CAPÍTULO III


Guardo en mi memoria como un tesoro, el más valioso de todos cuantos he hallado o robado en mi vida, aquel precioso momento en el que Telmo Méndez, corriendo como un loco, llegó y se plantó en mitad de la plazuela de nuestra recién alzada Villa Gallarda, anunciando a voces que su hermano Alonso se había despertado. Aún le veo allí, con sus pequeños calzones medio caídos y sus brazos en alto, hacia el cielo, luciendo una hermosa sonrisa de grande felicidad.

—¡Mi hermano se ha recobrado! —aullaba—. ¡Mi hermano Alonso ha resucitado!

Acababa de amanecer y casi todos nos hallábamos desayunando junto a las ollas dispuestas frente a las chozas.

—¡Atended! ¡Mi hermano ha despertado! ¡Está vivo, está vivo!

—¡Pardiez! —escuché rezongar a Rodrigo entretanto mis pasos apresurados, que acabaron en carrera, me encaminaban hacia el rancho de los Méndez. ¡Alonso había regresado, había escapado de los brazos de la muerte! No me apercibí del grande alboroto y tumulto que se estaba formando en el poblado.

La manta que cubría la entrada del rancho de los Méndez se hallaba retirada hacia un lado, de cuenta que, sólo con adentrarme un paso, por la luz que entraba pude vislumbrar, al fondo, el jergón sobre el que descansaba un Alonso igual de quieto y postrado que durante el mes transcurrido desque le rescatamos junto a Rodrigo de La Borburata. Sólo al allegarme muy despaciosamente, animada por la grande alegría que se advertía en los rostros de su padre y sus hermanos, reparé en que sus ojos se hallaban abiertos y que me miraba y que, aunque trataba de sonreír, su rostro se bañaba en lágrimas y su mano siniestra luchaba por alzarse hacia mí sin lograr más que un leve movimiento en los dedos.

—Alonso… —murmuré. El corazón me saltaba en el pecho y las piernas se me aflojaban cuanto más me allegaba hasta él.

Lo tenían cubierto por un fino lienzo que dejaba vislumbrar lo muy atenuado y flaco que estaba, tan amarillo y en los huesos que daba espanto mirarle. Mas por algún admirable encantamiento pude ver en aquel pobre rostro el valedero rostro del gallardo Alonso.

—Ahora hay que atender bien a su alimentación —dijo, sobresaltándome, Cornelius, al que no había advertido al entrar—. Debe recuperar fuerzas.

Puse una rodilla en el suelo junto al jergón y me incliné hacia Alonso, que no dejaba de mirarme y de sonreír y llorar al tiempo. Trató de hablar, mas no se oyó ningún sonido.

—Dele un poco de agua, maestre —me aconsejó Cornelius tendiéndome una redoma.

Por primera vez en mucho tiempo, al arrimar el líquido a sus labios, los labios se movieron y mostraron la intención de beber. Hasta ese día, habíamos tenido que dejar caer en su boca, cucharada a cucharada, el agua o las gachas para que tragara sin ahogarse. Sentí tal felicidad en mi ánima por contemplar aquel menudo gesto que tanta vida significaba que también a mí principió a llorarme el único ojo que me quedaba. Fue entonces cuando me di cuenta de que no portaba el ojo de plata que él me regaló antes de que lo robaran sino uno de los viejos parches de bayeta negra que madre me había cosido.

Cuando le aparté la redoma de los labios y él dejó caer de nuevo la cabeza sobre el jergón, con los ojos cerrados por el esfuerzo, dijo muy blandamente:

—¿Y el ojo de plata?

Oí reír a su padre, a sus hermanos, a Rodrigo, al señor Juan y a toda la dotación de la Gallarda, que debían de haberse agolpado en torno al rancho para ver por su mismo ser el milagro que gritaba Telmo.

—Siento no llevarlo —dije atragantándome—. Ahora mismo me lo calzaré. Mas no creas que no lo uso, pues me lo pongo todos los días. Lo que ocurre es que aún no me había compuesto.

Como él seguía tratando de alzar su mano hacia mí sin conseguirlo, mi desenvoltura se atrevió a tomársela y a acariciársela, ante lo cual el maldito fray Alfonso, sin un ápice de compasión ni por su hijo ni por mí, nos cogió las manos unidas y las separó.

—No se debe —dijo, y me sorprendió ver una grande sonrisa en su rostro. Yo le hubiera matado, mas no era el momento.

—Descansa, Alonso —murmuré, mirándole avergonzada. No conocía qué era lo que había hecho mal, mas sentía una grande turbación—. Procura comer todo cuanto te den para restablecerte cuanto antes.

Y, levantándome, erguí mi espalda dignamente y afronté la mirada curiosa de todos mis hombres.

—¡Fuera! —ordené—. Seguid con vuestros quehaceres. Aquí sólo robáis el aire que precisa el enfermo. ¡Fuera, he dicho!

Y del primero al último se esfumaron tan raudamente como los demonios ante el agua bendita.

Con el corazón aún brincándome de alegría regresé a mi choza para terminar el desayuno mas todo era diferente ahora. Sentía que podía respirar mejor, que la luz de la mañana era más hermosa y que mi tocino rancio sabía como un exquisito manjar. Alonso ya no se iba a morir o, a lo menos, eso había afirmado Cornelius hacía algún tiempo. En aquel entonces había dicho que, si despertaba, sería señal de que se iba a recuperar, que después ya no le pasaría nada. Si era comida lo que precisaba, mandaría de caza a los hombres para que trajeran aves y todo cuanto fuera necesario para cocinarle buenos caldos y asarle apetitosas carnes. Tenía que vivir para que yo pudiera respirar tan bien como ahora respiraba y comer tan a gusto como me estaba comiendo aquel pobre desayuno hecho con los restos de los bastimentos de la nao.

—Tengo para mí que tu alegría te impide hablar de los asuntos que tenemos aplazados.

Mi compadre Rodrigo se había sentado a mi lado y mordía con desgana una galleta seca de maíz.

—Te digo en verdad, Rodrigo, que estoy cansada de tus mofas en todo lo que se refiere a Alonso.

Él alzó los ojos al cielo y siguió masticando.

—Sólo deseo conocer qué vamos a poner en ejecución cuando acabe la cuarentena —dijo después de tragar su bocado—. ¿Te has determinado a aceptar la oferta del virrey? No te decidiste la otra noche. Y me preocupa que, con Alonso despierto, tus inquietudes se reduzcan a procurarle tiernos cuidados sin recordar el juramento que le hiciste a tu señor padre.

—Eso no se me olvida —exclamé con una voz tan fría que habría hecho nevar en aquel vergel si hubiera estado lloviendo.

—Pues dime qué tienes en la cabeza.

Para decir verdad, nada. No tenía nada en la cabeza salvo la recuperación de Alonso. La propuesta del virrey de la Nueva España me había dejado tan pasmada que no había sabido qué responder. El problema principal era esa petición de matar al tal don Miguel López de Pinedo pues matar a los Curvo, costándome como me costaba, tenía su cabal justificación, mas ¿qué razón había para que empuñara mi espada contra un hombre al que no conocía? Nada se me daba a mí de que fuera un traidor a la Corona. Que allá se las compusiera la maldita Corona con sus propios aprietos. Matar a Arias sí que me era dado obrarlo, lo mismo que matar al loco Lope. ¿Encontrar un misterioso tesoro del grande conquistador don Hernán Cortés? ¿Qué motivos podía tener alguien tan acaudalada como yo para meterse en semejante brete y, por más, sin que nada fuera para mí? Y lo de obtener el perdón real, limpiar el nombre de mi señor padre, recobrar mis posesiones y alcanzar un título nobiliario, siendo todas propuestas excelentes (menos la última, que no me interesaba), no me parecían bastante si, a trueco, tenía que quitar una vida que en nada me había dañado o perjudicado. Sin duda el tal don Miguel debía de ser un pájaro de cuidado mas yo no iba matando porque sí a todas las malas personas del reino.

—No deseo matar al suegro de Arias Curvo. Él no me ha perjudicado en nada —dije.

—Yo lo haré —repuso Rodrigo sin alteración.

Me volteé rauda hacia él y, al hacerlo, divisé a fray Alfonso saliendo precipitadamente de su choza.

—¿Qué has dicho? —le pregunté a mi compadre.

—He dicho que a ése lo mataré yo —afirmó con tranquilidad—. ¿No añoras tornar a la vida serena y libre de antes? Cuando mareaba con tu señor padre, el viejo maestre, mercadeando al menudeo por toda la costa de Tierra Firme, era dueño de mi proceder, de mis circunstancias y del uso de mi espada. ¿Recuerdas cuando nadie nos perseguía, nos robaba o nos atacaba? Me hago mayor, compadre.

—Y muy rico también —señalé.

—Sí, eso también —admitió, orgulloso—. Mas no consigo apartar de mi cabeza de un tiempo a esta parte a la hermosa Melchora de los Reyes, la viuda de Rio de la Hacha con la que andaba en relaciones.

—¿No estabas a punto de contraer nupcias con ella? —pregunté frunciendo el ceño para avivar los recuerdos. [19]

—A punto estaba, así es, mas aconteció el asalto de Jakob Lundch a Santa Marta y la detención de tu señor padre para llevarlo a España, a penar en galeras, y todo quedó en nada. Mas, como te digo, pienso mucho en esa mujer y en la vida que podría llevar con ella gozando de los grandes caudales de los que ahora dispongo.

A tal punto, fray Alfonso, que ya había cruzado la plazuela, entró en la choza que compartían el señor Juan y Juanillo. Aquello me sorprendió un tanto aunque no le di importancia. A no mucho tardar, Juanillo salió a toda prisa de allí con rostro enfadado y propinando manotazos al aire.

—¿Qué le ocurre a ése? —le pregunté a Rodrigo señalándole al muchacho.

Rodrigo le miró y, con desgana, dejó de mirarle.

—Que es mozo y tonto —repuso—. A su edad, es normal.

—Veo que tienes intención de seguir torturándole.

Rodrigo sonrió maliciosamente.

—Como la Inquisición a un hereje, sin tregua ni descanso.

—Pues ya es casi un hombre —repuse, sonriendo también.

—Por eso debemos parar, compadre —dijo cavilosamente—. Todos te somos fieles hasta la muerte y lo conoces bien. Los Juanes y yo hemos jurado ayudarte a cumplir tu venganza contra los Curvo, mas ¿qué vida nos aguarda a cada uno de nosotros cuando culmines lo que debes obrar? Siempre seremos proscritos y tengo para mí que el señor Juan desearía tornar a su casa de Cartagena para vivir allí su vejez tranquilamente, que Juanillo merece la oportunidad de establecerse con sus caudales y buscar a una doncella del palenque con la que matrimoniar y tener hijos, y que a mí me gustaría gozar de mis riquezas junto a Melchora sin temer que un piquete de soldados me saque de la cama por la viva fuerza y me mande a galeras como a tu señor padre.

Ambos permanecimos en silencio, mirando a los hombres discurrir por la plazuela.

—Así pues —dije, al fin—, me animas a aceptar el ofrecimiento del virrey.

—¿Qué me dices de ti? ¿Acaso no deseas matrimoniar con ese tonto de Alonsillo y tener hijos? ¡Si estás loca por él y se te ve a la legua!

¿Matrimoniar? ¿Tener hijos?… No habían ido tan lejos mis pensamientos. Madre, que nunca había querido contraer nupcias con mi señor padre, decía que el matrimonio era la esclavitud para las mujeres pues, desde el momento en que una se convertía en casada, perdía totalmente su libertad, su voluntad y sus bienes y caudales, pues todo pasaba al gobierno y propiedad del marido, al cual, con la ley en la mano, le era dado poner en ejecución lo que le viniera en gana. Por eso yo nunca había considerado cambiar de estado y, aunque a mí me habían casado por poderes con un descabezado de Margarita cuando era niña, [20] como viuda del descabezado al que nunca llegué a conocer gozaba de absoluta libertad legal para administrar, gobernar y cuidar de mi hacienda sin tener que rendir cuentas a nadie. Y, en cuanto a los hijos, tampoco me sentía dotada de esa necesidad de ser madre que decían que era propia de todas las mujeres. Había demasiada muerte en torno a la preñez, pues eran tantas las dueñas que fallecían horriblemente de parto o sobreparto que abundaban los hombres enviudados dos, tres o más veces.

—¡Puede que esté loca por él! —admití sulfurada—. ¡Mas no deseo ni matrimoniar ni morir pariendo un hijo!

Rodrigo me observó a hurtadillas con mal gesto.

—A veces tienes más de Martín que de Catalina. ¿Cómo es posible que una dueña no desee esas cosas?

—¡Pues ya lo ves! ¡No todas somos sumisas ni estamos dispuestas a morir por procurar herederos a un marido!

—Deberías leer más libros de caballerías —sentenció—. Te sería dado aprender mucho de las delicadas y hermosas damas que en ellos aparecen.

—No eches al olvido que soy Catalina Solís y, legalmente, también Martín Nevares. Tengo cartas de legitimidad de los dos. Soy libre para obrar lo que quiera. Me es dado ser dama o caballero andante.

Rodrigo suspiró.

—Pues bien, don Martín, si tal es tu deseo, limpia el nombre de tus dos personalidades para que, en verdad, te sea dado gozar de esa libertad de la que hablas. Acaba con los Curvo y, por más, obtén el perdón real, que yo me encargaré, sin remordimientos, de ese bellaconazo de don Miguel López de Pinedo.

Eso me liberaba de una muy grande y pesada carga, del único impedimento que tenía para determinarme. Puse la mira, a tal punto, de nuevo en fray Alfonso, que salía muy ufano de la choza del señor Juan. Él también nos vio y, con una mano, nos hizo un gesto de saludo muy galano y pulido. Su sonrisa era satisfecha y orgullosa, de buen deber cumplido.

—¿Habrá confesado al señor Juan? —pregunté, sorprendida.

—¡Ese mercader precisaría de un día entero para limpiar su alma! —se chanceó Rodrigo—. Ya nos enteraremos de lo que traman esos dos. No te inquietes.

—Muy bien —dije con firmeza tras un breve silencio—, acepto la oferta del virrey. Compadre, salvemos a la Nueva España.

—A mí no se me da nada de eso, mas sí me importa dejar de ser un proscrito.

—Pues se impone, a la sazón, parlamentar de nuevo con los cinco nobles sevillanos.

—Lo tenía en el pico de la lengua, compadre.

—¿Resultaría provechoso mostrarle al Nacom Nachancán el mapa de don Hernán Cortés? —pregunté entretanto me ponía en pie y me sacudía los calzones.

—No me parece que los yucatanenses hablen y escriban la misma lengua que los mexicanos —respondió, obrando lo mismo.

Una llamada a voces del señor Juan quebró nuestras intenciones de visitar a los nobles.

—¡Muchacho, eh, muchacho! —clamaba el viejo mercader allegándose con premura hacia nosotros.

—Tengo para mí —me susurró Rodrigo— que vamos a conocer la razón de las misteriosas componendas del fraile con éste.

—¿Qué desea vuestra merced? —le pregunté al señor Juan que resoplaba ante mí como un caballo.

Él me miró hondamente y, limpiándose con el brazo el sudor del rostro, me señaló el suelo indicándome que me sentara.

—Martín, hijo, debemos hablar.

—¿Ha de ser ahora, señor Juan? Rodrigo y yo íbamos a interrogar a los nobles sevillanos.

—Bueno, hijo —jadeó grandemente enfadado—, si a tu parecer una proposición de matrimonio no es razón suficiente para hablar ahora, que sea cuando tú quieras.

Como yo, figurándomelo todo, comencé a temblar de la cabeza a los pies de manera que apenas podía sostenerme, Rodrigo me sujetó por los hombros.

—¿Una proposición de matrimonio? —mugió mi compadre hecho un toro bravo—. ¿De quién, del fraile?

El señor Juan le miró con gravedad.

—La joven Catalina no tiene ningún pariente a quien un padre, en justo derecho, pueda demandar por legítima esposa para su propio hijo. Fray Alfonso, apurado por los deseos del doliente Alonso, ha considerado que yo era, como compadre y hermano de Esteban Nevares, a quien debía dirigir su demanda y yo le he agradecido la voluntad que así mostraba de honrarme. Y, ahora, muchacho, ¿deseas escucharme o prefieres hablar con los sevillanos?

¿El padre de Alonso había pedido mi mano para su hijo? ¿Alonso deseaba matrimoniar conmigo aunque fuera tuerta y vistiera ropas de hombre?

—¡Ese maldito fraile quiere que el pícaro de su hijo se convierta en noble cuando Martín salve a la Nueva España! —gritó Rodrigo—. ¡Es un miserable y un fullero! Dígale vuestra merced que Martín no desea matrimoniar con nadie y que él y sus hijos no van a medrar a costa de nuestro maestre.

—¡Cómo van a medrar si ya son ricos! —protestó el mercader poniendo los brazos en jarras.

A mí, toda aquella discusión me llegaba lejanamente al entendimiento pues toda yo estaba puesta en un único punto: que Alonso me quería como yo le quería a él, que había apremiado a su padre para que me demandara por su legítima esposa nada más despertar del luengo sueño en el que había quedado postrado por las brutales palizas del loco Lope y que deseaba estar conmigo para siempre en calidad de esposo.

—¡El amor de los mozos lo conocemos bien! —seguía gritando Rodrigo sin soltarme—. ¡Ese amor, por la mayor parte, no es sino apetito y sólo busca el deleite y, en alcanzándolo, se acaba! ¡Decidle al fraile que le busque a su hijo una moza distraída de alguna mancebía!

—¡Que quiere matrimoniar! ¿Hablo o no hablo un buen castellano?

—¡Pues Martín no quiere matrimoniar! ¡Ni matrimoniar ni tener hijos, que me lo acaba de decir!

—¡Que me lo diga él y yo se lo comunicaré al fraile! —objetó el mercader plantándose frente a mí—. ¿Deseas o no matrimoniar con Alonso?

Mis principios eran muy claros mas, de cierto, mi voluntad también. Al punto, la idea de estar siempre con Alonso se me hacía dulce y tentadora y, por alguna razón, no sentía ningún temor de que Alonso me redujera, me quitara mi libertad y se apropiara de mi hacienda pues él no sólo no era así sino que, por más, conocía bien que yo era maestra en el arte de la espada, algo que no todas las esposas podían utilizar en su defensa.

—¿Lo deseas o no, muchacho? ¿Qué dices?

—Digo que sí, señor Juan —dejé escapar con voz débil—. Que sí, que deseo matrimoniar con Alonso.

—¡Voto a tal! —exclamó Rodrigo, soltándome—. ¡No hay nada peor ni más mudable que el confuso entendimiento de una dueña!

¿Y qué había de malo, me pregunté, en mudar de idea o tener confuso el entendimiento? Mis mejores determinaciones las había tomado tras mudar de razón varias veces o en mitad de una grande confusión de pensamientos de entre los cuales siempre acababa destacando el acertado.

El señor Juan y fray Alfonso vinieron a acordarlo todo con tanta voluntad aquella misma mañana que raudamente quedó concertado que de allí en dos días se celebraría el desposorio pues no había ningún inconveniente y el sacerdote era de la familia. A nadie parecía importarle, y a mí menos que a nadie, que el novio no pudiera siquiera alzarse del jergón para la ceremonia. Yo me sentía grandemente feliz y sólo deseaba estar con Alonso aunque, como al terco del fraile parecióle que, por buenos respetos, estaba obligado a negarme la entrada en su rancho, ya no pude tornar a ver a Alonso desde la misma mañana en que despertó. Se acordó también que no habría dote ni otros intercambios de regalos, dada la grande riqueza y similar calidad de los novios —ambos acaudalados criminales buscados por la justicia del rey— y, sobre todo, porque iba a ser una ceremonia peculiar a celebrar en mitad de la selva, sin otro templo que el cielo ni otro altar que el suelo.

Yo tampoco tenía mucho que disponer para mi boda. No tenía vestidos, zapatos, velos o joyas que ponerme. Tampoco tenía a madre, la cual, pasado un primer momento de arrebatada indignación, habría disfrutado auxiliándome con todo cuanto ella hubiera considerado de fuerza mayor para tan grande acontecimiento. La echaba mucho a faltar, me dolía el corazón por su ausencia y, por eso, sentía la prisa y la necesidad de matar a los malditos Curvo cuanto antes.

Y así, como no tenía preparativos que ejecutar, pasé esos dos últimos días antes de mi boda ocupándome de los asuntos del virrey pues, en cuanto comunicamos a fray Alfonso la determinación favorable de colaborar con don Luis de Velasco el joven, el franciscano se tomó muy a pecho resolver cuanto antes la conjura de don Pedro, cuarto marqués del Valle, para lo cual quiso estar presente en tanto obrábamos averiguaciones entre los nobles sevillanos. Aquella tarde ordené que trajesen a la plazuela al duque de Tobes, al conde de La Oda y a los tres marqueses. El Nacom Nachancán y sus dos hijos, Chahalté y Zihil, habían levantado para ellos con mucha industria una choza de la que no podían escapar, tan bien trenzada y apretada que ya la hubieran querido por celda en aquella maldita Cárcel Real de Sevilla. Y entretanto traían a los prisioneros, el propio Nacom, que desde la pestilencia hablaba poco conmigo, se me allegó despaciosamente seguido por sus hermosos y bien formados hijos.

—Sed bienvenido, Nacom —le saludé con alegría. Para decir verdad, mi boda me tenía tan feliz que me pasaba el día sonriendo—. Y también vosotros, queridos Chahalté y Zihil. ¿Qué precisáis de mí?

El Nacom, con aquella cortesía de caballero castellano que tan mal casaba con la forma de su cabeza y con el paño de algodón blanco que honestaba sus partes, me hizo una reverencia y me solicitó un aparte.

—Tendréis que disculparme ahora, Nacom. A la sazón, tengo una obligación precisa que obrar. ¿Os es dado aguardar hasta el ocaso para tratar el asunto que os ha traído hasta mí?

—Mi señor don Martín —dijo amablemente el Nacom—, para esa obligación precisa que ya veo que es preguntar a esos nobles caballeros por el problema que tratabais la otra noche, es para la que yo os ofrezco mi ayuda.

Apenas me sorprendió lo que decía el anciano maya. Ninguno de nosotros se había recatado en hablar, gritar, enfadarse y tronar al cielo (de muy especial manera Rodrigo) hablando a voces delante de los hombres de todos los asuntos que nos ocupaban.

—Os lo agradezco, mas…

—Tened presente, don Martín —me atajó el Nacom—, que yo llevé la muerte a vuestra nao. Vuestra merced salvó la vida de mi familia la noche que nos rescató del huracán y nosotros os lo pagamos inficionando con la pestilencia a los pobres indios caribes de vuestra tripulación, de los que sólo uno se libró. Mis hijos y yo nos sentimos tan avergonzados y en deuda con vuestra merced que deseamos ofreceros algo que nunca ofreceríamos a nadie y aún menos a un español… Disculpadme, a una española.

Aquella afirmación me sorprendió.

—Las guerras de conquista terminaron hace mucho tiempo, Nacom. ¿Aún albergáis rencor en vuestro corazón?

—Siempre, don Martín, no lo dudéis. Mi familia y yo huimos de la ciudad para alejarnos de vuestra religión, vuestra lengua y vuestras leyes. Y no éramos el único poblado maya que vivía secretamente conforme a sus antiguas tradiciones. Hay muchos y muy bien ocultos. Nunca nos encontraréis. Mas una cosa es el enemigo en la guerra y otra el enemigo que se convierte en amigo y salvador. Mis hijos y yo así os consideramos y nos sentimos obligados hacia vuestra merced por el grande respeto y atención con el que nos habéis tratado y con el que vemos que tratáis a todos los hombres de vuestra tripulación, sean de la raza que sean. Por eso, y porque nos avergüenza haberos pagado con muerte y desolación, queremos que conozcáis que estamos a vuestro servicio ahora y siempre.

A lo que se veía, mi boda me tenía con las emociones alteradas pues poco faltó para que me echara a llorar en brazos del Nacom.

—Gracias, Nacom Nachancán —le respondí, haciendo una fina inclinación.

—Escuchadme bien, don Martín, pues esto es lo que os ofrezco: entre nuestros más sagrados rituales existen algunos que, aun no siendo en absoluto mortales y proporcionando grandes provechos en las cosechas, los animales y los nacimientos, cuajaron de espanto la sangre de los españoles que los vieron. Y ahora os confesaré que mi título de Nacom no es un título nobiliario como los vuestros sino un título de sacerdote. Soy sacerdote de la religión maya y me es dado, por tanto, obrar esos ritos para vuestra merced en las personas de esos caballeros si es que acaso se obstinan en no deciros lo que deseáis conocer.

También a mí se me había cuajado la sangre del cuerpo. Había oído tantos horrores sobre las atrocidades que cometían los indígenas antes de la llegada de los españoles que tener ante mí a uno de aquellos sacerdotes me espantaba más de lo que era capaz de admitir. Mas había conocido lo suficiente al Nacom y a sus hijos como para tener por cierto que eran buenas y leales gentes, honestas hasta para decir las verdades incómodas, de cuenta que me determiné a no juzgarlos sólo por lo que había oído. Y, por más, como me había indicado el señor Juan, mejor era no meterse en asuntos de religiones pues lo mismo mataba una hoguera de la Inquisición que un cuchillo que abriera el pecho para sacar el corazón.

—¿Y no se ofenderán vuestros dioses, Nacom? —pregunté con un hilillo de voz.

—Aprecio vuestro respetuoso temor, don Martín, mas los ritos no tendrían un valedero carácter sagrado. Os ruego que no olvidéis mi ofrecimiento —pidió el Nacom ejecutando una reverencia y tomando el camino de regreso a su choza seguido por sus hijos.

—¿Qué tenía ése en voluntad? —quiso conocer Rodrigo cuando retorné al corro que ya se hallaba dispuesto para interrogar a los sevillanos.

—Ofrecernos lo más valioso que tiene por el bien de nuestro oficio.

—¿De qué hablas?

—Olvídalo. Demos principio a las preguntas.

—¿Por cuál de los nobles empiezo? —inquirió, vacilante.

—Por don Diego de Arana, marqués de Sienes. Es el más bocazas de los cinco.

Tomamos asiento en el suelo todos cuantos nos hallábamos presentes y también los sevillanos, que estaban custodiados por arcabuceros. Sólo Rodrigo permaneció en pie y dio un par de pasos hacia los prisioneros. Llevaba el pañuelo con el mapa en la mano.

—Marqués de Sienes —principió a decir mostrando el mapa—. ¿Conocéis qué es esto?

—No, señor. No lo conozco.

—¿Estáis cierto de decir la verdad, marqués? Mirad que no pienso andarme con chiquitas.

—Digo la verdad —repuso muy digno don Diego—. Y lo mismo dirán los que me acompañan en esta desgracia, pues ninguno conocemos qué es eso que nos mostráis.

—¿Y qué decís de la conspiración del marqués del Valle para coronarse rey de la Nueva España?

Si un rayo los hubiera atravesado o se les hubiera aparecido el diablo no habrían demudado tanto los rostros ni se les habrían puesto más blancos. Al cabo, impaciente, Rodrigo tornó a increparles:

—¡Eh, señores, regresen de la muerte! Conocemos la conspiración y todos sus enredos. Conocemos que vuestras mercedes traían oculto este mapa de don Hernán Cortés para dotar de caudales a la sedición y conocemos también el nombre de sus principales valedores aquí y en España. ¿Con quién tenían que encontrarse vuestras mercedes al llegar a México y a quién debían entregar el mapa? ¿Pensaban matar al virrey don Luis de Velasco? ¿Cuándo tenían determinado ejecutar la conjura?

El conde de La Oda, sentado entre el marqués de Sienes y el marqués de Olmedillas, se dirigió a mí:

—Doña Catalina, hacednos la merced…

Un sonoro bofetón que le derribó al suelo cortó en seco su arenga.

—Para vos, aquí no hay ninguna doña Catalina —le recordó Rodrigo frotándose las manos—. ¿Es que, acaso, no os quedó bastante claro? Aquí sólo está Martín Ojo de Plata. Don Martín para vos, mentecato.

Limpiándose la sangre de la boca, don Carlos se incorporó y tornó a mirarme.

—Don Martín, os doy mi palabra como conde y caballero de que no conocemos ningún mapa ni ninguna rebelión contra la Corona de España. ¿Cómo sería posible algo así? ¡Todo esto está fuera de juicio y medida! Nosotros somos leales al rey y al imperio. ¡Somos aristócratas, por el amor de Dios! No hay nadie más afecto que nosotros a Felipe el Tercero.

Me levanté despaciosamente y me allegué hasta Rodrigo y, tomando el pañuelo de su mano, le di la vuelta y leí en voz alta:

—«Id con Dios, mis leales caballeros. Aguardaré con impaciencia las nuevas de vuestra gloriosa empresa. Don Pedro».

—Mentís muy bien, conde —se rió Rodrigo—. Por ventura deberíais granjearos el pan como comediante y dejaros de quitar y poner reyes.

—¡Ese pañuelo no es nuestro y esa nota no está dirigida a nosotros! —exclamó airadamente el joven marqués de Olmedillas—. Demostrad lo contrario, si podéis. Todo esto es una burla y un agravio imperdonable a nuestras personas. Lo pagaréis muy caro, doña Catalina. Vuestros actos no encontrarán perdón.

Con la misma premura de antes, Rodrigo le asestó al joven marqués otro tremendo revés que lo tumbó y le hizo sangrar por todos los orificios del rostro.

—Don Martín, bellaco. La llamarás don Martín —declaró Rodrigo con una voz que hubiera quebrantado las más duras rocas.

Fray Alfonso, mi futuro suegro, se me allegó para susurrarme al oído:

—No van a admitir nada, doña Catalina, ni nos van a referir nada. Soportan y soportarán los golpes porque les va la vida en ello. Si admiten su traición, conocen que, de un modo u otro, los aguarda la horca.

—No es posible, fraile —objeté—. Ignoran que obramos en nombre del virrey de la Nueva España. En lo que a ellos se refiere, somos criminales buscados por la justicia.

—Pues mayor razón para sufrir los golpes silenciando lo del tesoro. Con ello juzgan estar impidiendo el robo de los caudales que llevarán al trono a don Pedro Cortés. Se sienten mártires de su causa.

—Para mí tengo, fraile, que éstos no nacieron mártires de causa alguna.

A tal punto, Rodrigo ya los había tumbado a todos en el suelo y los cinco sangraban cuantiosamente sin admitir ningún conocimiento de conjuras o tesoros. ¿Qué les hacía callar? ¿Tan importante era para ellos la coronación de don Pedro? Ya eran nobles, aunque nobles arruinados, eso sí, de aquellos que, en Sevilla, todo el mundo conocía que debían matrimoniar con las hijas de los cargadores a Indias para no ver sus títulos envilecidos por la miseria. De los cinco, a buen seguro que alguno ya se habría desposado de tal modo y a los otros no les faltarían dueñas deseosas de título. Así pues, ¿a qué ese pertinaz silencio para defender una conspiración contra el rey?

—¡Juanillo! —llamé.

El muchacho se me allegó con grande pesar por perderse los golpes que Rodrigo seguía atizando a los sevillanos.

—Ve al rancho del Nacom Nachancán y dile que haga la merced de acudir. Que he menester de la ayuda que me ha ofrecido.

Juanillo, por regresar presto, partió como una centella.

—¡Rodrigo! ¡Detente! —ordené.

Mi compadre, cansado, asintió y regresó a nuestro corro.

—No van a decir nada, Martín —se lamentó entretanto se dejaba caer en el suelo—. Tengo para mí que el tal don Pedro les ha ofrecido algo valederamente grande y que, conociendo que nosotros no matamos españoles pues yo mismo se lo dije el día que los capturamos, están empeñados en obtenerlo antes o después.

—Veremos —repuse con serenidad, y eso que temblaba de arriba abajo representándome en el entendimiento horribles sacrificios humanos. Claro que el Nacom me había asegurado que los rituales que me ofrecía no eran mortales.

Juanillo regresó a la carrera.

—¿Ya se ha terminado? —preguntó con pena.

—¡Juanillo! —le amonestó el señor Juan—. Nunca se debe disfrutar del mal ajeno. Parte presto a la selva y trae algún ave para la cena.

—¡No quiero! —protestó el muchacho—. No conseguiréis que me vaya.

Rodrigo alzó el rostro y, sin apartar la mirada, principió el gesto de ponerse despaciosamente en pie. Juanillo partió hacia la selva con mayor rapidez que cuando corrió hacia la choza del Nacom.

—¡Carlos Méndez! —voceé yo—. Coge a tu hermano Lázaro y acompaña a Juanillo.

—¡Padre! —protestó Carlos, buscando el amparo del fraile.

—Tu futura hermana ha hablado bien. Obedece.

—Francisco.

—¿Sí, don Martín?

—Ya sabes lo que debes obrar.

—Sí, don Martín —repuso, echando a correr en pos de Juanillo, Carlos y Lázaro. Telmo se hallaba en la choza, ayudando a Cornelius a cuidar de Alonso.

Y cuánto me alegré después por haber alejado de allí a los mozos jóvenes. De haber contemplado lo que vimos nosotros, habrían sufrido congojas y agonías durante el resto de sus vidas.

El Nacom se presentó en la plazuela vestido con una camisa luenga hecha con pieles de venado y la enhiesta cabeza ornada con un aderezo de hermosas plumas de colores. Tras él, su hijo Chahalté portaba, sobre una manta muy bien plegada, un delgado cuchillo de pedernal que no era sino uno de aquellos tan admirablemente afilados que vi en la Gallarda la noche que los rescatamos de la tormenta; su hija Zihil, sobre otra manta, portaba un buen rollo de fina cuerda de algodón. El Nacom, ante el terror de los sevillanos (y de los que no lo éramos), ordenó que se los desvistiera del todo, dejándolos tan desnudos como cuando los echamos a la mar para que se lavaran. Luego, ordenó que les ataran los pies por los tobillos y las manos a la espalda, poniéndolos de seguido a todos en regla y de hinojos. También ordenó que se los amordazara y tuve para mí que era por los gritos que iban a proferir.

Cuando el Nacom se volteó para coger el cuchillo me incorporé y, con un gesto de la mano, detuve el espantoso lance.

—Antes de que prosigáis, Nacom, deseo ver si aún tiene remedio lo irremediable.

El Nacom asintió y se detuvo. Yo me dirigí hacia los cinco nobles y me planté delante de ellos.

—Señores, por los cielos, responded nuestras preguntas y poned fin a esta locura.

Todos asintieron fervientemente, de cuenta que me adelanté y le quité la mordaza al marqués de Sienes.

—Don Diego, hacedme la merced de responder —le supliqué—. ¿Con quién debían encontrarse vuestras mercedes al llegar a México? ¿A quién debían entregar el mapa?

—¿Nos va a matar ese indio? —preguntó afanosamente don Diego.

Abatí la cabeza, apesadumbrada, pues me figuré lo que acontecería.

—No, señor marqués —afirmé—. Conocéis bien que nosotros ni matamos españoles ni matamos por matar. Ignoro lo que os hará este sacerdote yucatanense mas no pinta bien para vuestras mercedes. Os ruego que nos digáis todo lo que conocéis sobre la conjuración.

—¿Para qué, don Martín? —repuso, enfadado—. ¿Para que alguien como vos se apodere del tesoro del ilustre don Hernán? ¡Soportaremos mil torturas antes de decir nada!

—¡Luego admitís que conocéis el mapa y la conjura!

—¡No, maldito monstruo, no admito nada! —exclamó y, luego, alzando el rostro me escupió con toda su ánima.

Uno de los hombres que los había atado y amordazado y que se mantenía a prudencial distancia, se le allegó y le golpeó en el pecho con el puño cerrado. Don Diego gimió y, luego, principió a reír como un loco. Me limpié el salivazo con la manga de la camisa, hice un gesto ordenando que lo tornaran a amordazar y miré al Nacom de tal manera que al punto conoció que debía proseguir con su ceremonial para las cosechas, los animales o lo que fuera.

Con mucho donaire de santero y cuchillo de pedernal en mano, se dirigió el Nacom hacia el primero de los sevillanos por la diestra de la regla que formaban y el primero era el socarrón de don Andrés Madoz, marqués de Búbal, a quien la guasa se le había ido tan lejos del entendimiento como el espíritu del cuerpo. No podía tener más abiertos los ojos por el temor mas, cuando vio que el yucatanense se arrodillaba frente a él y le sujetaba con pujanza el miembro viril, sintió tan grande espanto que principió a agitarse como un poseso, tratando de huir, hasta que uno de los hombres de la Gallarda le tuvo que rodear con los brazos para impedir que se moviera. Otros cuatro hombres obraron lo mismo con los demás nobles que, por tener la boca amordazada, mugían por la nariz de puro terror. El Nacom, con diestros y bien ejecutados movimientos, abrió un agujero en el miembro al soslayo, por el lado, y luego, tomando el extremo de la cuerda de algodón que le tendió su hija Zihil, lo pasó por él y, al punto, la cuerda se tiñó de roja sangre.

De seguido, sin atender a los desesperados gestos del joven marqués de Olmedillas, repitió el oficio y tornó a pasar por el agujero el extremo de la cuerda, ya manchado con la sangre del marqués de Búbal, y de esta cuenta prosiguió hasta que tuvo a los cinco bien ensartados por sus miembros. Entonces les fue embadurnando los cuerpos con sus propias sangres hasta dejarlos enteramente pintados y, luego, cuando tanto los sevillanos como los que no lo éramos nos hallábamos al borde de la muerte, para terminar la ceremonia les cortó, a la redonda, tirillas menudas de las orejas.

Daños mayores y más horribles había visto yo a carretadas en diferentes batallas. Daños crueles y desalmados, en Alonso y Rodrigo tras rescatarlos del robo del loco Lope. Mas nunca, en toda mi vida, había visto daños tan atroces y sanguinarios. Fray Alfonso había tenido que marcharse de la plazuela por no poder resistirlo; Rodrigo y el señor Juan tenían la tez exangüe y aceitunada y los dos sufrían tiritones y daban diente con diente y, cuando el Nacom Nachancán se allegó hasta nosotros al terminar, todo manchado de la sangre de los nobles, los dos echaron atrás los cuerpos y se cubrieron con las manos sus partes deshonestas.

Yo traté de hablar, de mover los labios y de decir algo, mas, para mi sorpresa, no me fue dado proferir ni un menguado susurro. Sólo con muy grande esfuerzo y férrea determinación, logré sacudir la cabeza y, de seguido, mirar a los ojos del Nacom y declarar lo primero que me vino a la boca:

—Os quedo agradecida, Nacom.

—Me siento dichoso de haber podido ayudaros, don Martín. Espero que no os haya resultado demasiado terrible. Ya veo que vuestra merced se encuentra mejor que el señor Juan y el señor Rodrigo.

—No son ritos los vuestros para estómagos españoles —le expliqué—. Mas, decidme, Nacom, ¿qué debemos obrar ahora con los cinco ensartados?

—Ahora, don Martín, es cuando debéis preguntar. Os dirán todo lo que preciséis conocer. Una vez que hayáis acabado, les quitaré la cuerda y, a no mucho tardar, se encontrarán bien y podrán usar sus miembros como antes. Es un sacrificio que nosotros, los mayas, realizamos con bastante frecuencia, horadándonos por nosotros mismos, y nunca nos ha dejado daño alguno —dijo sonriendo.

Viendo que ni el señor Juan ni Rodrigo se hallaban en condiciones de preguntar nada, me levanté y me allegué hasta los ensartados, algunos de los cuales parecían tener perdido el sentido. Tampoco podía contar con los muy afectados hombres de la tripulación que parecían estatuas de piedra mármol. Quizá el ser mujer me libraba de aquellos horribles efectos, me dije, aunque procuraba no mirar hacia abajo por no ver el hilo del rosario.

El conde de La Oda era el único que daba señales de seguir con vida o, a lo menos, con algo de juicio, así que hinqué la rodilla ante él y, sujetándole por el mentón, le alcé el rostro hacia mí. Mi mano se manchó de la sangre que manaba de sus recortadas orejas.

—Don Carlos, ¿me oís?

Abrió un poco los ojos y asintió levemente.

—¿Con quién tenían que encontrarse vuestras mercedes al llegar a México?

—Con… Don Miguel López de Pinedo —farfulló—. Él conocía de nuestra llegada por una carta que se le remitió en un aviso de la Casa de Contratación. Se estará preguntando qué nos habrá podido acontecer, pues ya deberíamos haber arribado.

—¿Era a él a quien iban vuestras mercedes a entregar el mapa?

—Sí, así es —los ojos se le cerraban y la voz se le apagaba, de cuenta que tuve que zarandearle la cabeza para que despertara y siguiera refiriéndome la historia.

—¿De quién es el mapa, don Carlos?

—De don Pedro Cortés, marqués del Valle de Oaxaca. Antes perteneció a su padre, don Martín Cortés, y antes a su abuelo, don Hernán Cortés, que lo mandó obrar a unos cartógrafos indígenas para que sólo a él y a sus herederos se les alcanzara su sentido.

—¿Don Pedro conoce lo que dice el mapa? ¿Conoce el lugar dibujado en el pañuelo?

—No, don Pedro no sabe interpretarlo pues su padre no se lo reveló a él sino al hijo mayor, don Fernando, el tercer marqués, que murió sin darle las oportunas aclaraciones a don Pedro por no llevarse bien entre ellos. Don Miguel nos está esperando —porfió con voz mortificada, como si fuera a echarse a llorar—. Si no llegamos con el mapa la conjuración fracasará pues no habrá caudales suficientes para ponerla en ejecución.

—¿Y la misiva que se le envió a don Miguel en el aviso no llevaba un dibujo del mapa para que empezara a trabajar en él?

—No. Don Pedro no se fía de don Miguel. Sólo confía en nosotros y en don Arias Curvo, el yerno de don Miguel, porque don Arias es familiar de uno de sus hombres de mayor confianza, el banquero don Baltasar de Cabra. Cuando encontremos el tesoro de don Hernán, don Arias ha jurado matar a su suegro para que no pretenda gobernar a don Pedro obligándole a ser un rey sometido a sus deseos. Don Miguel es un hombre ambicioso y peligroso y tiene para sí que don Pedro es demasiado blando para reinar.

Y sin la intromisión de don Miguel López de Pinedo, sería Arias Curvo quien gobernara al reyezuelo blando, pensé. El último de los hermanos Curvo ejerciendo el oficio de favorito y valido del rey de la Nueva España, con todo el poder y la autoridad. Una artimaña digna de admiración, un luengo esfuerzo de años y años de ocultas fullerías, argucias e intrigas. Hasta el final, los Curvo no dejaban de sorprenderme.

—¿Y don Arias también matará al virrey don Luis de Velasco?

—Es preciso matarle. Él será el primero en caer pues de su muerte depende el que las familias contrarias a la coronación de don Pedro se unan a nosotros. Don Luis sería un enemigo grandemente peligroso pues no tiene más defecto que la avaricia y el acopio de caudales, en todo lo demás es hombre de honor y, por más, fiel hasta la muerte a España y a Felipe el Tercero.

—Si encontráis el tesoro, ¿cuándo pondríais en ejecución la conjura?

—El día de la Natividad, durante la recepción en el palacio del virrey. Ese día se celebra con grande boato en la ciudad de México y, por ser fiesta religiosa y feriada, todos se hallarán entretenidos y desprevenidos.

Le solté el mentón y él cayó desmayado al suelo. Más que dolor por la herida en el miembro viril lo que tenía era debilidad por la pérdida de sangre. Me volteé hacia el Nacom y le hice un ademán para que liberara a los ensartados. Ya conocía todo lo que deseaba conocer. En cuanto terminara la cuarentena, los cinco nobles partirían hacia México custodiados por un piquete suficiente de nuestros arcabuceros, de cuenta que arribaran secretamente a la ciudad para que el virrey hiciera con ellos lo que le viniese en gana.

Resultaba extraordinariamente apremiante hallar un cartógrafo mexicano.

Y, así, entre unas cosas y otras, arribó el día de mis nupcias, el que se contaban diez y siete del mes de octubre de mil y seiscientos y ocho. La noche anterior, con torbellinos y huracanes en el entendimiento, la pasé volteando de uno a otro lado del jergón sin lograr conciliar el sueño. Me sentía muy feliz y un poco asustada, pues toda mudanza inquieta. Acudieron a mi memoria mis padres de Toledo, Pedro y Jerónima, y mi hermano Martín, y me figuré la alegría de mi señora madre de haber podido estar conmigo en un día tan señalado. Acudieron también mis padres del Nuevo Mundo, Esteban y María, y los junté con los de Toledo. A todos les di cuentas de lo muy feliz que me sentía, de lo afortunada que era por matrimoniar con un hombre al que amaba más que a mi vida. Les referí cosas de Alonso, de su valor, donaire y gallardía, de su determinación para ejecutarlo todo, de lo dura que había sido su vida trabajando en el Arenal de Sevilla como esportillero y de sus sueños de ingresar algún día en la Armada del rey, unos sueños que, por fortuna, había olvidado al unirse a nuestra pequeña familia y al no precisar granjearse más caudales de los que ya tenía. Que Alonso me amase como yo le amaba a él era toda la gloria que yo acertaba a desearme, un justo resarcimiento de la vida por habérmelos quitado a ellos con grande dolor de mi corazón. Con Alonso a mi lado ya no estaría sola, nunca más estaría sola ni dormiría sola ni vería pasar sola los años que me quedasen.

Al fin, con el alba, les dejé marchar y tras despedirme de ellos me pude dormir, conociendo que, a no mucho tardar, Francisco entraría en mi choza para ayudarme a componer unos vestidos de novia que no existían y unas joyas que no poseía. Por no tener, Alonso y yo no tendríamos ni anillos de esponsales. Mas ¿qué se me daba de todo eso? Teniéndole a él, nada más precisaba. Sus bellos ojos azules y su galanura serían mis aderezos. ¡Por el cielo! Mi ánima se consumía con el ansia de verlo. La negativa de su padre a dejarme entrar en su choza hasta los esponsales sólo había añadido llama a llama y deseo a deseo.

Cuando Francisco echó a un lado la manta que servía de puerta en mi rancho, la luz me dio de lleno en los ojos y conocí que había llegado la hora. Ese pensamiento me espabiló tan de súbito y tan vivazmente que me sentí como si hubiera dormido toda la noche.

—¿Habéis descansado bien, doña Catalina?

Aquella voz femenil no era la de Francisco y, como sólo había otra mujer en todo el poblado, conocí al punto que era la joven hija del Nacom la que había acudido a despertarme.

—¡Zihil! —exclamé—. ¿Qué hacéis vos aquí?

—Hoy os serviré de doncella para ayudaros con los preparativos para las nupcias.

Sonreí y me levanté del lecho.

—No hay tales preparativos, querida Zihil —dije, quitándome el sayo con la calma que me daba la ausencia de Francisco.

—Sí los hay, doña Catalina. Ahora veréis.

Salió y tornó a entrar con un hermoso vestido en los brazos.

—¡Por las barbas que nunca tendré! —dejé escapar, admirada—. ¿De dónde ha salido algo tan hermoso?

—Mucho os lo agradezco, pues lo he cosido yo con nuestros paños de algodón y lo he adornado con cintas de colores.

Era un vestido sencillo, sin ninguna ostentación, mas tan bello por comparación con mis ropas masculinas de marear que sentí vergüenza.

—Van a creer que voy disfrazada —objeté—, que no soy yo.

—Ahora sois vos y cuando vestís de don Martín es cuando vais disfrazada, no lo olvidéis. Por más, doña Catalina, recordad también que los hombres son hombres y que sólo verán a una mujer hermosa en el día de su boda.

Zihil me ayudó a colocarme el vestido, me lo ajustó con las cintas y me calzó unas hermosas sandalias de cuero.

—Las ha hecho mi hermano con piel de venado para vuestra merced. Y también estos collares de cuentas de jade.

Yo misma me puse los zarcillos de oro que siempre llevaba conmigo como recuerdo del tiempo que pasé en Sevilla.

La muchacha me compuso el pelo lo mejor que supo y pudo (que no era mucho) mas, cuando me contemplé en el espejuelo, me admiré de largo al ver a una dueña en verdad hermosa y aderezada con discreción. Solté una exclamación de sorpresa.

—Lucís muy bella, doña Catalina —afirmó Zihil con una grande sonrisa—. El señor Alonso quedará prendado y aún más enamorado cuando os vea.

Yo también sonreía de tanta felicidad como sentía.

—¡Eso espero! —dije.

Luego, y sin que Zihil me permitiera salir del rancho ni para ver el cielo, trajo el desayuno y ambas lo tomamos juntas sin parar de reír y bromear. A no dudar, mis dos madres me habían procurado a aquella dulce muchacha para que me hiciera compañía en el día de mi boda.

No bien hube tragado el último bocado y como si lo hubieran estado esperando, un vozarrón grueso y áspero tronó desde el exterior de mi rancho.

—¿Aún no está lista la novia? —preguntó Rodrigo aparentando un grande enfado.

—¡Lo está, señor, lo está! —exclamó Zihil y, presurosa, se dirigió a la manta que cubría la entrada y la apartó—. Podéis comprobarlo por vuestro mismo ser, señor Rodrigo.

Engalanados como gañanes en domingo, todos mis hombres me aguardaban como si fueran una escolta real. De dónde habían sacado calzones limpios y camisas blancas, sin manchas ni agujeros, era un asunto que no lograba comprender. Luego conocí que se habían pasado la noche lavando ropa en el manantial y remendando los rasgones. El señor Juan, como padre mío que era aquel día, se me allegó y me dio un beso en la frente.

—Me cuesta un grande esfuerzo —murmuró emocionado— ver a mi muchacho y a mi maestre en esta hermosa dueña en la que te has convertido.

—Siempre soy esta dueña, señor Juan —le expliqué—, aunque vestida de hombre por mejor ejecutar mis oficios.

—Pues vamos, que hay un novio impaciente aguardando en la plazuela, un fraile con muchos humos por ejercer de oficiante en el desposorio de su hijo y una tripulación a punto de estallar de curiosidad pues nunca te han conocido vestida de mujer.

Me ofreció su brazo y yo, más avergonzada que nerviosa, puse el mío encima. Rodrigo, Juanillo y Francisco se colocaron en derredor mío y juntos avanzamos hacia el centro de la plaza, donde se arremolinaban los hombres de la tripulación. Todo aquello tenía mucho de teatro, de comedia popular y, al punto, sentí que, en verdad, me sobraba aquel disfraz de novia y que sólo precisaba de Alonso. De haber podido, habría echado a correr con él lejos de aquel lugar.

Al vernos llegar, los hombres de la tripulación se separaron abriéndonos paso, todos muy admirados por mi aspecto, y allí, al fondo, sentado en una silla salida de no se sabe dónde, Alonso me aguardaba galanamente ataviado con unas finas ropas —coleto incluido— salidas de tampoco se sabía dónde. En los dos días transcurridos desde el acuerdo de esponsales, los pobladores de Villa Gallarda habían estado muy ocupados sin que yo me apercibiera de nada.

Alonso, que hablaba distraídamente con sus hermanos, al verme del brazo del señor Juan enmudeció al punto, quedó absorto, arrobado y, sin dejar de mirarme, dibujó despaciosamente la más gentil sonrisa que yo había visto en mi vida. Casi doy un traspié. Cuán maravillosa ocasión y coyuntura se me ofrecía de tornar a verlo en nuestra propia boda. El señor Juan me dejó a su lado y se colocó a mi diestra. No me atrevía a inclinarme hacia Alonso para no destacar más el hecho de que él estaba sentado por no sostenerse en pie (y porque ya estábamos ejecutando suficiente teatro para aquel público ansioso de chismorreos y al que yo hubiera eliminado de la faz de la tierra de haber estado en mi mano obrar prodigios). Sin hablar, sólo mirándonos, conocí que él estaba tan espantado como yo por todo aquello y, al tiempo, tan feliz como yo por nuestra boda. Si a mí me había sorprendido que me solicitara en matrimonio a pesar de mi condición y deformidad, quizá también para él había sido una sorpresa que yo aceptara sin pensármelo dos veces. Y, ahora, allí estábamos, a punto de desposarnos, rodeados por una caterva de brutos y hombres de la mar que no habían disfrutado de una buena distracción en mucho tiempo.

Y, entonces, saliendo de su choza, apareció fray Alfonso, con la capilla calada y una biblia en las manos. Se allegó hasta donde estábamos Alonso y yo y, echándose hacia atrás la capilla, nos tomó a los dos por la mano para poner en ejecución lo que en tal acto se requería.

—¿Queréis, señor Alonso Méndez, a doña Catalina Solís, que está presente, por vuestra legítima esposa como lo manda la Santa Madre Iglesia?

—Sí, quiero —dijo con voz firme y alta, sin detenerse ni un instante.

—Y vuestra merced, doña Catalina Solís, ¿queréis al señor Alonso Méndez, que está presente, por vuestro legítimo esposo como lo manda la Santa Madre Iglesia?

—Sí, quiero.

Y, así, sin anillos ni más ceremonias, quedamos en indisoluble nudo ligados. Alonso, con ayuda de sus hermanos, logró ponerse en pie e intentó llegar hasta mí para darme el primer abrazo como esposo, mas no fue posible. El esfuerzo de la boda había agotado sus escasos y pobres bríos. Con todo, incluso postrado entre los brazos de sus hermanos, no dejó de sonreír. Se escapó una exclamación del pecho de los hombres y algunos tuvieron por cierto que me había quedado viuda (otra vez), mas yo me hallaba tranquila, conocía que Alonso estaba bien y que iba a recobrarse y conocía también, con misteriosa certeza, que íbamos a tener una luenga vida juntos. Y, por más, ahora que estábamos casados, Alonso se iba a recuperar con mayor presteza pues no serían sus hermanos ni su padre los que se encargarían de él sino yo y yo le quería tanto que mi amor le devolvería pronto la salud y las fuerzas.

Los hombres sacaron las parihuelas del rancho de su padre y lo tumbaron en ellas. Cornelius Granmont, que le había tenido a la mira toda la mañana, ordenó que lo llevaran a mi rancho pues ahora era mi esposo y debía vivir en mi casa. Por fortuna, mi rancho era amplio.

—Necesitarás otro jergón —murmuró Rodrigo viendo el mío, tan estrecho.

—Ocúpate de tus asuntos —le dije—. Vete a festejar la boda con los hombres.

—¿Sin los novios? —se extrañó.

—Podemos esperar, muchacha —propuso el señor Juan.

—No hay a qué esperar —murmuró el pálido Alonso—. Presto me recobraré y mi esposa y yo saldremos juntos para unirnos a la fiesta.

Le miré con orgullo y alegría y supe que sanaría en un paternóster.

—Quiero que los hombres se diviertan el día de nuestra boda —afirmé yo—, de cuenta que id con ellos y divertíos.

—Yo debería quedarme, maestre —dijo Cornelius, con grande preocupación en el rostro.

—Y yo también —añadió, solícito, Francisco.

—Y yo —refunfuñó el pequeño Telmo tratando de abrirse paso entre Rodrigo y el señor Juan para allegarse hasta su hermano.

Miré a Alonso, por ver qué le parecía a él, y él me miró a mí por la misma razón. Ambos estábamos conformes.

—Os lo agradezco mucho —dijo Alonso con voz débil desde el jergón—, mas es mi deseo estar a solas con mi esposa y no debéis preocuparos porque me hallo bien y no he menester nada que ella no pueda proporcionarme.

Oí una perversa carraspera de Rodrigo, como si se le hubiera quedado atravesada en la garganta una de esas frases suyas tan delicadas y oportunas.

—¡Yo soy tu hermano! —se enfadó Telmo.

—¡Y yo tu padre, Telmo, y te mando que salgas ahora mismo! —le ordenó fray Alfonso desde el exterior.

Uno a uno fueron abandonando el rancho. El inquieto Cornelius, antes de salir, me llevó a un aparte.

—Doña Catalina —murmuró con muchos aspavientos y tartamudeos, componiendo y aderezando los lazos verdes de su barba como hacía cuando estaba nervioso—, no deberíais… No sería conveniente que… Considerad que habrá tiempo de sobra para…

Me eché a reír muy de gana y le calmé poniéndole una mano en el hombro.

—Gracias, Cornelius, mas soy hija de madre de mancebía y he vivido muchos años con mozas distraídas. Sé que aún no es tiempo para mi señor esposo de satisfacer los apetitos del amor.

Resopló aliviado y salió con los demás. Fuera, en la plazuela, estaban comenzando a preparar hogueras para asar las carnes y, animados por dos toneles de vino allí dispuestos, algunos hombres ya bailaban con la música de instrumentos que yo no conocía que llevábamos a bordo de la Gallarda. Estaba bien que así fuese, me dije volviéndome hacia mi señor esposo, pues yo era grandemente feliz teniéndole a él conmigo. Que los demás lo fueran también. Ambos nos quedamos mirándonos, mudos y sonrientes, y, al punto, dejé de escuchar la música y la algarabía. Todo lo olvidé y todo desapareció en derredor de nuestro rancho. Por primera vez en los años de mi vida, sentí que no me faltaba nada, que lo tenía todo, que me hallaba completa y, lo más extraño, que era dichosa, absolutamente dichosa, y toda mi dicha partía de aquel hombre bueno y gallardo que yacía en mi jergón y que me tendía la mano.

—Así que pasabas algunas noches a mi lado cuando me hallaba sin sentido —dijo sonriente.

—¿Quién te ha mentido? —repuse, allegándome y cruzando mis dedos con los suyos. Hube de contener y disimular un calor súbito, unos pulsos veloces y recios por todo el cuerpo y una caprichosa desazón en las entrañas. Él no logró ocultarlo tan bien como yo—. Alonso, no debes…

—Lo conozco —admitió con tristeza—, mas, a no mucho tardar, estaré bien y…

—No deseo separarme de ti ni un instante —le advertí—, de cuenta que aleja de tu entendimiento cualquier pensamiento que te provoque grande alteración o tendré que irme y dejarte con tu padre y tus hermanos.

—¡Maldición! —exclamó enfadándose—. ¡He menester de mi cuerpo y de mis fuerzas y soy tan débil como una doncella!

—Aquí la única doncella que hay soy yo, mi señor esposo. Te ruego, pues, que te recuperes y, si no obedeces en todo lo que te mande, te devolveré, como te he dicho, al rancho de tu padre.

—No, no te es dado devolverme porque ahora soy tu marido.

—¿Quieres verlo? —repuse, desafiante, alzando la mano hacia la manta que cubría la entrada.

Alonso tornó a sonreír.

—Olvidaba que me he desposado con el famoso bandido Martín Ojo de Plata.

Yo fruncí el ceño.

—¿También te han chismorreado eso?

—Desque desperté he tenido muchas visitas. Mas no te enfades, mujer, que hoy es el día de nuestros esponsales —dijo tendiéndome de nuevo la mano. Al punto conocí que, si se la tomaba, tornaría para ambos el grande peligro y la alteración de un deseo mal sujetado. ¡Qué bellos ojos, qué gentil cuerpo aquel que yo no podía tocar ni acariciar! Sentí que una lágrima rodaba por mi rostro.

—No estoy enfadada, mi dulce amor —le dije, admirada por mi osadía—, sólo estoy triste y la razón de esta tristeza es que tu salud se halla tan quebrantada que no me es dado tomar esa mano que me tiendes por el grande deseo que ambos sentimos de ir más allá.

—Si la tomases, ¿qué sería lo peor que me podría acontecer? —preguntó, retador.

—Que te viniese tan grande alteración que perdieses el sentido y tornases a estar como estabas mas sin posibilidad ya de despertar. Tu cuerpo ha sufrido mucho, Alonso. Nos hemos desposado conociendo que tú debes restablecerte antes de consumar nuestro matrimonio.

—Pues bien, elaboremos una poción como las que preparaba la buena Damiana —dijo taimadamente—, una que nos permita, a lo menos, tomarnos de las manos sin que yo desee seguir y yogar contigo.

—Has perdido el juicio —afirmé.

—Te hablaré de los días que Rodrigo y yo pasamos en poder de ese hideputa del loco Lope, te referiré todo cuanto me hizo y lo que me dijo y, así, me será dado acariciar tu mano sin quebrantar mi salud. ¿Qué me dices?

Le hubiera dicho que le amaba, que le deseaba y que no tenía en voluntad escuchar nada sobre el maldito retoño de los Curvo y mucho menos sobre el daño que le había causado a él. Por más, ya lo conocía, pues Rodrigo nos lo había referido tras el rescate.

—Digo que te doy una semana para que te pongas bien. Ni un solo día más o me moriré y te quedarás viudo. Aunque, discurriéndolo mejor, si en una semana no estás corriendo por la selva y levantando pesados fardajes con una mano, te mataré yo a ti y me quedaré viuda otra vez, que siempre será mejor.

Reímos y, sentándome a su lado en el jergón, nos tomamos de las manos. Todo aconteció de la misma y cabal manera en que antes nos había acometido el deseo con ardor y brío mas, a la sazón, Alonso principió a narrar los pormenores de la tortura a la que le había sometido el loco Lope y la pasión se nos distrajo y se aquietó, permitiéndonos de este modo acariciarnos las manos si no con ansia, a lo menos, con amor pues, oyéndole, conocí que precisaba en verdad hablar conmigo de todo aquello, sacarlo de su memoria para alcanzar a borrarlo. De haber acontecido al contrario, de haber sido yo quien hubiera sufrido tanto dolor y maldad en manos del loco, sólo me hubiera sido dado arrancar de mí todo aquello refiriéndoselo a Alonso pues nadie más habría podido ofrecerme el consuelo preciso para tales horribles heridas del ánima. Y así fue como me apercibí de que, desde aquel punto, él y yo éramos algo más que él y yo, algo más que Alonso y Catalina, como si juntos formásemos una única vida que se precisara completa para proseguir. Y así, hablando quedamente y muy cerca el uno del otro, nos hallaron los feriantes del banquete cuando irrumpieron con grande escándalo en el rancho para estorbar lo que conocían que no podía acontecer. Mas ¿qué se les daba a ellos de nuestra obligada castidad? Casi todos, Rodrigo incluido, se hallaban bastante achispados.

—¡A comer, a comer! —gritaba un alegre señor Juan con el rostro encarnado y la nariz como un ascua.

—¡Afuera con los novios! —vociferó fray Alfonso, menos fraile y más parroquiano de taberna que nunca.

—¡Se acabaron los melindres y las necedades de enamorados! —farfulló Rodrigo con lengua torpe levantándome por los aires y llevándome hasta los espetones donde giraban, apetitosos y bien asados, liebres, cerdos, venados y conejos. Nunca habría osado alzarme así (como si en lugar de una mujer fuera una niña) de no andar yo disfrazada de dueña pues, de llevar mis ropas de Martín, ni se le hubiera pasado por el entendimiento.

La música se tornó más animada. Entretanto colocaban a Alonso a mi lado, en la misma silla de la boda, y todos principiábamos a comer aquellas sabrosas carnes sentados en el suelo, a la redonda de los espetones, los músicos, incitados por el vino, entonaron graciosos madrigales, seguidillas, villancicos, fandanguillos y romances.

Comimos y bebimos, cantamos y bailamos sin descanso hasta la puesta del sol y, aún entonces, la fiesta prosiguió. A falta de otras mujeres, Zihil y yo fuimos grandemente requeridas para los bailes, mas los hombres no hacían aspavientos si se terciaba bailar entre ellos. Alonso comió mejor aquel día, aunque Cornelius no le permitió probar ni el vino ni el cerdo pues decía que su estómago no resistiría pruebas tan duras. Sin embargo, a escondidas del cirujano, consentí que se mojara los labios con el vino de mi copa y al punto se le vio repuesto como no lo había estado hasta entonces, de cuenta que torné a darle, a escondidas y de tanto en tanto, menudos sorbos de mi vino. Su sonrisa de júbilo me iluminaba.

Llegó la noche. Seguíamos cantando. Alonso principió a sentirse muy cansado aunque se le veía tan dichoso como a mí. Juro y juraré que hubo algún feliz encantamiento aquel día en Villa Gallarda pues tanto reímos, y con tantas ganas, que nos dolían los ijares. Hacía mucho tiempo que no disfrutábamos de tan alegre regocijo y contento. Rodrigo empezó una chirigota en la que figuraba que era una joven doncella barbuda que bailaba en torno a los hombres que dormían la borrachera en el suelo de la plazuela.

Y, de súbito, se escuchó, alto y apremiante, el grito de alarma de los guardas que venía de la selva.

Con prodigiosos brincos, los hombres se izaron del suelo tanto si estaban durmiendo borrachos como si cantaban, hablaban o fumaban sentados. Todo aconteció tan raudo como un rayo que cae del cielo: aparecieron los arcabuces, se despertaron los ebrios, se apagaron los fuegos, callaron las voces, las risas, los cantos y la música. Fray Alfonso y sus hijos, ayudados por el señor Juan y Cornelius, se llevaron en volandas a mi esposo hasta nuestro rancho entretanto yo, que fui tras ellos, ayudada por Francisco y sin remilgos por la presencia de tantos hombres, mudé mis ropas, tomé mis armas y salí a la plazuela en busca de Rodrigo, que me esperaba tan despierto y armado como si el día hubiera sido de guerra y no de bodas.

Todo esto aconteció en menos que canta un gallo, de cuenta que, para cuando arribó el guarda que había dado la alarma, Villa Gallarda era una población yerma y oscura, silenciosa como un cementerio y peligrosa como una santa Bárbara bajo una lluvia de chispas. El hombre se allegó corriendo hasta Rodrigo y hasta mí.

—Vienen hombres por el sudoeste —susurró—. Ocho o diez. Armados. Todos negros. A caballo. Abriéndose camino en la espesura con largos cuchillos. Avanzan en silencio, procurando no hacerse notar.

Otro guarda arribó al punto, corriendo también.

—Se han detenido, maestre —jadeó, sin resuello.

—¿Dónde?

—A unas setenta varas de aquí. En cuanto se apagaron los fuegos y cesó la música, se detuvieron.

—¿Se acercan más grupos desde otras direcciones?

—No, maestre. Lo hemos mirado.

—Pues tornad allí y referidme cuanto suceda.

—Sí, maestre —dijeron ambos a la vez, corriendo a internarse de nuevo en la selva.

—¿Qué hacemos? —me preguntó Rodrigo.

—Sólo son ocho o diez hombres a caballo —repuse, ajustándome bien la daga—. Si no se marchan, los capturaremos. Ordena a los nuestros que se dividan en dos piquetes y que avancen en silencio por el sur y por el oeste hasta rodear a los negros. Si tuercen su derrota y se alejan, que les permitan marchar en paz; si avanzan hacia nosotros, que los detengan.

—Como mandes —repuso Rodrigo, alejándose entre las sombras.

Miré al cielo. No había nubes y la luna estaba menguante, casi nueva, lo cual nos favorecía. En cambio, las muchas estrellas, luminosas como faroles, nos perjudicaban. A tal punto, retornó a mi memoria que aquélla era mi noche de bodas y añoré tanto a Alonso que me dolió el corazón. Ojalá me hubiera sido dado estar con él y no allí sola, parada en mitad de la plazuela, a oscuras esperando nuevas de los guardas y temiendo el ataque de unos veracruzanos que, en el peor de los casos, servirían a las órdenes de las autoridades locales, lo que nos obligaría a defendernos y a matarlos.

El primero de los guardas tornó corriendo hasta mí.

—¡Han dicho vuestro nombre, maestre! —exclamó—. ¡Vienen a por vuestra merced!

¡Menuda cosa!, me dije. Medio Nuevo Mundo venía a por mí para ganar las valiosas recompensas ofrecidas desde España por la Casa de Contratación y el Consulado de Mercaderes de Sevilla.

El segundo guarda apareció de nuevo entre el boscaje y se me allegó como un galgo, con el rostro iluminado de satisfacción.

—¡Maestre, son cimarrones de Gaspar Yanga! ¡Desean hablar con vuestra merced!

¡Cimarrones de Gaspar Yanga! Solté un grande suspiro y sonreí, aliviada.

—Traedlos hasta mí. Tenedlos a la mira, mas tratadlos bien.

—¡Sí, maestre!

Rodrigo apareció por detrás de los ranchos luciendo un gesto de grande tranquilidad.

—¿Ya lo conoces? —le pregunté, alzando la voz.

—Lo conozco —afirmó—, y, a la postre, no he despachado a los hombres.

—Sea. Mas que sigan armados y listos.

—¡Por mis barbas, Martín! —me reprochó—. ¡Que son quienes nos han estado favoreciendo desque salimos de Tierra Firme!

—No me fío de nadie hasta que me es dado fiarme.

—Genio y figura… —murmuró, colocándose a mi lado.

Al punto, los hombres tornaron a encender las hogueras y la villa recobró un cierto aire apacible, expectante, que presto se vio satisfecho cuando se abrió la espesura y un grupo de negros salió al raso ceñido por quince o veinte hombres de los nuestros. Mas si a todos se nos quedó el ánima en suspenso y si los ojos se nos abrieron como rodelas fue por la admiración de ver que la talla del jefe del piquete de cimarrones de Yanga alcanzaba casi las dos varas y media. [21] Tan alto resultaba que los demás semejaban enanos, y no sólo era alto y de hasta treinta años sino que, por más, también era hermoso de cuerpo, de airoso talle y de muy buen semblante, con unos ojos grandes, oscuros y buenos. En todos mis años no había visto nunca una persona de tan encumbrada y gigantesca estatura.

El hombretón, ataviado con camisa blanca y calzones negros de paño, se me allegó en dos pasos y se me plantó delante con toda reverencia, haciendo una elegante inclinación. Sus grandes y bondadosos ojos parecían satisfechos.

—¡Al fin! —exclamó con una voz grave que le salía del fondo de aquel pecho inmenso—. Es un honor conoceros, don Martín Ojo de Plata.

—¿Y cuál es vuestra gracia? —le pregunté, echando atrás la cerviz para mirarle.

—Gaspar Yanga el joven, hijo del rey Yanga.

Aquello ya lo había vivido antes, hacía mucho tiempo, con Sando y el rey Benkos, aunque Sando, siendo tan hijo de rey como éste, ni de lejos lucía un porte tan principesco. Claro que, al lado de Gaspar Yanga el joven, todos éramos unos alfeñiques.

—¿Y cómo debo llamaros, señor?

Él sonrió muy graciosamente.

—Llamadme Gaspar, don Martín, sólo Gaspar. El rey es mi padre, no yo.

—Y doy por cierto que, como mi hermano Sando, el hijo del rey Benkos, os habéis criado oyendo hablar del fabuloso reino de vuestro señor padre en África.

Alzó los ojos al cielo y tomó a reír muy de gana.

—¡Oh, don Martín, no os lo podéis figurar!

Aquello nos hizo reír a todos y tornó en amable y grato el ambiente. Rodrigo no perdió el tiempo y le refirió a Gaspar que nos hallábamos en plena celebración de mis esponsales cuando ellos llegaron, de cuenta que presto regresaron la música, el vino y el más que abundante banquete, del que nuestros invitados dieron debida cuenta pues venían valederamente hambrientos. Entretanto cenaban, yo me encontraba cada vez más preocupada porque Alonso no había tornado a salir del rancho, ni tampoco los demás, así que me disponía a abandonar a los circunstantes para averiguar qué acontecía cuando Cornelius se me allegó por la espalda y me susurró al oído que Alonso estaba dormido, que se hallaba tan extenuado por las emociones del día cuando entraron en el rancho que no podía ni con el peso de su misma cabeza y que convenía dejarlo descansar y reponerse. Me tragué mi pena con un sorbo de vino que me supo agrio y proseguí atendiendo a mis invitados. A lo menos, en nuestra noche de esponsales, me hubiera complacido dormirme con él, ya que otras cosas mejores no se podía. Hube de esforzarme para llevar a cabo adecuadamente mis obligaciones de dueña y maestre.

Gaspar Yanga el joven nos refirió que él y sus hombres habían abandonado su palenque, llamado San Lorenzo de los Negros, mucho antes del amanecer de aquel mismo día, y que no se habían detenido ni para comer. En cuanto se conoció en San Lorenzo que la Gallarda había sido asaltada y que la habían hallado vacía, trataron por todos los medios de dar con nuestro paradero y, al no lograrlo, su padre ordenó formar cuadrillas de hombres a caballo que partieran de inmediato en nuestra busca pues, de seguro, andaríamos ocultándonos por las inmediaciones de Veracruz. Gaspar, que conocía bien la zona por ser el encargado de sacar de la ciudad a los negros que huían, se determinó por el lugar más probable, el escondite del manantial, del que él mismo se había servido en multitud de ocasiones. Atracándose de venado asado dijo que, habiéndonos tenido a la mira desque entramos en las aguas de la Nueva España, no podían ahora decirle al rey Benkos que nos habían perdido, pues muy capaz sería de declararles la guerra y de mandar a sus cimarrones de Tierra Firme con aviesas intenciones.

Daba mucho gusto hablar con Gaspar, pues era muy gracioso en todo lo que decía, de cuenta que el tiempo se nos pasaba raudo riendo con el gigantón. Llegados a un punto, me preguntó si me había determinado a ayudar al virrey don Luis de Velasco en el asunto de la conjura de don Pedro Cortés, a lo que yo repuse, no sé a qué tan admirada, que cómo era que él conocía una cuestión tan secreta si no había habido ni un solo esclavo ni criado durante la entrevista de fray Alfonso con don Luis. Mi entendimiento, acostumbrado a las naturales evoluciones de las nuevas, no conseguía habituarse a la ligereza y las cabriolas con que éstas se movían por los hilos de la telaraña de negros de todo el Nuevo Mundo.

—No, no había ningún esclavo en aquella ocasión —admitió con malicia—, mas había varios cuando el padre fray Toribio de Cervantes, el Comisario General de los franciscanos de estas tierras, habló más tarde del asunto con el confesor del virrey, fray Gómez de Contreras, ambos presentes en la anterior entrevista. Por si os interesa, estos dos hombres conocen ya los nombres de todos los obispos, priores, prelados, frailes y clérigos que participan en la conjura de Cortés y los beneméritos. Me es dado ofreceros una relación completa, si lo deseáis. Están esperando a que os determinéis sobre el trato con el virrey y, si lo aceptáis, a que culminéis el oficio con éxito para remitir un pliego al Papa de Roma haciéndole saber los hechos y los nombres.

Dejé escapar un luengo suspiro. Aquél había sido el día de mi boda, aunque ya no lo pareciera.

—Me he determinado a aceptarlo —le dije, mirando las brasas—. Precisamos el perdón real para recobrar nuestras vidas.

Gaspar tomó a reír muy de grado, con sonoras carcajadas.

—¡Me place, don Martín! —exclamó, dándose palmadas en las rodillas—. Hacéis honor a vuestra fama. Cuando sea viejo, podré contarles a mis nietos que os conocí por vuestro mismo ser. Decidme, ¿cómo podríamos mi padre y yo serviros en este asunto?

Un brillo como de estrellas le chispeaba en los ojos. Si le hubiera dicho que no le precisaba, se habría llevado un grandísimo disgusto. Miré a Rodrigo en busca de ayuda y él me hizo un gesto con la cabeza señalando la choza en la que guardábamos a los prisioneros. ¡Cuán grande era mi compadre!

—Nos favoreceríais mucho si os encargarais de unos hombres que deben permanecer bajo custodia hasta que todo termine.

—¡Sea! —admitió sin dudar—. Mañana mismo se vendrán conmigo a San Lorenzo de los Negros.

—No. No, señor. Eso no será posible —atajó la voz de Cornelius desde el costado siniestro del corro.

Gaspar le miró y luego me miró a mí con grande desconcierto.

—El que habla es nuestro cirujano —le expliqué—. Cornelius Granmont, que nos tiene en cuarentena por unas calenturas pestilentes que sufrieron los indios de nuestra nao —le expliqué.

—Hay muchas de ésas —señaló Gaspar, calmoso— y sólo las sufren los indios.

—Cierto, mas Cornelius asegura que nosotros, sin padecerlas, podemos inficionar a todos los indios de la Nueva España.

—Hasta el próximo día lunes a nadie le es dado abandonar este poblado —sentenció Cornelius.

—Sosegaos, cirujano —repuso amablemente el gigantón con una sonrisa—. Podemos retrasar nuestro tornaviaje al palenque. El día lunes o el día martes, partiremos con esos prisioneros hacia San Lorenzo de los Negros.

—¿No deseáis conocer quiénes y cuántos son? —le pregunté.

—Me lo vais a referir ahora mismo.

—Cierto —asentí—. Se trata, en primer lugar, de un grupo de seis prisioneros ingleses que capturamos durante el asalto a una nao pirata.

—Nosotros somos diez. No os inquietéis.

—No, si no me inquieto por éstos —afirmé pasándome la mano por los revueltos cabellos—, me inquieto más por los otros, por los cinco aristócratas sevillanos que os van a amargar el tornaviaje con sus remilgos.

—¿Son, acaso, los nobles enviados por don Pedro Cortés para custodiar el viejo mapa de su abuelo, el marqués don Hernán?

—Acertáis, señor —declaré—. Éstos son.

—¿Y les habéis quitado el mapa? —su rostro arrebatado me recordaba el de Juanillo, al que no veía por ninguna parte desde hacía un buen rato.

—El mapa se halla en mi poder —admití—, mas es tan inútil como un papel en blanco si no logramos que lo estudie algún cartógrafo indígena de estas tierras. A nadie se le alcanza lo que se dice en esa tela.

—¡Yo sé quién podría ayudaros! —soltó, de súbito, uno de los hombres de Yanga, sentado frontero mío. Era un joven delgado de cuerpo y carilargo, y, a todas luces, mulato, pues su piel era tan clara como la más oscura de las nuestras. Llevaba la carimba [22] de la esclavitud en el pecho descamisado—. ¡Don Bernardo Ramírez de Mazapil!

Gaspar asintió, muy complacido.

—Antón está en lo cierto —dijo—. Don Bernardo es la persona indicada.

—¿Quién es ese don Bernardo? —preguntó Rodrigo.

—Don Bernardo fue nahuatlato en la Real Audiencia de México… —principió a explicarle el joven Antón.

—¿Nuau qué? —tronó Rodrigo.

—No, no nuau, sino naua, nahuatlato —porfió el joven—. Don Bernardo ejerció de lengua[23] de español y náhuatl en la Real Audiencia de México. Es un príncipe azteca. ¡Dicen que de la mismísima sangre de Moctezuma!

—¿Y quién es Moctezuma? —preguntó alguien con grande emoción. Ahí estaba Juanillo.

—¿No conoces quién es Moctezuma? —se pasmó Antón.

—Nosotros somos de Tierra Firme —replicó el muchacho, defendiéndose. Los demás callamos como muertos por no parecer tan ignorantes como él.

—Pues fue el emperador mexica derrotado por don Hernán Cortés.

—¿Y dónde me es dado hallar a ese don Bernardo Ramírez? —pregunté, zanjando presurosa el tema del tal Moctezuma.

—Don Bernardo Ramírez de Mazapil vive en Veracruz, por eso lo conozco. Yo nací allí. Él era vecino de mi amo. Abandonó México cuando se retiró de la Real Audiencia.

—¿Y cómo me sería dado allegarme hasta él? —quise saber, afligida—. Si vive en Veracruz resultará imposible de todo punto pedirle que nos ayude. Y, por más, ¿estaría dispuesto a leernos el mapa y a callar después todo lo que nos lea? Podemos pagarle bien mas precisaríamos de su absoluto silencio.

—Considerad que es un príncipe azteca —adujo, por toda respuesta, el joven Antón, como si sólo eso fuera crédito suficiente.

—Deberíamos robarle esta noche —propuso Rodrigo— y traerlo hasta aquí para que el día lunes el compadre Gaspar se lo pudiera llevar también a su palenque hasta que el asunto de la conjura termine.

Solté un triste gemido.

—¡Ten piedad, hermano! —le supliqué—. ¡Hoy ha sido el día de mi boda!

—¿Y qué con eso? —se sorprendió—. ¡Ni que te fuera dado yacer con tu señor esposo!

Lamenté mucho no haber matado a Rodrigo tiempo atrás.

—Te dije —silabeé despaciosamente para que le entraran las palabras en esa cabeza de alcornoque que tenía— que te ocuparas de tus asuntos. A lo que me refería era a que, por más de estar molidos y sin ánima, son ya las primeras horas del día sábado. A no mucho tardar, se verán las primeras luces. También nuestros invitados se hallan harto cansados pues han pasado cerca de veinte horas cabalgando por la selva y ya va para dos que estamos aquí conversando. Todos precisamos de un buen sueño.

—No sería de nuestro agrado —declaró Gaspar, gentilmente— que don Bernardo sufriera daño alguno. Es una persona buena, sabia y de avanzada edad. Trata muy bien a los negros y a mi padre no le complacería que fuera robado de su casa.

—¿Qué nos proponéis, pues? —pregunté.

Él se llevó el dedo índice al entrecejo y estuvo como pensativo un pequeño momento.

—Antón conoce Veracruz por ser de allí —dijo, al cabo, alzando la cabeza—. Él os acompañará por los mejores caminos hasta la casa de don Bernardo. Hablad con el anciano nahuatlato. Ofrecedle buenos caudales por su oficio y que os dé palabra de no referir nada a nadie. Es un hombre de bien y no os engañará.

—¿Y si lo hace? —quise saber—. ¿Y si habla sobre el mapa de Hernán Cortés?

—Nosotros le tendremos a la mira, no os inquietéis —repuso—. No llegará a decir la primera palabra pues, de procurarlo, será razón de fuerza mayor robarle y llevarle al palenque. En tal caso, mi señor padre lo entendería.

—Entrar en Veracruz es peligroso —objetó el joven Antón—. A mí me conocen todos y a don Martín lo conocerán por el ojo de plata.

—Me niego a que Antón me acompañe —dije con firmeza—. Él no debe poner en peligro su vida. Si fuera advertido, si le reconocieran, le detendrían al punto y le colgarían. Que me dé todas las aclaraciones para hallar la casa de don Bernardo que ya iré yo. No he menester de su compañía.

—Y yo iré contigo —añadió mi compadre.

—No, señor Rodrigo —dijo una voz femenil desde la oscuridad del otro lado del corro—. Yo iré con don Martín.

Todos se voltearon, buscando a la muchacha de dulce y medrosa voz y, de las sombras, salió Zihil empujada por el luengo brazo de su señor padre.

—¡Zihil! —exclamé, admirada—. ¿A qué este desatino?

—No es ningún desatino —se defendió—. A don Martín Ojo de Plata, el maestre, no le es dado entrar en Veracruz, mas a doña Catalina, vestida, peinada y pintada como las dueñas mayas, le resultará posible y fácil. Dos indias del Yucatán no despertarán recelos en las calles de Veracruz. Yo os acompañaré.

—¡Nadie se fijará en vuestra merced, don Martín! —exclamó Antón, con grande alegría.

—¿Y mi ojo de plata? —pregunté, inquieta—. O mi parche, que tanto da. Ambas cosas son muy señaladas.

—No en una india, don Martín —se rió Zihil—. Una dueña maya, de perder un ojo, no taparía el agujero, así que vuestra merced ni se calzará mañana el ojo de plata ni se cubrirá con el parche. Llevará el boquete al aire.

Solté tal exclamación de susto que varias aves de la selva chillaron y echaron a volar.

—¡Jamás! —aullé—. ¡Antes me dejo rebanar las orejas que llevar destapado el hueco del ojo!

Rodrigo se puso en pie, sacó su daga del cinto, la empuñó y vino hacia mí.

—¿Qué haces? —le espeté.

—Voy a rebanarte las orejas como hizo el Nacom con los sevillanos —repuso muy calmoso.

—¡Has perdido el juicio!

—¡Y tú antes que yo! ¿A qué tanto pavor y afectación por llevar el ojo huero al aire? ¿Acaso nos vamos a morir del susto?

—¡Pues sí!

—¡A otro perro con ese hueso, mentecato! ¿Vas a echar a perder todo el propósito por una necedad semejante? ¡Eres más tonto de lo que decía tu señor padre!

Me revolví como una culebra.

—¡Mi señor padre no decía que yo fuera tonto!

—¿No? —repuso muy digno, tornando a sentarse—. Pues ahora lo diría. Por más, estoy cierto de que se lo debe de estar diciendo a sus compadres de allá arriba.

¡Maldito Rodrigo! ¡Maldito, maldito y maldito mil veces y mil más! Veinte personas me contemplaban a la espera de que acabara con mi niñería del ojo, mas para mí no era ninguna niñería, era un sentimiento horrible, como ir desnuda entre las gentes o como si éstas apartaran la mirada, asqueadas, al ver el agujero de mi rostro. No era algo hermoso de contemplar, más bien resultaba atroz. ¿A qué, pues, ponerme en esas tesituras, disfrazada de india yucatanense, por las calles de Veracruz?

—Si deseáis hablar del mapa de Cortés con don Bernardo —señaló Gaspar Yanga—, no tenéis elección. Vayamos ahora a dormir y mañana lo veréis de otro modo.

—No lo veré de otro modo —afirmé con rudeza, sacudiéndome la tierra de los calzones y encaminándome hacia mi rancho.

Levanté la manta, dispuesta a dormir en el suelo junto a Alonso, cuando vi que alguien me había cambiado el jergón. El mío, estrecho, ya no estaba. En su lugar, otro más amplio acogía en uno de sus lados el cuerpo dormido de mi dulce Alonso. Una sonrisa se me vino a los labios sin apercibirme.

El kub [24] no me molestaba para caminar por las colmadas callejuelas de Veracruz, todo lo contrario. Resultaba cómodo pues era como un saco luengo y ancho que tapaba hasta los cuadriles. Debajo, a modo de saya, llevaba un pic, unas enaguas, tan blancas como el kub e igual de hermosamente labradas con vistosos y coloridos dibujos de flores en sus bordes. Las sandalias de cuero eran las de mi boda y también las usaba muy de gusto. El pelo me lo había compuesto Zihil, aderezándome un muy galán tocado separado en dos partes y trenzado. Por más, los zarcillos que la muchacha me había prestado y que eran a la usanza de los indios, de plumas y jade, resultaban asimismo muy bellos. Nada, pues, que objetar al elegante atavío de fiesta de las yucatanenses, aunque sí había una cosa, una sola y horrible cosa (por más de mi ojo huero destapado) que no la podía sufrir en modo alguno: el oloroso ungüento colorado que me cubría todo el cuerpo desde el cabello hasta los pies. Zihil lo había llamado iztah-te entretanto me lo untaba por los brazos, y era como liquidámbar[25] e igual de pegajoso. Es cierto que, una vez embadurnada, no me conocía ni yo, aunque las admiradas exclamaciones de Zihil sobre mi hermosura con aquel ungüento quedaban muy lejos de mi entendimiento.

Aquella mañana, mi señor esposo, al verme salir del rancho de tal guisa, soltó uno de esos silbidos que los esportilleros del Arenal de Sevilla lanzaban para llamarse unos a otros. En esa ocasión, silbó por no gritar de espanto, según me reconoció después, pues no había visto dueña tan horrorosa en todos los años de su vida. Por fortuna, desde nuestra boda me había requebrado tantas veces con dulces palabras que no se lo tomé en cuenta.

—A no dudar, maestre —dijo Juanillo entregándome las riendas de uno de los caballos de Gaspar—, si madre se cruzara hoy contigo por las calles de Veracruz, de seguro que no te conocería.

—Lo importante es que parezca una india —dije malhumorada.

—Pareces un tomate envuelto en un pañuelo blanco —comentó Rodrigo.

—Gracias, compadre. Algún día te devolveré el aprecio.

—Si llueve, cuida que no te entre agua en el agujero del ojo —dijo a modo de despedida, alejándose.

No le respondí. ¿Para qué? Bastante había sufrido dejándole ver a Alonso mi rostro deformado. Después de dos días de absoluta felicidad durante los cuales habíamos dado, solos, cortos paseos por alderredor de Villa Gallarda para que se le fortalecieran de a poco las recompuestas piernas, dejarle ver mi deformidad había sido lo más doloroso que había obrado en mi vida. Dado que aquel dolor servía para mí como la pócima de Damiana que habíamos ingeniado para evitar el deseo, Alonso se me allegó y me dio uno de esos largos besos tan llenos de amor a los que ya me estaba aficionando como del aire.

Veracruz no tenía murallas. El poderoso fuerte de San Juan de Ulúa era toda la protección que precisaba. Dejamos los caballos en las cuadras que Antón nos había indicado y nos internamos en las calles de la ciudad. Toda la población se asentaba sobre un arenal frente a la mar y en ella vivían unos mil vecinos, de los cuales cuatrocientos eran españoles, por más o por menos, y el resto esclavos negros, indios y las mezclas habituales de las tres castas: mulatos, mestizos, castizos, moriscos, chinos, cuarterones, lobos, cambujos, zambaigos… Todas las casas eran de tablas y sólo unas pocas de cantería (algunas iglesias y el hospital para los enfermos pobres de la Compañía de Jesús), mas todas tenían patios y huertos, aunque no sé qué les sería dado cultivar a sus ocupantes en una tierra que más que buen campo para siembra era inútil arena de playa.

El joven Antón nos había representado en el suelo, con un palo, las calles y lugares por los que debíamos pasar para arribar a la residencia de don Bernardo Ramírez de Mazapil, que se hallaba en la plaza Mayor, junto a la Iglesia Mayor y frente al Cabildo. Hubiera sido difícil perderse pues la trasera del Cabildo daba a los muelles, los mismos famosos muelles en los que se descargaban las mercaderías que llegaban en las flotas desde España, de cuenta que sólo había que bajar hasta la mar y buscar la plaza Mayor. Con todo, las recuas de mulas cargadas con cajas, toneles y fardajes que subían desde allí nos señalaron muy bien el camino, aunque también nos lo dificultaron las más de las veces.

Nadie se fijó en Zihil y en mí. Por más, ni siquiera éramos las únicas indias mayas ataviadas de blanco y pintadas de rojo que deambulaban por las calles. Veracruz era puerto natural para las mercaderías del Yucatán, así que muchos mayas vivían allí. Con todo, yo tenía mis sentidos en alerta y se me disparaban como tiros cuando veíamos algún corchete o algún alguacil. Aunque no se me notase, bajo el pic llevaba mis armas.

Arribamos, al fin, ante la casa de don Bernardo y llamamos. Quiso la buena o la mala fortuna que desde allí pudiera ver, en la lejanía, el fuerte de San Juan de Ulúa, en cuyo puerto fondeaba, apacible, mi hermosa Gallarda. No la habían dañado. Para mi sosiego, como había dicho fray Alfonso, se contentaban con mantenerla a buen recaudo en la fortaleza militar. De seguro que la estarían escudriñando desde la cofa hasta el último clavo de la quilla mas de eso no se me daba nada. No habíamos dejado a bordo ninguna cosa que les pudiera interesar. Añoraba mi magnífica cámara de la nao y deseé, a la sazón, hallarme en ella con Alonso. Al punto, noté un nudo en la garganta que anunciaba los pinchazos en el ojo huero y las lágrimas en el sano, de cuenta que me dominé, no fuera que la muy hermosa pintura roja del rostro se me desluciera.

Tras un corto espacio durante el cual no pude quitar la mira de mi nao, una vieja criada nos abrió la puerta.

—¿Qué desean? —preguntó mirando derechamente el feo hueco de mi ojo vacío.

—Queremos ver a don Bernardo —dijo Zihil con su deje más yucatanense.

—¿Para qué?

La anciana, grande de cuerpo y de algo abultadas facciones, se recogía el pelo gris al rodete y lo cubría con un velo de fina gasa. A no dudar, era morisca [26] pues su piel blanca de española contrastaba con un rostro muy de negra, con labios gruesos y nariz ancha, resultando así, por el contraste, muy hermosa. Lamenté que mi ojo vacío pareciera incomodarla.

—Tenemos asuntos importantes que tratar con él —le explicó Zihil—. Nos haríais una muy grande merced si vuestro amo nos recibiera ahora, pues debemos regresarnos presto a nuestra hacienda.

—Mi amo no recibe a estas horas tempranas —se disculpó—. Vuelvan vuestras mercedes esta tarde. ¿Cuáles son esos asuntos que desean tratar con él?

Me estaba hartando. Llevar el ojo destapado me tornaba impaciente y brusca. Me parecía que, con una conjura en marcha para poner un rey ilegítimo en la Nueva España y tras perder una semana por culpa de la cuarentena de Cornelius, no nos era dado desperdiciar ni el tiempo ni nuestra propia seguridad personal hablando con una criada en la puerta de una casa en la mismísima y populosa plaza Mayor de Veracruz.

—Mirad, buena mujer —le dije con mi perfecto castellano de Toledo—, que, o nos lleváis ahora mismo ante don Bernardo, o Gaspar Yanga se molestará grandemente con vos.

A la dueña se le redondearon los ojos y se le mudó el rostro.

—¿Quiénes son vuestras mercedes? —preguntó asustada, mirando a un lado y otro de la plaza.

—Gentes muy necesitadas de los sabios consejos de vuestro amo —le dije, molesta—, y, por más, con los suficientes caudales para hacerle rico si nos auxilia en este trance. Permitid que sea él quien decida si nos recibe o no. El poco tiempo acucia.

—Esperen aquí.

—No, pues las calles no son seguras para nosotras —porfié—. Dejad que esperemos dentro. Si no nos quiere recibir, nos marcharemos de inmediato y no le tornaremos a molestar.

Caviló un corto espacio y se determinó a abrirnos la puerta de par en par. En cuanto entramos, la cerró precipitadamente a nuestras espaldas.

—No se muevan de aquí vuestras mercedes —nos advirtió, desapareciendo en el interior de la vivienda.

El zaguán de aquella casa de tablas era pobre, mas estaba muy limpio y cuidado.

—¿Nos recibirá? —me preguntó Zihil.

—Nos recibirá —le aseguré—. La criada se fue tan agitada que, entre eso y los caudales, acudirá él mismo a recibirnos.

Y tal cual dije, aconteció. Don Bernardo, el anciano sabio, apareció en la casapuerta con gesto de preocupación y disgusto. Claro que un hombre tan alto de cuerpo, ancho de espaldas, recto como un báculo, de frente despejada, muy poblado de barba y con los abundantes cabellos tan largos y sueltos como los de una dueña, no se ajustaba muy bien al retrato del anciano que nos habían pintado, aunque, de cierto, la barba, el cabello y las cejas eran tan blancos como la cuajada. Vestía todo de negro, a la española, con botas y coleto, y si bien se avizoraba que tenía ojos al fondo de unos profundos agujeros, resultaba difícil vérselos por el raro aparejo que llevaba montado sobre la nariz. Conocía que había gentes que usaban lentes por su mala visión. El buen y querido marqués de Piedramedina, don Luis Bazán de Veitia, que tanto me había auxiliado en Sevilla, se veía obligado a usar anteojos y los llevaba de oro y con su escudo de armas grabado por dentro. Mas los que calzaba don Bernardo, por más de ser de madera y de tener una pinza tan pronunciada que le subía hasta el nacimiento del pelo, iban atados a las orejas con un cordel, cosa que yo no había visto nunca. Se le debían de caer de la nariz muy a menudo para que precisara de semejantes asideros. Y era por culpa de las lentes que los ojos se le veían como al fondo de unas cuevas.

—¿Qué desean vuestras mercedes que no les es dado esperar a mejores horas? —preguntó muy enfadado.

—¿Cuánto cobraríais por traducir un pliego en náhuatl? —le dije por toda respuesta.

Se me allegó muy cerca para poder verme, tanto que su ganchuda nariz de indio, mestizo o castizo [27] casi tocaba la mía.

—¿Tanta molestia por una traducción? —su enfado iba creciendo como la pleamar—. Regresen a sus casas y tornen esta tarde, señoras indias, que ahora no tengo tiempo para asuntos mujeriles.

—¿Qué os parecen cinco mil maravedíes? —solté jactanciosamente, desatando la bolsa que colgaba del cinto del pic—. No, mejor que sean diez mil y así no le resultará tan deshonroso a un varón sabio como vos ocuparse a deshoras de asuntos mujeriles.

Don Bernardo se quedó de piedra mármol.

—¿Diez mil maravedíes por pasar al castellano un escrito en náhuatl? —dijo abrumado—. Señora, ¿estáis cierta de poseer esos caudales?

Le lancé la bolsa y él la tomó al vuelo. El peso le sorprendió.

—No lo sé —declaré con sorna—. Contad vos mismo las monedas. ¡Ah, y hacedme la merced de no llamarme señora! Mi nombre es don Martín Ojo de Plata.

Un grito ahogado se escuchó dentro de la casa. La criada, a no dudar, estaba oyendo la conversación.

—¡Martín Ojo de Plata! —exclamó el nahuatlato—. ¡Abandonad mi casa ahora, señor, o yo mismo os entregaré a la justicia!

—Sosegaos, don Bernardo, que ni soy un criminal, ni tenía en voluntad asaltar Veracruz, ni he matado a ningún español que no fuera un Curvo y, eso, por un juramento que le hice a mi señor padre en su lecho de muerte. No os haré ningún daño, más bien al contrario. Ya os he entregado diez mil maravedíes, cantidad con la que podríais compraros una casa de cal y canto y abandonar las estrecheces. Me es dado pagaros más, del mismo modo que me es dado deciros que, a la sazón, trabajo secretamente para el virrey don Luis de Velasco y que el documento que os traigo es de vital importancia para evitar una guerra en la Nueva España.

El rostro de don Bernardo se había tornado de cera.

—Si me lo permitís, y si me dais juramento de guardar el secreto, os referiré buena parte de esta extraña historia.

Boqueó como un pez fuera del agua y se giró hacia atrás, como buscando a la criada mas, al no verla, tornó a fijar las lentes de sus extraños anteojos en mí.

—Debéis conocer también que he venido hasta vos por el consejo del hijo de Gaspar Yanga, a cuyas órdenes sirve un joven cimarrón llamado Antón que era esclavo de vuestro vecino y que…

—¡Antón! —exclamó la criada saliendo de su escondite—. ¡Mi niño Antón! ¿Cómo se encuentra? ¿Está bien?

—Libre y dichoso, señora —repuse—. Él dijo el nombre de don Bernardo cuando se presentó la necesidad de traducir el documento que traigo conmigo. Resulta preciso de todo punto que conozcamos su contenido. ¿Haréis el juramento, don Bernardo?

—Veréis, don Martín… —titubeó—. No termino de creeros. Vestís como una yucatanense y tenéis voz y pechos de mujer.

¿Se me advertían los pechos bajo el kub?

—Soy una mujer, don Bernardo. Doña Catalina Solís. La necesidad me llevó a convertirme también en Martín Nevares, el cual, por ser hombre, me ha ganado en fama y crédito. ¿Vais a hacer el juramento, don Bernardo? Ya que, si no es así, nos vamos, pues no tenemos tiempo para perderlo en charlas y confesiones. Y hacedme la merced de devolverme mis caudales.

—No, no… —repuso, apurado—. Si vuestra merced me jura primero no hacernos ningún daño ni a mi esclava Asunción ni a mí, le traduciré el documento.

Puse la mano sobre el corazón.

—Lo juro —declaré—. Y ahora vos.

Repitió el gesto y juró.

—Pues aquí tenéis el documento —le dije, sacando el plegado pañuelo de debajo del pic.

Lo tomó entre las manos, lo desdobló y se lo llevó muy cerca de las lentes.

—Preciso de mejor luz —murmuró—. Vayamos dentro.

La casa no era grande. Al dejar atrás la casapuerta, nos hallamos en un salón con una mesa que servía, a la vez, de comedor y sala de trabajo para don Bernardo. Me quedé maravillada al ver las docenas de libros que allí había, apilados de cualquier modo sobre el suelo y los pocos muebles que, por más de la mesa, guarnecían el lugar. Mas don Bernardo, ajeno a mi admiración, se había colocado junto a un muy grande ventanal por el que la luz entraba a raudales.

Asunción, entretanto, con una candelilla prendía los pábilos de los incontables cirios que le eran menester a don Bernardo para trabajar. Aquel hombre sufría de una visión terrible, mucho peor que la mía, que era asaz buena aunque de un solo costado. De cierto, se hallaba bastante ciego, de ahí los extraños anteojos que se sujetaba con cordelillos a las orejas.

De súbito, soltó una exclamación y se agitó como un poseso.

—¡Válgame Dios! ¿De dónde habéis sacado este mapa?

Con la mayor brevedad que me fue posible le referí toda la historia, conjura incluida, mas aquello me llevó una buena parte de la mañana. Don Bernardo, sin soltar el pañuelo de las manos, en ocasiones temblorosas, me escuchaba con tanta atención que bebía con avidez todas y cada una de mis palabras. En un punto, Asunción, que más que esclava era la dueña de la casa y, con seguridad, la vieja enamorada de don Bernardo, nos sirvió vino, aceitunas y unos pescaditos secos y salados bastante buenos. No se sentó con nosotros en torno a la mesa, aunque permaneció en pie junto a una de las puertas para no perderse nada.

—… y eso es todo —acabé—. Y ahora os toca a vos, don Bernardo. ¿Qué dice ese mapa que tanto os alteró?

Se pasó la mano por los blancos cabellos leoninos y se acarició las barbas, nervioso, antes de principiar su explicación.

—El tlacuilo [28] que dibujó este mapa por encargo de don Hernán Cortés pinta al marqués aquí, ¿lo veis?

Y me mostró una pequeña figura sentada, sin piernas, con barba en pico, a la española, y un chambergo negro calado en la cabeza, de cuya boca salía como una voluta de humo.

—Esa vírgula que sale de entre sus labios significa que está hablando y, por más, que está hablando en náhuatl, diciéndole al tlacuilo lo que debe escribir en este papel de amate.

—¿Papel de amate?

—El pañuelo —dijo, alzándolo—. Lo que vuestra merced llama pañuelo es una pieza de papel de amate. Era el papel tradicional de los mexicas. En verdad, es más una tela, una tela que no está tejida sino sacada de las cortezas de unos árboles llamados jonotes.

—¿Y qué le dijo Cortés al tlacuilo que escribiera en este paño de amate?

—Siguiendo el orden náhuatl de lectura —murmuró, pegando la nariz al documento—, el pliego dice que don Hernán Cortés se apoderó de un inmenso tesoro azteca… ¡Válgame Dios! ¡El tesoro de mi bisabuelo Axayácatl! Axayácatl fue el padre de mi abuelo Moctezuma Xocoyotzin, el último huey tlatoani [29] antes de la llegada de los españoles.

—Entonces es cierto —proferí, muy admirada—. Sois de sangre real. Descendéis de los emperadores aztecas.

—Así es —dijo sin la menor vanidad en la voz—. Como otros muchos de mis cientos de familiares cercanos y lejanos. Los emperadores mexicas tenían un inmenso número de esposas y, por tanto, cientos de hijos e hijas. No todos eran igual de importantes, naturalmente, pues no era lo mismo el hijo de una princesa que el hijo de una esclava. En mi caso, desciendo legítimamente de Axayácatl tanto por parte de mi padre como por la de mi madre. Mi padre, don Fernando Ramírez de Cuauhxochitl, era nieto de Moctezuma, hijo de una de sus hijas, Ma Luisa Cuauhxochitl, casada con don Tomás Ramírez, y mi madre, doña Bernardina Moctezuma, que aún vive, es hija de la princesa doña María Mazapil, nieta de Moctezuma. Así que, por ambos lados, desciendo de Axayácatl, aunque por linajes de mujeres, lo cual es poco importante.

—Será poco importante para vos, don Bernardo —le objeté—. La sangre es la misma, venga de hombre o de mujer.

—Tal vez para vuestra merced por vuestra extraña condición, mas los buenos linajes son los masculinos —repuso él con una sonrisa—, y son los únicos que cuentan para los asuntos legales.

No quise discutir. Me hallaba mucho más interesada en lo que decía el mapa, de cuenta que, con un gesto, le solicité que continuara leyendo aquellos dibujos.

—A lo que se ve —prosiguió—, cuando don Hernán Cortés y sus hombres llegaron a México-Tenochtitlán por primera vez, mi abuelo Moctezuma los alojó como invitados en el palacio de su padre, mi bisabuelo Axayácatl, y durante el tiempo que allí se alojaron pidieron y obtuvieron permiso para construir una capilla cristiana en la que orar. Los hombres que ejecutaban las obras, al derribar un muro, hallaron unas cámaras secretas en las que había un enorme tesoro escondido. Estimaron que ascendería a más de cinco millones de ducados. Corrieron, pues, a dar cuenta del hallazgo a don Hernán, quien, después de verlo, ordenó tapiar de nuevo la pared y les hizo jurar que guardarían silencio hasta que el imperio mexica estuviera valederamente en su poder. Según dice el tlacuilo, algunos de esos hombres murieron durante la Noche Triste, cuando los españoles tuvieron que huir de Tenochtitlán en mitad de una encarnizada batalla nocturna, y el resto murió en la posterior reconquista de la ciudad. Sólo don Hernán quedó con vida y por eso se atribuyó el palacio de Axayácatl cuando se repartieron las mejores residencias mexicas entre los victoriosos conquistadores.

Yo estaba asombrada de la cantidad de cosas que referían un puñado de dibujos puestos sin aparente orden ni concierto sobre un paño. Mas, por lo que me declaró don Bernardo, los colores, las tramas, los objetos, los tamaños, la naturaleza de los materiales y las direcciones de los dibujos contaban cosas en los escritos náhuatl. Hasta las uñas de los pies de una figura podían relatar una historia si las tenía, pues de no ser así, también.

—Cuando don Hernán —siguió contando el nahuatlato— se halló en posesión del inmenso tesoro, tuvo que encontrar la manera de sacarlo de la ciudad sin llamar la atención para guardarlo en algún lugar seguro. La Corona le había entregado numerosos territorios por toda la Nueva España, los mejores para decir verdad, pues él mismo los escogió para sí durante la conquista y luego los solicitó. Lo único que se le denegó fue el puesto de virrey, que era lo que él más ambicionaba.

—¡Por las barbas que nunca tendré! —proferí exaltada—. ¡El padre quiso ser virrey y los hijos y nietos, reyes! ¿Para qué deseaban más si lo tenían todo?

Don Bernardo me miró con indulgencia.

—Cómo se ve que sois dueña, doña Catalina. Las mujeres se contentan con poco. Los hombres, en cambio, ambicionan siempre mucho más que la riqueza. Ambicionan el poder y el poder es una escalera por la cual, cuando se empieza a ascender, no hay ni final ni descenso, salvo la caída, que a muchos les acontece pues arriba no hay lugar para todos.

—Sois cruel, don Bernardo —le dije, conociendo que erraba pues las mujeres no nos contentábamos con poco como si fuéramos tontas, lelas o bobas. Nuestra ambición era igual o mayor que la de los hombres salvo que para cosas diferentes. Quizá las mujeres no ambicionáramos poder, que algunas sí, mas ¿acaso no gustábamos todas de poseer una buena casa, una familia, riquezas y amor? ¿En qué eran menos estas ambiciones que las de poder, cargos o títulos? Cada cual lo suyo sin desdeñar lo de nadie.

Él suspiró hondamente y prosiguió con el relato:

—El tlacuilo cuenta que don Hernán no podía sacar el tesoro de Axayácatl de México sin, a lo menos, un recuaje de más de seiscientas mulas, y tampoco se le venía al pensamiento cuál podía ser el mejor lugar para guardarlo pues poseía numerosas encomiendas mas ninguna tan segura como para que nadie pudiera llegar a descubrirlo. Y, entonces, muy preocupado por este asunto, recordó que poseía el lugar perfecto, el escondrijo más seguro de toda la Nueva España.

—¿Dónde, dónde está ese escondrijo perfecto? —inquirí mirando el mapa como si yo pudiera leer lo que decía.

—¿Veis este árbol con tres ramas verdes, raíces rojas y una boca en el tronco de la que sale una vírgula como si el árbol estuviera hablando?

—Sí, lo veo.

—Pues aquí está el tesoro. En Cuauhnáhuac. Significa «Junto a los árboles». Era territorio de los tlahuicas.

—¿Y por dónde queda ese Cuau-lo-que-sea?

—Cuauhnáhuac se conoce ahora como Cuernavaca, pues, como a vuestra merced, a los conquistadores no les resultaba fácil pronunciar el nombre náhuatl. Cuernavaca es una aldehuela a unas diez y siete o diez y ocho leguas [30] al sur de la ciudad de México. Unos dos días a caballo. A lo que parece, el marqués se hizo construir allí un palacio, ¿veis este castillo de color gris que da la espalda a estos volcanes? Son el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl. En verdad, más que un castillo parece una fortaleza amurallada como las que se alzan en Europa para defenderse de los enemigos.

La figura representaba un robusto alcázar con muros almenados.

—Don Hernán levantó su palacio precisamente allí por una muy buena razón —siguió explicando don Bernardo—. Cuando pasó por Cuauhnáhuac la primera vez, durante la conquista, vio un tlatocayancalli, una pirámide tlahuica, y preguntó qué templo era aquél y cuál era la razón de que se hallara tan fuertemente custodiado por guardias armados de Moctezuma. Le explicaron que aquella pirámide era un centro de recaudación de tributos y que éstos, hasta que se llevaban a México, se guardaban en unas salas que había bajo el tlatocayancalli, bajo tierra. Cuando, tiempo después, le vino a la memoria aquel lugar, se determinó a construir allí su palacio, la sede de su señorío. La pirámide había sido destruida durante la conquista, de cuenta que le encargó a un primo suyo [31] que principiara las obras sobre los restos conforme a sus órdenes e indicaciones. Por razones políticas, intentaron incautarle el señorío de Cuernavaca durante un viaje que hizo a Honduras, mas el sacerdote de la familia, aprovechando que los planos del primo de don Hernán estaban acabados, hizo levantar prestamente la capilla familiar para declarar el lugar como tierra santa y evitar así la usurpación.

—Tengo para mí —dije— que esa capilla, la segunda que aparece en este relato, va a tener algo que ver con el tesoro.

—Y así es —sonrió don Bernardo, retirándose las greñas blancas del rosto—. Refiere don Hernán que, a su vuelta de Honduras, viéndola terminada en el exacto lugar donde él había ordenado que debía levantarse, se regocijó mucho y, entretanto las obras del palacio proseguían, sin despertar sospechas principió a traer de a poco el tesoro desde México-Tenochtitlán hasta Cuernavaca. Al fin, tiempo después, en el año nahui acatl, es decir, el año cuatro caña, que equivale al cristiano de mil y quinientos y treinta y cinco, con el palacio finalizado y el tesoro a salvo, tras orar largamente en la capilla, selló la puerta que aseguraba aquellas inmensas riquezas para siempre. Conocía que tenía muchos enemigos que le querían mal y que ansiaban arruinarle, quitarle todo lo que había conquistado y hacerle perder el favor de la Corona. Aquellas grandes riquezas eran su salvaguarda contra los dichos enemigos.

—Así pues, ¿el tesoro está en la capilla? —pregunté con los pulsos desbocados.

—En efecto. En la capilla se halla la puerta secreta que permite acceder a las salas subterráneas del viejo tlatocayancalli, la pirámide tlahuica.

—¿Puerta secreta…? —me alarmé—. ¿Y dónde se halla exactamente esa puerta secreta?

—Pues veréis, doña Catalina —murmuró el nahuatlato, algo confuso—, sólo restan tres figuras en el documento y lamento deciros que no soy capaz de interpretarlas. A lo que parece, tienen algo que ver con la puerta secreta pues todas ellas están unidas por cuerdecillas y relacionadas entre sí por el lugar que ocupan, mas, aunque las leo y las traduzco, ni las comprendo ni sé darles un sentido.

—¿Y qué figuras son ésas? —inquirí, poniendo la mira en los dibujos que don Bernardo señalaba. Sólo distinguí una planta de hojas alargadas pintada de verde. El resto no conocí lo que era.

Uapali, xikokuitlatl y xihuitl —pronunció despaciosamente y con grande turbación—. Tabla, cera y año.

—¿Tabla, cera y año? —exclamé—. ¿Qué demonios significa eso?

—Lo desconozco —se lamentó don Bernardo—. No le hallo ningún sentido.

—¿No os estaréis confundiendo por vuestra mala visión? —mi rudeza iba pareja con mi desazón—. Podría ser que no advirtierais con claridad las valederas figuras que hay en el pañuelo. Son tan menudas que resulta difícil apreciarlas.

La esclava Asunción, que hasta entonces no había dicho esta boca es mía, saltó al punto como si le hubiera picado un alacrán:

—Mi señor don Bernardo no erró jamás una traducción en los más de treinta años que ejerció como nahuatlato en la Real Audiencia de México. Es el mejor en lo suyo de toda la Nueva España.

—Mas ¿y si ahora yerra? —porfié—. ¿Tabla, cera y año? ¡Traedle más velas, mujer, para que descubra dónde se engaña!

Don Bernardo alzó la cabeza y su alto cuerpo se creció adoptando un porte de grandísima dignidad. De esta guisa y, por más, vestido todo de negro y con el abundante y suelto cabello tan blanco como la nieve, parecióme, en verdad, el nieto de un emperador azteca y no el anciano nahuatlato corto de vista que residía en Veracruz.

—Es vuestra merced quien aquí yerra —silabeó con una voz que me heló la sangre en las venas—. Me habéis ofendido en mis conocimientos, mi lengua, mis estudios y mi oficio. Os demostraré que no yerro si digo que ahí pone lo que pone y nada más, y cuando os lo demuestre tendréis que disculparos.

La joven Zihil, que, como la esclava Asunción, había permanecido quieta y en silencio toda la mañana escuchando lo que hablábamos don Bernardo y yo, puso su roja mano sobre mi rojo brazo y lo apretó para hacerme callar pues veía que el asunto se descarriaba.

—Doña Catalina se disculpará ahora —dijo con grande suavidad—. ¿No es así, doña Catalina?

—Os ofrezco mis disculpas si es que os he ofendido —farfullé, tragándome el enojo pues no consideraba que hubiera habido agravio en mis palabras—. A no dudar, ahí dice lo que vos afirmáis que dice: tabla, cera y año.

Me gustaba pronunciar esas tres palabras. Sonaban como la música de los alegres bailes de cascabel.

—Os he dicho y os repito, mi señora doña Catalina —arreció don Bernardo con aquella fría voz—, que os voy a demostrar que no he errado en mi traducción y que, aunque acepto vuestras disculpas, insisto en estudiar cumplidamente las dichas figuras para hallarme totalmente cierto de lo que afirmo.

—No tenemos tiempo para eso —dije con firmeza—. Copiadlas y estudiadlas cuanto deseéis mas nosotras debemos partir ahora. Os he referido la conjura que se cierne sobre vuestra tierra y la guerra a la que podría dar lugar. Debemos continuar nuestro camino para ejecutar las demandas del virrey don Luis de Velasco.

—A lo que se ve, no me he expresado con bastante claridad —objetó él, plegando cuidadosamente el ma- pa—. Os voy a demostrar que no he errado porque me voy con vuestra merced a Cuernavaca, al palacio del marqués del Valle, don Hernán Cortés.

El rostro de Asunción, su exclamación de angustia, el gesto de sorpresa de Zihil y mi manifiesto asombro no obtuvieron más respuesta de don Bernardo que una grande sonrisa de satisfacción.

—Al fin y al cabo —resolvió poniendo los brazos en jarras—, soy bisnieto de Axayácatl y lo único que deseo es conocer qué quiso decir el marqués o qué quiso ocultar con esas tres palabras náhuatl.