda la culpa de lo que nos estaba aconteciendo era solo nuestra, por andar siempre al acecho de momentos y lugares en los que estar a solas. Ahora, aquella espantosa bestia de pelo cobrizo con extrañas manchas negras por todo el cuerpo nos iba a destripar y a devorar pues, de cierto, podía dar cuenta de ambos con solo abalanzarse desde la roca en la que se apostaba.
El animal nos observaba sin moverse, tan sólo batiendo a un lado y a otro su bien poblada cola, quizá barruntando la mejor manera de atacarnos. El miedo me estrangulaba el corazón y no sólo por mí sino también por Alonso. Sin apercibirme, eché mano a mi espada. El tigre volteó raudamente la mira hacia mi brazo y abrió aterradoramente las fauces de una manera descomunal, mas no fueron aquellos colmillos como dagas los que me hicieron flaquear las piernas sino el terrible rugido que le salió del gollete, un rugido que retumbó por toda la selva y que sacudió como una maza los gigantescos troncos de los árboles. ¿Quién conoce, cuando se despierta, que aquél va a ser el día de su muerte?
—¡Voto a tal! —masculló enfadado mi señor esposo—. ¡Te he dicho que no te muevas!
—¡No tengo mis armas! —musité, con el ánima fuera del cuerpo. Iba contra mi voluntad morir tan a deshora pues, en verdad, ni había matado aún a todos los malditos Curvo ni había yogado con mi esposo y ésas eran dos buenas razones para que el tigre se fuera y nos dejara en paz aunque él no lo conociese.
Llevábamos tres fatigosas semanas de viaje atravesando selvas oscuras, ríos sin puentes, pasos de montaña, acantilados, precipicios, gargantas y desérticas tierras calientes. Conocimos así los secretos caminos de indios ignorados por los españoles que los cimarrones usaban para hacer volar las nuevas de una punta a otra del Nuevo Mundo, mas para nosotros, gentes de la mar, aquello era el infierno. No había horizonte y, las más de las noches, no había ni estrellas porque las ocultaba el follaje.
Como los indígenas no usaban ni carros ni animales de tiro sino que todas sus mercaderías las acarreaban los tamemes, hombres de grande fuerza que cargaban a la espalda pesados y enormes fardajes (y hasta personas) con la sola ayuda de una cuerda que sujetaban con una faja sobre la frente, sus dichos caminos no eran como los nuestros, no dándoseles nada de las pendientes, los recodos, los cantones y las vueltas pues ninguna carreta, caballo, burro o mula iba a marchar por allí. Los cimarrones que nos conducían, cuatro negros que nos había prestado el anciano rey Yanga, conociendo que a nuestras cabalgaduras les resultaría imposible de todo punto pasar por ciertos lugares, nos llevaron por otros que, aunque igual de arduos, a lo menos no nos obligaban a caminar durante toda la jornada bajando y subiendo cuestas con los animales de las riendas.
Por fortuna, tras abandonar San Lorenzo de los Negros, durante los diez días transcurridos entre el valle de Orizaba y la falda del volcán Popocatépetl, Alonso había recuperado casi todas sus fuerzas. Naturalmente, no le habría sido dado trabajar aún de esportillero o de tameme mas ya montaba desde el alba hasta el ocaso sin desmayarse, aliviando grandemente mi preocupación y la de su señor padre, quienes nos echábamos a temblar en cuanto pedía las angarillas.
El rey Yanga, un anciano flaco como una rama, todo hueso y pellejo arrugado, resultó un grande bienhechor y un cumplido anfitrión pues, sin preguntar nada ni demandar nada a trueco, se hizo cargo de los piratas ingleses y de los nobles sevillanos, proporcionándonos toda clase de excelentes bastimentos para el viaje.
A su buen recaudo dejamos, pues, a los ahora apocados y aterrados aristócratas, tras haberme visto obligada, con una bondadosa amenaza de sacrificio maya, a forzar a don Diego de Arana, marqués de Sienes, para que redactara una misiva dirigida a don Miguel López de Pinedo, el suegro de Arias Curvo, en la cual le refería las falsas nuevas de que habían arribado con bien a la Nueva España, al puerto de Veracruz, y que portaban con ellos, y a salvo, el mapa del marqués don Pedro; que su tardanza era debida a unas grandísimas tormentas que les habían obligado a refugiarse en la isla de Tobago durante algunas semanas y que, por un extraordinario azar del destino, en la dicha isla habían encontrado a un viejo azteca que conocía un poco los dibujos de la lengua de sus antepasados, el cual, por algunos maravedíes de plata, les había leído ciertos trozos del mapa, asegurándoles firmemente que el documento hablaba de un palacio ubicado en un lugar llamado Cuauhnáhuac, Cuernavaca, y, para demostrarlo, obligué a don Diego a dibujar la figura del árbol con tres ramas, raíces y una boca parlanchina que representaba a Cuauhnáhuac en náhuatl, por si don Miguel López de Pinedo deseaba comprobarlo. Para terminar con la misiva, don Diego le decía a don Miguel que ellos cinco habían acordado dirigirse derechamente a Cuernavaca desde Veracruz pues, por el retraso del viaje desde España, ya se había perdido demasiado tiempo; que viajarían por el camino de Orizaba y que en la propia Cuernavaca, realizando averiguaciones, aguardarían su llegada y la de don Arias Curvo. Hice que inscribiera la misiva con la fecha de aquel mismo día, viernes que se contaba veinte y cuatro del mes de octubre, de manera que, cuando yo la enviara desde Cuernavaca como si lo hubieran hecho desde Veracruz, todos las piezas de mi artificio final ligaran perfectamente.
El maldito tigre, sin dejar de batir la luenga cola, oyó algo y giró prestamente la cabeza hacia la diestra mas, por no haber nada a la vista, tornó a fijar los ojos amarillos en nosotros.
—¡Tengo una daga en el cinto! —me susurró Alonso, alzando muy despaciosamente el brazo para tratar de cubrirme de la mira del tigre. Si lo que pretendía con eso era salvarme, estaba lista.
—¡Pues empúñala o déjamela a mí! —repliqué, temiendo que el valor de mi desmejorado esportillero, novicio en armas, no fuera suficiente.
La fiera, de espantable y fea catadura, abrió nuevamente las fauces aunque esta vez para bostezar y sacar casi dos palmos de lengua. No nos separaban de ella más de cuatro o cinco varas, de cuenta que, a no mucho tardar, me alcanzó su fétido aliento causándome una grande repugnancia. Hedía a animales muertos.
—¡Alonso —porfié—, entrégame la daga!
Todo aconteció tan presto que no hubo tiempo para discutir. El tigre, afectando un ademán como de desperezarse, tomó impulso con sus patas traseras y, estirándose, brincó sobre nosotros antes de que advirtiéramos que había principiado el ataque. Me vuelve a la memoria verlo suspendido en el aire, cayendo sobre nosotros; oigo de nuevo mi grito y la exclamación de Alonso; siento aún en las costillas el dolor de un codazo que me aparta bruscamente y, luego, el golpe seco de los cuerpos del animal y de Alonso topando contra el suelo.
De alguna extraña manera, mi débil esposo había logrado sacar y alzar la daga lo suficiente para que el tigre se la clavara en el pecho con el peso de su propio salto. El animal, en el suelo, no se movía aunque resollaba. Todas mis ropas estaban manchadas con su sangre, ya que la herida infligida por la daga había hecho manar una rabiosa fuente roja de la fiera.
—¡Alonso! —chillé, abalanzándome sobre él. Yacía tumbado boca arriba, aplastado por el cuerpo del tigre.
—Estoy bien, estoy bien… —murmuró sin aliento—, mas no tengo fuerzas para quitarme a esta bestia de encima.
—La bestia aún vive, aunque agoniza.
—Entonces, aléjate —me suplicó, mirándome con esos bellos ojos zarcos que eran mi alegría y mi razón para vivir.
—No voy a dejarte así —le dije, acariciándole el rostro y arreglándole el cabello. De cierto que, si el animal se revolvía, no me sería dado contarlo aunque tampoco podía abandonar allí, con la fiera aún viva, a quien más amaba en el mundo.
—¡Un ocelotl! —exclamó una voz llena de entusiasmo a mi espalda—. ¡Un magnífico ejemplar de ocelotl!
Al girarme hacia la voz, me hallé de súbito enfrentada a los rostros de Rodrigo, el señor Juan, fray Alfonso, Zihil, Carlos Méndez con Telmo y Lázaro, Juanillo, Francisco, Cornelius Granmont, el Nacom Nachancán, su hijo Chahalté y don Bernardo Ramírez, que era quien lanzaba voces de admiración por el magnífico ejemplar de… lo que fuera. Un tigre. Por más, tras ellos se advertían las cabezas de los cimarrones de San Lorenzo de los Negros y las de los cinco o seis hombres de la tripulación de la Gallarda que se habían determinado a acompañarnos pues, habiéndoseles dado a elegir, algunos prefirieron quedarse en el manantial y otros en el palenque, a la espera de nuestro regreso.
En resolución, todos los mentados se hallaban cerca del lugar cuando el tigre nos atacó y, según afirmaron luego, fue mi grito lo que, a la sazón, los atrajo hasta allí después de escuchar el rugido del ocelotl.
—¿Pues no es un tigre? —preguntó Rodrigo allegándose hasta la fiera.
—¿Acaso tiene el cuero a rayas? —objetó don Bernardo señalando las manchas redondeadas.
—Recibiríamos una muy grande merced si alguien nos socorriera —dije yo, principiando a enfadarme.
—No sé cómo pretendes que os socorramos —repuso Rodrigo, desenvainando—, si no acabo antes con este gato.
—¡Tiento, compadre Rodrigo, que me coses al suelo! —exclamó mi señor esposo con preocupación.
—Debería obrarlo —afirmó Rodrigo, tomando a reír muy de gana y atravesando al animal por uno de sus ojos. La fiera soltó un estertor y dejó de resollar—, mas me guardaré las ganas para otra mejor ocasión.
Muerto el perro se acabó la rabia y, así, el resto de los bravos y valientes que no se habían atrevido a salir de detrás de los árboles aprovecharon para allegarse y mirar de cerca al extraño animal entretanto Rodrigo, don Bernardo, Juanillo y Chahalté lo alzaban y liberaban a Alonso de su carga. Éste, con mi ayuda y la de su hermano Carlos, se puso en pie esforzadamente y, una vez erguido, me echó los brazos a la cintura y la espalda y me estrechó con fuerza. No fui capaz de devolverle ni el abrazo ni los muchos besos que me dio pues no lograba ignorar las chocarreras miradas ni las sonrisillas furtivas del impertinente público.
Rodrigo seguía intrigado por la fiera muerta.
—¿Y cuál es —le preguntó a don Bernardo— la razón de que, pareciendo un tigre, no tenga rayas en el cuero sino esa suerte de flores negras?
Don Bernardo, con los anteojos calados, observaba atentamente las partes del cuerpo del animal.
—Ya os lo dije, señor —respondió el sabio—, porque es un ocelotl. En estas tierras no hay tigres. Los españoles los llaman así por asemejarse a los de África que han visto llevar en carros a la corte para diversión de los monarcas. Los aztecas los llamaban ocelotls y el resto del Nuevo Mundo los conoce como yaguás o jaguares [32] —se alzó en toda su grande estatura y miró en derredor buscando a Alonso, a quien halló a mi lado—. Vos, señor —le dijo gravemente a mi esposo—, hubierais recibido grandes honores y recompensas por vuestra hazaña en el antiguo imperio mexica. El hombre que cazaba un ocelotl era tenido en mucho y se le consideraba un caballero, de cuenta que, desde hoy, os llamaré don Alonso si os parece bien.
—Sólo soy un esportillero del Arenal de Sevilla —se disculpó mi señor esposo—. No me corresponde dicho tratamiento.
—Sí te corresponde —le dije, mirándolo—. Por tu matrimonio con don Martín Nevares, hidalgo español.
Dos días después, allegándonos por fin al pueblo de Cuernavaca, aún perecíamos de risa rememorando la chanza del matrimonio de don Alonso con don Martín Ojo de Plata. Y, por más de reír tan de gana, vimos por todas partes muy grandes plantaciones de caña dulce así como ingenios azucareros [33] de los que surgían enormes y sucias humaredas. Muchas gentes trabajaban en los cañamelares, en especial negros esclavos. Don Bernardo nos refirió que la caña de azúcar había sido traída por don Hernán Cortés a la Nueva España, que él había sido el primero en cultivarla y precisamente lo obró en aquellas tierras por las que estábamos pasando.
—Muy buen negocio el azúcar —concluyó componiendo en derredor de sus orejas los cordeles que le asían los anteojos—. Hace ricos a todos los cultivadores.
Promediaba el día miércoles que se contaban doce del mes de noviembre cuando pusimos la vista en las primeras y apartadas casas de Cuernavaca, levantadas entre incontables cerros y barrancas profundas como cuevas, de hasta ocho o diez estados [34] de hondura y por las que discurrían, al fondo, grandes corrientes de agua. A menos de media legua, se divisaba, al fin, una grande y majestuosa fortaleza castellana fuertemente amurallada que no podía ser otra cosa que el palacio de don Hernán Cortés.
Por más de las casas y del palacio, repartidas por aquí, por allá y por acullá, se veían ermitas, capillas y hasta una iglesia, algunas de ellas abiertas aunque la mayoría cerradas y abandonadas. Hallamos también un convento franciscano en el que no quedaba ni un fraile, para tristeza de mi señor suegro, que se determinó a tomar cartas en el asunto en cuanto acabáramos con el oficio del virrey.
Llegados a un punto, los caballos no pudieron seguir adelante pues los dos puentes de madera que permitían la entrada al pueblo por donde nosotros habíamos arribado se hallaban quebrados. Nos dirigimos, pues, hacia el norte, hacia la sierra, para buscar otra entrada, viéndonos así obligados a rodear más de legua y media hasta dar con un paso y, luego, retornar hacia Cuernavaca, de cuenta que por esta razón se nos vino la noche encima. Antes de que oscureciera pudimos advertir en una de las barrancas una caída de agua de hasta veinte estados, colmada de selva en sus paredes y con bandadas de pájaros volando en su interior. El aire que salía de ella era deliciosamente fresco, de una frescura impregnada de aromas de laurel y pimienta, condimentos que yo había probado en Sevilla cuando era doña Catalina Solís, la rica dueña del palacio Sanabria (palacio que, de discurrir cabalmente las cosas, recuperaría con todas las de la ley).
Proseguimos nuestro camino adentrándonos en la aldehuela, cruzando una muy grande barranca por un acueducto de piedra de catadura tan española como la de la fortaleza. Como no hallamos a nadie en todo el camino no pudimos solicitar acomodo, de cuenta que nos aposentamos en una huerta desatendida cercana al palacio, ya que hubiera sido inútil allegarnos esa noche hasta él con la escasa luz que quedaba. Había numerosas casas abandonadas y en muy mal estado, evidenciando que nadie las habitaba desde muchos años atrás. Con todo, aunque los Cortés no podían retornar a la Nueva España por orden real, ¿no resultaba insensato desatender así unas tierras tan fértiles y productivas? Por lo que llegamos a conocer llamando a algunas puertas, sólo unos pocos indios y algunos negros residían en Cuernavaca, cultivando sus propios alimentos a la espera de que el lejano marqués del Valle se determinara a regresar o, a lo menos, a enviarles un capataz que se hiciera cargo del señorío y de la hacienda. Ninguno se alarmó por nuestra presencia ni se entremetió en nuestros asuntos. Una grande comitiva como la nuestra hubiera preocupado en cualquier otra población en la que hubiéramos entrado, mas en Cuauhnáhuac, en la Cuernavaca de don Hernán Cortés, todo tenía el aire de estarse desmoronando sin que a nadie le importara un ardite.
Hicimos noche en la mentada huerta y, al alba, partimos hacia el palacio con los caballos y las mulas de las riendas. Los altos y fuertes muros almenados, con torreones en sus extremos, se hallaban exactamente delante de nosotros, a no más ni tampoco menos de cien varas, en la otra punta de una senda entre árboles. Con las primeras luces del día, aquellos gruesos muros de piedra parecían infranqueables y, por más, pasamos sobre los restos cegados de lo que, en sus tiempos, debió de ser un enorme foso que rodeaba por completo la fortaleza. O don Hernán temía mucho los improbables ataques de los mexicas o deseaba proteger algo muy valioso. El grande portalón de la fortaleza, cerrado a cal y canto, sucio y con la madera agrietada, detuvo nuestro avance.
—¿Cómo entraremos? —preguntó el señor Juan.
Ninguno habló. Mi compadre Rodrigo, seguido mansamente por su caballo, se allegó hasta las aldabas de bronce de cada una de las hojas y las sacudió con todas sus fuerzas.
—¡Ceden! —anunció, al cabo, sin volverse—. Las tablas están podridas. Ayudadme. Sólo precisamos propinarles unos cuantos empellones.
Francisco, los Méndez mayores, los negros del palenque y los hombres de la Gallarda acudieron prestamente en su auxilio y yo, entretanto, avizoré el muro a diestra y siniestra, quedando impresionada por su largura y por el tamaño que debía de tener la propiedad.
Un crujido formidable nos dijo que la cerradura de hierro había partido por dentro las tablas de madera del portalón. Rodrigo y los otros empujaron las hojas hacia dentro con grande estrépito, obligándolas a abrirse apartando la cuantiosa maleza que las estorbaba. Los muchos años de abandono habían convertido aquel hermoso y amplio patio de armas en un campo tan descuidado y sucio como la huerta en la que habíamos pasado la noche. Habían crecido plantas e incluso árboles y también se habían secado, muerto y podrido. Las alimañas campaban a sus anchas y escaparon en desbandada al vernos entrar.
Como el portalón y la fachada del palacio estaban orientados hacia el poniente, el sol se iba alzando desde detrás del edificio, envolviéndolo con una luz prodigiosa. La fortaleza la formaban dos macizos cuerpos de dos plantas, uno al norte y otro al sur, unidos por unas hermosas galerías abiertas y decoradas con arcos. Toda la parte superior ostentaba, como el muro, puntiagudas almenas, y las ventanas no eran tales sino troneras.
—Criticaría con envidia tanta riqueza y arrogancia —dijo Rodrigo—, si no fuera porque yo también soy rico.
Alonso, los Méndez, el señor Juan, Juanillo y yo sonreímos, pues se nos alcanzaba la verdad de las palabras de Rodrigo mas el resto le miró sin comprender, dado que su figura era cabalmente la de un modesto y tosco hombre de la mar.
—¿Vos rico, señor? —se extrañó don Bernardo, incrédulo.
—Mucho —respondió Rodrigo sin apercibirse de los recelos del nahuatlato—. Y algún día, me haré levantar un castillo como éste, igual en todo. O quizá dos, uno en Santa Marta y otro en Rio de la Hacha.
Don Bernardo me miró y yo asentí, confirmando lo que decía Rodrigo. El sabio cegato alzó las cejas por encima del borde de sus anteojos de madera y, luego, alzó igualmente los hombros en un gesto de resignada incomprensión.
Como no tenía sentido entretenernos en el patio de armas cuando era la capilla lo que buscábamos, nos allegamos hasta la puerta del palacio y allí, tras atar las caballerías a las aldabas que, para tal efecto, había en las paredes del pórtico, franqueamos la entrada usando las mismas mañas que con el portalón del muro y, al punto, nos hallamos en el silencioso y oscuro interior del palacio de don Hernán Cortés.
—Abrid todas las puertas y los postigos —pedí—. Nos ahogaremos si no dejamos entrar aire limpio y luz de sol.
Hedía horriblemente a casa cerrada, a humedad vieja, a herrumbre. Las paredes que no estaban ornamentadas con descoloridos tapices flamencos o ajados guadamecíes cordobeses lucían grandes desperfectos y trozos del artesonado del techo de aquel grande vestíbulo se hallaban bajo las suelas de nuestras botas. En cuanto los hombres hubieron cumplido mi orden, una agradable brisa circuló de un lado a otro llevándose el aire rancio. Frente a la puerta de entrada había otra que daba a una nueva galería con arcos en la parte trasera de la casa, mucho más grande que la de la fachada y que tenía unas maravillosas vistas sobre un inmenso valle, distinguiéndose, al fondo, las altas cumbres de los volcanes Popocatépetl e Iztaccíhuatl, como indicaba el mapa.
—¿Comprobamos también el piso superior? —me preguntó uno de los marineros de la Gallarda.
—¡Comprobad lo que deseéis mas halladme la maldita capilla! —exclamé. Aquel palacio me ponía nerviosa. Había algo malvado allí, entre esas paredes de mampuesto. Yo no creía en espíritus ni en demonios, así que lo que sentía no tenía razón de ser, mas, como si aquellas paredes sólo hubieran alojado a gente ruin, rezumaban dolor, pena y malicia.
El palacio tenía muy pocos muebles para ser un lugar de tanto lujo. Quizá se los llevaron los Cortés cuando los desterraron a España.
—¿Conocíais, doña Catalina, que aquí nació vuestro tocayo don Martín Cortés, segundo marqués del Valle? —me preguntó don Bernardo, sorprendiéndome.
—¿El que quiso ser rey de la Nueva España y no perdió la cabeza por milagro? —repuse, deambulando despaciosamente con él por las salas contiguas al vestíbulo entretanto los hombres iban y venían arriba y abajo de la casa buscando la maldita capilla. Al punto, un silencioso señor Juan se nos unió en el paseo así como también un fraile franciscano que, por mayores señas, era mi señor suegro. A los tres yucatanenses no los vi por ningún lado. Quizá se habían quedado en el patio. Nunca deseaban molestar o incomodar sino sólo estar ahí cuando yo los necesitara.
—El mismo que no perdió la cabeza por milagro, en efecto. Pues sí, aquí nació el mismísimo don Martín Cortés y Zúñiga, uno de los once hijos reconocidos que tuvo don Hernán, aunque engendró muchísimos más con centenares de mujeres. Don Martín fue el primer varón legítimo, habido con su segunda esposa, doña Juana de Zúñiga.
—¿La segunda? —me apené—. ¿Se le murió la primera sin darle herederos?
—Bueno, la pobre no tuvo ocasión ya que don Hernán la mató para poder matrimoniar mejor.
Mi rostro mostró todo el horror que me producían sus palabras.
—¿Estáis diciendo que don Hernán Cortés, el grande conquistador, mató a su primera esposa? —porfié con la voz tan afilada como un cuchillo.
—Se llamaba Catalina Juárez —principió a relatar don Bernardo, ajeno a mi espanto— y era una dueña sin bienes ni fortuna. Por matrimoniar con ella en Cuba en mil y quinientos y quince, don Hernán obtuvo grandes beneficios del gobernador de la isla, don Diego Velázquez, que tenía por enamorada a una hermana de Catalina. Él partió para descubrir nuevas tierras y la olvidó, hasta que, una vez tomada México-Tenochtitlán, ella se presentó aquí con toda su parentela. Como os he dicho, don Hernán era muy mujeriego y, por más, ya no consideraba a Catalina Juárez digna de su nueva condición de conquistador de la Nueva España. La relación del matrimonio fue mala durante algún tiempo y se dice que don Hernán maltrataba a su esposa aunque, claro, estas cosas son frecuentes y privadas, de modo que no cuentan.
—¿Cómo que no cuentan? —me indigné.
—Lo cierto es que, una noche de mil y quinientos y veinte y dos —prosiguió él, despreocupado—, después de una terrible discusión durante la cena, el futuro marqués del Valle llamó a gritos a los criados diciendo que su señora esposa se hallaba enferma. Cuando los criados llegaron, Catalina Juárez, en realidad, estaba ya muerta, con cardenales en el cuello, los ojos saltados y los labios negros, como los estrangulados. Don Hernán ordenó que presto la metieran en el ataúd y que lo clavaran, no permitiendo que nadie viera el cuerpo antes de enterrarlo, como se le solicitó por correr ya muchos rumores de que la había matado. Luego, en España, matrimonió con doña Juana de Zúñiga, hija del conde de Aguilar y sobrina del duque de Béjar.
—¡Por todos los demonios del infierno! —exclamé grandemente enfadada—. ¿Y la justicia no obró nada?
Don Bernardo me miró de hito en hito, como si no se le alcanzara la razón de mi disgusto.
—¿Qué iba a obrar? Era don Hernán Cortés. El asunto se tapó y listo. Por más, del mismísimo virrey al que vuestra merced dice servir, don Luis de Velasco el joven, se conoce en todo el virreinato que, por apropiarse de las fortunas de su esposa, doña María de Ircío, y de su suegra, la viuda doña María de Mendoza, llegó a golpearlas repetidamente incluso con candelabros, amenazándolas de muerte. El asunto llegó al Real y Supremo Consejo de Indias pues doña María de Mendoza escribió cartas pidiendo auxilio al rey Felipe el Segundo y al Papa de Roma.
—¿Y nadie obró nada? —grité.
—Sí —añadió don Bernardo, jocoso—. Años después le nombraron virrey de la Nueva España y ahora vuestra merced se encuentra en este palacio para ejecutar lo que él os solicitó.
Una vez, hacía ya mucho tiempo, casi en otra vida, mi hermano Sando me había dicho: «Salva a tu padre, Martín. La justicia del rey no es buena. Es mala. No confíes en nadie». ¡Pobres Catalina Juárez, doña María de Ircío, doña María de Mendoza y tantas otras como ellas!
—¡La capilla! —exclamó a voces mi señor esposo entrando en la sala en la que nos hallábamos—. ¡Hemos encontrado la capilla!
Le miré con rencor y me encaminé hacia él apuntándole entre los ojos con un dedo amenazador.
—No se te ocurra jamás ponerme la mano encima —le solté, furiosa, saliendo luego por la puerta por la que él había entrado.
Hubo un silencio y, de seguido, le oí decir:
—¿A qué viene esto? ¡Si no pienso en otra cosa desde el día de nuestra boda!
Cruzando a raudos pasos una breve galería que discurría junto a un patio interior, arribé a una sala grande partida en dos por medio muro en el que había una chimenea que váyase a saber para qué aprovecharía en aquel lugar. Salvando el muro, se hallaba la capilla.
Era una capilla normal y corriente, de las que hay en todos los palacios de gentes acomodadas. En el mío de Sevilla también había una, aunque nunca la visité más que durante las obras. Esta de los Cortés ocupaba la esquina sudeste del edificio; en la pared este se hallaba una grande representación del Descendimiento de Cristo y, justo debajo, un altar de madera tallada sobre el que descansaban algunas cruces muy sucias y de poco valor. A un lado, pegado también a la pared este, un atril de hierro de larga columna torneada sostenido por cuatro patitas y, delante del altar y del atril, un amplio reclinatorio tapizado con un mustio y desgastado terciopelo rojo. Luego, tres filas de bancos de madera oscura con brazos en sus extremos y, junto a mí, en la entrada, una pila bautismal de piedra con forma de copa apoyada en una columna también de piedra. En la pared sur, frente a la pila, un confesonario de sillón o, por mejor decir, un sillón de madera hermosamente tallada con el marco de una ventana clavado en su brazo diestro y atravesado por listoncillos para separar al pecador del confesor. Un par de troneras dejaban entrar la luz del día desde lo alto de las paredes.
Al punto, me vi rodeada por todos mis hombres y al decir mis hombres me refiero a los de mi pequeña familia y a don Bernardo pues los otros, los del palenque de Yanga y los de la Gallarda, se quedaron en el patio, descansando y esperando. De modo que fueron mis hombres, los míos, quienes no sólo me rodearon sino que me empujaron, me avasallaron y me sobrepasaron pues, por más de mirar, lo que en verdad deseaban era tocar y así, en menos de lo que se tarda en decir amén, la pobre capilla se había llenado de bárbaros infieles (salvo mi señor suegro, fray Alfonso, que todo hay que decirlo), unos bárbaros infieles que alzaban cruces, movían bancos, se pasaban de uno a otro el atril de hierro, cortaban terciopelos con cuchillos, palpaban por todos lados la pila bautismal de piedra y se sentaban en el desvencijado confesonario. Incluso Telmo y Lázaro, aprovechando su pequeña estatura, golpeaban con los puños los paneles del altar y me dije que, de seguro, eran los que más atinaban pues, de las tres palabras náhuatl que el propio don Bernardo había traducido —tabla, cera y año—, la primera era tabla y tablas eran las que conformaban el altar.
Siguiendo mi propio y sosegado razonamiento, me dije que cera allí no la había, pues no se veían ni cirios ni velas y que año tampoco pues ¿qué significaba «año» y qué había allí que pudiera relacionársele? Tablas sí que las había, y muchas. En una iglesia o una capilla los objetos de madera abundaban aunque allí ninguno parecía ser la puerta hacia las salas inferiores de la pirámide tlahuica salvo el altar, que al punto parecióme el lugar perfecto en el que indagar. Sin embargo, no fue el caso ya que, cuando me allegaba atravesando la turba de aquellos descarriados salvajes, mi señor suegro y sus tres hijos menores alzaron el altar en el aire y lo dejaron en el lugar que antes ocupaban los bancos, no hallándose nada ni en el suelo ni en la pared.
—Precisaba asegurarme —me dijo fray Alfonso, confundiendo mi gesto de fastidio— de que esta capilla había sido desacralizada y de que se habían quitado las reliquias de debajo del altar. De no ser así, estaríamos todos cometiendo un grave pecado mortal.
Más vale tarde que nunca para cerciorarse de no estar condenado, me dije. Con todo, la distracción de mi señor suegro no me alejó del presbiterio. Debo admitir que no fui la primera en advertirlo. Cuando me apercibí del juego y comprendí el significado de la primera palabra de don Hernán Cortés, don Bernardo ya se había quedado mirando derechamente la grande representación del Descendimiento de Cristo que antes quedaba sobre el altar y que ahora ocupaba a solas la pared este de la capilla.
—El Descendimiento de Jesucristo de la Cruz —me dijo don Bernardo sin mirarme derechamente.
—Y pintado sobre una tabla —repuse yo para adelantarme.
—Descendimiento, temolistli, y tabla, uapali, la primera de las tres palabras náhuatl que no comprendí.
—Sí la comprendió, don Bernardo —le encomié para consolarle de su vergüenza e indignación de aquel día en Veracruz—. Si lo que ambos nos barruntamos es cierto, vuestra merced no erró en la traducción.
—Comprobémoslo —dijo orgulloso.
—¿Dónde están los Méndez? —pregunté volviéndome hacia los bárbaros—. ¡Retornad el altar a su sitio!
—¿Para qué? —preguntó desde la pila bautismal mi señor esposo.
—Para usarlo como estribo —respondí, obteniendo la atención de todos, que abandonaron los dislates que obraban para adelantarse hasta nosotros.
El altar tornó a su sitio en la pared de la capilla, y yo, de un brinco, me subí. Como en otras ocasiones, se me vino al entendimiento que lo bueno de los calzones y las botas de Martín era que se podían ejecutar toda suerte de movimientos sin problemas, cosa que con las enaguas y las sayas de Catalina resultaba imposible. Con las manos tanteé el borde de la tabla y, enganchando los dedos, tiré de ella hacia mí. Por fortuna, me fue dado agarrarme fuertemente pues, como una puerta, la tabla giró sobre sus goznes y se abrió, empujándome. Unas manos fuertes me sujetaron por las piernas y, luego, cuando la tabla me tiraba ya fuera del altar, me atraparon por la cintura y me auxiliaron para bajar hasta el suelo.
—¿Estás bien? —me preguntó Alonso al oído pues, a la sazón, los bárbaros estaban gritando de asombro y excitación por el descubrimiento y nadie se fijaba en nosotros. Volví la cabeza y el olor de su aliento me desasosegó grandemente, azogándome el cuerpo.
—Estoy bien —murmuré sin nada más en el entendimiento que el deseo de besarle.
—¡Martín, hermano! —exclamó a grandes voces mi compadre Rodrigo propinándome un cariñoso mojicón de los suyos y arrancándome de mi ensoñación de amor—. ¡Has hallado la entrada a la pirámide!
—Ha sido don Bernardo —objeté, retornando con dolor al mundo real—. Él se apercibió primero de que la tabla era la entrada.
Sólo entonces puse la mira en la gran oquedad negra que había quedado al descubierto al abrir la puerta-tabla. Una vaharada desagradable me llegó a la nariz, trayéndome de súbito a la memoria el olor de los ranchos de la Cárcel Real de Sevilla. Mi señor esposo hizo un gesto de asco.
—¡Apesta como la Cárcel Real de Sevilla! —exclamó.
Me quedé mirándolo derechamente.
—Nunca me has contado la razón por la que estuviste preso en la cárcel donde murió mi señor padre —le dije.
Él tomó a reír muy de gana entretanto me empujaba de nuevo hacia el altar. Juanillo y Carlos Méndez ya estaban allá arriba, colándose por el agujero negro. El señor Juan les detuvo con un grito:
—¡Eh, vosotros dos! Salid de ahí ahora mismo y esperad a que traigamos hachas para iluminar el interior.
—¡Yo voy! —exclamó mi fiel Francisco, tan diligente como siempre.
—¡Juanillo, ayúdale! —ordenó Rodrigo, y Juanillo, como una liebre asustada, corrió tanto que adelantó a Francisco.
—Carlos, Lázaro y Telmo —dijo mi señor suegro—. Id con ellos. Traed cuantas más hachas mejor.
Cornelius Granmont se me allegó apocadamente, ajustándose con alteración los lazos verdes.
—Maestre, ¿también yo debo seguiros allá abajo? Preferiría esperaros aquí, con los otros hombres y los yucatanenses.
—Haced como deseéis, Cornelius, mas me agradaría mucho que nos acompañarais por si aconteciera algún incidente en el que resultarais preciso. No conocemos con lo que vamos a toparnos.
El rostro se le demudó mas no añadió palabra, limitándose a asentir con la cabeza y a retirarse hacia el fondo de la capilla.
Me encaminé luego hacia el patio interior en el que aguardaba el resto de los hombres y, desde uno de los arcos de la galería, les dije:
—Hemos hallado lo que vinimos a buscar —ellos soltaron exclamaciones de satisfacción—. Lo malo es que debemos entrar en unos sótanos en los que podemos correr algún peligro, de modo que os ruego que montéis turnos de guardia en la capilla por si precisáramos de vuestro auxilio.
—Como mandéis, maestre —confirmó uno.
De seguido, atravesé las salas y los cuartos y salí al patio de armas. Con la mirada busqué, y hallé, a mis tres yucatanenses sentados juntos en el suelo, al sol, cerca de los caballos. Al verme, los tres se pusieron en pie.
—Nacom —dije—, hemos hallado lo que buscábamos.
—¡Albricias, don Martín! —repuso él—. Nos congratulamos mucho por vuestra merced.
—Bueno, no os alegréis tanto, pues ahora debemos colarnos por una extraña puerta en una pared y descender hasta las entrañas de una antigua pirámide tlahuica.
Los rostros del Nacom, de Zihil y de Chahalté se demudaron tanto que me alarmé en grado sumo.
—¿Qué sucede?
—¿A qué dios estaba dedicado este templo? —me preguntó el Nacom.
—A ninguno —repuse, y sus gestos se apaciguaron—, era un centro de recaudación de tributos.
—Bien, en ese caso, no cometéis afrenta y nadie será castigado —afirmó el Nacom, con voz tranquila.
Los dejé nuevamente sentados al sol, hablando entre ellos en su lengua maya, y torné a la capilla. El frescor de la casa resultaba muy grato al entrar ahora que, al fin, el aire no hedía a cerrado.
Un muy grande número de viejas hachas descansaban en el suelo del presbiterio.
—¿Dónde estabas? —me preguntó, enfadado, mi compadre Rodrigo. La paciencia no era una de sus escasas virtudes.
—Obrando lo que debía —repuse dignamente—. Soy responsable de las gentes que nos acompañan.
Tomé una de las hachas y la tendí hacia el marinero de la Gallarda al que le habían asignado la primera guardia. Era arcabucero, de cuenta que al cinto llevaba siempre el yesquero y la mecha de cáñamo. La sacó con mucho tiento y la allegó hasta el esparto y el alquitrán, que aun siendo viejos prendieron bien, de cuenta que cuando alcé el brazo con el hacha, una hermosa llama ardía en el extremo.
En mi ausencia, los compadres habían dispuesto una escalera hacia la puerta-tabla con uno de los bancos, el altar y el confesonario, que crujió peligrosamente cuando me subí encima. Así, sólo con alzar un poco la pierna ya estaba dentro del agujero. Era un cuarto tan angosto que sólo cabía una persona pues, al ser la pared una de las que daba al exterior de la casa, don Hernán —o, por mejor decir, su primo, el maestro de obras— se las tuvo que ingeniar para no alterar demasiado el ancho del muro. A mi siniestra, unos escalones descendían hacia la vieja estructura de la pirámide tlahuica. Principié el descenso, oyendo como alguien más pisaba el confesonario y venía detrás de mí.
—¿Rodrigo? —pregunté.
—No, mi señora esposa —repuso Alonso con sorna—. Aunque, si preferís a vuestro compadre para guardaros las espaldas, sólo tenéis que decirlo.
—¡Calla, majadero! —me reí—. Te prefiero a ti.
—Me alegro —dijo— pues tornar atrás con estas estrechuras sería imposible.
—¡Estrechuras que yo estoy ocupando! —bramó Rodrigo—. ¡Ni se te ocurra retroceder, pues me quemarías las barbas!
—¿Quién quiere retroceder? —preguntó desde arriba la voz apurada de Juanillo—. Me viene siguiendo Carlos Méndez y…
—¡Calla, grumete! —le espetó Rodrigo de malos modos—. ¿Qué tienes delante, Martín?
—La misma escalinata interminable que tienes tú —respondí aguzando la mirada y estirando el brazo todo lo que me era dado por ver si hallaba el final de aquel descendimiento—. Escalones iguales hasta donde me alcanza la vista.
—Pues, hala, sigue —me animó mi compadre—. Y, tú, Alonsillo, tiento con el hacha, que al final me quemarás. ¡Llévala delante, patán!
Y seguí, vaya si seguí, y un buen rato, pues cuando ya tuve para mí que había bajado a lo menos la misma altura que tenía el imponente palacio de don Hernán, el descenso prosiguió otro trecho igual o mayor. A medio descendimiento resultó incuestionable que el tipo de edificación había mudado de castellana a indígena. Ni el mampuesto era el mismo, ni las junturas, ni tampoco el ras de los escalones. Finalmente, con grande alivio, avisté el último. Daba a un rellano amplio que se abría hacia la diestra, de tamaño y forma similares a los de la capilla y cerrado por cuatro macizos muros de sillares de piedra con la única salida (y entrada) de la escalinata. Entretanto Alonso, Rodrigo y yo mirábamos con grande asombro el extraño lugar, los demás fueron arribando y pasmándose, tan sorprendidos como nosotros por la conclusión del lance.
—¿Y ahora, qué? —preguntó el señor Juan, que aún resollaba por el esfuerzo de la bajada.
—Xikokuitlatl —exclamó don Bernardo.
—¿Qué dice? —se extrañó Juanillo.
—Cera —le expliqué en voz alta para que me oyeran todos—. La puerta que nos abrirá esta sala hacia algún otro lugar se halla referida o concernida derechamente con la cera, igual que la representación en tabla del Descendimiento escondía la puerta hasta aquí.
Todos conocían las tres palabras de don Hernán Cortés que el nahuatlato no había podido relacionar con el resto del mapa en Veracruz, mas era menester traérselas a la memoria para que no se les fuera el entendimiento por otros andurriales.
Como allí no había nada que alzar, rasgar, mover, sajar, sacudir, aporrear o palpar, los bárbaros permanecieron quietos y mudos, a la espera de que don Bernardo o yo diéramos con la solución al problema. Miré al sabio nahuatlato y él me miró a mí y, luego, cada uno echó a andar por opuestos rumbos para seguir haciendo averiguaciones en aquel despojado lugar. Yo había tenido para mí que la palabra xikokuitlatl, cera, se hallaba relacionada con cirios y velas, o con aceites, bálsamos, ungüentos o afeites, como esos mejunjes tocantes a dueñas que, como pegotes o parches pegajosos, sirven para quitar el vello. Mas, a lo que se veía, aunque la disposición de las tres palabras y el orden de los lugares a los que se referían fuera sucesivo, en aquella pétrea sala de enormes sillares cabalmente ajustados ni había cera ni se precisaba ungüento alguno para nada, como no fuera que alguno de los sillares se desplazara resbalando sobre bálsamo.
—¡Por vida de…! —exclamó Rodrigo—. ¡Voto a tal! ¿Será posible?
Todos nos volvimos raudos hacia él.
—¡Martín, fíjate! —me dijo enseñándome algo que portaba en la palma de su mano.
—¿Qué es? —pregunté.
—Pues diría que la sikoku esa.
—Xikokuitlatl —le aclaró don Bernardo.
—Lo que sea —le ignoró mi compadre—. ¡Por todos los demonios, es cera!
—¿De dónde la has sacado? —quise saber con curiosidad.
—¡De aquí, del muro! —me dijo, señalando con la punta de la daga uno de los sillares de la pared en cuyo extremo diestro se abría la escalinata—. No veía argamasa entre las piedras y se me ocurrió rascar un poco. Esta viruta salió como si fuera mantequilla.
Por supuesto. ¿Qué otro cabeza de alcornoque que no fuera Rodrigo habría encontrado tan flaca y magra razón para rascar un muro con su daga en una situación como aquélla? Con todo, a lo que parecía, le había soplado el viento de la fortuna.
Me encaminé hacia la pared y la palpé con ambas manos. Sentí algo muy extraño. Mi ojo veía bloques de roca tallada y mis manos tocaban la aspereza que les correspondía, sin embargo aquella piedra no estaba fría. Crucé el rellano hacia la pared opuesta y, al tocarla y sentirla casi helada, conocí que el falso muro, aunque perfectamente esculpido y pintado, era de cera. Saqué la daga y, como había hecho Rodrigo, arañé un poco entre los mentidos sillares y, en efecto, virutas de cera cayeron al suelo.
—¡No doy crédito a lo que estoy viendo! —exclamó mi señor suegro por encima de mi hombro.
—Nuestros ojos nos traicionan —dijo el señor Juan tocando el muro de cera—. Y nuestros dedos.
—¡Qué sencillo es engañar a los sentidos! —dejó escapar don Bernardo, lleno de admiración—. ¿Quién hubiera sospechado que la piedra no era piedra sino cera de abejas?
—¿Y qué ponemos en ejecución? —preguntó Juanillo, adelantándose—. ¿Principiamos a acuchillar el muro para descuartizarlo?
—A la parte alta no llegas ni tú —observó Francisco alzando el rostro hacia el techo.
—Mejor sería fundirla —propuso mi señor esposo—. Es cera. El calor del fuego de las hachas la derretirá.
—Acabaríamos antes —atajé yo— y, desde luego, más limpiamente, cortando sólo una pieza por la que poder pasar.
—¿Con las espadas? —inquirió el joven Carlos, quien, lejos de sus hermanos pequeños (a los que, naturalmente, no se les había permitido bajar), parecía ganar en edad y presencia.
—¿Qué otro filo alcanzaría el grueso de estos falsos sillares? —repuso Rodrigo.
—Quizá no sean tan gruesos como los de verdad —comentó fray Alfonso.
Desenvainé mi espada y, como si fuera a tirar un altibajo, la clave a la altura de mi cabeza. La cera era vieja y estaba un poco seca, mas la espada la cortó sin dificultad. Al llegar al suelo, ya me hallaba cierta de que aquel muro no tendría más de un palmo de espesor. Y, así, corté un trozo con forma de puerta y, cuando iba darle el empellón final, Rodrigo se me cruzó delante.
—Permíteme que lo ponga yo en ejecución, compadre, pues no conocemos lo que habrá detrás.
Hice un gesto galante para cederle el honor y me retiré junto a mi señor esposo. Rodrigo, con ambas manos, empujó la pieza de cera, que se soltó fácilmente, cayó hacia atrás y, según oímos, se partió en trozos. Mi compadre metió el brazo del hacha en el hueco para iluminarlo y, luego, adelantó su cabeza.
—¿Qué ves? —le pregunté.
—Más escaleras —me respondió con una voz que retumbaba como si me hablara desde una catedral.
Poco después, descendíamos nuevamente por otra escalinata como la primera aunque más luenga y más amplia (lo que nos permitió bajar juntos a Alonso y a mí sin quemarle las barbas a nadie).
—¿Cuánto habremos descendido? —le pregunté tras un rato, cuando principió a escucharse un sonido como el de las aguas de un río.
—A lo menos, unos veinte estados [35] —me respondió tan tranquilo, sin dar ninguna muestra de espanto. ¡Veinte estados bajo tierra y no sentía, como yo, ganas de chillar y de echar a correr hacia arriba como una enajenada! Estaba acostumbrada a los amplios espacios de la mar y aquellas oscuras angosturas subterráneas me estaban desquiciando. ¿Y si todas aquellas piedras que teníamos sobre nuestras cabezas se venían abajo y nos aplastaban o, peor aún, nos encerraban y nos obligaban a morir despaciosamente? ¡Cómo añoraba la cubierta de mi Gallarda! Por fortuna, tenía a Alonso a mi lado para ayudarme a conservar el juicio (aunque sólo fuera porque no me viera comportarme como una loca).
El sonido de la corriente de agua se acrecentó. Se oía como si estuviera muy cerca.
—Alguna de esas barrancas que vimos al llegar debe meterse bajo tierra y pasar junto a estos muros —dijo mi marido.
Yo no respondí dado que a duras penas me era dado respirar. Debía sosegarme y olvidar dónde me hallaba. Sosegarme, eso era lo principal. O me sosegaba o… No, no me sosegué, lo que hice fue soltar el hacha y abrazarme con todas mis fuerzas a mi señor esposo, que al punto no comprendió lo que me acontecía mas respondió a mi abrazo con toda su ánima y eso me alivió como por brujería. Sólo así, en sus brazos, pude olvidar por completo el horrible lugar que me rodeaba.
—¡Eh, vosotros dos, las habitaciones están arriba! —nos gritó cortésmente mi compadre Rodrigo cuando nos dio alcance en la escalera.
—Hay que ver lo extraño que resulta —comentó don Bernardo, que arribó de inmediato— contemplar a doña Catalina con ropa de hombre abrazando a su señor esposo.
—Vuestra merced tiene la fortuna —le dijo Rodrigo, sobrepasándonos— de poder quitarse los anteojos y quedar ciego. Los demás nos empachamos de melindres por no gozar de esa suerte.
Solté a Alonso, nos miramos y, sin dejar de sonreír, retomé mi hacha del escalón y continuamos descendiendo. Ya me encontraba mucho mejor. Ahora Rodrigo y don Bernardo iban delante de nosotros, de cuenta que fueron los primeros en arribar al siguiente rellano. Los vimos detenerse y avizorar con rostros asombrados lo que fuera que tenían delante. Cuando los alcanzamos, comprendí al punto su sorpresa pues guardo en la memoria la imprevista y extraordinaria imagen de un caudaloso río de, a lo menos, cuatro varas de ancho que cruzaba la sala de parte a parte.
—¡Voto a tal! —exclamó Alonso, adelantándose—. ¿Cómo vamos a cruzarlo?
No era tan grande como para que nos resultara imposible vadearlo mas sí tenía una corriente fuerte y, sin otra ayuda que unas hachas, algunas dagas y unas pocas espadas, iba a resultar ciertamente difícil. Rodrigo se asomó al cauce por ver si era profundo.
—Tengo para mí que el fondo se halla a poco más de una braza o braza y media. Con esta luz, no se distingue.
—Si es sólo una braza —dijo don Bernardo—, a mí no me cubre. Podría cruzar el primero.
Ya habían llegado todos y, como si los acechara un peligro, se arremolinaron en torno nuestro fuertemente apiñados.
Aquella sala era como la del rellano de arriba aunque con río y más grande, cerrada también por muros de sillares. De uno de los muros, el que quedaba a nuestra diestra, saltaba con pujanza desde media altura un recio chorro de agua que caía hasta el cauce. Luego, al llegar al muro frontero, el agua se precipitaba por un albañal hacia alguna otra oscura profundidad. Por más, debía de existir cierta pendiente en el fondo que avivaba el raudo discurrir de las aguas que observábamos.
—¿Y para qué queremos cruzarlo? —preguntó Juanillo sacudiéndose las greñas rizadas de la cara—. Al otro lado no hay nada.
Y decía verdad pues, por no haber, no había siquiera la boca de otra escalera. Me dije que era llegado el momento de recurrir a la tercera palabra de don Hernán Cortés —año—, que de bien poco parecía servir aunque, de cierto, su sentido tendría.
—Don Bernardo —le llamé—, tenemos que discurrir sobre la tercera palabra.
—Xihuitl —dijo, asintiendo con la cabeza.
—Año —repetí mirándolos a todos, que no parecieron ni más ni menos interesados ni concernidos por mi aclaración, como si no se les pasara por el entendimiento que cavilar sobre el asunto también fuera su obligación y no sólo de don Bernardo y mía. Suspiré resignadamente y giré la vista hacia el anciano nahuatlato.
—¿Qué tiene que ver el agua de este río con un año, medio año o algún año? —le pregunté.
—Mi señora doña Catalina —me respondió muy modestamente—, estoy tan confundido como vuestra merced. Nada de lo que conozco por mis lecturas y estudios me ayuda en esta ocasión.
—Pues pongamos atención en lo único cierto que tenemos —le propuse—. Reconozcamos bien todo el camino del agua por si descubriéramos algo. Y vayamos juntos, pues lo que uno no vea le será dado verlo al otro.
—En ese caso —dijo Rodrigo—, yo también voy. Si lo que quieres son cuatro ojos, con don Bernardo no llegas.
Nos encaminamos hacia el nacimiento, hacia el grueso chorro que brotaba del muro, por ser ésta la parte que teníamos más cerca.
—¿No le veis algo raro a esa fuente? —preguntó mi compadre.
—Que es de factura tlahuica —comentó don Bernardo—. Aquí los españoles mudaron bien poca cosa. Don Hernán debió de aprovechar todo lo que quedaba.
—Será lo que vos decís —admitió Rodrigo—, mas lo que yo digo es que el agua no sale del muro por un único caño. ¿Lo ves, Martín?
—Lo veo —afirmé alzando mi hacha cuanto me fue posible—. Veo tres caños arriba y, contando el del lado diestro que es el mismo, tres caños más de esta parte. Tengo para mí que, en total, hay nueve, aunque el agua oculta los demás y no puedo conocerlo de cierto.
—¡Nueve caños! —exclamó Rodrigo—. ¡El agua brota por nueve caños que, de lejos y con estas tinieblas, parecen uno! Eso no es cosa del azar, hermano.
—¿Podría ser…? —principió a decir don Bernardo, mirando a diestra y siniestra apresuradamente—. No sé… Tengo un pensamiento que podría ser provechoso si no estuviera tan cogido por los pelos.
—No se calle vuestra merced —le rogué.
—Antes me gustaría… —don Bernardo vaciló—. Figúrense vuestras mercedes que… No, no es posible.
—¡Déjese de tantas dudas, señor don sabio, y hable de una vez! —se exasperó Rodrigo. ¿He referido ya aquí que la paciencia no era una de sus virtudes? Sí, tengo para mí que sí. Bueno, pues la gentileza, la conformidad y la cortesía tampoco.
—Sea —se sobresaltó el nahuatlato—. Como mi vista no es muy buena, ¿podría alguno allegarse hasta debajo mismo de los caños y mirar si hay algún grabado en la piedra?
—Yo iré —gruñó mi compadre—. Martín, sujeta mi hacha y dame luz con las dos. Y, si me caigo al agua, sácame presto, que no tengo en voluntad hundirme hasta los infiernos por aquel maldito desaguadero.
—Pierde cuidado, hermano —le dije—, que no dejaré que te lleve la corriente.
Rodrigo se pegó a la pared y, haciendo freno con las manos, se inclinó hacia la siniestra para mirar por debajo de los caños.
—¡Martín, luz! —gritó.
Me arrimé a él cuanto pude con las antorchas por encima de su cabeza. Las salpicaduras del agua chispeaban peligrosamente en las llamas. Me dije que presto se apagarían las dos por la humedad.
—Algo veo debajo de los tres últimos chorros —anunció mi compadre—. Son unos tejos de piedra con puntos grabad… ¡Favor!
Las manos le resbalaron sobre la piedra mojada y, torciéndose hacia la siniestra, cayó al agua cuan grande era.
—¡Rodrigo! —grité, soltando las dos hachas y tirándome al río detrás de él.
—¡Catalina, no! —oí gritar a Alonso mas, para entonces, ya era tarde. Caí bajo la pujanza de los chorros, que me golpearon cruelmente echándome hacia la corriente. ¿Dónde estaba Rodrigo? Yo era buena nadadora, y fuerte, mas me resultaba muy fatigoso pelear contra el agua y buscar al tiempo a mi compadre, y, por más, a oscuras. Alguien se zambulló a mi lado, hundiéndose junto a mí, y, a no mucho tardar, me sujetó por un brazo. Conocí, sin verlo, que era Alonso. Para nuestra desgracia, las fuerzas de ambos eran inferiores a las de los chorros y el río.
Sin que me diera tiempo a apenarme por el triste destino que nos aguardaba, una mano recia me sujetó por la camisa y tiró de mí, y de Alonso, hacia fuera. Un golpe de luz brillante me dio de lleno en los ojos cuando me sacaron. A un costado, a vara y media de distancia, se hallaban todos con las hachas en alto y los rostros apurados.
—¡Rodrigo! —exclamé tratando de tirarme otra vez al agua—. ¡Hay que sacar a Rodrigo!
—Será que no estoy ya fuera y que no te he sacado yo a ti y a este pez nadador que tienes por marido.
—¿Están bien vuestras mercedes? —preguntó Francisco, a voces, desde la orilla. El ruido del agua era estruendoso.
¿Desde la orilla…? Pues ¿dónde estábamos nosotros?
—Bajo los caños, sobre un escalón oculto por el agua —declaró mi compadre.
Y era bien cierto pues nos hallábamos los tres en pie, entre el muro de piedra y el muro de agua, con las botas hundidas en un palmo escaso del río. Sentí frío. Hacía mucho tiempo que no sentía frío. La última vez aconteció durante el invierno en Sevilla. Ahora, con las ropas mojadas, a muchos estados bajo tierra y en las tripas de una pirámide de piedra, me sorprendió la sensación. Claro que, con el desesperado abrazo en el que me estrechó Alonso por el grande susto que le había dado, se me pasó de inmediato, y, no sólo eso, sino que entré en calor rauda y eficazmente.
—¿Qué le dije, don Bernardo? —oí refunfuñar a Rodrigo—. ¡Empacho de melindres es lo que tengo! ¡Quién fuera ciego como vuestra merced!
—¡No soy tan ciego, mi señor Rodrigo! —le contestó el otro desde el margen, un tanto ofendido.
Sin soltarme de Alonso, y aprovechando la cercanía que nos daba el estrado de piedra, advertí a mi compadre:
—¡Guarda, Rodrigo, que tiene mucho orgullo y se ofende presto! Recuerda que desciende de emperadores.
—Será, mas no tiene donde caerse muerto —me replicó mi compadre.
Y decía verdad. Su casa de Veracruz era bastante humilde.
—¡Bueno, pues ya podemos cruzar el río! —declaró el señor Juan alegremente.
Mas Juanillo tornó a preguntar lo mismo de antes:
—¿Y para qué lo queremos cruzar, señor Juan, si al otro lado no hay nada?
—Resolvamos de una vez el problema de los nueve caños de agua —rogó don Bernardo—. Señor Rodrigo, vuestra merced dijo antes de caer al estrado que veía unos tejos de piedra con algo grabado.
—Sí, aquí están —confirmó mi compadre volviéndose hacia la pared—. ¡Juanillo, trae un hacha!
—¡Se mojará! —objetó el muchacho.
—¡Que no! Hay sitio de sobra. Tráela te digo.
Juanillo se pegó a la pared y hundió despaciosamente un pie en el agua echando hacia atrás el cuerpo como si temiera caerse. Mas, cuando notó que había suelo y pisaba firme, con tres zancadas se plantó junto a nosotros. El hacha iluminó el estrecho paso.
Sólo veíamos los tres chorros inferiores y, como había dicho Rodrigo, debajo de ellos, unas rodelillas, unos tejos de piedra de tamaño similar a los agujeros por los que salía el agua, colgaban de unos minúsculos ganchos. A no dudar, servían para taponar los caños, aunque ¿para qué?
—¡Los tejos que vemos —voceó Rodrigo— tienen siete, ocho y nueve puntos!
—¡Magnífico! —soltó don Bernardo con grande satisfacción—. ¡Eso es! No erraba tampoco en esto. ¡Salgan de ahí vuestras mercedes, que ahora empieza el problema!
Nos miramos sin comprender lo que decía mas, por no andar dando voces y por hallarnos en lugar seco, tornamos junto a los demás.
—Los números mexicas se dibujaban como puntos hasta el veinte —nos explicó don Bernardo. Nos hallábamos todos a la redonda suya—. Hay nueve chorros de agua y, bajo cada uno, un tejo de piedra con un número grabado. Si los tres últimos son el siete, el ocho y el nueve, es de suponer que los de arriba serán el uno, el dos y el tres, y los de en medio, el cuatro, el cinco y el seis.
—De seguro que os hayáis en lo cierto —le animé. Por alguna desconocida razón, su mayor alegría era no errar. La sonrisa de su rostro me demostró que yo tampoco erraba—. Y tengo para mí —añadí— que los tejos son como tapones para cortar el agua. Quizá deberíamos obrarlo para ver qué acontece.
—No acontecerá nada, doña Catalina —afirmó el nahuatlato muy serio—. Nada, os lo digo yo. ¿Acaso no recordáis ya la palabra de don Hernán Cortés para este rellano? Xihuitl, año.
Sí, ya le comprendía. Entendía lo que deseaba explicar y, como él había dicho, ahora empezaba el problema. Con todo, me faltaba un eslabón de la cadena.
—¿Y cómo hará el año para que se abra la siguiente puerta? No se me alcanza en el entendimiento.
—El agua, doña Catalina —me dijo—. Sólo los caños con los números que forman el año llevan el agua que, al cambiar de rumbo por cegarle esta salida, moverá lo que sea que ahora oculta la puerta.
—Pues, si los tapamos todos, sin duda acertaremos —dijo, ufano, fray Alfonso.
—Y quizá provocaremos que se cierre este rellano, o toda la pirámide, con nosotros dentro —aventuró su hijo Carlos.
—Veo que lo has comprendido, muchacho —le felicitó don Bernardo. Mi joven cuñado enrojeció hasta la punta de las orejas.
—Entonces, ¿sólo tenemos una oportunidad? —preguntó Cornelius Granmont, gravemente asustado. Sus manos temblaban de manera incontenible.
—Veamos —dije yo, retomando mis funciones de maestre—. Ha llegado el momento de que Carlos, Juanillo y Francisco salgan de aquí y retornen a la capilla antes de ejecutar nada. Si aconteciere alguna desgracia, conocerán dónde nos hallamos y, con la ayuda de los hombres que se quedaron fuera, podrán tratar de salvarnos.
Para mi sorpresa, ninguno de los mentados protestó. Siempre armaban lío y querían estar en todo como si ya fueran hombres. En cambio, ahora, guardaban silencio y aceptaban mi orden sin rechistar. Claro que la alternativa era demasiado horrible.
—Tengo para mí —dijo con grande prudencia mi señor esposo— que don Hernán no pondría a sus descendientes en un peligro tan grande.
—Y tendríais razón, don Alonso —asintió el nahuatlato—, mas él contaba con que sus descendientes conocerían toda la información que el mapa no ofrece, la que él mismo le comunicó a su hijo don Martín Cortés y éste, a su vez, a su hijo don Fernando, el cual, por fortuna para el virreinato, murió sin referírsela a su hermano don Pedro, actual marqués del Valle. Un Cortés que llegara debidamente hasta aquí no dudaría sobre el año del que hablamos. Quizá desconociera, como nosotros, la existencia del río, de los chorros de agua y de los tejos, mas en su cabeza llevaría un número de cuatro guarismos que le conduciría derechamente y sin peligro hasta donde nosotros no podemos llegar. En el extraño caso de que, en lugar de un Cortés, fueran unos ladrones los que lograran alcanzar este lugar y, por más, resultaran tan listos como para advertir y comprender el asunto de los chorros de agua y de los tejos, el desconocimiento del número del dichoso año mantendría a salvo el tesoro.
Quedamos todos mudos y asustados. Tornaba a costarme respirar y me sentía el corazón golpeando fuertemente contra mis costillas.
—Así pues —farfulló torpemente mi compadre Rodrigo—, ¿qué debemos obrar?
—Debemos quedarnos sólo los precisos —dijo Alonso, tomándome de la mano—. O marcharnos todos.
—¿Qué dice vuestra merced, don Bernardo? —le pregunté.
El sabio me miró con una sonrisilla jactanciosa.
—Nos queda la posibilidad de que no acontezca nada si no acertamos el año.
—¿Cómo lo vamos a acertar? —me angustié—. Hay miles de años. ¿Cómo sabremos cuál es el correcto? Aunque la pirámide no se derrumbara sobre nuestras cabezas, adivinar el año es imposible.
—Ésa es la razón por la que estoy casi cierto de que no nos pasará nada. Don Hernán Cortés, probablemente, discurrió como acaba de hacerlo vuestra merced. Adivinar el año es imposible, así pues, ¿para qué poner en peligro a sus descendientes si erraban algún número por torpeza o casualidad? Cuando alteró o mudó el sistema del agua que había hallado en la pirámide tlahuica, debió de elegir un año que fuera importante para la familia, un año que sus descendientes no pudieran olvidar y que, si lo olvidaban por alguna razón (como en el caso de la enemistad entre los hermanos don Fernando y don Pedro Cortés), con una pequeña cavilación, pudieran hallarlo, aunque tuvieran que intentarlo varias veces —don Bernardo tomó aire y tornó a sonreír—. Por eso estoy cierto de que podemos no sólo obrarlo sin peligro sino, por más, ganarlo con éxito.
Sentí acrecentarse mi admiración por el sabio nahuatlato. ¿Qué nos habría sido dado obrar sin él en semejante lugar?
—Sea —asentí—. Lo intentaremos mas, como dijo Alonso, nos quedaremos sólo los precisos. Todos los demás se marcharán.
—Os aguardaremos arriba con impaciencia, maestre —me lo agradeció Cornelius dando unos pasos hacia la escalinata.
—Padre —dijo mi señor esposo—, Carlos y tú, marchaos.
Mi señor suegro se allegó hacia Cornelius seguido de cerca por el joven Carlos, Juanillo y Francisco, que ya habían recibido la orden.
—Señor Juan, vuestra merced también.
—Regresa presto a la capilla, muchacho —me suplicó con voz triste entretanto se unía al grupo de Cornelius—. No podría seguir viviendo si te aconteciera algo. Las ánimas de mi compadre Esteban y de la hermosa María Chacón me acosarían día y noche.
—Pierda cuidado, señor Juan, que si yo estoy con ellos, no se lo permitiré —le sonreí confiadamente.
—¿Y a mí nadie me pregunta si quiero marcharme —se ofendió mi compadre— o me ordena que lo haga?
—¿A ti? —dije volteándome hacia él, asombrada, para descubrir que estaba sonriendo—. ¡Tú te quedas aquí conmigo igual que yo me tiré al río para salvarte!
—Sea, mas, algún día, tendrás que referirle a mi señora Melchora de los Reyes las cosas que hice por matrimoniar con ella.
—Ya se las contarás tú —repuse, riendo muy de gana—. Yo sólo le confiaré que los demás también estábamos, aunque nada más que para acompañarte en tus gestas.
De manera que, al cabo, sólo quedábamos allí Alonso, Rodrigo, don Bernardo y yo. Esperamos un tiempo prudencial, el que consideramos adecuado para que los otros llegaran hasta la capilla y se pusieran a salvo.
—Presumo, don Bernardo —aventuré—, que tenéis en el entendimiento algún año importante para don Hernán con el que empezar a trabajar en los chorros.
—Lo bueno de todo esto, doña Catalina, es que el año lo eligió el primer marqués, de cuenta que tenemos un espacio de tiempo con principio y fin, ni anterior al nacimiento de don Hernán ni posterior a la fecha en la que se terminó este palacio, año que conocemos por venir reseñado en el mapa que os traduje en Veracruz, si lo recordáis.
—¿Algo de unas cañas? —pregunté, haciendo esfuerzos por recordar.
—El año nahui acatl, o cuatro caña, que se corresponde con mil y quinientos y treinta y cinco.
—Exacto. Ése —confirmé con decisión aunque no guardaba en la memoria más que lo de las cañas.
—En el Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco, [36] del que fui aventajado alumno —dijo con un orgullo desmedido—, aprendimos muchas cosas sobre la conquista de la Nueva España y sobre don Hernán Cortés. No recuerdo su año de nacimiento mas lo podemos averiguar por el de su muerte en mil y quinientos y cuarenta y siete, en España, cuando tenía sesenta y dos.
—Nació, pues —dijo mi señor esposo—, en mil y cuatrocientos y ochenta y cinco.
—Pues ya tenemos nuestro espacio de tiempo —concluí yo—. Desde mil y cuatrocientos y ochenta y cinco hasta mil y quinientos y treinta y cinco. Cincuenta años. Durante ese tiempo, ¿qué acontecimientos señalados hubo en su vida?
—Acontecimientos señalados que fueran importantes también para sus hijos, nietos, bisnietos, tataranietos… —recordó Rodrigo.
—Las opciones no son tantas —expuso don Bernardo—. El año de su llegada al Nuevo Mundo en mil y quinientos y cuatro, el año de la conquista de México-Tenochtitlán en mil y quinientos y veinte y uno, o el año del nacimiento de su heredero, Martín Cortés y Zúñiga, segundo marqués del Valle, en mil y quinientos y treinta y dos, en este mismo palacio.
—Tengo para mí —principié— que estamos errando en algo.
—¿En qué, si nos es dado conocerlo, doña Catalina? —gruñó el nahuatlato, tratando de ocultar lo mucho que le habían molestado mis palabras.
—Pues veréis, don Bernardo. No puede ser mil y quinientos y cuatro, el año de la llegada de don Hernán al Nuevo Mundo, pues lleva un cero antes del cuatro y no parece existir tal guarismo en los tejos de los caños.
—Cierto.
—Tampoco puede ser mil y quinientos y veinte y uno, el año de la conquista de México-Tenochtitlán, pues se repite el número uno.
—Eso podría no significar nada.
—Y tengo para mí que mil y quinientos y treinta y dos, el año del nacimiento de don Martín Cortés, tampoco va a ser el que buscamos pues no es tan señalado como para ser recordado por las generaciones venideras. Yo diría que es algo referido exclusivamente a don Hernán, al conquistador de la Nueva España, al fundador del señorío, del marquesado y del linaje.
—Pues si no es el año de su llegada al Nuevo Mundo ni el de la conquista de México-Tenochtitlán —comentó Rodrigo—, ¿cuál es? ¿El año que viene en el mapa, las cuatro cañas esas, mil y quinientos y treinta y cinco?
—Ése es el año en que se terminó este palacio, mas tampoco sirve pues se repite el número cinco —rebatí.
—¡Al infierno con eso! —se enfadó Rodrigo, encaminándose hacia los chorros de agua—. Los otros ya habrán arribado a la capilla. Empecemos por cualquiera de los que hemos dicho.
—¡Aguarda, compadre! —le pedí, sujetándole por un brazo—. Es posible que todo cuanto decimos sea sólo un montón de sandeces aunque ¿no es mejor obrar con prudencia y comenzar por el año más cierto? Si no funciona y seguimos vivos, probaremos después con los demás.
—Debemos ser extremadamente cuidadosos, señor Rodrigo —porfió don Bernardo—. Doña Catalina dice verdad.
—¡Sea! ¿Y cuál es ese maldito año? —gruñó mi compadre tornando con nosotros—. ¡No parece sino que estemos borrachos y girando a la redonda de nosotros mismos!
—¡Nos jugamos la vida, Rodrigo! —exclamó mi señor esposo, y algo en su voz serenó al punto a mi compadre, algo que debía de tener relación con el tiempo que ambos pasaron juntos en manos del loco Lope—. ¡Hagamos las cosas bien!
—Propongo —dijo don Bernardo— el año de mil y cuatrocientos y ochenta y cinco, el del nacimiento de don Hernán. No repite ningún guarismo y, por más, alguien tan pagado de sí mismo y de vanidad tan crecida quizá consideró que su propio origen era el origen de todo.
—Comparto vuestra proposición —afirmé, pues salvaba punto por punto todas las objeciones.
—No espero más —soltó Rodrigo encaminándose hacia el escaño del muro bajo los chorros—. Si se hunde la pirámide, que se hunda.
—Procura no errar, compadre.
—¿Cómo voy a errar si lo guardo en la memoria? —exclamó a voces para que le oyésemos por encima del ruido del agua—. Tengo que taponar los chorros con un punto, cuatro puntos, ocho puntos y siete puntos.
—¡Rodrigo, no! —grité alarmada—. ¡Siete puntos no, Rodrigo! ¡Cinco, el último que debes sellar es el que tiene cinco puntos!
Sus carcajadas socarronas se escucharon con toda claridad. Lo había dicho mal adrede para ponerme nerviosa. Y el muy bellaconazo lo había conseguido. Alonso me rodeó los hombros con el brazo y me atrajo hacia sí. Yo le cogí por la cintura y me abracé a él con todas mis fuerzas. Don Bernardo se nos allegó unos pasos, buscando nuestra cercanía. Los tres nos hallábamos en suspenso, con la vista fija en lo que obraba Rodrigo, aunque no se advertía bien pues la luz de las llamas de cuatro hachas no es la misma que la de diez. Parecióme una eternidad el tiempo que tardó mi compadre en tornar juntos a nosotros y cuando regresó sin que nada aconteciera, juzgamos que habíamos errado el número y que, pese a ello, la pirámide no se desplomaba sobre nuestras cabezas.
—Intentémoslo con otro —dijo mi compadre, remojado como un pez.
Mas no hubo ocasión. A lo que se vio después, el agua que dejó de salir por los chorros tardó un poco en recorrer sus nuevos caminos y en arribar adondequiera que tuviera que arribar aunque, cuando lo hizo, muchas cosas extrañas principiaron a acaecer a la redonda nuestra: los muros de roca retumbaron como si un ejército los golpeara desde atrás; el suelo tembló, primero un poco y, luego, con raudas sacudidas; las piedras parecían gemir, llorar, chillar… Los sillares, al estregar unos contra otros, hacían ruidos como de docenas de tambores redoblando a la vez.
—¡Alonso! —chillé hundiendo el rostro en su pecho, cierta de que la muerte se cernía ya sobre nosotros.
—¡Mira, Catalina, mira! —me gritó al oído para que pudiera escucharle. Como no le hacía caso, me tomó por el mentón y me giró la cabeza hacia el otro lado del río. El muro frontero se estaba desplazando hacia la diestra, abriéndose como una puerta y, en el hueco que quedaba entre él y la orilla, una suerte de pilastra de piedra brotaba del suelo, alzándose despaciosamente.
¡Por las barbas que nunca tendría!, me dije, ¿qué demonios era aquello? ¿Qué…?
La más negra oscuridad nos impedía vislumbrar lo que había en la nueva oquedad descubierta al desaparecer el muro pues, si la pobre luz de nuestras cuatro hachas no bastaba para iluminar ni la distancia que nos separaba, ¿cómo iba a permitirnos ver dentro?
Rodrigo ya había cruzado al otro lado y nos esperaba con los brazos en jarras y otra vez bien remojado.
—¿Me haré viejo aguardándoos? —preguntó desafiante.
Los ruidos, los temblores, las sacudidas y los chirridos habían cesado por completo. De nuevo sólo se oía el sonido de los chorros del agua que no habían sido sellados y de la corriente del río. Con mucho tiento para no bañar las antorchas cruzamos al otro lado por el escaño bajo la cascada. Don Bernardo se dirigió de inmediato hacia la extraña piedra que había salido del suelo.
—¡Un altar mexica! —exclamó admirado.
—Tenía para mí que esto era un centro de recaudación de tributos —dije, lamentando por el Nacom y sus hijos que pudiéramos estar afrentando a algún dios de los indígenas.
—Lo era —afirmó don Bernardo—, más antes, por lo que aquí leo, fue un templo dedicado a Huitzilopochtli, el dios del sol y de la guerra, el más importante del panteón azteca.
—¿Y ésta era su iglesia y ése su altar? —preguntó el ignorante de Rodrigo.
—Bueno, verá, a Huitzilopochtli se le ofrecían sacrificios humanos para darle el vigor que precisaba para salir como sol cada mañana y para la batalla. Éste es un altar para sacrificios. Hace muchísimo tiempo, este lugar debió de ser un templo muy importante para los tlahuicas aunque, por alguna razón desconocida, dejaron de adorar aquí a Huitzilopochtli para convertirlo en un centro de recaudación de tributos. Probablemente, levantaron otro templo mayor en algún otro lugar.
—¿Y a qué tanta monserga de ríos, tejos, números y altares surgiendo del suelo? —se quejó mi compadre, echando a andar hacia la oscura oquedad que se abría a nuestras espaldas.
—Señor Rodrigo —le sermoneó don Bernardo—, todas las religiones precisan de milagros para alimentar la fe de sus devotos. No he menester recordarle las numerosas apariciones marianas que han tenido y siguen teniendo lugar por estos pagos desque llegaron los españoles.
Alonso y yo caminamos tras Rodrigo, dejando a don Bernardo con su estudio del altar. De cierto que se hallaba hermosamente grabado con monstruos parecidos a los que el señor Juan y yo vimos en isla Sacrificios mas no eran unas figuras que despertaran mi admiración precisamente y aún menos si allí mismo se habían obrado sacrificios de personas.
Cuando mi compadre se adentró lo suficiente en lo que considerábamos una nueva sala de la pirámide y su hacha iluminó un cerco de algunas varas a su alderredor, comprendimos de súbito varias cosas: la primera, que no era una sala sino una cueva, una enorme, gigantesca e inmensa cueva natural creada probablemente por el paso del agua de alguna de las muchas barrancas que cruzaban Cuernavaca, y la segunda cosa que comprendimos fue que habíamos hallado el tesoro de Cortés.
Cientos, miles de cajas hechas de tablas muy recias se acopiaban unas sobre otras hasta donde la vista llegaba (que no era mucho, mas se adivinaba que el mismo paisaje seguía y seguía interminablemente hacia el fondo). También había sacos y fardos, así como hermosos baúles de tres llaves. Con un golpe de la empuñadura de su espada, Rodrigo rompió las tablas de una de las cajas y, mirando adentro, soltó una exclamación que yo no le había oído en todos los años que le conocía, que ya eran muchos.
—¡Por vida de…! ¡Voto a tal! —gritaba como un poseso—. ¡Martín, compadre, allégate y mira! ¡Por mis barbas que no he visto cosa igual ni cuando sacamos la plata de la mar en la Serrana! ¡Mira, Martín!
—Aquí estoy, compadre.
Rodrigo envainó su espada y metió la mano en la caja, sacando con grande esfuerzo una barra de medida como de tres dedos de ancho y un palmo de largo hecha de oro puro. Dentro de la caja había muchísimas más, todas iguales y todas con una marca al hierro con las armas de Su Majestad de España del tamaño de un real de a cuatro.
Alonso, que iba abriendo una caja tras otra de las que se hallaban a su alcance, descubrió lo mismo en todas sin excepción y en los sacos y fardos encontró oro en grano y piedras preciosas, sobre todo esmeraldas y jade. Cuanto más nos internábamos en la cueva y más cajas abríamos, más cosas sorprendentes y maravillosas hallábamos pues, ya a media cueva, las barras se acabaron y principiaron los objetos realizados por magníficos orfebres: todas las cosas conocidas, criadas así en la tierra como en la mar, estaban hechas figuras con oro, plata, pedrería y plumas, y con tanta perfección que casi parecían naturales (avecillas, ocelotls, árboles, flores…). Luego, comenzaron a aparecer crucifijos, medallas, joyeles, pulseras, anillos y collares de oro, así como platos grandes y pequeños, escudillas, tazas y cucharas de plata maravillosamente labradas, y eran tantas las cosas que hallábamos, y tales, que no se pueden significar todas.
—¿Qué te parece, hermano? —le pregunté a Rodrigo a voces desde el fondo de la cueva—. ¡Hemos hallado el tesoro de Cortés!
—¡Me parece, compadre —me respondió—, que deberíamos llamar a los demás! Nunca en su vida tornarán a ver algo como lo que estamos viendo.
—¡Yo voy! —dije y, al escucharme, me recordé a Francisco—. ¡Deseo contemplar sus rostros cuando descubran todo esto!
Al pasar junto a uno de los fardos, en un lugar de la cueva donde el aire parecía extrañamente fresco, unos menudos ojos amarillos chispearon con la luz de mi antorcha. Me detuve en seco, me allegué y, delicadamente, tomé entre mis manos la figurilla del ocelotl de oro. Pesaba como si su tamaño fuera cuatro o cinco veces el que tenía. Me encaminé hacia el río portando la exquisita joya.
Calladamente, don Bernardo proseguía extasiado su estudio del altar. Se había recogido el cabello en la nuca con una cinta y uno de los cordelillos que le sujetaban los anteojos a las orejas se le había desanudado y le colgaba sobre la mejilla.
—¿No deseáis contemplar el tesoro de vuestro bisabuelo Axayácatl? —le pregunté, deseando conocer a qué venía tanto interés por una piedra labrada.
—¡Oh, sí, ahora iré! —se sobresaltó el nahuatlato—. Aunque este altar mexica tiene mayor interés para mí. A lo que parece, los mexicas sacrificaron aquí a trescientos tlahuicas en un solo día por rebelarse contra su autoridad y negarse a pagar las servidumbres y los tributos debidos.
—¿Sacrificaban a su propia gente? —me sorprendí.
—No era su gente —me explicó don Bernardo—. Los mexicas eran mexicas, y los demás, otros pueblos distintos sometidos a su autoridad militar. Los mexicas eran profundamente odiados por el resto. Ahora llamamos aztecas a todos los indígenas de la Nueva España y los tenemos por una nación unida y derrotada por los españoles, mas no fue así. Don Hernán conquistó México-Tenochtitlán con la ayuda de miles de guerreros de las naciones sometidas por los mexicas. No fue una guerra de un puñado de españoles contra miles y miles de aztecas sino una guerra de miles y miles de totonacas, zempoaltecas, tlaxcaltecas, purépechas, cholultecas y otros contra los mexicas. La astucia de don Hernán consistió en advertir y utilizar los odios internos de los pueblos del imperio hacia el opresor.
—Y, luego, los españoles ocupamos el lugar de los mexicas —añadí yo, apesadumbrada.
Don Bernardo sonrió.
—Así es la historia —dijo—. De no haber sido los españoles habrían sido los ingleses o los franceses o los flamencos. Sólo era cuestión de tiempo. ¿Qué más da? Siempre hay alguien sometiendo a otro, o invadiendo a otro, o matando a otro. Todo se muda, se reescribe y se transforma según las conveniencias. Cada cual mira los acontecimientos desde su esquina, con el rostro vuelto hacia la pared para no ver lo que no quiere. Yo desciendo de Axayácatl y Moctezuma, mas también de españoles y, a través de estos supuestos cristianos viejos, seguramente de moros y de judíos. ¿Habría yo nacido de no haber acontecido guerras e invasiones desde hace miles de años? De cierto que no. Como le he dicho, doña Catalina, así es la historia y más nos vale aceptarla pues nosotros somos su consecuencia.
Extendí la mano hacia el sabio nahuatlato con el hermoso ocelotl de oro en la palma.
—Os ruego que aceptéis este presente —le dije—. Nadie notará su ausencia y lo tomo como botín por el rescate, el cual no habría sido posible sin vuestra ayuda.
Don Bernardo, con una amplia sonrisa de satisfacción, lo recibió con afecto.
—A no dudar, este tigre…
—Ocelotl.
—… perteneció a alguno de vuestros nobles antepasados.
—¡No es mala herencia, no! —rió con gana—. Con esto podré adquirir otra casa mejor en Veracruz.
—Y muebles, don Bernardo. Vuestra esclava, Asunción, os agradecerá que compréis muebles.
Él tomó a reír muy de gusto, reconociendo que yo tenía razón y, con grande alegría, eché a andar hacia los chorros para cruzar al otro lado del río. Debía referir a los demás lo del tesoro y traerlos hasta aquí para que lo vieran.
—¡Doña Catalina, esperad! —me rogó el nahuatlato; me volví hacia él antes de meterme en el agua—. Decidme, ¿qué vais a poner seguidamente en ejecución? ¿Me necesitáis o regreso a casa?
Sin borrar la sonrisa de mis labios y sin que me temblara la mano que sostenía el hacha, le dije:
—Voy a enviar una misiva que tengo preparada al conspirador don Miguel López de Pinedo para atraerle hasta aquí y, luego, voy a cumplir el juramento que le hice a mi señor padre en su lecho de muerte y voy a matar al yerno y principal conjurado de don Miguel, el bellaconazo de Arias Curvo. Por más, si la fortuna me es provechosa, mataré también al hideputa de su sobrino, Lope de Coa.
—¿Y no le vais a comunicar al virrey que habéis hallado el tesoro?
—Eso, después —le dije—. Lo primero es lo primero. Mi principal obligación siempre ha sido con mi señor padre. Ya maté cuatro Curvo en Sevilla. Ahora debo matar al quinto y al sexto. El virrey tendrá que esperar.
Los ojos de don Bernardo relampaguearon y se afilaron sus labios al decir:
—Entonces, con vuestro permiso, me quedo. Nunca he visto una venganza.
—¡Vienen! ¡Ya vienen! —gritó Juanillo a pleno pulmón desde el patio de armas de la casa—. ¡Arriba, arriba! ¡Ya vienen!
Alonso y yo nos incorporamos de súbito en el lecho y cada uno saltó al suelo por su lado y principió a vestirse. Afuera aún era noche cerrada. No habrían dado las cuatro, pues la vela que se consumía sobre la mesilla apenas había menguado un tercio desque nos dormimos.
—¡Presto, Alonso! ¡No te demores! —le rogué, abotonándome la camisa.
Él, más raudo que yo para todo, terminaba ya de calzarse precipitadamente las botas. De un salto, se me allegó, ajustándose el cinto con la espada y la daga, me dio un beso y echó a correr hacia la puerta del cuarto.
—¡Te aguardo abajo! —se despidió.
Por todo el palacio se oían voces, portazos y carreras. Los Curvo se allegaban. No se demorarían ni dos horas en arribar pues, si Juanillo los había visto en el paso de las Tres Marías y el muchacho ya había regresado a Cuernavaca, significaba que don Miguel López de Pinedo y su yerno Arias Curvo acababan de cruzar el pueblo de Huitzilac, a tres leguas al norte por el Camino Real que llevaba hasta México-Tenochtitlán.
Cuando arribé al patio de armas ya se hallaban todos preparados, con las hachas en las manos, los caballos ensillados, y algunos, incluso, ya montados y listos para partir a galope tendido.
—¡Maestre! —me llamó Juanillo desde su caballo—. ¡Son muchos! ¡Traen un piquete de cincuenta soldados! ¡Más de los que esperábamos!
Que vinieran protegidos era razonable. Conocía que Arias Curvo y, de cierto, don Miguel López de Pinedo, albergarían ciertos recelos al leer la misiva que obligué a escribir a don Diego de Arana, marqués de Sienes, pues, aun no existiendo razones para temer que alguien conociera sus planes de conspiración y la historia del mapa, siendo ellos quienes eran, se podía presumir que preferirían, por si acaso, acompañarse de un pequeño grupo de soldados antes que allegarse hasta Cuernavaca como una indefensa comitiva de gentilhombres. Lo que en verdad me sorprendía era que trajeran soldados y, por más, un piquete de cincuenta. Nosotros, en total, éramos sólo veinte y cuatro, de los cuales ocho (fray Alfonso, el señor Juan, Lázaro, Telmo, Cornelius, Zihil, el Nacom y don Bernardo) no podían pelear, lo que nos dejaba en diez y seis espadas. Por fortuna, siendo yo más desconfiada que los conspiradores, no había dejado nada a la suerte.
—¿Conoce cada uno lo que debe obrar? —pregunté en voz alta.
—¡Sí! —respondieron todos.
De un salto, monté en mi caballo.
—¡Pues vamos! —grité.
Había arribado, por fin, el día de cumplir el juramento hecho a mi señor padre. No hacía todavía un año desde las muertes de los cuatro Curvo de Sevilla y antes de que se pusiera el sol de aquel lunes que se contaban diez y siete del mes de noviembre de mil y seiscientos y ocho, Arias Curvo ardería en el infierno junto a sus hermanos. Por más, si la fortuna me sonreía y el maldito hijo de Juana Curvo, el loco Lope, acompañaba a su tío Arias, me sería dado tener con él la gentileza de ayudarle a reunirse con la madre a la que apuñaló para limpiar la honra de su familia.
Galopar de noche a rienda suelta era peligroso mas habíamos recorrido el camino muchas veces durante los últimos días y guardábamos todos sus recovecos en la memoria. Debíamos arribar a los últimos puentes sobre barrancas antes del bosque de Chamilpa, por donde se internaba el Camino Real en dirección a Huitzilac, y debíamos arribar antes de que Arias Curvo y don Miguel López de Pinedo, con su comitiva y su numeroso piquete, salieran del bosque y se dispusieran a entrar en Cuernavaca. Era una distancia de legua y media, la misma que debían recorrer ellos desde el punto opuesto, mas nosotros galopábamos y ellos no, y ésa era nuestra ventaja.
Amaneció antes de que arribáramos. Desmontamos a doscientas varas del primer puente y, tras ocultar a los caballos, proseguimos el camino a pie. Cuando llegamos, Juanillo, Carlos Méndez y Francisco, con sus odres a la espalda, cruzaron al otro lado de la barranca y los perdimos de vista. El Nacom Nachancán, Zihil y el pequeño Lázaro Méndez cruzaron también, mas a éstos los vimos ocultarse entre el boscaje. Los demás nos dispusimos a un lado y a otro del camino y, de igual manera, nos ocultamos, cubriéndonos de ramas y hojas para no ser vistos desde la altura de un caballo. Chahalté, el hijo del Nacom, fue el último en esconderse, tras comprobar que los demás nos hallábamos cabalmente velados. A no mucho tardar, media hora a la sumo, el último Curvo desfilaría ante mí sin conocer que le aguardaba la muerte.
—¿Estás bien? —me susurró la voz de mi señor esposo desde mi diestra.
—Mejor estaría entre tus brazos —le susurré a mi vez—, mas es tiempo de venganza y no de placer.
—Nos resarciremos de este tiempo —afirmó.
—No lo pongas en duda —le dije y, aunque él no podía verme, le sonreí.
Muchas cosas hermosas habían acontecido desde el día que hallamos el tesoro de Cortés y la mejor de todas se relacionaba con la consumación de nuestro matrimonio.
Al anochecer de aquel día Alonso desapareció de la cueva. Para decir verdad, con todo cuanto había que ver en aquel lugar y con las risas, chanzas y jolgorio que teníamos, no me apercibí de su desaparición. Fue un poco más tarde, a la hora de la cena, reunidos todos a la redonda de una hermosa hoguera en el patio de armas del palacio, cuando advertí que mi señor esposo no estaba.
—¿Y Alonso? —le pregunté al señor Juan.
—Hace rato ya que no le veo —repuso distraído.
—Yo le vi salir de la cueva con Francisco —dijo Cornelius—. Mas hace casi dos horas de eso.
—¿Con Francisco? —me sorprendí. ¿Adónde habían ido esos dos?—. ¿Y dónde está Francisco?
—Pues con tu marido —razonó mi compadre Rodrigo mordiendo un trozo de carne—. ¿Dónde si no?
Me levanté, dejando el plato de la cena sobre la estera, y me dirigí hacia la puerta del palacio, dispuesta a recorrerlo de arriba abajo si era menester para encontrarlos. Nada más entrar en el gran recibidor, iluminado ahora por las luces de cuatro hachones de pie alto que habíamos dispuesto en las esquinas, mi criado Francisco salió silenciosamente por la puerta de la diestra y se llevó un muy grande sobresalto al advertirme.
—¡Doña Catalina! —exclamó.
—La misma que viste y calza de don Martín —repuse encaminándome hacia él con el ceño fruncido—. ¿De dónde he de suponer que vienes?
—Oh, pues… Vengo de… —su oscuro rostro lucía un gesto lastimoso.
—¿Y mi señor marido? —le pregunté desafiante, plantándome frente a él con las manos apoyadas en el cinto.
—Ah, sí… Está en… —se retorcía de agonía como una culebra.
—¡Francisco!
—¡Doña Catalina! —gritó espantado y, para mi sorpresa, echó a correr hacia la puerta principal y desapareció. No daba crédito al mal comportamiento de Francisco. Jamás había actuado de semejante manera y no le tenía por capaz de afrentarme como acababa de hacerlo. ¿Qué le ocurría al muchacho? ¿Acaso le alteraba la venida de su señor padre, Arias Curvo? Eché a andar en pos suyo, dispuesta a exigirle una explicación aunque fuera delante de todos, cuando la dichosa puerta tornó a abrirse y a cerrarse a mis espaldas.
—¡Catalina!
Ahora era mi señor esposo quien se sobresaltaba como antes lo había hecho Francisco. ¿Qué les acontecía a esos dos…?
—A ti te buscaba —dijo de seguido allegándose hasta mí muy sonriente—. ¡Qué suerte la mía hallarte aquí, lejos de todos!
—¿Qué estabais tramando Francisco y tú en la capilla?
—¿Quién te ha dicho que nos hallábamos en la capilla?
—¿No era allí donde estabais?
—No, no era allí —se rió Alonso y, tomándome de la mano al tiempo que tornaba a abrir la puerta, me llevó con él hasta la breve galería que discurría junto al patio interior, ahora oscuro y solitario—. ¿Conoces que he recobrado todas mis fuerzas y que mi salud ya no se resiente?
—Lo conocí cuando mataste al tigre y no perdiste el sentido ni con el animal encima —susurré, tratando de ocultar una sonrisa de grande felicidad.
Todo estaba claro en mi cabeza. Sabía que había llegado el momento y mi corazón latía raudo y fuerte al tiempo que una cálida desazón de las entrañas me exaltaba todo el cuerpo. La mano de Alonso que sujetaba la mía y tiraba de mí hacia algún lugar desconocido me quemaba la piel como si fuera de fuego y, por más, tenía la breve conciencia de que aquel momento lo íbamos a rememorar muchas veces en el futuro y me resultaba gracioso estar viviéndolo en el presente. No sé, de cierto que la alteración produce extraños pensamientos.
Doblamos la esquina del patio como si fuéramos hacia la capilla.
—¿Dónde me llevas? —le pregunté con grande curiosidad.
Alonso se detuvo y me miró derechamente a los ojos con una mirada llena de proposiciones.
—He preparado para ti —susurró, atrayéndome y besándome en los labios— el tálamo de una reina. La mujer a la que amo y con la que me he desposado es tan única y tan extraordinaria que no me sería dado…
Dejándome arrastrar por el deseo y por la inmensa felicidad que sentía, eché mis brazos alderredor de su cuello y, sin consentirle terminar, le besé con ardor y pasión. Él me abrazó por la cintura y principió a acariciarme despaciosamente la espalda por encima de la ropa. No dejábamos de besarnos más y más, con mayor pujanza, con mayor ansiedad. Nuestras manos se abrieron camino hacia lugares nuevos, no demasiado oportunos hallándonos como nos hallábamos en aquella galería abierta del patio interior. Cuando nos separamos para contener lo que parecía inevitable, Alonso me sonrió, admirado por mi falta de modestia y recato.
—A no dudar —susurró con la voz entrecortada—, y como ya he dicho, me he desposado con una dueña única y extraordinaria.
Tornó a sujetarme por una mano y, con la otra, abrió y empujó la puerta que teníamos justo enfrente de nosotros y de la que brotó, súbitamente, una cascada de luz cegadora.
—Francisco me ha ayudado a preparar para ti —me susurró— la hermosa cámara de doña Juana de Zúñiga.
Asombrada, me solté de mi señor esposo y me adelanté para colarme en el resplandeciente aposento.
Todas las velas y cirios que, de seguro, habían podido hallar en Cuernavaca, así como todos los candelabros de aceite y los candiles del palacio, se hallaban a la sazón desperdigados por el cuarto para no dejar ni un rincón en la sombra. Mas no era sólo la luz lo que brillaba, ni tampoco los espejos de las paredes que la reflejaban. Del dosel del lecho colgaban incontables cadenillas de oro y muchas más de los brazos de los candelabros, de los bordes de los postigos y también de los armarios. Por más, sobre las mesillas, el bargueño y el arcón situado a los pies del lecho, refulgían piedras preciosas y hermosas figuras de jade. Collares de perlas se esparcían descuidadamente por los asientos y el lecho, sobre cuyo almohadón descansaban algunas flores que debían haber recogido en los campos cercanos y que perfumaban suavemente la cámara. Si aquél iba a ser mi lecho nupcial, pocas mujeres, y de cierto pocas reinas, habían tenido uno semejante al mío.
Los brazos de mi señor esposo me rodearon la cintura desde atrás y sus labios comenzaron a besar mi cuello. Sólo por un instante, ante la presencia del lecho, sentí enrojecer mi rostro mas, arrastrada por los besos de mi amado Alonso, olvidé todo y me determiné a sentir, sólo a sentir aquel grande amor. ¡Llevaba tanto tiempo ansiando este momento! Alonso me giró hacia él y me atrajo hacia su pecho. Escuché los fuertes latidos de su corazón. Alcé la mano y le acaricié el rostro y, así, no sé bien cómo, terminamos reclinándonos sobre el lecho, apartando las perlas entre risas y besos, y quitándonos las ropas de a poco, morosamente, deleitándonos hasta que la premura se adueñó de nosotros.
—¡Ya llegan! —me alertó mi señor esposo desde debajo de la hojarasca, arrancándome de súbito de mis recuerdos.
Y era cierto. Se oía claramente el ruido de los cascos de los caballos y el entrechocar metálico de las armas contra las grebas. Debía salir de mi dulce ensueño pues el día de la venganza había arribado.
No, aún no se hallaban lo bastante cerca, razoné. Había que aguardar un poco. Mis sentidos se afilaron como dagas. De súbito, el creciente estrépito mudó para hacerse aún más fuerte y recio. Estaban atravesando el puente de madera sobre la barranca más alejada de nosotros. Con todo, parecióme que un extraño silencio nos cubría suavemente, como una niebla, acallando hasta el rumor del agua. Al fin, el primero de los jinetes entró en el segundo puente, el que nosotros vigilábamos desde este lado. Ahora sí se allegaban. Ya no faltaban más que unos latidos. En cuanto Francisco viera a su antiguo amo y padre, Arias Curvo, y al resto de los principales, pasar por delante de nosotros, daría la orden para que todo diera comienzo. Los teníamos encima. El ruido de cascos, ollares y armas se tornó estruendoso y, al fin, una montura pisó tierra y nos rebasó a Alonso y a mí. La cabeza de la comitiva ya estaba saliendo del puente. Conté los segundos, aguardando con el ánima en vilo.
Las explosiones retumbaron en el silencio de la tranquila mañana devolviendo mil ecos desde los cerros y montes cercanos, de cuenta que parecieron muchas más de las dos valederas que habían acontecido. Los caballos, espantados, relincharon, corcovearon y se encabritaron, tirando al suelo a sus jinetes. De los lados del camino, gritando como diablos, salimos a la vez los diez y seis de nuestro grupo, dando inicio a la pelea. No resultaba fácil luchar contra gente protegida por armadura o, como poco, por loriga y grebas, y aún era peor si no se habían caído de la montura. De ésos me desentendí, dejándoselos a los hombres altos.
Entretanto luchaba tirando a diestro y siniestro tajos, estocadas y reveses, atisbé la desaparición de los dos puentes, volados por los aires por nuestras cargas de pólvora. Esas explosiones habían acabado, a lo menos, con un tercio de la compañía de don Miguel y Arias, a los que no vislumbraba por ningún lado.
—¡Martín, tu siniestra, tu siniestra! —oí gritar a Rodrigo.
¡Maldición! Siempre olvidaba voltear la cabeza hacia el lado del ojo huero, por donde no veía venir los ataques. Por fortuna, cada vez que Rodrigo me gritaba de ese modo, el instinto me llevaba a tirar con la daga para atravesar o parar y, esta vez, atravesé. Uno menos.
En el terreno que había quedado entre los dos puentes volados, un grande incendio se extendía raudamente. Gritos, relinchos, imprecaciones y demandas de socorro llegaban desde allí. Días atrás habíamos dispuesto altos y tupidos mamparos hechos con ramas y los habíamos colocado a tres varas de las dos orillas del camino, de barranca a barranca, bien regados con aceites, sebo y resinas. Por más, Juanillo, Francisco y Carlos Méndez habían llenado unos odres con vinos añejos y aguardientes del palacio de Cortés con los que avivar las llamas. El incendio debía de ser súbito y violento para que los atrapados entre los mamparos y las barrancas no pudieran escapar. De este modo, habíamos eliminado otro tercio de la comitiva. Los tres muchachos, junto con el Nacom, Zihil y Lázaro, estarían ahora regresando a nuestro lado, pasando sobre el grueso tronco de un árbol que habíamos talado corriente abajo y dispuesto a modo de planchón.
Uno de los negros de Yanga yacía en el suelo, desarmado, a punto de ser atravesado por la espada de un soldado. No lo pensé dos veces y, con la mía, atravesé el pecho del agresor de axila a axila por el hueco del brazo levantado. Y, a tal punto, sentí un aguzado pinchazo en la espalda y vi la punta de un arma salir por mi costado izquierdo, a la altura de la cintura. Si me encierras en un lugar oscuro, menudo y bajo tierra, me quedo sin fuelle y tengo la certeza de que voy a morir mas, si me clavas una espada por la espalda, me revuelvo como un rabioso ocelotl y te destripo, que fue lo que le hice a aquel grueso caballero al tiempo que, por su aspecto y ropas, conocía que era uno de los conspiradores (y, como no era Arias Curvo, se trataba, a no dudar, de don Miguel López de Pinedo).
—¡Te dije que a éste le mataría yo! —me gritó Rodrigo, propinándome un empellón que me tiró al suelo y cortando la cabeza de don Miguel con un rabioso mandoble. El viejo se hallaba de hinojos, sujetándose con las manos las tripas que se le escapaban y tratando de verse el hoyo del vientre por encima de la gorguera, de cuenta que no se apercibió de que le sobrevenía la muerte. El cuerpo se desplomó y la cabeza rodó dos o tres varas hacia la maleza, quedando entre las patas de los caballos que andaban sueltos y que la golpearon y lanzaron de un lado a otro.
Todo esto lo vi desde el suelo, taponándome la sangre que manaba de la herida. Por suerte, para cuando Cornelius se me allegó con su pequeña arqueta de hilas y ungüentos, la batalla había terminado. Alonso, sujetando por el herreruelo al hideputa del loco Lope y mirándole derechamente, le estaba gritando unas cosas terribles, de cuenta que no se había apercibido de mi estado. Rodrigo, una vez que Cornelius le sosegó asegurándole que la mía era una herida de nada, se puso en pie y tornó junto a los hombres que retenían al bellaconazo de Arias Curvo.
Arias Curvo.
Allí estaba, por fin. El último de los hermanos. Con su muerte cumpliría el juramento hecho a mi señor padre. Como todos los Curvo, Arias tenía el rostro avellanado y la dentadura perfecta, sin manchas, agujeros o apiñamientos y, por más, hacía gala de un porte alto y noble. Había en él un mucho de su hermano Fernando, como el bigote entrecano y la perilla blanca y, extrañamente, un algo de su hermana Isabel pues, como ella, Arias era rollizo de carnes y de prominente barriga.
Teniendo al último Curvo a menos de tres varas, no me era dado permanecer calmada entretanto Cornelius me curaba la herida, así que me revolví y me incorporé.
—¡Maestre, parad! —me regañó el cirujano, que trataba con poca fortuna de sujetar con hilas los emplastos de hierbas que me había colocado—. ¡Maestre, hacedme la merced de parar!
—¡Acabad ya, Cornelius, que tengo prisa! —le espeté. Mi voz atrajo la atención del Curvo, que posó sus ojos en mí y me conoció.
—Don Martín Nevares, el tuerto —dijo, alzando la voz para que yo le oyese—. Hacía mucho tiempo que os aguardaba.
Arrastrando tras de mí a Cornelius, que anudaba a toda prisa los cabos de las hilas, me dirigí hacia el Curvo y le sonreí.
—Para decir verdad, señor —repuse—, era yo quien os aguardaba, como podéis ver. Y ahora os tengo en mi poder, así como al enajenado de vuestro sobrino, Lope de Coa.
El loco Lope, que no dejaba de ser un fino mozo de barrio con aspiraciones a la santidad, hizo un gesto bravucón que mi señor esposo atajó con una sonora bofetada, derribándolo. Su tío le miró con desprecio y, luego, tornó a poner la mira en mí.
—¿Y doña Catalina Solís? —me preguntó mordaz—. ¿También os acompaña aquí vuestra querida? No sabéis matar a un Curvo sin la ayuda de una mujer, ¿verdad? ¿Qué habríais hecho en Sevilla sin ella? No sois lo bastante hombre para ejecutar las cosas por vos mismo.
No pude evitar echarme a reír tan de gana que la herida me dolió. Y no sólo yo perecía de risa. Todos los compadres se doblaban por los ijares de puras e irrefrenables carcajadas.
—¡Acertáis, señor! —farfullé secándome las lágrimas del ojo bueno—. ¡No soy lo bastante hombre! ¡Vamos, que si me apuráis, no soy hombre en absoluto!
El Curvo y su sobrino entrecerraron los ojos mirándome ambos dos con profundo odio. No entendían a qué venían aquellas risas y se sentían ofendidos por haber dicho algo que los convertía en objeto de burla. De ser alguno de ellos, yo hubiera estado más preocupada por lo que me aguardaba que por una tonta ofensa, mas ya se conoce que el orgullo, la honra y todas esas zarandajas, al parecer, importan más que la vida.
—¡Maniatadlos! —ordené, poniéndome súbitamente seria—. ¡Volvemos al palacio!
En ese punto, arribaron corriendo Francisco, Juanillo, el Nacom, la joven Zihil, Carlos y Lázaro. Vi los ojos de Francisco posarse en los de su padre y quedar de piedra mármol. El Curvo le miró también mas no le vio. Que no reconociera a su antiguo mozo de cámara ya era señal de la importancia que el muchacho había tenido para él, aunque lo valederamente terrible, lo que helaba la sangre en las venas, era que Francisco era su hijo, habido con una esclava, y que, por más de ser su hijo, era un Curvo puro de los pies a la cabeza aunque tuviera la piel negra, tan parecido a él mismo y a su primo Lope que había que estar ciego para no advertir que eran de la misma familia y, ni aun así, había conseguido atraer su atención. Para Arias sólo era un negro y valía menos que una piedra.
Me allegué hasta Francisco y le puse la mano en el hombro.
—No te desengañes con tu padre —le dije—. Es un hideputa malnacido que no merece un hijo como tú.
Francisco me miró un tanto sorprendido.
—Erráis, doña Catalina —me replicó—. Yo no tengo padre y no me he desengañado con mi antiguo amo. Es que he sentido miedo al verle y ya no recordaba lo que era tener tanto miedo. Su presencia me acobarda y atemoriza como ninguna otra cosa en el mundo.
—Pues tú llevarás su caballo —le ordené.
—¡No, doña Catalina, por lo que más queráis, no!
—Escucha, Francisco —le dije sosegadamente—. No podré matar a ese maldito Curvo hasta que tú dejes de temerle. No debes vivir con esa sombra pues, de otro modo, cualquiera que te levantara la mano o que te golpeara como él lo hacía ganaría todo su poder sobre ti. Debes perderle el miedo, debes allegarte hasta él y verle como es en verdad, un bellaco despreciable.
Mi señor esposo se colocó junto a mí y mi compadre Rodrigo se puso a mi diestra.
—Francisco, conoces que te dicen verdad —le animó Alonso—. Ese fullero no es nadie y tú vales mucho más que él.
—¡Juanillo! —vociferó Rodrigo.
El muchacho, que, junto con otros, vigilaba a Arias Curvo y a Lope de Coa con el arcabuz preparado, voló hasta nosotros.
—Acompaña a Francisco durante el camino al palacio —le mandó Rodrigo— y, entre los dos, encargaos del Curvo gordo. Yo tengo que decirle unas palabritas al loco Lope.
—¿No te humilla —le preguntó Alonso a Rodrigo, frunciendo el ceño— que un miserable como ése fuera capaz de robarnos y atormentarnos como lo hizo sin tener ni media bofetada?
—Me humilla —admitió Rodrigo, alejándose—. Y es por eso que la media bofetada se la voy a convertir en bofetada entera.
—¡Aguarda, compadre! —le pidió mi marido—. Voy contigo.
Comprendí la necesidad de venganza que ambos sentían. Por eso, colocándome al frente de nuestra comitiva, les permití quedarse allí, junto al puente volado, entretanto que todos los demás regresábamos al palacio de Cortés. Ya tornarían cuando acabaran.
A medio camino, mi señor suegro puso su caballo junto al mío.
—Tras la comida —me anunció— partiré con mis hijos hacia México-Tenochtitlán.
Asentí.
—Informad al virrey que hemos cumplido nuestra parte. La conjura está descabezada y sin recursos. Ahora, nos debe el perdón real y todo lo que ofreció en promesa.
—Si me dejáis los caballos más rápidos y algunos hombres, en menos de tres días estaremos de vuelta.
—Tomadlos —le concedí—. Y no corráis peligros innecesarios.
El fraile sonrió y yo, viéndole, me dije que como todos sus hijos, incluido mi esposo, se le parecían tanto, así mismo sería Alonso cuando rebasara los cuarenta años: calvo y con las cejas asilvestradas, aunque igual de gallardo y rubio que ahora y con los mismos bellos ojos zarcos.
—¿Me es dado preguntaros una cosa, doña Catalina? —aventuró fray Alfonso con cierta timidez.
—Adelante, fraile —repuse, divertida. ¿Qué tenía ahora en la cabeza aquel franciscano embelecador?
—Como suegro vuestro desearía conocer si, una vez que el rey os haya perdonado, habéis considerado la circunstancia de darme nietos.
Pegué tal respingo en la silla que el caballo casi se me encabritó. Hube de sujetar fuertemente las riendas para dominarlo.
—¡Esperad sentado, fraile! —le grité, poniendo mi montura al galope—. ¡Antes los tendréis del pequeño Telmo que de Alonso!
Todos cuantos me seguían, cogidos por sorpresa, fustigaron a sus caballos para darme alcance.
Entre el río y la cueva del tesoro, sobre aquella extraña piedra que había brotado del suelo, yacía, tumbado en una muy incómoda postura, el último de los cinco hermanos Curvo, Arias, desnudo de cuerpo salvo por un paño de algodón blanco que le honestaba sus partes. Como la piedra no era muy grande, su cabeza y sus brazos, atados por las muñecas, colgaban por uno de los extremos, entretanto sus piernas, atadas por los tobillos, colgaban por el otro. Sólo su pecho, ligeramente inclinado hacia la cabeza, y su voluminoso vientre se apoyaban en el viejo altar mexica. Un trozo de seda de la elegante camisa que había vestido hasta hacía poco servía ahora para amordazarle y ahogar sus gritos.
Alrededor del altar, sólo nos hallábamos los pocos que quedábamos de aquella grande familia que un día fuimos —es decir, el señor Juan, Juanillo, Rodrigo y yo—, así como mi señor esposo, que deseaba acompañarme, el Nacom Nachancán y el maltrecho loco Lope, caído como un fardo en el suelo fingiendo hallarse desmayado aunque bien despierto y atento a todo cuanto acontecía. Fray Alfonso con Carlos, Lázaro y Telmo había partido aquella tarde hacia México-Tenochtitlán y, el resto, incluido Francisco, asaba un venado para la cena en el patio de armas del palacio.
Habíamos bajado luces suficientes como para alejar las tinieblas de aquel oscuro lugar aunque la cueva, como era tan honda, tornaba a sumirse en la penumbra a unas pocas varas por detrás de nosotros, que mirábamos hacia el río.
Ninguno hablábamos. El Nacom se me allegó portando en las manos, sobre un paño blanco, uno de aquellos hermosos y bien afilados cuchillos de pedernal que guardaba como un tesoro. Éste era de hoja más ancha que aquel tan fino que él había empleado para agujerear los miembros viriles de los nobles sevillanos. Cuando lo tomé y lo empuñé para conocer su peso y su firmeza, como hija de espadero no pude por menos que admirarme de la perfección con que lo había ejecutado su artesano.
—Guiadme, Nacom —dije, volviéndome hacia Arias Curvo, que no cesaba de revolverse inútilmente sobre la piedra.
—No tembléis, doña Catalina —me advirtió con afecto.
Y decía verdad pues mi mano, la misma mano firme y sólida que empuñaba una espada en la batalla, se estremecía ahora con violentos tiritones empuñando aquel cuchillo. La paré con la siniestra y cerré los ojos un momento para sosegarme.
Y, de súbito, ya no me hallaba en las tripas de una pirámide en tierras de la Nueva España sino en la imperial Sevilla, en un pequeño cuarto rentado de la Cárcel Real, contemplando una escena que volvía desde un lugar oscuro de mi memoria. Allí estaba Damiana, la buena y servicial Damiana, torturada y asesinada después por el loco Lope, dejando caer entre los labios grises de mi señor padre, don Esteban Nevares, un líquido amarillo con la ayuda de un cacillo. Damiana, la curandera más hábil de Tierra Firme, dijo «permitidle respirar» a un entristecido Martín, que no era otro que yo misma, y que, obediente, se levantó y se alejó del lecho del moribundo. Veo a mi padre debatirse con la muerte para despertar y oigo su voz llamándome: «¡Martín, Martín! ¿Dónde te has metido? Hay algo muy importante que debo pedirte antes de morir». A tal punto, los ojos ciegos de mi señor padre ya no miran sin ver hacia su hijo Martín sino hacia mí, hacia la valedera Catalina Solís que se halla en la pirámide tlahuica. «Quiero que tomes venganza —me dice—. Toma venganza por Mateo, por Jayuheibo, por Lucas, por Guacoa, por Negro Tomé, por el joven Nicolasito, por Antón, por Miguel, por Rosa Campuzano y el resto de las mancebas, por los vecinos asesinados de Santa Marta, por la casa, por la tienda, por los animales, por la Chacona, por madre y por mí. No permitas que ni uno solo de los hermanos Curvo siga hollando la tierra mientras tu padre y los demás nos pudrimos bajo ella».
—¡Os lo juro, padre! —exclamé a voces abriendo los ojos y mirando la gruesa barriga peluda de Arias Curvo—. ¡Juro que tomaré venganza!
—¡Catalina! ¿Qué dices? —gritó Alonso, abrazándome—. ¡Para, para! ¡Si no te es dado ejecutarlo, déjalo!
—¡Martín, compadre! ¿Qué te pasa?
Aspiré el olor de la piel de mi amado esposo y, por encima de su hombro, sonreí al espantado Rodrigo. Ninguno de los dos conocía que yo acababa de estar, de nuevo y por un corto espacio, en la Cárcel Real de Sevilla el día en que murió mi señor padre. Sin soltar el cuchillo, abracé fuerte a Alonso y, al cabo, me solté con determinación. La idea de la muerte de Arias sobre un altar de sacrificios humanos se me vino al entendimiento la mañana que fondeamos junto a la isla Sacrificios y el señor Juan y yo descubrimos aquellos adoratorios con altares manchados de sangre. Al punto conocí que aquélla era, a no dudar, la muerte que el despreciable Arias merecía y la que el destino había escrito para él.
Caminé despaciosamente hacia el altar sin prestar atención a los ojos hinchados del Curvo que me miraban con horror. Era justo que sintiera ese horror, me dije. Era justo que ese hideputa sintiera el mismo miedo, dolor y muerte que había causado a tantas gentes inocentes pues ni aun así pagaba su grandísimo adeudo. Mas ahora lo saldaría valederamente.
—Debéis dar la cuchillada con destreza entre las costillas, abajo y del lado izquierdo —me dijo el Nacom, señalándome el punto exacto—. Sajar un poco a un lado y a otro para dejar sitio a la mano.
Se hizo un hondo silencio. Sólo se oía el fragor del agua y el crepitar de las llamas de las antorchas.
Miré a Arias y le sonreí.
—Cuando maté a vuestra hermana Isabel —le dije muy tranquila—, el curare le impidió suplicar por su vida. El hideputa de vuestro hermano Diego, podrido de bubas de los pies a la cabeza, recibió una puñalada en el corazón entretanto lloraba pidiendo confesión. Vuestra hermana Juana murió a manos de este sobrino vuestro que ahora elige parecer desmayado antes que tratar de auxiliaros o confortaros. Fernando peleó bien con la espada y me desbarató el ojo que perdí y en el que ahora calzo uno de plata, mas le maté en la bodega de su palacete. Y, ahora, os toca a vos, bellaconazo. Presentad mis respetos a vuestros malditos hermanos cuando los veáis en el infierno y, cuando os reunáis con ellos, recordad juntos, si os atrevéis, el grande daño que hicisteis a gentes honestas sólo por acopiar riquezas, renombre y palacios.
Alcé el brazo y descargué el cuchillo de pedernal en el lugar exacto que me había marcado el Nacom. El gordo cuerpo de Arias corcoveó como el lomo de un caballo y la sangre empezó a manar a borbotones. Corté a un lado y a otro para abrir un ojal en la herida.
—Ahora, meted la mano por la brecha y tentad hacia arriba hasta que notéis el corazón.
Arias Curvo seguía vivo y se retorcía furioso, de cuenta que tardé un poco en advertir los encabritados latidos de aquella entraña que le daba la vida. Me hallaba tan horrorizada por lo que obraba como sorprendida por obrarlo. Matar a un enemigo no era algo que me causara desazón tras cuatro venganzas e incontables batallas, mas sostener su corazón entre los dedos, latiendo furiosamente, hizo que me flaquearan las piernas.
—¿Lo tenéis ya? —me preguntó el Nacom.
Asentí.
—Pues sujetadlo bien y tirad con todas vuestras fuerzas para arrancárselo de un golpe.
Temí no ser capaz, dudé otra vez… Y entonces me vino madre a la memoria, la valiente mujer que me había acogido en su casa cuando yo nada tenía y que había muerto por salvarme, recibiendo tormento entretanto suplicaba por mi vida. Y así, recordando lo mucho que la quise y lo mucho que ella me quiso a mí, cogí aquel maldito y negro corazón entre mis dedos, lo apreté y tiré de él como un tigre rabioso. Ya conocía que no iba ser fácil y que mis fuerzas no eran ni las de un hombre ni las de un Nacom acostumbrado a obrar aquella atrocidad, por eso, y por no tener ganas de estar mucho tiempo ejecutando el desagradable oficio, tiré de él como si las vidas de todos a los que quise y que los Curvo me quitaron dependieran de ello. Tiré con tanta furia, con tanta ira que las lianas que sujetaban el corazón se desgarraron y pude sacar la mano del cuerpo de Arias con el triste y sangrante despojo entre los dedos.
—Ya está, doña Catalina, se acabó —me consoló el Nacom—. Ha terminado.
No, no había terminado. Arias agonizaba, sí, mas aún seguía vivo. De cierto que iba a morir en pocos segundos, así que alargué mi mano hacia su rostro y le mostré su propio corazón latiendo todavía.
—¿Lo veis, Arias? —le pregunté—. ¡Pues ésta es la justicia de los Nevares!
Y con todas mis fuerzas, estirando mucho el brazo, lo lancé a las aguas del río, en las que se hundió y desapareció prestamente entretanto el cuerpo al que había pertenecido exhalaba el último suspiro. Arias Curvo había muerto.
Me allegué hasta el cauce del agua y, agachándome, principié a limpiarme con desesperación la sangre de las manos y del brazo. Los sollozos me sacudían el cuerpo sin que a mi voluntad le fuera dado evitarlo. Alonso me cogió con fuerza, me alzó y me estrechó contra su pecho, rodeándome con sus brazos como si quisiera defenderme del mundo entero. Lloré y lloré durante mucho rato y, cuando principié a calmarme, de algún modo me apercibí de que todos los demás se hallaban junto a nosotros.
—Has cumplido el juramento que le hiciste a tu señor padre —escuché decir a Rodrigo—. Eso te honra.
—No llores más, muchacho —murmuró, apenado, el señor Juan, poniéndome una mano en la espalda—. Lo has hecho bien. Ahora, mi compadre Esteban podrá descansar al fin en su tumba. Has actuado como el hijo que siempre quiso tener.
—Maestre —me dijo Juanillo—, estoy orgulloso de haberte asistido en esta venganza.
Me sequé la mejilla mojada por el llanto y descubrí, sorprendida, que, aunque había llorado, el ojo huero no me había dado pinchazos como en otras ocasiones. Quizá fuera por el ojo de plata. A lo que se veía, la plata tenía la propiedad de aliviar ese extraño dolor que hasta entonces había sentido. Separé el rostro del pecho de mi señor esposo y los miré a los cuatro. Todos me sonreían con afecto, hasta mi compadre Rodrigo, que abrió la boca para soltar alguna frase de las suyas aunque se contuvo.
—Aún nos queda ése —dije, señalando con la barbilla al aterrorizado Lope de Coa, que parecía de piedra mármol aunque se hallaba bien despierto—. Hacedme la merced, compadres, pues yo ya no puedo más, de atarlo al cuerpo de su tío.
—¿Cómo dices, muchacho? —se sorprendió el señor Juan.
—Que toméis el cuerpo muerto de Arias y, rostro con rostro, bien arrimados de los pies a la cabeza, los atéis juntos y, luego, tras vaciar alguna de esas cajas grandes que contienen oro y joyas, los metáis dentro y clavéis la tapa. Llevad la caja al fondo de la cueva y abandonadla allí.
El loco Lope rugió como un león y trató de ponerse en pie y de huir hacia el interior de la cueva mas Rodrigo le alcanzó al punto y le tiró al suelo y, entonces, el loco empezó a gritar desaforadamente hasta que mi señor esposo le amordazó con un pañuelo y le cerró la boca para siempre. Entre todos, apretaron el cadáver de Arias contra el cuerpo de Lope y, luego, los ligaron reciamente con cuerdas y los metieron en la caja, la clavaron y la llevaron al fondo de la cueva.
La noche del ataque a la Serrana, aquella maldita noche en que el loco robó a Alonso y a Rodrigo y conocí que había matado a madre y a Damiana, encerrada en el interior de la cuba bajo la mar juré que, si me era dado sobrevivir, Arias Curvo y Lope de Coa padecerían las más terribles muertes que el ingenio humano hubiera discurrido desde que el mundo era mundo.
El cadáver de Arias, con la humedad y el calor, se pudriría raudamente y su pudrición corrompería en vida a su sobrino.
Cerré los ojos con fuerza, alcé el rostro hacia arriba, hacia un cielo que no se veía, y, apretando los puños hasta clavarme las uñas, musité con voz muy baja:
—Se acabó, padre. Ya están todos muertos. Ya no huella la tierra ninguno de los malditos Curvo que acabaron con vuestra vida. He cumplido el juramento que os hice y espero que ahora tanto a vuestra merced como a madre y a los demás os sea dado descansar en paz. Perdonadme, pues, por enterrar aquí y ahora a vuestro hijo Martín Nevares. Aquí acaba él y acaba su venganza. Soy Catalina, padre, y, en adelante, sólo seré Catalina.
Del silencio brotó el vozarrón terrible de mi compadre Rodrigo, justo detrás de mí:
—¡Entierra a Martín Nevares si tal es tu deseo, cobarde! Mas tú eres, y siempre serás, Martín Ojo de Plata. ¡Te guste o no!
Y, luego, tras un bufido, añadió:
—¡No hay quien comprenda el confuso entendimiento de una dueña!
Fray Alfonso no retornó en tres días. Tampoco en cinco. Y cuando ya nos hallábamos todos sobre nuestras monturas, dispuestos a partir hacia México-Tenochtitlán, un impresionante destacamento de soldados cruzó el paso de las Tres Marías y se aposentó con gran aparato militar en la aldehuela de Huitzilac, cerrando al punto el Camino Real. Otros destacamentos obraron lo propio en el resto de los caminos que llegaban hasta Cuernavaca, de cuenta que el lugar quedó sitiado con nosotros dentro en menos de un paternóster.
Ya habíamos dado la voz de alarma y yo impartía órdenes para abandonar el palacio de Cortés y escapar de la traicionera emboscada por los profundos cauces de las barrancas, cuando mi joven cuñado Carlos, desde el otro lado de los puentes volados, a gritos nos saludó y nos aseguró que no se trataba de una celada sino que portaba un mensaje del virrey don Luis de Velasco el joven para mí y que los soldados sólo estaban allí para proteger el tesoro.
En menos de una mañana, los puentes fueron reconstruidos y Carlos Méndez cruzó a lomos de un hermoso caballo alazán muy revuelto y de buena carrera.
—¡Eh, noble señor don Carlos! —le chanceó su hermano entretanto le abrazaba—. ¿Y padre? ¿A qué se debe su ausencia? ¿Y Lázaro y Telmo? ¿Cómo es que vienes solo y en compañía de soldados?
—¡Basta, basta! —protestó el muchacho alegremente, liberándose de los brazos que lo apretaban—. Contigo no tengo nada que hablar. Traigo un mensaje del virrey de la Nueva España para doña Catalina Solís, mi señora cuñada.
Yo le sonreí y le revolví el rubio cabello, aunque para ello tuve que alzar la mano.
—A ver ese mensaje, señor caballero.
—No —se opuso—. Ya sé que debo entregároslo mas llevo dos días comiendo bazofia de milicia y estoy más que harto de cazabe [37] y vino malo.
Un capitán que había cruzado los puentes tras mi joven cuñado carraspeó para hacer notar su presencia. Carlos Méndez se volvió hacia él y le miró con desgana. Luego, se giró de nuevo hacia mí.
—Mi señora doña Catalina, éste es el capitán Díaz del Castillo, al mando del ejército que protege Cuernavaca.
El capitán, un guapo criollo con bigote y perilla ataviado con armadura, hincó la rodilla en tierra frente a mí, tomó mi mano y se la allegó a los labios. A hurtadillas vi el respingo que dio mi señor esposo.
—Es un grande honor, mi señora —dijo el capitán, alzándose—, poder presentaros mis respetos. Lo que vuestra merced ha hecho por España y por el imperio es digno de admiración y siempre os será reconocido.
—¡Voto a tal! —soltó Rodrigo—. ¿Ahora, en lugar de querer prendernos, nos van a besar los pies?
El señor Juan le propinó un codazo que, aunque no produjo daños en el duro cuero de mi compadre, le avisó de la conveniencia de mantener la boca cerrada.
Al punto, sentí que mi camisa, mis calzones y el cinto con mis armas se transformaban en uno de aquellos hermosos ropajes que vestía en Sevilla y, si bien se dice que el hábito no hace al monje, por algún encantamiento me convertí en la exquisita y refinada viuda que fui allí y que recibía a sus invitados tumbada en el estrado de su palacio.
—Mi buen capitán —exclamé con una dulce sonrisa—, quédese vuestra merced a comer con nosotros pues, como ve, el mensajero del virrey impone condiciones.
—Os lo agradezco, mi señora —rechazó pesaroso—, mas debo tornar con mis hombres y comer cazabe y beber vino malo.
Esto último lo dijo de buen humor, mirando con socarronería a Carlos Méndez, que ni se inmutó. El capitán realizó una elegante inclinación ante mí y montó de nuevo en su caballo, partiendo al punto. En cuanto hubo cruzado los dos puentes, mi cuñado lanzó un luengo suspiro de alivio.
—¡Por vida de…! —dejó escapar—. ¡Qué rancios y estirados son los soldados españoles! Llevo dos días de viaje y me han parecido dos meses.
Juanillo y Francisco se allegaron hasta él y le dieron abrazos y mojicones muy al estilo de los jóvenes compadres.
Cruzamos el portalón que daba acceso al patio de armas y, a no mucho tardar, alguien puso un venado a asar sobre la hoguera. Hacía ya cinco días que fray Alfonso había partido hacia México-Tenochtitlán y, una vez muertos los Curvo, no teníamos nada más que poner en ejecución que ir de caza, de pesca o de paseo, así que nos hallábamos bien provistos de bastimentos y, por más, conocíamos los recovecos de Cuernavaca y sus barrancas como las palmas de nuestras manos.
Los cinco hombres de la dotación de la Gallarda y los cuatro negros de Yanga se repartieron la tarea de tener a la mira a los soldados que cortaban los caminos. Mi habitual desconfianza me llevaba a tomar prevenciones, aunque mucho me temía que, en esta ocasión, la presencia de tanta milicia obedecía a la voluntad del virrey de tener el tesoro bajo custodia alejando de mí la tentación, si es que acaso yo la sentía, de apropiarme del botín. Fray Alfonso había sido muy claro al respecto cuando nos refirió en el manantial los deseos del virrey: «Lo que él, en verdad, quiere de vuestra merced es que, por más de haceros con el mapa, rescatéis el tesoro de Cortés para impedir la traición y lo depositéis no en vuestra bolsa, que sobre esto fue muy claro, sino en las arcas de la Corona de España. Vuestra merced entregará el tesoro a don Luis de Velasco el joven sin que falte una sola pieza».
Si yo tenía a gala ser desconfiada, el susodicho virrey, desoyendo la opinión de fray Alfonso sobre que yo era una dama de mucha dignidad, me ganaba de largo obrando como si el forajido Martín Ojo de Plata fuera a robarle su tesoro. Me determiné a ignorar tan grosera actitud pues, de haberme hallado en su lugar, hubiera actuado de igual forma.
Y, así, sentados a la redonda del venado que giraba en el espetón, nos hallábamos reunidos los que ahora formábamos la nueva pequeña familia: Rodrigo, el señor Juan, don Bernardo Ramírez, Carlos Méndez, Juanillo, Francisco, Cornelius Granmont, el Nacom Nachancán, su hijo Chahalté, Zihil, Alonso y yo.
—¿Me vas a decir ya dónde están padre y los pequeños o me harás esperar, en verdad, hasta después de la comida? —porfió mi señor esposo mirando derechamente a su hermano menor, que bebía un sorbo de vino de una copa.
—No, no te voy a hacer esperar —repuso Carlos, limpiándose los labios con el brazo—. Ni tampoco a vuestra merced, doña Catalina. Sólo sentía el apremio de quitarme de encima a esos malditos soldados y a ese pulido capitán Díaz del Castillo. ¡Qué gentes tan engreídas y disciplinadas!
—Éste no nació para los Tercios —se rió el señor Juan.
—Ni para los Tercios ni para la Iglesia —declaró Carlos con grande convencimiento entretanto se me allegaba y me hacía entrega de un pergamino lazado y lacrado—. Escrito de puño y letra por el mismísimo virrey de la Nueva España. Y eso que está tan ciego como don Bernardo y que, como él, se sujeta los anteojos con cordoncillos.
Rompí el lacre y leí en voz alta el contenido para que todos lo conociesen al mismo tiempo que yo. El virrey me daba las gracias por salvar a la Nueva España y al imperio y lo hacía con unas palabras y una letra tan florida que daba gusto leerlo. Me hacía saber que se hallaba a la espera de la inminente llegada, gracias a la premura de los avisos [38] de la Casa de Contratación, de los documentos que le había solicitado al rey Felipe el Tercero por los cuales quedaban derogadas tanto la real disposición contra don Martín Nevares y doña Catalina Solís por los asesinatos de don Fernando, doña Juana, don Diego y doña Isabel Curvo, como la real orden de apresamiento contra don Esteban Nevares, ya fallecido, y don Martín Nevares, su hijo, por crímenes de lesa majestad, a saber, contrabando y mercadeo de armas con el enemigo en tiempos de guerra. Asimismo, le había solicitado también al rey una instrucción para que le fueran restituidas a doña Catalina Solís todas sus propiedades, heredadas o adquiridas, tanto en España como en el Nuevo Mundo. Y, por último, y dado que las personas de don Martín Nevares y doña Catalina Solís no eran sino sólo una —la mentada doña Catalina Solís—, el virrey había requerido de Felipe el Tercero que le concediera a ésta el título de duquesa de Sanabria, pues tal era el nombre de su palacio en Sevilla. A los efectos de la Nueva España y por su autoridad virreinal, todo se hallaba ya en ejecución salvo el asunto del ducado, que sólo podía provenir del propio rey. Para finalizar, tornaba a agradecerme, en su nombre y en el de la Corona, el grande servicio prestado al imperio desbaratando la conjura que pretendía dividirlo.
En un segundo pliego, me explicaba que siendo asunto tan complicado para la Real Audiencia y la Real Hacienda organizar la recuperación del tesoro, se precisaban, a lo menos, dos semanas para disponer toda la intendencia, por lo que hasta el jueves que se contaban cuatro días del mes de diciembre o el viernes que se contaban cinco, no le sería posible llegar a Cuernavaca con los contadores, tesoreros, veedores y factores del Tribunal de Cuentas y con los escribanos, secretarios, fiscales y oficiales reales de la Audiencia, así como con el recuaje de mulas preciso para el traslado. Por eso, faltando aún, pues, quince días, se había determinado a realizar una visita de inspección que tenía pendiente por algunas ciudades al norte de México y ésa era la razón por la que fray Alfonso y sus dos hijos menores no regresaban todavía, pues el franciscano había mostrado mucho interés en acompañarle en su viaje. Arribarían todos juntos, como me había dicho, el jueves cuatro o el viernes cinco. Entretanto, el capitán Nuño Díaz del Castillo, al mando de las tropas que protegían el lugar, se hallaba totalmente a mi disposición para cualquier cosa que fuera menester.
Como despedida, el virrey tornaba de nuevo a darme las gracias por salvar al imperio y me anunciaba que cuanto decía su carta ya se estaba dando a conocer con bandos y pregones por toda la Nueva España (y, a no mucho tardar, por toda Sevilla y por toda España) para que los conspiradores conocieran que la conjura había sido descabezada y que todo había sido obra de Martín Ojo de Plata o, lo que era lo mismo, de doña Catalina Solís, quien, ejecutando una venganza contra la familia Curvo jurada a su señor padre en su lecho de muerte, topó fortuitamente con la conspiración y, poniendo su vida, su honor y su hacienda en entredicho y en grande peligro, y con la justicia y las autoridades en su contra, la desbarató ella sola por el bien de España, hallando también un inmenso tesoro que los Curvo y los López de Pinedo habían acopiado para comprar voluntades y ejércitos con vistas al alzamiento. Discretamente, don Luis de Velasco me participaba la inconveniencia de mezclar al grande conquistador de la Nueva España, don Hernán Cortés, y a su familia en el asunto de la conjura pues podía redundar en deservicio del reino. El virrey esperaba asimismo que todas las determinaciones adoptadas fueran suficientes para limpiar mi nombre por todo el imperio, sin menoscabo, por supuesto, de la celebración oficial que tendría lugar en el Real Palacio de México el día domingo que se contaban veinte y uno del mes de diciembre, cuatro antes de la Natividad, para hacerme entrega públicamente de los documentos reales de perdón y restitución que para esa fecha, de seguro, ya habrían arribado, así como para proceder a la concesión del título de duquesa de Sanabria.
—Lo que dice de los bandos y pregones es absolutamente cierto —afirmó Carlos Méndez—. No sólo lo he visto en México-Tenochtitlán sino también por todos los pueblos y ciudades por los que pasé con los soldados de camino hacia aquí.
Eran unas nuevas magníficas y, aunque hubiéramos debido estar dando saltos de alegría, bebiendo y bailando en torno a la hoguera, nadie se movió tras las palabras de mi joven cuñado. Quienes nada conocían miraban a diestra y siniestra con sonrisas extrañadas. Fue el señor Juan quien rompió el silencio:
—¿El día veinte y uno de diciembre? —preguntó, consternado.
—Eso dice la misiva —asentí con tristeza.
—¡Es el segundo aniversario de la muerte de tu señor padre! —clamó—. ¡No te es dado acudir a esa fiesta!
Juanillo, con un gesto de pesadumbre, se mostró conforme. Cumplido el juramento, no era correcto quebrantar el luto y mucho menos con una grande celebración.
—¡Déjese de majaderías, señor Juan! —soltó Rodrigo, golpeándose las rodillas con las manos como si, a tal punto, despertara de un sueño—. ¿Acaso no ve que es la manera que tiene el viejo maestre de darle a su hijo su bendición y beneplácito?
—¡Duquesa de Sanabria! —exclamó asombrado mi señor esposo—. ¿Y yo, entonces, qué seré? ¿Duque?
—¡Olvídalo, ambicioso esportillero del demonio! —siguió tronando el de Soria—. La duquesa será ella y tú sólo el consorte. Vuestros hijos, si los tenéis, heredarán el título, mas tú te quedarás de comparsa y de adorno para toda tu vida.
—¡Mira que eres bruto e ignorante, Rodrigo! —le atajé—. El consorte de una duquesa es duque por matrimonio. Hazte a la idea, por el bien de la cordura de todos, de que Alonso va a ser duque de Sanabria.
—¡Antes me rebano la lengua que llamar duque a éste! —profirió con desprecio.
—Pues sigue llamándome tonto, esportillero, truhán, comparsa, adorno o lo que te plazca —le dijo, riendo, mi señor esposo—, mas a Catalina tendrás que tratarla de duquesa, tanto si quieres como si no.
—¡También me rebano antes la lengua! —rugió mi compadre.