Ni el ruido de los truenos, ni el del excesivo viento, ni siquiera el de la grandísima lluvia que nos caía encima, encubrió el afilado silbido del bolaño que la nao española acababa de dispararnos. Al punto, una descomunal columna de agua brotó a menos de veinte varas de nuestra proa. La Gallarda parecía atraer a las embarcaciones militares que mareaban en busca de los piratas que inficionaban el Caribe. En las dos semanas que hacía que habíamos zarpado de La Borburata, seis eran las naos que nos habían atacado, tres españolas, dos inglesas y una flamenca. Y eso que en la estación de lluvias muchas tripulaciones se negaban a embarcar y los maestres preferían permanecer en los puertos para evitar las grandes tormentas con olas como montañas que, de súbito, convertían la mar en un infierno.
—¡Allá vamos de nuevo! —me gritó el señor Juan—. ¡Para ser pocos los necios que mareamos con este tiempo, qué afán mostramos por toparnos y pelearnos!
Nos hallábamos junto a la caña del timón por mejor gobernar a los pilotos y a la dotación durante la batalla. Llevábamos casi todo el trapo recogido pues con las corrientes nos bastaba y Rodrigo, totalmente restablecido de sus heridas y contusiones, agarrándose a las jarcias por el fuerte balanceo de la nao, iba de un lado a otro de la cubierta principal dando órdenes y probando la firmeza de los cabos sin quitar la mira de los arcabuceros que, bajo la incesante lluvia, debían tener cuenta del fuego de sus mechas. Su aparición en la dotación de la Gallarda como marinero de rango había sido una grande conveniencia. De los ochenta y tres hombres que teníamos al salir de Santa Marta, treinta solicitaron quedarse en La Borburata al conocerse, después del rescate, que yo era una mujer. De esos treinta, veinte y dos eran españoles, cinco eran mestizos y tres mulatos. Les dejé partir tras pagarles los pocos dineros que se les adeudaban y, al hacerlo, les miré con tal desprecio que todos bajaron la mirada, avergonzados. Si su venerado maestre Martín Ojo de Plata, ajusticiador de los odiados Curvo, era menos admirable por ser una mujer, mejor estábamos sin ellos. Aquí paz y después gloria, les dije, mas Rodrigo, tan impetuoso y terco como siempre, con grande dolor en algunas de sus magulladuras les fue despidiendo uno a uno con una fuerte patada en el trasero antes de que bajasen por la escala al batel que les llevaría a puerto.
Los cincuenta y tres que se quedaron manifestaron públicamente su acatamiento y su respeto hacia mí y, aunque les contentó sobremanera que Rodrigo de Soria fuera quien les diera derechamente las órdenes, yo notaba, sin embargo, que bastaba una palabra mía o una sencilla mirada para que se hincharan como pavos reales, orgullosos de recibir mi atención. Por más, tras la primera batalla en la mar, cuando derrotamos a la nao española que nos atacó y yo me negué a saquearla y a matar a su tripulación, los hombres me premiaron con vítores, lanzando sus bonetes al aire, lo mismo que hicieron cuando determiné poner en ejecución todo lo contrario tras someter a la primera nao pirata inglesa, de cuyas bodegas obtuvimos no sólo pólvora, munición y armas sino también un sustancioso botín que fue repartido, por mi orden, entre los cincuenta y tres.
—¡Rodrigo! —grité a pleno pulmón—. ¡Que quiten de en medio los cañones de cubierta!
Con la lluvia, esos cañones resultaban inútiles y, a tal punto, sólo hacían que estorbar. Macunaima me observaba silenciosamente, a la espera de mis señales. La Gallarda seguía rumbo derecho hacia la nao militar, que ofrecía su banda de estribor amenazando andanada entretanto nosotros se lo poníamos difícil ofreciéndole tan sólo la fina proa. Las corrientes nos empujaban hacia ella sin esfuerzo alguno y, a no mucho tardar, o se retiraba o la embestiríamos con el bauprés. Cierto que su bordo era más alto que el nuestro, mas el galeón inglés podría soportar tal choque sin sufrir grandes daños entretanto la nao militar se partiría por la mitad.
—¡Rodrigo! —torné a gritar. Él me miró—. ¡Diles a los artilleros que tiren contra el aparejo y que los hombres preparen los ganchos de abordaje!
Lo último que yo deseaba era matar españoles, incluso aunque éstos vinieran como lobos tras mi estela juzgando, unos, que la mía era una nao inglesa y, por tanto, pirata, y, otros mejor advertidos, que era la nao de Martín Ojo de Plata, el contrabandista y asesino reclamado por la justicia pues, por lo que nos había referido uno de los negros de Sando en La Borburata poco antes de zarpar, el loco no había tardado en dar razón de las cualidades de la Gallarda a las autoridades de Cartagena, las cuales habían mandado aviso a todos los puertos de Tierra Firme y la Nueva España. De igual manera, el hombre de Sando nos refirió que Lope de Coa, tras hacer aguada y cargar bastimentos en aquella ciudad, había zarpado a toda prisa hacia la Nueva España o, a lo menos, eso había dicho uno de los marineros de su tripulación. Su galeón de guerra se hallaba en muy mal estado y, al no conocer a nadie en la ciudad en la que su familia había vivido y prosperado durante tantos años, había determinado enrumbarse hacia Veracruz antes de que le pillase la tormenta, en busca de su tío Arias y a la espera de una mejor ocasión para acabar conmigo. Mas, con tormenta o sin ella, mi firme intención era que no arribara nunca a su destino, ya que tenía en voluntad cazarle mucho antes.
Un grande retumbo resonó en aquel cielo ya suficientemente atronado. El fuego de la pólvora y el humo confirmaron el ataque.
—¡Andanada enemiga! —rugió Rodrigo.
La nao militar, considerando que era suya la ventaja por presentarnos todas las bocas de fuego y viendo que nos allegábamos sin cambiar de rumbo, se había determinado a principiar en serio la batalla. Mas, como era de suponer por estar la mar tan alta, fea y hecha espuma, aquellos primeros tiros fueron por alto y no nos dieron sino sólo uno, de refilón, en el mastelero de sobremesana. Todos los primeros tiros acostumbran a fallar, pues los artilleros los ejecutan para conocer la pujanza del viento y hacia dónde y cómo les conviene apuntar. Sin embargo, las seis batallas que habíamos sostenido en apenas dos semanas, todas con mal tiempo, mantenían a nuestros artilleros suficientemente atinados (y también a nuestros carpinteros y calafates), de manera que incluso sus primeros tiros resultaban bastante certeros, sobre todo, como era el caso, cuando los enemigos disparaban primero permitiéndoles conocer los desvíos.
Al tiempo que crujía el mastelero, di la señal a Macunaima y éste viró de bordo y dispuso nuestra banda de babor enfrentada a la española.
—¡Fuego! —ordené, antes de que el humo de sus cañones hubiera escapado por completo de las ánimas.
Nuestras culebrinas y medias culebrinas escupieron una andanada que, como era de esperar, falló, arrasando parte del casco y volando un trozo de combés. No era eso lo que yo deseaba.
—¡Cañones en batería! —me gritó Rodrigo cuando en la cubierta inferior hubo culminado la recarga.
—¡Fuego! —ordené de inmediato.
Esta vez, dieron de lleno en el blanco, desarbolando la nao militar. Su trinquete, mayor y mesana cayeron como arbolillos segados por un rayo, provocando un muy grande desbarajuste entre la dotación de la nao. Sus velas, al tocar el agua, la embebieron y se volvieron pesadas y, como seguían sujetas a la nao por los cabos y las jarcias, comenzaron a lastrarla y a tirar de ella hacia abajo. Sólo utilizando prestamente las hachas y los cuchillos podían evitar irse a pique.
Las corrientes seguían arrimándonos y, aunque unos pocos cañones nos tornaron a disparar, finalmente, con un brusco golpe de barra, Macunaima colocó la Gallarda junto a la otra nao. Ambas subían y bajaban con el fuerte oleaje, de cuenta que resultaba penoso tanto impedir que chocasen como que mis hombres acertasen a enganchar los garfios de abordaje. Por fin lo consiguieron, mas, de súbito, aquellos extraños soldados españoles que, a primera vista, no parecían tales comenzaron a dispararnos con los arcabuces. Dos de los marineros de mi nao cayeron muertos.
Eché mano a la espada y la blandí en el aire.
—¡Fuego los arcabuces! —grité, echando a correr hacia Rodrigo. El señor Juan se había tirado al suelo de la toldilla y se tapaba la cabeza con los brazos. Era lo que siempre hacía cuando principiaba la contienda, pues se negaba a refugiarse en las bodegas.
Entre el tumulto, mis hombres habían alcanzado a juntar las bordas tirando de las cuerdas que iban unidas a los ganchos y, así, teníamos ya franco el paso a la cubierta de la española.
—¡Vamos, compadre! —le grité al de Soria, que también esgrimía ya su espada y su daga.
—¡Aguarda, Martín!
—¿Qué sucede? —pregunté, muy sorprendida, aplacando mi arranque.
—Que ésa es una nao española robada por piratas ingleses. ¿No escuchas los gritos?
Presté atención a los sonidos que arribaban desde la otra cubierta y, en efecto, lo que se oía era jerigonza inglesa.
—¡Maldición! —exclamé, contrariada. Había esperado una presta reyerta zanjada tras cruzar la espada con el capitán de la nao y jurarle respeto por su vida y la de sus soldados, al tiempo que la libertad para partir sin más daños. Así lo habíamos hecho hasta aquel punto con las naos españolas. Claro que, antes de soltarlos, les obligaba a escuchar una perorata sobre mi identidad, la maldad de los Curvo, mi venganza y la injusticia del rey contra mi persona, pues contaba con que corriera la voz sobre la iniquidad de la que era víctima. Mas, si aquellos malnacidos eran piratas ingleses, no quedaba otro remedio que llevar la querella hasta el final, pasando por el cuchillo a tantos como nos fuera dado—. ¡A por ellos!
—¡A por ellos, que son piratas ingleses! —repitió Rodrigo lanzándose en pos de mí, que ya había saltado a la cubierta enemiga.
Nuestros artilleros, inútiles ya los cañones, se sumaron al asalto, de cuenta que éramos casi cuarenta las espadas y diez los arcabuces apostados ahora en las vergas y los rizos de las velas. Asaltamos la nao por todas partes, abriéndonos paso a cuchilladas, estocadas, altibajos, reveses, tajos y mandobles tirados con apremiada furia. No dejaríamos aquella nao española en manos de los enemigos de España que, por más, si lograban repararla, se valdrían de ella para robar, estuprar y matar a las pobres gentes de los pueblos y ciudades de las costas. Aquellos ingleses eran la peor escoria de la tierra y, como tal, los arrojábamos a la mar uno tras otro por las bordas.
Bajo la fiel custodia de Rodrigo y Juanillo, me hallé, al fin, enfrentada al capitán inglés. A éste no tenía en voluntad matarle, a lo menos, hasta haber conocido su gracia y los lugares y naos que había asaltado. Era un hombre de hasta treinta y cinco años, por más o por menos, bajo de estatura, de cuerpo fornido, buen rostro aunque con una vieja cicatriz a la diestra que le iba desde la sien hasta los labios, y una abundante y cuidada barba tan bermeja como su cabello. Su porte distinguido y sus elegantes maneras no me ocultaron el hecho de que eran afectadas. Debíamos darnos prisa en reducirle pues en menos de dos credos nos iríamos a pique. Le puse la punta de mi espada en la garganta.
—¿Os rendís, canalla? —le pregunté sin esperar ni que me entendiera ni que me respondiera. Sólo deseaba verle deponer las armas y entregármelas.
—Me rindo —dijo en buen castellano, aunque con grueso acento inglés.
Soltó la espada y alzó los brazos en señal de sometimiento. Apercibiéndose, los pocos ingleses que aún peleaban sobre la cubierta también se rindieron. No eran ya más de seis o siete.
—¡Vuestra gracia, patria y linaje! —exigí al capitán.
—Mi nombre es Thomas Bradley, de Aylesbury, Buckinghamshire, al sudeste de Inglaterra.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Juanillo.
—¡Que es inglés, majadero! —tronó Rodrigo—. ¡Yo sí os conozco, hideputa! Sois ese Tomás Brali que, por su mismo ser, ha estado asaltando las islas de Barlovento [11] desde hace años, matando a cientos de personas y robando hasta el último grano de trigo, trozo de tela y gota de vino de aquellas poblaciones.
—Me alegra gozar de tanta fama entre mis enemigos.
Rodrigo estaba encolerizado.
—¿Vuestros enemigos, gusano malnacido? —le increpó, apoyando la daga en el vientre del pirata—. ¿Vuestros enemigos, decís? ¿Acaso las mujeres y los niños que matasteis eran vuestros enemigos? ¿Acaso eran vuestros enemigos los viejos a los que abristeis en canal o las doncellas a las que deshonrasteis? ¿Acaso los pueblos que quemasteis habían atacado a vuestro Aiburi en Inglaterra?
Bradley sonrió.
—Aylesbury —repuso muy tranquilo—. Se dice Aylesbury, español ignorante.
Traté de sofrenar a Rodrigo con un golpe de mi brazo mas ya era tarde. Hundió su daga hasta la empuñadura y la retorció.
—¡Pues esto se dice morir, inglés ignorante! —profirió rabioso—. ¡Anda que no me lo van a agradecer en Puerto Rico!
Y era bien cierto pues, en cuanto entregáramos los cautivos al capitán de alguna nao militar valederamente española (a no dudar, alguna más nos atacaría antes de llegar a la Nueva España), éstos cantarían como canarios y, así, Rodrigo, ufano como un príncipe, sacó su daga del aún agonizante Thomas Bradley y, secándose con la manga la lluvia que le bañaba el rostro, se dio la vuelta y se encaminó a la Gallarda dando bandazos por culpa de la tormenta.
Un negro del palenque se me allegó precipitadamente.
—Maestre, hay prisioneros españoles abajo.
Miré a Juanillo.
—Yo voy, maestre —dijo.
—Apresúrate, que la nao se hunde.
—¡Voy!
La lluvia arrastraba la sangre hacia los imbornales, limpiando una cubierta que presto se hallaría en el silencioso y tranquilo fondo de la mar. Salté al planchón dispuesto entre ambas naos y crucé hasta la Gallarda. Los piratas ingleses se hallaban reunidos junto al palo mayor, bien custodiados por un corro de hombres con espadas. Los demás, al verme llegar, lanzaron vítores y bonetes.
—¡Rodrigo! —le dije a mi compadre, tieso como un palo junto al sonriente señor Juan—. ¿Se ha podido recaudar algo?
—¡Nada que valga la pena! —exclamó.
—¡Pues, en cuanto vuelva Juanillo con los prisioneros españoles, corta los cabos antes de que esa triste nao nos arrastre al fondo!
—¿Y qué hacemos con los prisioneros?
—¡Atadlos y guardadlos en algún rincón oscuro y sucio donde no tornemos a saber de ellos!
—¡Como mandes!
Y con el griterío de los hombres en los oídos me dirigí a mi cámara para quitarme la ropa manchada y serenar mi ánimo con un buen vaso de vino antes de allegarme al sollado para ver cómo estaba Alonso quien, tras tres semanas de cuidados, seguía tan desvanecido como el primer día que lo rescatamos. Madre también se tomaba un vaso de vino después de una dura noche de trabajo en la mancebía, aunque, a diferencia de mí, ella tenía a su querido Esteban, a sus loros, a su viejo mico y a los perros para acompañarla.
No, Alonso no despertaba de su mal sueño. Cornelius Granmont, el cirujano francés, lo alimentaba y lo asistía en todo, aunque, una vez concertados los huesos para que se arreglaran y aplicadas las cataplasmas sobre las hinchazones, poco más podía obrar por él. Su otrora gentil cuerpo se iba remediando con cada día que pasaba, mas su entendimiento seguía adormecido. Granmont me aseguraba que algunos acababan resucitando y que Alonso, por su fortaleza y años, era de esperar que así lo hiciera. Todas las mañanas acudía por conocer si seguía vivo y todas las noches por desearle un buen descanso. También bajaba a las horas de las comidas, pues Granmont, en ocasiones, necesitaba ayuda para que tragara las gachas casi líquidas que le iba depositando, cucharada a cucharada, entre los descoloridos labios. Yo sólo tenía en voluntad que retornara, que se moviera y abriera los ojos, que dijera alguna palabra… Mas los días pasaban, las contiendas pasaban, las leguas [12] pasaban y él seguía igual de dormido.
Francisco, que con las prisas había dejado el arcabuz en la puerta de mi cámara, ya me había preparado la ropa limpia sobre el lecho. Todo bailaba allí dentro igual que en las cubiertas. La lámpara de plata que colgaba del techo iba de un lado a otro y las velas, con el vaivén, manchaban de cera los vidrios que las cobijaban. El resto de los muebles, como en todas las naos, estaban trincados al suelo y a las paredes.
Tras unos delicados golpes en la puerta, mi particular Curvo entró derechamente en la cámara con una vasija.
—Os traigo un poco de agua limpia.
—Gracias, Francisco.
—Usadla ya, mi señora, o se derramará y no podréis lavaros con ella.
Francisco, con sus finas maneras y su exquisita cortesía, había adoptado la usanza de tratarme como el maestre varón de la nao cuando estábamos en compañía de otros y como dueña cuando nos hallábamos a solas en mi cámara, pues conocía que eso me contentaba.
Cuando principié a quitarme las ropas manchadas de sangre, mi buen Curvo salió discretamente de la cámara aunque, al punto, sonaron nuevos golpes en la puerta.
—¡Maestre! —me llamó Juanillo desde el otro lado.
—¿Qué? —repliqué impaciente, abotonándome la camisa limpia.
—¿Puedo pasar?
—¡No!
—Sea, mas deberías ver a los prisioneros españoles cuanto antes.
—¿A qué esas prisas? —pregunté subiéndome los calzones.
—Son nobles de Sevilla.
—¿Nobles…? ¿Nobles de la nobleza?
—Precisamente, maestre. Aristócratas. Y te conocen —se hizo un extraño silencio tras la puerta—. Quiero decir que… No, no te conocen a ti, a Martín. Conocen a doña Catalina Solís. Se lo han dicho a Rodrigo, que les ha preguntado porque los tenía vistos de Sevilla.
—¿Cuáles son sus títulos?
—Eso no lo sé, maestre. ¿Puedo pasar ya?
—¡Que no! —proferí, enfadada, calzándome las botas—. Vete con Rodrigo, que ahora subiré.
—¡Sea, me voy!
¿Nobles de Sevilla prisioneros en una nao militar española capturada por piratas ingleses y que conocían a Catalina Solís? ¡Por las barbas que nunca tendría, eso sí que era extraño! Terminé de aderezarme y bebí el vino de un trago antes de salir a buen paso de mi cámara y dirigirme a la cubierta. ¡Pobre Francisco! A pesar de sus desvelos, mi tiempo de andar limpia y seca había sido muy corto.
Otra vez bajo la lluvia, me allegué hasta Rodrigo que no se había apercibido de mi regreso.
—¿Qué sucede, compadre? Juanillo me ha llamado con prisas.
Rodrigo se volteó y, con una sonrisa en el rostro barbudo, me señaló al grupo de aristócratas españoles.
—Repara bien en nuestros invitados —me dijo.
Di dos pasos en su dirección y no pude evitar que se me escapara una exclamación de sorpresa:
—¡Mi señor conde de La Oda! —casi grité viendo al primero de ellos.
El conde de La Oda me miró con altanería y desconcierto, sin conocer quién le hablaba.
Doña Rufina, la necia marquesa de Piedramedina, tras la fiesta que celebré en mi palacio de Sevilla, se presentó cierto día en mi casa para ejercer los humildes oficios de casamentera, informándome de que don Carlos de Neguera, conde de La Oda, un noble de alta cuna pero más pobre que las ratas, tras asistir a la fiesta, había preguntado por mí a su señor esposo el marqués. Preguntar por mí era lo mismo que ofrecerme matrimonio, algo que, a lo que parecía, era valederamente maravilloso pues, según doña Rufina, una mujer debe estar casada, lo quiera o no, con un marido conforme a su calidad o de calidad superior, de cuenta que una boda entre una hidalga rica como yo y un conde arruinado como el de La Oda era la alianza más perfecta que pudiera soñarse. «Vos tenéis los caudales y el conde de La Oda el título. ¿Qué más se puede pedir?», me dijo emocionada. Le aseguré que consideraría el ofrecimiento y le daría al conde una respuesta antes de la Natividad, conociendo que el día que se contaran veinte y uno del mes de diciembre iba a matar a los Curvo y a escapar de Sevilla.
Un año después, en la cubierta de mi nao que mareaba por aguas del Yucatán, aquel conde de La Oda, ataviado con elegantes ropas de viaje y calado hasta los huesos por la lluvia, se hallaba frente a mí con un gesto de desprecio en el rostro.
—¿Cuándo y cómo he podido yo conocer a un rufián tuerto como vos? —me preguntó, insolente, señalando mi ojo de plata.
No le contesté. Atisbé el rostro de los otros y cuál no sería mi sorpresa al descubrir junto al conde, igual de bien vestidos, remojados y desdeñosos, al joven don Miguel de Conquezuela, marqués de Olmedillas, al rollizo don Luis de Vascos y Alija, duque de Tobes, a don Diego de Arana, marqués de Sienes, y a don Andrés Madoz, marqués de Búbal, todos ellos honorables miembros de la más arruinada nobleza de Sevilla.
—¡Oh, mis queridos señores marqueses y mi señor duque de Tobes! ¡Qué grande alegría y honor para mí tornar a verlos!
Sus rostros amarillearon y mostraron cuán asombrados estaban por ser conocidos en aquel lugar. Tuve para mí que la razón de su disgusto no podía ser otra que la baja calidad de quien les hablaba aunque resultó que se trataba de un asunto mucho más torvo y extraño, como quedó al descubierto cuando al majadero del marqués de Sienes se le escapó un exabrupto:
—¡Nuestros nombres y títulos son secretos en estos pagos, bellaco! ¿Cómo te es dado conocerlos si ni siquiera el maestre de la nao que nos trajo de España estaba al tanto? ¿Quién te crees que eres, bribón miserable?
De haber tenido una espada o un simple puñal me habría atravesado el pecho sin reparar en menudencias. Sonreí. ¿Identidades secretas?, ¿viaje furtivo desde España?, ¿espanto mortal en los rostros al ser conocidos?, ¿amenazas, bravatas…? ¿Qué demonios estaba aconteciendo allí?
—Mi señor marqués de Sienes, os ruego que guardéis vuestras desagradables palabras para otra mejor ocasión —repuse con toda gentileza—. Siempre fuisteis bien recibido en mi palacio de Sevilla, señor, al igual que el resto de vuestras mercedes, así que espero un comportamiento cortés a bordo de mi nao y, asimismo, algún pequeño agradecimiento por haberos salvado de tan manifiesto peligro como el que corríais en manos de los piratas ingleses.
—¿Vuestro palacio de Sevilla? —inquirió, de una pieza, el conde de La Oda—. ¿Qué palacio de Sevilla?
—El palacio Sanabria, señor conde. ¿Acaso ya no recordáis que deseabais matrimoniar conmigo?
Tenía yo ya una cierta costumbre de ver esa misma expresión de asombrada confusión en los rostros de quienes descubrían que era una mujer (o que quizá fuera un hombre, como acaecía a tal punto), mas la de aquellos nobles sevillanos fue la mejor y más divertida de todas. Y no sólo me lo pareció a mí pues las carcajadas de mi tripulación, que seguía con curiosidad el suceso, fluyeron estruendosas y fuera de todo límite.
—¿Doña Catalina…? —balbució el conde de La Oda.
—Doña Catalina Solís, señor conde, la misma que viste y calza como don Martín Nevares.
Los hombres, animados por el maldito señor Juan y por Juanillo, empezaron a corear mi sobrenombre de Martín Ojo de Plata entretanto los nobles sevillanos, más lívidos que un pliego de papel blanco, a no dudar tenían en la cabeza mis crímenes contra la familia Curvo, de tan grande escándalo en Sevilla y en toda España.
—¿Nos vais a matar también? —quiso saber el conde, confirmando mis barruntos—. ¡No hemos hecho nada!
—¡Nosotros no matamos españoles! —se indignó mi compadre Rodrigo.
—En resolución, señor o señora, ¿sois varón o sois hembra? —preguntó con grande enfado el marqués de Olmedillas, creciéndose por la declaración de Rodrigo.
Las risas y exclamaciones de mis hombres tornaron a triunfar sobre los sonidos de la tormenta.
—Para vuestras mercedes —exclamé, regocijada—, seré en todo momento Martín Ojo de Plata.
—¿Acaso, señor Martín, nos habéis tomado cautivos? —preguntó burlonamente don Andrés Madoz, marqués de Búbal.
—Don Martín, señor marqués —le precisé—, pues soy hidalgo. Y sí, vuestras mercedes son mis prisioneros.
No mucho después, nos hallábamos todos reunidos en el comedor, a la espera de que Francisco nos sirviera la cena. La tormenta había arreciado desde el ocaso y el señor Juan se agarraba al borde de la mesa como si fuera a caerse del asiento. Los vasos de vino, asegurados en los orificios de la tabla, rebosaban un poco con cada grueso vaivén de la nao.
—¿A qué tanta fanfarria? —me ladró Rodrigo desde el otro lado de la mesa—. ¿A qué esa tontería de «vuestras mercedes son mis prisioneros»?
—Para decir verdad —repuse con una sonrisa—, me enojaron sobremanera llamándome rufián tuerto, bellaco y bribón miserable, aunque debo admitir que me procuró una muy grande satisfacción verlos caminar atados de manos hacia la sentina.
—Sólo harán que estorbarnos, maestre —señaló Juanillo.
—Lo conozco y tengo en voluntad liberarlos al mismo tiempo que a los ingleses.
Rodrigo bufó.
—¿Y tenías también que encadenarlos como a los piratas? ¡Son españoles y eran prisioneros!
Asentí un tanto apesadumbrada.
—Con certeza, me excedí —acepté—. Mas hay algo en ellos que no me gusta. ¿Os apercibisteis de las extrañas palabras del marqués de Sienes?
—¿Quién es ése? —quiso saber el señor Juan.
—El alto de hombros cargados —le expliqué—. El de las botas negras.
—Sí, sí… Ya recuerdo —murmuró agarrándose con más pujanza a la mesa.
—Pues bien, don Diego de Arana, marqués de Sienes —proseguí—, afirmó que viajaban furtivamente, que ni siquiera el maestre de la nao que los trajo desde España conocía sus identidades. ¿A cuenta de qué cinco nobles de prestigioso linaje cruzan la mar Océana para venir al Nuevo Mundo?
—¡Ellos sabrán! —bramó Rodrigo, a quien el hambre siempre ponía de peor humor del que sufría de ordinario—. ¿Qué se nos da a nosotros?
Por fortuna, a tal punto entró Francisco con las vituallas de la cena. El rostro de Rodrigo, al verlo llegar, relució como un sol y se sujetó la servilleta con premura al cuello de la camisa. El señor Juan, Juanillo y yo le imitamos.
—Nada, no se nos da nada de sus misteriosas razones —admití—, mas me parece extraño, compadre. Ten presente que, entre los cinco, no podrían reunir los cuatro mil y quinientos maravedíes que cuesta un pasaje. Están tan arruinados como el más pobre mendigo de Sevilla.
—¿Cómo así, siendo nobles? —se sorprendió Francisco girando en torno a la mesa para servirme en primer lugar.
—España es un imperio lleno de menesterosos —farfulló Rodrigo.
—Hasta a las familias nobles les es dado arruinarse si no saben gobernar bien sus haciendas. Si los pueblos y ciudades de los condados y marquesados no tienen buenas cosechas o buenos ganados, los amos pueden verse en la ruina.
—O también acontece —apuntó Rodrigo— que son los amos quienes procuran la ruina de sus pueblos y ciudades por ordeñar demasiado a la vaca para pagar sus fastos y despilfarros.
—De todo hay —convine—. Y estos cinco principales sevillanos, que no tienen donde caerse muertos, de súbito embarcan hacia aquí con identidades falsas.
—Por vergüenza de su mísera condición —indicó el señor Juan—. Si yo fuera de alta cuna y hubiese de venir al Nuevo Mundo para granjearme el sustento como cualquier hijo de vecino, también ocultaría mi linaje.
—De seguro que estáis en lo cierto, señor Juan —concedí—. Ésa debe de ser la razón y no otra.
—O quizá los persiga la justicia como a ti, maestre —conjeturó Juanillo.
—A los nobles no los persigue la justicia —objetó Rodrigo con la boca llena de carne estofada.
—Que vienen por caudales es cosa cierta —añadió el señor Juan también con la boca a rebosar—. Nadie cruza la mar Océana sin una buena razón y para estos desventurados catarriberas la única razón de peso parece ser la fortuna.
—¡Tampoco los veo yo trabajando para ganarse el pan! —protesté cuando, al punto, oyendo al señor Juan, se me figuró ver al marqués de La Oda gobernando una hacienda—. A ninguno de ellos le es dado trabajar por nacimiento y alcurnia y, aunque lo fuera, no conocerían cómo hacerlo. Es más propio de los de su condición matrimoniar con damas acaudaladas de menor linaje. Y de ésas en Sevilla no han de faltarles, que hijas de cargadores a Indias, banqueros y mercaderes hay para todos y sobran, de cuenta que sigo extrañada por su presencia en el Nuevo Mundo.
—Debemos conocer más del asunto antes de liberarlos —señaló Juanillo depositando la cuchara en el plato vacío; aquel muchacho comía tanto y con tanta diligencia que daba gusto verlo—. ¿Y si han venido para encontrar y matar a doña Catalina Solís en nombre del rey de España a trueco de bienes y caudales?
Enmudecimos todos al punto.
—¡Por eso se pasmaron tanto cuando les desvelaste quién eras! —profirió, al fin, el señor Juan.
—¿Teníais mucha relación con ellos en Sevilla, don Martín? —quiso saber Francisco.
—No, tan sólo los vi en dos o tres fiestas, incluida la de inauguración de mi palacio.
—Acaso no los envía el rey sino los viudos que allí dejasteis.
Aquéllas eran palabras mayores pues era muy cierto que había dejado un rosario de viudos y viudas que, a no dudar, deseaban verme muerta mas…
—Precisamente para eso se allegó hasta aquí nuestro compadre el loco Lope —farfulló Rodrigo—, a quien el demonio maldiga.
—Me has quitado las palabras de la boca, hermano.
—Pues, entonces, el rey —insistió Juanillo, remojando en vino un trozo de galleta seca de maíz—. Los ha enviado el rey.
—Yo conversaré con ellos, Martín —proclamó mi compadre limpiándose las sucias barbas con la servilleta—. Pierde cuidado.
—Iré contigo —afirmé.
—¡Yo también voy! —soltó Juanillo con entusiasmo. A mí se me escapó un bufido. No veía yo a Juanillo junto a Rodrigo entretanto éste conversaba con el conde, los marqueses y el duque pues, de cierto, todos ellos requerirían más tarde los cuidados del buen Cornelius Granmont. Mas Rodrigo no me dio ocasión de contrariar al muchacho.
—Sea. Vendrás con nosotros —le dijo, y Juanillo sonrió de oreja a oreja.
—También yo os acompañaré —proclamó el señor Juan.
—¡No, señor Juan, eso sí que no se lo consiento a vuestra merced! —prorrumpí.
—¿A qué ese rechazo? —preguntó él.
—¿Acaso no conocéis lo que, en verdad, acaecerá en la sentina?
—¡A mí con ésas! —se rió—. Si han venido para matarte, lo averiguaremos entre todos.
De súbito, alguien de la tripulación golpeó la puerta del comedor, llamándome a voces.
—¡Maestre, maestre!
—¡Pasa! —ordené.
Uno de los hombres de Santa Marta, al que yo conocía desde los tiempos en que mi señor padre me llevó a vivir en su casa, se precipitó en el cuarto.
—¡Maestre, venid! —exclamó con grande alteración—. ¡Tenéis que ver lo que ha traído la mar!
Sus gestos apurados y su rostro trastornado surtieron el efecto de un tiro y saltamos de nuestros asientos en desbandada saliendo en pos suyo precipitadamente. ¿Qué suceso tan horrible e inesperado provocaba tales aspavientos? ¿Acaso estábamos siendo atacados de nuevo?
Una notable muchedumbre atestaba la cubierta y algunos hombres se asomaban peligrosamente por toda la banda de estribor con faroles en las manos. Llovía más que antes aunque el viento había amainado un tanto. Rodrigo me abrió paso a manotazos.
—¡Golpeó contra nosotros, maestre! —dijo uno de los hombres con farol, alumbrando la mar para que yo mirara.
—Lleva un rato ahí, sin separarse de nosotros —dijo otro.
Me incliné cuanto pude para ver bien qué era aquello que tanto revuelo provocaba y cuál no sería mi sorpresa al divisar una enorme canoa india llena de gentes muertas. A lo menos era tan luenga como la Gallarda y del ancho de tres varas o más, toda de un solo tronco y muy hermosa. En el medio tenía cuatro postes finos como para sostener un palio hecho de ramas y palmas, aunque ninguna quedaba, y su proa y su popa eran más altas que su borda para hacerla maniobrera y segura. Habría en su interior unas cuarenta personas, entre hombres, mujeres y niños y, de los hombres, algunos conservaban entre las manos las palas de remar y otros no. Todos llevaban los cabellos largos y sueltos, y se les veían las cabezas atadas con pañuelos blancos por las frentes, que las tenían muy aplastadas y como estiradas hacia arriba de modo que daba mucho sobresalto verlas.
—Son yucatanenses —dijo Rodrigo con espanto en la voz—, indios del Yucatán. [13] Dicen que a los niños les estrujan las cabezas con tablas desde el mismo día de su nacimiento para que se les queden así.
—A mí me está doliendo la mía sólo de verlos —repuse—. Como mareamos muy cerca de la Equinoccial, [14] entre la punta de Catoche del Yucatán y la punta de San Antón, al oriente de Cuba, vendrán de alguna de las muchas islas que hay por esta parte.
—Tendremos que usar pértigas para alejar la canoa de nosotros.
—Manda traerlas.
—¿Y si hay alguno vivo, maestre? —preguntó Juanillo.
—Ninguno alza el rostro hacia las luces —respondí, asombrada.
—¡Aquí, aquí, maestre! —vociferó alguien desde la proa.
—¿Qué sucede?
—¡Hay uno vivo, hay uno vivo! —corearon algunos.
Rodrigo, poniéndose la mano sobre los ojos para resguardarlos de la lluvia, me miró y esperó mi orden.
—¡Echad las escalas! —grité—. ¡Subid a los que no estén muertos!
Al punto, las cuatro escalas de cuerda de estribor cayeron hacia la mar y dos o tres hombres empezaron a bajar por cada una. Un golpe de mar que nos sobreviniera a tal punto se los llevaría a todos por delante para siempre. Algunos, incluso, acarreaban los ganchos de abordaje para ayudarse en el rescate. El oleaje sacudía sin piedad tanto nuestro galeón como aquella gran almadía, aunque sin llegar a separarlos, y rogué para que tal suceso no acaeciera.
Desde allí a poco, los cuerpos inertes principiaron a acopiarse sobre la cubierta. Cornelius, el cirujano, iba de uno a otro con su pequeña arqueta de ungüentos y una redoma en la mano, pidiendo a voces que a todos se les echara un chorrillo de agua dulce entre los labios. De los cinco niños yucatanenses que había ninguno sobrevivió, ni tampoco sus madres. Los hombres dejaron los cadáveres en la canoa y, antes de tornar a bordo, con los pies y las pértigas que les alcanzamos la separaron y alejaron de nuestro galeón devolviéndola a las corrientes. Otras diez mujeres, en cambio, sí se salvaron, igual que diez y seis hombres, aunque estaban tan postrados, resecos y desvanecidos como Alonso el día que lo recuperamos.
—Tuve para mí que estaban todos muertos cuando los vi en la canoa —dijo con inquietud el señor Juan caminando a mi lado entre los desfallecidos entretanto sostenía, como yo, un farol en la mano—. Tendremos que hacer aguada antes de lo que pensábamos porque, con tanto invitado, nos quedaremos sin bastimentos antes de arribar a Veracruz.
—Andáis muy acertado en lo que decís, señor Juan.
Mandé que extendiesen ante mí todas las pertenencias de los indios por ver si había algo que aprovechara mas, como era de suponer, no hallamos ni comidas ni bebidas, que eso era lo que les había maltrecho. Debían de haberse perdido en la mar por culpa de la tormenta y, a no dudar, había sido un grandísimo trabajo bregar para mantenerse a flote sin comer ni beber. Mas si carecían de bastimentos, no lo hacían de otras cosas que tenían una vista muy buena: colchas y paños de algodón bellamente labrados y pintados con diferentes colores, atavíos de plumas, resinas olorosas, tintes, hermosos cuchillos de pedernal muy bien afilados, algunas mantas finas, pieles de venado, adornos de jade, piedras de moler… Bien se apreciaba que eran gente rica y acomodada pues todas aquellas cosas, por no ser nuevas, de seguro que les pertenecían y que no eran para mercadear.
Hasta los más viejos entre ellos eran gente bien formada, todos altos y recios, y las mujeres grandes y bien hechas, todos también con una exquisita piedra de ámbar atravesada en el cartílago de la nariz y con zarcillos en las orejas. Asimismo, hembras y varones tenían la piel dibujada de la cintura para arriba con galanos y delicados encajes. Ellos vestían sólo con un paño de algodón blanco de un palmo de ancho que les servía a modo de bragas y calzas, con el que se daban algunas vueltas a la cintura y un extremo colgaba detrás y el otro delante, y ellas, por más, se cubrían los pechos con otro paño igual que les pasaba por debajo de los brazos y se ataba en la espalda. Los pies los calzaban con sandalias de cáñamo o de cuero.
De seguro que, aquella noche, Cornelius Granmont no podría dormir ni una hora, con tantos pacientes en su hospital del sollado, de modo que me determiné a liberarle de un poco de carga poniendo a Alonso bajo mi cuidado. El día había resultado pródigo y cansado. El señor Juan no se tenía en pie. Entretanto bajaban a los yucatanenses a la bodega, despaché con los pilotos, hice los cálculos de la derrota para el siguiente día y, con Rodrigo, cambié a algunos de los hombres de las guardias de la noche pues había entre ellos varios heridos de la batalla contra los ingleses. Luego, tras avisar a Francisco, me encaminé hacia el colmado hospital cruzando la cubierta inferior. Me sentía extenuada, mas tenía muchas ganas de ver a Alonso y por eso sonreía a pesar del cansancio.
Cornelius me saludó sin mirarme, absorto en sus muchos quehaceres. Retiré los lienzos que enclaustraban el rincón donde yacía Alonso y mi corazón dio un salto de alegría al verle. Seguía dormido, y tan gallardo y gentil como siempre. Su coy se mecía con el balanceo de la nao mas él no se apercibía de nada. Me allegué hasta él y le pasé la mano por el hirsuto rostro, acariciándole la mejilla y la barba, que ya estaba para recortar. Un farolillo colgaba de un gancho en una cuaderna. Yo había ordenado que el cabo de vela estuviera siempre encendido, por si despertaba de noche y no conocía dónde se hallaba. Secretamente, me incliné y le di un beso en la pálida frente y otro en el suave ceño. Habría querido besarle más pero no lo hice porque hubiera sido robar lo que no era mío. Dispuse un almohadón en el suelo, cerca del coy, y me envolví en una manta antes de sentarme y recostarme contra la cuaderna del farolillo. Para mi ventura, aquella noche se oían voces, gemidos, pisadas y conversaciones entre Cornelius y los grumetes que le ayudaban, así que era libre de hablar sin que nadie me oyera, de cuenta que, por primera vez desde aquella lejana ocasión en el islote de la Serrana antes del asalto del loco Lope, pude conversar serenamente con Alonso.
—Hoy, Rodrigo ha matado a un inglés que le llamó ignorante —le susurré dibujando una sonrisa en mis labios— y, no vas a dar crédito a mis palabras aunque te juro que es totalmente cierto: ¡el conde de La Oda está a bordo de la Gallarda! Sí, sí, aquel que quiso matrimoniar conmigo en Sevilla. ¡Y hemos topado con una canoa llena de indios moribundos! Y, por más…
La hora del alba sería cuando Cornelius me vino a despertar a toda prisa asomando la cabeza entre los lienzos. Abrí los ojos, fatigada y descompuesta por el cansancio, mas, al ver el rostro de Cornelius, me dije que si yo me sentía quebrantada, él, que ya tenía una edad, se veía apaleado, molido, maltrecho y descalabrado.
—Id a descansar, Cornelius —le dije entretanto me incorporaba y me arreglaba un poco las ropas—. La noche ha sido difícil.
—Cuando os lleve hasta uno de los indios, maestre.
—¿Cómo se encuentran los yucatanenses?
—Algunos peor que otros —suspiró.
Cornelius Granmont era un hombre bajo de estatura, de torso grande y piernas cortas, que lucía una luenga barba negra que le llegaba hasta la cintura y que se recogía con lazos verdes. Su trato era sencillo y humilde y a nadie se le alcanzaba cómo demonios había terminado ejerciendo su buen oficio entre piratas ingleses en la isla de Jamaica. Se decía francés, y como tal hablaba el castellano mas, de tanto en tanto, se le escapaba alguna palabra en un extraño idioma que nadie conocía. Me determiné a conservarlo no tanto por necesitar a un cirujano sino por la mirada bondadosa de sus ojos oscuros.
Avanzamos entre las esterillas del suelo sujetándonos a los cabos del techo y a los palos pues la furia de la tormenta, a lo que se veía, no había menguado ni un ápice, cosa que tampoco me sorprendió. En las esterillas, algunos tumbados y otros sentados, se hallaban los yucatanenses rescatados de la canoa. Todos los que estaban despiertos tenían una escudilla de agua en las manos y daban sorbos de tanto en tanto. Me apercibí de sus agradecidas miradas y de sus respetuosos gestos con aquellas pavorosas cabezas luengas como pepinos.
Al cabo, en uno de los extremos de la bodega, un indio anciano de piernas torcidas nos aguardaba bebiendo también de una escudilla. Por los hermosos dibujos de su cuerpo y las excelentes joyas que ostentaba de la cabeza a los pies deduje que era quien más autoridad tenía entre ellos. Sus brazos y piernas sólo tenían huesos y pellejo mas su vientre era grande y redondo y era la única parte del cuerpo en la que no se veían arrugas.
—Maestre —dijo Cornelius—, este hombre es el cacique de todos estos indios. Su nombre es Nachancán. Habla bien el castellano.
—¿Cómo os encontráis, señor? —le pregunté—. Soy don Martín Nevares, el maestre de este galeón.
Nachancán me observó con cuidado.
—Quizá debería llamaros doña Martín —dijo con una voz áspera y seca—, pues sois mujer.
A tales horas tempranas y tras un día y una noche tan arduos y con aquel extraño invitado, hube menester de toda mi entereza para tener a raya la risa. Otro que me había pillado y que me recordaba que ya no era una niña de pecho plano y escurridas caderas.
—Quizá seáis, señor Nachancán —sonreí—, quien más se haya aproximado a mi correcto nombre. Doña Martín… Mas no, os lo ruego, llamadme don Martín o maestre, como vuestra merced prefiera, pues así me conocen mis hombres y mis amigos.
Alzó las cejas con lentitud, se encogió de hombros y asintió.
—Sólo tengo agradecimiento para vos, don Martín. Por mi parte os pido que me llaméis Nacom Nachancán o sólo Nacom, pues no soy cacique.
—¿Nacom…? —repuse—. ¿Es algún cargo o es un título?
Su rostro se turbó y tuve para mí que había hecho una pregunta inconveniente, aunque no conocí la razón.
—Es un título —explicó al fin, mas su voz temblaba—, un título como los de vuestros condes o duques. Nosotros somos mayas de raza y linaje, mayas del Yucatán, y nuestra cultura, aunque ahora recemos a Jesucristo y hayamos abandonado algunas viejas tradiciones, es tan refinada y noble como la vuestra.
—Sea pues, Nacom. Así os diré de ahora en adelante. Sed bienvenido a mi nao, la Gallarda. Decidme, ¿quiénes son todas estas gentes que os acompañaban en la canoa?
Y, con el brazo, le señalé aquella zona del sollado.
—Mi familia —explicó, bebiendo un sorbo de agua de la escudilla—, mis sirvientes, los remeros…
—Supongo, Nacom, que conocéis que no pudimos salvarlos a todos.
—Lo conozco, don Martín. Los niños eran mis nietos y las mujeres, algunas de mis hijas, nueras y criadas, lo mismo que los hombres. Por más, dos de mis hermanos y mi esposa se hallaban entre ellos.
—Lo siento mucho —dije con pena—. Os doy mi más sentido pésame.
Él tornó a beber despaciosamente. Si sus ropas no hubieran sido de indio sino de cristiano, le habría tenido por un elegante caballero de muy buena educación. De cierto, había sido instruido en la escuela de algún convento o iglesia de frailes españoles.
—¿Conocéis dónde nos hallamos, don Martín? —preguntó al cabo.
—Cerca de la Equinoccial, Nacom, ciñendo la punta de Catoche en dirección a Veracruz, en la Nueva España.
Él sacudió de nuevo su extraña cabeza para asentir.
—Podremos dejaros en tierra en uno o dos días —proseguí—. Debemos hacer aguada presto, de cuenta que vuestra merced y su familia podrán llegar adonde iban o retornar a casa, lo que les resulte mejor. Todas vuestras propiedades están a salvo y guardadas.
—No íbamos a ningún lugar y no podemos retornar a casa —dijo con grave seriedad.
—¿Y cómo así? —me extrañé.
—Huíamos, don Martín, huíamos de la muerte.
Aquellas palabras me espantaron y también Cornelius enderezó de súbito el cuerpo cansado y aguzó el oído.
—Hace diez días, por más o por menos —empezó a narrar el Nacom con gesto reservado y voz contenida—, vino un mal aire por la tarde que, creciendo y creciendo, por la noche ya era viento fuerte. Supimos que llegaba un hurakan muy torcido.
—¿Un qué? —le interrumpí.
—Un hurakan —porfió—. Ah, perdonadme. Es una palabra maya, el nombre de uno de nuestros antiguos dioses, el dios que, con su aliento, creó la tierra. Nosotros llamamos hurakan a esos grandísimos vientos y grandísimas lluvias que provocan tempestades muy excesivas y destruyen los pueblos, arrancan los árboles y hunden las naos levantando el agua hasta los cielos.
—Nosotros las llamamos grandes tormentas. En España, de estos huracanes que dice vuestra merced, no los hay. Tampoco hay estación seca y estación de lluvias, como aquí.
—Lo conozco, don Martín. Vuestras mercedes tienen cuatro estaciones y son distintas a las nuestras.
—Cierto —repuse, trayendo a mi memoria las nevadas de Toledo y el frío del invierno de Sevilla.
—Con la noche, como os decía, aquel mal aire se hizo huracán de cuatro vientos y derribó todos los árboles crecidos obrando grande matanza entre los animales y derribando las casas que, por ser de paja y tener lumbre dentro por el frío, se incendiaron y abrasaron a gran parte de nuestra gente. Nuestro pueblo era una pequeña población al oriente de la ciudad de Tulum. Lo habitaban cuatro familias de mi linaje mas ahora, don Martín, sólo quedamos los que aquí nos hallamos.
—Pues no se me alcanza cómo subisteis a la canoa en mitad de un huracán. Para mí tengo que no fue una decisión muy sabia.
El Nacom sonrió. No le quedaban muchos dientes, para decir verdad.
—No fue el huracán lo que me determinó a embarcar a mi familia —refirió—. El huracán duró sólo hasta el otro día, en que se vio todo el daño que había causado, que era mucho y de grande mortandad, mas lo peor vino luego, cuando sobrevinieron unas calenturas pestilentes que hinchaban los cuerpos de los enfermos hasta casi reventar. Cuando, después de dos o tres días, las calenturas se iban, antes de morir les daba una peste de grandes granos que les pudría el cuerpo con grande hedor. Entonces fue cuando saqué a mi familia del pueblo por el único camino seguro que conocía. Compré la canoa a un comerciante, alquilé remeros y un piloto experto —y señaló con la mano a un mancebo de largos cabellos y hermoso cuerpo que, sentado y sin moverse, tenía la mirada perdida—, y me alejé de la costa con intención de dirigirme a Cozumel, una grande isla maya de mucha salubridad, mas también allí había llegado la pestilencia, así que no compramos ni agua ni víveres por si estaban inficionados. Tornamos a la mar con grande premura para marear hacia Cuba, mas nos pillaron estas lluvias y estas tormentas que también azotan vuestra nao, de cuenta que ya nos dábamos por muertos. Y así hubiera sido de no haberos encontrado.
—¿Ninguno de vuestros familiares está enfermo de las calenturas? —preguntó Cornelius con inquietud—. ¿Estáis cierto?
—Ya no estarían aquí —repuso serenamente el Nacom—. Toda la enfermedad acontecía apresuradamente. Si alguno de éstos se hubiera inficionado ya habría muerto a lo menos una semana atrás. No se preocupen vuestras mercedes, estamos todos sanos.
—Descansad, Nacom, y no tengáis prisa. Podéis quedaros en mi nao cuanto queráis. Hablaremos más adelante —me encaminé hacia la escalera que llevaba a la cubierta superior mas, antes, le hice un gesto a Cornelius para que me siguiera. En cuanto la lluvia principió a golpearme el rostro me volví hacia el cirujano, que ascendía despaciosamente en pos mía—. Cornelius, venid a desayunar al comedor dentro de diez o quince minutos.
—Allí os veré, maestre —dijo. Por su gesto supe que conocía el grande susto que tenía yo en el cuerpo.
Dejándole atrás, con la mirada busqué a Rodrigo mas al que hallé fue a Juanillo, atareado en recoger sogas, cabos y maromas. A tal punto, se oyó un trueno espantoso, al modo del ruido áspero y continuado que causan las ruedas macizas de los carros de bueyes y, luego, un rayo iluminó y partió el cielo. Ese día tampoco llegaría el final de la tormenta.
—¡Juanillo! —grité, haciendo bocina con las dos manos en torno a la boca—. Llama a todos al comedor.
Juanillo asintió y soltó el cordaje y yo me apresuré en allegarme hasta mi cámara pues tenía el tiempo justo para secarme el cabello, asearme, mudar de ropas y acudir al comedor. En cuanto abrí la puerta vi a Francisco esperándome con una muy grande jarra en las manos junto al aguamanil. Al hombro traía dos blancas toallas alemanas y, colgando del pantalón, el saquillo en el que portaba las pellas de jabón napolitano.
—Deja la jarra en el suelo y el jabón y las toallas en el lecho —le dije vivamente—, y corre a poner un servicio más en la mesa del comedor. Cornelius Granmont desayunará con nosotros esta mañana.
—¿Lo saben los demás, mi señora?
—Juanillo los está avisando.
Ya se marchaba cuando, con una voz, le retuve.
—¡Ah, y otra cosa, Francisco! Por nada del mundo bajes hoy al sollado.
Me miró inquisitivamente desde la puerta mas no preguntó. Francisco era muy listo y se barruntó algo malo.
Cuando, tras un mediano momento, entré en el comedor ya limpia y mudada, todos me estaban esperando. Tomamos asiento y dimos comienzo a la colación. Aquel día teníamos bizcocho de maíz, tocino, cecina, pasas, higos, membrillo, almendras y vino. Francisco, tras recibir mi permiso, tomó asiento junto al señor Juan. Por lo general, yo desayunaba sola en mi cámara antes de subir a cubierta con las primeras luces del día. Los otros lo hacían de su cuenta o con el resto de la tripulación. Reunirlos de aquel modo era indicio de que algo grave pasaba. El buen Cornelius daba muestras de hallarse incómodo en lo que, a sus ojos, era uno de los más privilegiados lugares de la nao, donde sólo tenían cabida el maestre y sus favoritos. En mi cansada cabeza, sin embargo, yo daba vueltas a un triste pensamiento: que todas o las más de las cosas que a mí siempre me acontecían iban fuera de los términos ordinarios y que ya me estaba hartando de la voluntad inescrutable del destino.
—Compadres, no hemos de preocuparnos en demasía —les dije, para alegrarles la mañana—, mas debemos tomar prevenciones porque podríamos tener una pestilencia a bordo.
No hay nada que provoque más pavor y alarma en una nao que una pestilencia (y a mí me asustaba más que a nadie), así que ¿para qué referir la que se armó en aquel punto? Rodrigo gruñía, el señor Juan votaba al demonio y Juanillo se lamentaba a grandes voces. Sólo Francisco y Cornelius permanecían tranquilos y no porque lo estuvieran sino por no obrar más alboroto del que ya se había formado pues en los ojos de Francisco se advertía el desasosiego y en los de Cornelius una muy grande extenuación. El cirujano no hacía otra cosa que ajustarse inútilmente los perfectos lazos que le recogían la negra barba.
—¡Silencio todos! —exclamé. Por fortuna, los brutos llorosos enmudecieron—. Si no calláis, no podremos escuchar lo que el cirujano Granmont tiene que referirnos y os recuerdo que el buen cirujano no ha dormido en toda la noche.
Obedientemente, mas no por su gusto, ninguno de los circunstantes osó abrir la boca.
—Ante todo —principió Granmont sin haber tocado ninguna de las vituallas que había sobre la mesa—, os pido perdón, maestre, por poner objeciones a vuestras palabras pues lo que habéis dicho es un tanto exagerado. Los yucatanenses que rescatamos anoche huían de unas terribles calenturas pestilentes que han asolado su tierra, así que, por lo que sabemos, si a ellos ya no los han matado, ni están enfermos ni han traído la enfermedad a la nao. Mas, como no podemos descartar nada, cuanto menos contacto tengan los hombres con ellos, mejor.
—¡Voto a tal! —exclamó el señor Juan con grande alivio—. Entonces no tenemos de qué preocuparnos. Los indios mueren a miles por enfermedades que a los demás no nos afligen. Ésta será una de tantas.
Era de sobra conocido en todo el Nuevo Mundo que, cada cierto número de años, las pestes acababan con miles y miles de indios sin inficionar a nadie más. En verdad, ésa fue la razón por la que se empezó a traficar con esclavos negros, para suplir la falta de trabajadores en las encomiendas y en las minas pues esas terribles enfermedades los diezmaban y cada vez quedaban menos.
—Por sí o por no, señor Juan —le dije—, hemos de estar vigilantes y Cornelius no dejará entrar a nadie en el hospital durante el tiempo que considere oportuno. Yo he pasado la noche allí, con Alonso, y lo mismo los grumetes, que han estado ayudando, así que vamos a permanecer todos en el sollado hasta que el cirujano nos lo diga.
—En cuanto certifique que nadie tiene calentura —anunció el cirujano—, los dejaré libres.
—A lo que parece —proseguí—, todo el Yucatán podría estar inficionado, de modo que mejor será no hacer aguada en esta península y esperar hasta arribar a las costas de la Nueva España.
—Vamos a tener que racionar la comida y el agua —murmuró Francisco. Con aprensión me dije que tal cautela sólo se requeriría en el caso de que algunos no muriéramos.
—Sólo una cosa más, compadres —añadí para terminar—. Los mayas yucatanenses tienen un jefe, Nacom Nachancán, aunque nos es dado llamarle sólo Nacom, que es un título nobiliario propio de ellos. No tienen a dónde ir y, por el momento, se quedan con nosotros.
—Si no estuvieran enfermos podríamos ponerlos a trabajar —renegó Rodrigo—. Hacen falta marineros. Estamos por debajo de la dotación necesaria para un galeón como éste. A lo menos necesitaríamos treinta hombres más.
—Más vale la mitad de eso que nada —repuse—. Es todo lo que hay.
—No están enfermos, señor Rodrigo —porfió Cornelius—. Están sanos.
—En apariencia —murmuré.
—Por eso debemos esperar unos días. Luego, no habrá razones para mantenerlos en el sollado.
—¿Las mujeres también se quedan? —quiso saber Juanillo con una vocecilla timorata.
—¡No las vamos a tirar por la borda, majadero! —bramó Rodrigo soltándole un mojicón.
—Las mujeres ayudarán en todos los oficios de la nao para los que sirvan —razoné con un tono que no admitía réplica. Sería el colmo del despropósito que una maestre mujer despreciara a otras mujeres a bordo de su nao. Nadie me contradijo (y que se hubieran atrevido)—. De manera, compadres, que los grumetes, el cirujano y yo estaremos en el sollado. Rodrigo, te dejo al frente de la Gallarda; señor Juan, vuestra merced le auxiliará en cuanto precise; Juanillo, tú me servirás de correo aunque me hablarás desde la escalera, sin allegarte al hospital.
—¿Y qué haré yo, don Martín? —preguntó Francisco.
—Tú, mi buen Francisco, tendrás la peor de las obligaciones y bien que lo lamento. Entretanto yo esté en el hospital, tú servirás, atenderás y cuidarás de los nobles españoles que tenemos encadenados en la sentina.
—¡Eso sí que no, compadre! —explotó Rodrigo, poniéndose en pie de un brinco—. ¡Por mis barbas que esos aristócratas no van a recibir las cuidadas y finas atenciones de un criado de casa principal!
—¿A qué ese arrebato? —inquirí, enojada—. Francisco no va a servirles de criado por un errado capricho mío, hermano. Francisco, en verdad, tratará de embaucarlos aprovechando la desgraciada situación en la que se encuentran. Será un ángel bueno en mitad del infierno. Él habla su misma lengua, la lengua de la cortesía y de los buenos modales que tú desconoces. Cuando yo regrese, quizá nos pueda suministrar información por mejor ejecutar esa amable charla que vamos a mantener con ellos.
—¿Y si nos atacan otra vez naos españolas o piratas entretanto tú te solazas y huelgas en el sollado?
A no dudar se estaba refiriendo a Alonso. Suspiré resignadamente. A veces, Rodrigo me sacaba de mis casillas.
—El ejercicio del mando durante la batalla es el más conveniente para un hombre como tú —en el rostro de todos se dibujó, al fin, una sonrisa—. Se practican y ordenan artimañas, perfidias y celadas para vencer al enemigo, se padecen dolores grandísimos y responsabilidades insufribles, se menoscaban la holganza y la desocupación, se corrobora el vigor del entendimiento y del buen juicio, se agilitan los miembros y, en resolución, se trata de un divertimento y un honor reservado para sólo unos pocos de grande calidad que voy a tener el placer de compartir contigo para que tus gestas de estos días puedan tallarse en bronces, esculpirse en mármoles y pintarse en tablas para memoria en lo futuro.
Con el ruido de las risas de todos en los oídos (menos la de Rodrigo, naturalmente) y hechas ya todas las advertencias, no quise aguardar más tiempo a poner en efecto los remedios contra la pestilencia, así que me encaminé hacia el sollado. Quizá mis miedos no fueran fundados mas yo recordaba muy bien los temores de mi señor padre siempre que se rumoreaba en los puertos sobre pestes en las naos. No había otra cosa que más le preocupara, de ahí que siempre nos tuviera limpiando la cubierta de la Chacona con vinagre y sal y quemando azufre en las bodegas para evitar las ratas y los nidos de cucarachas pues decía que todas las pestes venían de la suciedad y de las alimañas.
Aún no había caminado dos pasos bajo la lluvia cuando uno de los grumetes que ayudaban a Granmont subió corriendo la escalera y se precipitó hacia mí.
—¡Maestre, uno de los indios tiene mucha fiebre y grita cosas extrañas!
Durante los seis días subsiguientes, la muerte acechó de cerca nuestra nao y la señoreó con crueldad. Cornelius ni supo ni pudo explicar cómo aquellas calenturas pestilentes habían permanecido aletargadas en el interior del cuerpo del piloto de la canoa por más de una semana para venir a despertar con tanta virulencia a bordo de la Gallarda. Incluso nuestros indios murieron, de cuenta que no sólo no aumentamos la dotación sino que, al finalizar aquellos tristísimos días, el número de hombres era menor que antes. Entre el domingo que se contaban cinco del mes de octubre y el sábado que se contaban once, arrojamos treinta cuerpos a la mar en aquellas aguas del golfo de la Nueva España. A la sazón, en algún punto de aquellos aciagos días la tormenta, al fin, se tornó calma: salió el sol, aflojaron los vientos, callaron las bombas de achicar y el cielo brilló con su mejor azul, mas los dolientes no nos dieron reposo. Cuando las calenturas cesaban, tras veinte y cuatro horas (por más o por menos), algunos cuerpos reventaban llenos de gusanos y, si no era así, se llenaban de pústulas de un hedor terrible que los pudrían y hacían que se les cayeran las carnes a pedazos en tres o cuatro días.
El horror me impedía dormir, comer o cavilar. Presto se vio que ni los negros ni los españoles ni los mulatos nos inficionábamos. Tampoco los mestizos, que debían de estar amparados por la parte española de su sangre. El Nacom Nachancán, que sobrevivió —al igual que una de sus hijas más jóvenes y uno de sus hijos medianos—, lloraba lágrimas de sangre junto a los cuerpos podridos y muertos de los suyos, y su milagrosa salvación tampoco la pudo explicar Cornelius, que se pasaba las noches y los días aplicando emplastos de diaquilón y dando a beber jarabes de fumaria y cocimientos de calabaza. Quiso el destino mostrar un poco de piedad rescatando a nuestro piloto Macunaima en las mismísimas puertas de la muerte y, aunque lleno para siempre de las bregaduras de los granos, se recuperó del todo antes de llegar a pudrirse.
Yo sufría de tan grande alteración que ni siquiera guardo en la memoria cuenta y calidad de las naos que se nos allegaron durante aquellos días con ánimo de asaltarnos. Claro que, en cuanto nos veían izar la bandera amarilla de la peste y dejar caer un par de cuerpos al agua, les faltaba viento en el trapo para apartarse de nosotros.
El día lunes que se contaban trece del mes, arribamos, al fin, a las inmediaciones del puerto de Veracruz y divisamos el magnífico fuerte de San Juan de Ulúa que le servía de protección. Era más extenso que el de Cartagena, en Tierra Firme, y en su rada se advertían, a lo menos, el triple de naos de las que fondeaban de ordinario en el otro, que eran muchas. Con tal profusión de cascos entrando y saliendo, me dije, nos sería dado zafarnos de las miras de las autoridades españolas durante el tiempo suficiente para permitirnos bajar a tierra y emprender el camino hacia México. Eso, si es que, acaso, el loco Lope había llegado hasta allí y había denunciado las cualidades de la Gallarda y el nombre de su maestre pues, si la mala ventura me hubiera castigado, el Santa Juana se hallaría a la sazón en el fondo de la mar y el loco Lope tan muerto como su madre, privándome de mi venganza. Estaba ansiosa por conocer si el galeón del loco se hallaba anclado en aquel puerto.
Sin embargo, para mi profunda mortificación, Cornelius Granmont se opuso con firmeza al desembarco. Alcé la voz y quise hacer valer, airadamente, mi lugar en la nao, mas no por ello Cornelius se dejó amilanar:
—La cuarentena es forzosa e inapelable —repetía una y otra vez, viendo mi obcecación—. Tendréis que matarme antes de que os permita allegaros al puerto.
—¡Si ya no queda a bordo ni un solo enfermo! —argüía yo con desesperación—. ¡Si hemos fregado, fumigado, lavado y bruñido hasta el último clavo de la Gallarda!
—Lo conozco, don Martín, mas no deseo que vuestra merced sea responsable de la muerte de todos los indios de la Nueva España.
Por fortuna, la cuarentena sólo iba a ser de una semana, de modo que, resignada, ordené fondear cerca de la pequeña isla Sacrificios, que se hallaría como a legua y media de Veracruz. Echados los bateles en el agua, casi toda la dotación quiso bajar por la muy grande necesidad de pisar tierra que todos sentíamos. Isla Sacrificios era un pequeño paraíso despoblado. Toda su costa era blanca como la nieve y sus muchos árboles, de mediana altura, verdes y cerrados. Grandes tortugas carey paseaban por sus playas y eran tantos los pájaros que parecía que se oía música por todas las partes. El único menoscabo de tan bello lugar era que no había agua, así que tuvimos que seguir bebiendo de la que traíamos en las pipas que llenamos en La Borburata, que ya no era fresca.
Paseando por la isleta, el señor Juan y yo hallamos, hacia el centro, los restos de dos viejas casas indias de cal y canto, cada una de las cuales tenía unas extrañas gradas por las que se subía hasta unos adoratorios en los que había unas piedras que nos parecieron altares pues, tras ellos, se veían unos ídolos de tan malas figuras que provocaban espanto. [15]
—Ya conocemos de dónde le viene el nombre a esta isla —dijo el señor Juan, pasando un dedo sobre la sucia piedra de uno de los altares. A no dudar, la tintura renegrida que cubría la parte superior provenía de la sangre de seres humanos.
—Aquí se sacrificó a mucha gente —murmuré—. A lo que se dice, era una costumbre que antes tenían muy arraigada. Cosas de su antigua religión.
—En asuntos de religiones, muchacho —me instruyó el señor Juan—, mejor es no meterse nunca si no quieres que te saquen el corazón con un cuchillo o que te quemen en una hoguera de la Inquisición. Tu señor padre siempre decía que, de la religión, cuanto más lejos, mejor.
Mi señor padre, a quien yo tanto añoraba, se quedaría de piedra mármol si viera en lo que se había convertido aquella niña que rescató cierto día de una isla desierta. Aquella inocente y candorosa niña a la que prohijó era hoy una elegante dama palaciega, maestra en el arte de la espada, maestre de galeón y más rica de lo que él, que se mataba a trabajar sin que le alcanzara para pagar sus deudas, hubiera soñado nunca con llegar a ser. Mi señor padre, el honrado y buen mercader Esteban Nevares, me seguía haciendo tanta falta como entonces, o más, y por eso debía matar a Arias Curvo y al loco de su sobrino Lope, porque los Curvo me habían quitado a mi padre y porque mi padre, antes de morir en la cárcel, me había hecho jurar que le vengaría.
En unos arenales grandes que había en la parte meridional de la isla, la tripulación, que no tenía en voluntad regresar a la nao hasta que no fuera para allegarnos a la cercana Veracruz, había levantado ranchos y chozas con ramas y con las velas de repuesto en los medaños de arena blanca.
—Yo debo regresar a la nao, compadre —le dije a Rodrigo. Ya llevaba en tierra casi todo el día y no deseaba estar lejos de Alonso por más tiempo.
—Sea —me dijo Rodrigo—. También yo regresaré contigo.
—No he menester tu compañía, hermano. Si te viene más en gusto quedarte con los hombres en esta playa, hazlo. A bordo están Cornelius, los mayas, Francisco y los cinco de la guardia que vigilan a los piratas.
—Y los nobles sevillanos de la sentina.
Le miré sorprendida. Aquel asunto se me había borrado por completo de la memoria.
—Cierto —admití—. Allí están todavía, los pobres.
—Pues no retrasemos más el desenlace. Busca al señor Juan y yo recogeré a Juanillo. Nos vemos en los bateles.
Solté un bufido de impaciencia.
—¡Dejémoslo estar, compadre! Mejor no menear el arroz aunque se pegue. Me parece a mí que esa gente no ha venido, en verdad, ni a matarme ni a prenderme.
—Nada se me da de lo que a ti te parezca —soltó, bravucón—. Pregunta a los demás. Estoy tan cierto de que discurren como yo que me lo jugaría a estocada contigo.
—Pues yo contigo no me juego nada, que es de necios arriesgar los cuartos con un antiguo garitero.
Sonrió con satisfacción y se alejó en busca de Juanillo.
Entretanto regresábamos a la nao, cavilé que, si Francisco había hecho bien el oficio encomendado, quizá liquidáramos el asunto con brevedad y mutua satisfacción, de cuenta que los pudiéramos liberar en cuanto arribáramos a Veracruz. Más difícil me resultaba concebir que llegasen a excusar algún día el trato que yo les había dispensado pues la sentina no es lugar para nobles sino para ratas y las cadenas están hechas, antes bien, para galeotes que para aristócratas, sobre todo no constando culpa alguna por su parte. Sin embargo, cuando nos allegamos hasta la sentina hube de admitir con la claridad de la luz del mediodía que no me excusarían nunca y que me había ganado para siempre otros cinco enemigos más, pues la fetidez del lugar era tan insufrible que el mefítico hedor me revolvió las tripas y me provocó ansias y bascas, haciéndome retroceder hasta donde el aire se podía respirar. Si aquellos finos aristócratas seguían vivos, me dije, jamás perdonarían semejante ofensa.
Yo conocía que las sentinas de todas las naos apestaban como el averno, incluyendo la de la Chacona, pues en ellas se acopiaban las evacuaciones de aguas de las cocinas, las bodegas, los pañoles e, incluso, las de los propios hombres cuando las tormentas no permitían usar las redes del bauprés para hacer las necesidades. Estas evacuaciones de aguas, por más, recogían en su camino toda clase de restos y suciedades de modo que, con el vaivén de las naos, la ausencia de aire y el calor de las aguas del Nuevo Mundo, no había bomba de achicar que pudiera impedir la corrupción y el hedor de las sentinas. Lo que no consideré, por tener mi propio y particular bacín de barro y porque mis compadres nada me habían advertido, fue la luenga duración de la tormenta que habíamos atravesado, la cual había impedido a los más de cincuenta hombres de la tripulación visitar el bauprés durante varias semanas.
—¡Pues sí que eres delicado! —me espetó Rodrigo de regreso en la cubierta; ni él, ni Juanillo, ni el señor Juan, ni tampoco Francisco parecían alterados, claro que ellos habían estado usando la sentina de ordinario—. Ojo avizor, Martín, que se te ven las costuras de dueña.
—¡A callar, bellaco! —exclamé, aún con váguidos de cabeza y las tripas revueltas.
Procurando refrenar mi estómago, ordené que subieran a los españoles y que encadenaran a los ingleses en otro lugar menos envenenado.
—Tengo para mí, muchacho —principió a decir el señor Juan—, que sería mejor para este asunto que permitieras a Rodrigo llevar la voz cantante.
—¿A qué eso? —protesté.
—Tú eres doña Catalina Solís, no lo olvides, y Martín Ojo de Plata. No te rebajes ante estos nobles, deja que sea Rodrigo quien, en tu nombre, los intimide y apremie, y tú escucha con diligencia para terciar desde tu trono cuando más te convenga.
—Sea —convine, pues eran razones muy acertadas—, mas antes de que lleguen deseo que Francisco nos refiera lo que ha conocido sirviéndoles.
Francisco asintió y, luego, sin mediar tregua, denegó.
—Nada, don Martín, no he averiguado nada.
Alcé las cejas muy admirada y, otra vez, parecía ser yo la única a quien aquello tomaba por sorpresa.
—Los atendí con esmero —siguió diciendo mi particular Curvo—, los obsequié secretamente con algunos dulces, los favorecí en todo cuanto pude, los agasajé, los lisonjeé, los halagué… Os aseguro, don Martín, que fui la nata de los comedimientos y la flor de las ceremonias y que les vi en los rostros que en algo valoraban mis desvelos, aunque no mucho porque cuando yo llegaba enmudecían y ponían la mira, o bien en el suelo, o bien en el techo y, por mucho que me esforzara, hasta que no me iba no empezaban a comer y a comportarse con normalidad.
—¡Enfrena la lengua y acorta el cuento —le gritó al punto Rodrigo—, porque llevas camino de no acabar en dos días!
Francisco, que hablaba para mí, había olvidado que no se hallaba en un elegante salón de baile sino entre lobos y hienas, las cuales, por su propia naturaleza y falta de discreción, no podían contener la risa al escuchar sus finas expresiones.
—Cada uno ha de hablar de su menester cuando se le requiere —protestó mi magnífico criado.
—Y yo te agradezco mucho tus buenos oficios —dije con premura para distraerle de los regocijos de las hienas—. Mas, ¡silencio!, que aquí llegan nuestros invitados.
Asaz melancólicos y de mal talante llegaron a cubierta los cinco nobles sevillanos y con ellos llegó el desagradable hedor de la sentina, que, por fortuna, sólo duró un momento y, luego, desapareció raudamente con la brisa de la mar. Traían las ropas negras y podridas, con tantas suciedades de feos nombres que daban lástima de ver. También sus cabellos y barbas provocaban bascas y me arrepentí de no haberlos obligado a lavarse antes de presentarse ante mí. Entretanto se allegaban, Rodrigo hizo una seña a Juanillo y a Francisco y conversó con ellos en voz tan baja que no se me alcanzó ningún sonido. Los dos muchachos echaron a correr y desaparecieron por la escotilla de proa.
—Señores condes, duques y marqueses —principió a decir Rodrigo cuando aquellos desgraciados se nos pararon delante—, os hemos hecho llamar para pediros que nos refiráis con todo detalle y sin poner ni quitar nada las razones de vuestro viaje al Nuevo Mundo.
Los cinco aristócratas sevillanos, todos a una, me miraron derechamente para, luego, bajar los ojos hacia las tablas de la cubierta y permanecer en silencio.
—¡Ahí lo tienes, muchacho! —exclamó el señor Juan, henchido de satisfacción—. ¡No necesitamos sus palabras para conocer que tú eras la razón de tal viaje!
El joven don Miguel de Conquezuela, marqués de Olmedillas, alzó airadamente su rostro hacia el señor Juan.
—¿Qué majaderías decís, bellaco villano, ignorante y maldiciente? ¿Ese engendro de la naturaleza, hombre y mujer al tiempo, la razón de nuestro viaje? ¡Deja de beber, borracho!
No pudo decir más. Rodrigo se adelantó dos pasos hacia él y le espetó tal bofetón que le partió la cara por varios sitios.
—¡Habla con más respeto, hideputa, que ese viejo es un hombre benemérito y ese monstruo, una dama ante la que te inclinaste solícito en los palacios de Sevilla!
Don Miguel escupió abundante sangre sobre la cubierta y se echó hacia atrás, buscando la protección de sus iguales. El sol se iba hundiendo en la mar, dejando grandes manchas doradas y pardas en el cielo, entretanto la noche se cernía sobre el golfo muy despaciosamente. A tal punto, regresaron Juanillo y Francisco cargados con mudas limpias de ropa. Ambos se quedaron sin pulsos al ver el bofetón de Rodrigo a don Miguel.
—¡Vosotros dos! —les dijo Rodrigo—. Quitadles los atavíos y todo lo que lleven encima y dejadlo ahí, en un montón, y dadles la ropa limpia después de que se hayan remojado en el agua.
El duque de Tobes, por nombre don Luis de Vascos y Alija, denegó con la cabeza. Era también bastante joven mas tan gordo como un buey cebado y con dos o tres papadas bajo la perilla.
—Me niego a desnudarme y a separarme de mis ropas.
—Obedeced, don Luis —le dije yo—, que ya habéis advertido cómo se las gasta mi compadre.
Mas él siguió denegando. Los otros, por sí o por no, principiaron a desvestirse para proveerse del remedio antes de que llegara el mal.
—Don Luis —porfié—, mirad que, si no os desnudáis, será peor para vos de lo que ha sido para don Miguel.
—¿Desde cuándo debe un duque obedecer a un villano y no al revés? —quiso saber, ofendido.
—Desque ese duque se halla en poder del susodicho villano —repuso Rodrigo, allegándosele— y no al revés.
Y, diciendo esto, le propinó un bofetón con el doble de pujanza con que había golpeado al marqués de Olmedillas. El duque cayó a tierra como un saco de harina, sin conciencia, y Francisco hincó la rodilla a su lado para soltarle el jubón y las calzas.
Los otros cuatro nobles ya estaban en cueros, honestándose sus partes con las manos. A don Miguel, por más, principiaba a hinchársele el rostro allí donde Rodrigo le había golpeado.
—¡Al agua! —ordenó el señor Juan con grande regocijo.
—¿Cómo? ¿Desde aquí? —preguntó asustado el conde de La Oda.
—¿Qué sucede, don Carlos? —me reí—. ¿Os espanta un salto de nada? No temáis, que hay suficientes brazas de mar como para que ninguno se rompa el cuello.
—Pero es que no sabemos nadar, don Martín —objetó él, muy respetuosamente y con aflicción en la voz.
—No hay de qué preocuparse —repuse—. La mayoría de mis hombres tampoco sabe y se tiran con cuerdas atadas a la cintura. Ahí tenéis los cabos. Ya están ligados a las jarcias.
—¡Venga, por la borda! —les apremió Rodrigo, dándoles el trato apropiado a sus altas personas—. ¡Y presto! —el conde y los tres marqueses echaron a correr, muertos de miedo y, tras sujetarse las sogas al cuerpo, saltaron al agua—. ¡Juanillo, coge un arcabuz! Vigílalos, que ni se ahoguen ni se escapen, a ver si nos han mentido y van a saber nadar.
—¿Y qué hacemos con éste? —preguntó Francisco que ya había terminado de desnudar al orondo don Luis.
—Con el agua despertará. Átale el cabo alrededor de esa enorme barriga y échalo abajo.
—¡Yo solo no puedo! —protestó el pobre Francisco.
—Te ayudaremos —le animé y, entre los cuatro (el señor Juan, Rodrigo, Francisco y yo), no sin sufrir y sudar lo mismo que si hubiéramos tenido que levantar a un novillo de buen año, logramos tirarlo por la borda. Preocupada, pues no tenía en voluntad que ninguno muriera, me asomé para ver si don Luis despertaba y suspiré con grande alivio cuando le vi sacar la cabezota del agua y resoplar echando agua por la boca al tiempo que braceaba con desesperación. Los otros, que ya habían aprendido a mantenerse sujetos a las cuerdas, le auxiliaron y sosegaron cuanto pudieron.
—Bien, pues ahora —declaró Rodrigo—, vamos a revisar sus ropas.
—¡Qué dices! —me horroricé—. Antes morir que meter las manos en ese montón de estiércol.
—¡Pardiez, Martín, que se te vuelven a ver las femeniles costuras!
—A mí se me verán las femeniles costuras —repuse sulfurada—, mas a los hombres os preocupa demasiado poco la pulcritud y el aseo.
Rodrigo y el señor Juan se miraron entre sí, muy sorprendidos. Francisco, en cambio, me dio la razón con la mirada.
—¿Quién se preocupa de la pulcritud y el aseo? —se extrañó el señor Juan—. ¿Es que, acaso, hay que alarmarse por esas cosas?
—Venga vuestra merced conmigo, señor Juan —le pidió Rodrigo adelantándose hasta el montón de ropa que, por demandar, no demandaba ya ni agua sino sólo un buen fuego—, que hay cerca dueñas tan delicadas como la misma seda o, quizá, tan listas como para usar sus peores mañas y trazas cargando a otros con los oficios sucios.
No le repliqué, aunque hubiera podido decirle que mejor para nosotras, las dueñas, si éramos delicadas y listas, que ya nos maltrataba la vida en otras cosas.
—¿Y qué esperas encontrar —ironicé— en esas mugrientas calzas, jubones y coletos que los ingleses no hayan tomado ya?
—Algo que nos diga para qué están aquí —repuso desgarrando y haciendo jirones las ropas—. Cosas como cartas, papeles…
El señor Juan, que también despedazaba jubones aunque con un cuchillo, fue quien lo encontró:
—¿Y mapas?
—¿Mapas? —me extrañé, arrimándome.
—Bueno, tengo para mí que esto debe de ser un mapa, aunque con dibujos de indígenas.
Haciendo una delicada pinza con los dedos, le arranqué el supuesto mapa de entre las manos sucias y pringosas y Francisco, leyéndome el pensamiento, se allegó hasta él con un balde lleno de agua y una pella de jabón.
—Friéguese bien vuestra merced las manos con el jabón y el agua —le exhorté, examinando por mi cuenta los dibujos— o pillará alguna dolencia terrible que se lo llevará por delante.
Por el hedor conocí que Rodrigo me acechaba desde cerca.
—Y dígale a mi compadre el de Soria que se las friegue también o tendré que matarle antes de que se me arrime más.
—¡Debo ver el mapa! —protestó Rodrigo.
—¡Y yo debo pedirte que te laves! —gruñí, apartándome.
El dicho mapa estaba toscamente dibujado sobre un extraño lienzo que, aunque en todo semejante a un gran pañuelo, no era de tela aunque lo pareciera, pues por ningún lado se veía que aquello hubiera sido tejido ni con hilo ni con lana, y no tenía trama ni urdimbre y, si alguna tenía, con tanta pintura de colores y la poca luz que ya quedaba en el cielo, no se adivinaba. Aquel admirable paño de tres palmos por lado, plegado y oculto entre dos capas de cuero del hermoso coleto de don Luis, duque de Tobes, se había salvado de la mugre y de la fetidez de la sentina y, así, podían advertirse sin dificultad los dibujos de casas rosadas, soles amarillos, caminos blancos llenos de huellas negras, una pirámide roja, muchos cauces de agua azul, un castillo español gris y dos volcanes de color ocre escupiendo fuego rojo, todo ello muy sencillamente pintado en el centro y con otros muchísimos dibujos menudos a su alderredor, por arriba, por abajo y por los costados.
—Tiene algo escrito detrás —dijo el señor Juan, inclinándose para mirar.
Le di la vuelta y, allí, en una esquina, garabateado con letra florida y en buen castellano, podía leerse: «Id con Dios, mis leales caballeros. Aguardaré con impaciencia las nuevas de vuestra gloriosa empresa» y lo firmaba un tal «Don Pedro», sin más señas.
—¿Qué demonios…? —empezó a decir a Rodrigo.
—¡Un batel, se acerca un batel! —gritó Juanillo.
Tomando en consideración que habíamos dejado a casi treinta hombres en isla Sacrificios con tres bateles, las voces de Juanillo se hallaban fuera de toda medida.
—¿Y qué? —pregunté disgustada.
—Diles a los condes y los marqueses que ya pueden subir —le ordenó Rodrigo—, que ya están bastante limpios.
Mas Juanillo porfió en sus gritos:
—¡Que el batel no viene de la isla, que viene de tierra!
Alcé la cabeza, sorprendida. Nuestra bandera amarilla nos salvaguardaba de la intrusión de las autoridades españolas y de la de cualquier invitado imprevisto, o eso suponía yo.
—¿De Veracruz?
—¡No! —gritó Juanillo—. ¡Derechamente de tierra, en recto!
—Imposible —afirmó Rodrigo—. No hay nada frente a nosotros. Sólo playa y selva.
—¿Viene solo? —pregunté.
—¡Viene solo, mas con muchos hombres a bordo!
—¡Que suban los condes! —ordenó Rodrigo—. ¡Echadles todas las escalas y que suban a matacaballo, que en la tardanza está el peligro!
—Francisco —dije yo—, hazles señas con el farol a los hombres de la isla para que acudan presto y reúne a todos los que se hallen a bordo y que se pertrechen con arcabuces y espadas antes de acudir.
—¿A los yucatanenses también?
—No, a los yucatanenses no los llames, sólo avísales de lo que acontece para que estén a la mira. Y que encadenen a los sevillanos en el sollado en cuanto se hayan vestido.
Antes de que el dichoso batel topara con nuestro costado de babor, ya nos hallábamos todos preparados y dispuestos: seis hombres con arcabuces apostados en la banda, tres —dos y una dueña, para mejor decir— con espadas y dagas en el centro de la fila, y uno listo para tirarse sobre el suelo de la toldilla y taparse la cabeza con los brazos.
—¡Ah de la nao! —gritó una voz familiar desde el agua—. ¡Busco a don Martín Ojo de Plata!
Ya era noche cerrada, de cuenta que me fui hasta el farol del palo mayor y, con él en la mano, me asomé por la borda. Estaba bastante cierta de conocer la voz.
—¿Carlos…? —pregunté—. ¿Carlos Méndez…?
Tres rostros iguales al de Alonso e iguales entre sí, con gentiles sonrisas en los labios, se alzaron hacia la luz.
—En nombre sea de Dios —nos saludó fray Alfonso, apareciendo detrás de sus hijos.
Lo cierto y verdad es que resultaba cuando menos extraño ver al tiempo tanta cabeza de cabello rubio reunida en tan pequeño espacio junto a los largos cabellos negros de los indios que bogaban en el batel.
—¡Bajad las armas! —dijo Rodrigo—. Son amigos. Echad la escala.
—¡No! —gritó Cornelius—. ¡Estamos en cuarentena!
—Entonces, ¿es cierto? —se sorprendió fray Alfonso—. Tenía para mí que se trataba de alguna estratagema del muy famoso y buscado Martín Ojo de Plata.
—¡Pues no es ninguna estratagema! —replicó Cornelius, asomando su extraña barba por la borda—. Treinta indios se nos murieron en apenas seis días de unas calenturas pestilentes que inficionan todo el Yucatán.
—¿Sólo indios? —preguntó fray Alfonso, que estaba un poco más calvo que la última vez que le vimos—. Sea, entonces nosotros cuatro podemos subir. Los hombres que nos han traído se marcharán de inmediato hacia la costa pues a ellos sí que podría afligirlos la calentura.
Miré a Cornelius Granmont y me hizo un gesto de asentimiento.
A no mucho tardar, fray Alfonso, aderezado con un flamante y compuesto hábito de franciscano en el que no se veían manchas ni remiendos, saltó sobre la cubierta de la Gallarda luciendo una cuidada barba que acopiaba todo el pelo que le faltaba en la cabeza. Hizo una leve inclinación ante mí (conocía de sobra las costumbres profanas de nuestra pequeña familia, de la que a él no le cabía esperar la menor reverencia por su condición) y, luego, saludó a Rodrigo y a los demás. Todos nos alegramos mucho de tornar a verlos. Carlos, Lázaro y Telmo repitieron los gestos de su señor padre aunque el pequeño Telmo, por más de la inclinación, me quiso dar un fuerte abrazo al que yo correspondí.
—Antes de nada, doña Catalina, deseo ver a mi hijo Alonso —solicitó su padre, acabadas las salutaciones del feliz reencuentro.
—Nosotros también —añadió Carlos, mucho más crecido y barbado.
—Por supuesto —les dije—. Nuestro cirujano os guiará y responderá a todo cuanto deseéis conocer.
No me correspondía acompañarlos ni estar presente cuando la familia al completo se reuniera, pues yo no formaba parte de ella e imponer mi presencia hubiera sido una muy grande falta de respeto.
—No nos demoraremos mucho —agregó fray Alfonso—. Hay asuntos muy urgentes que debemos resolver cuanto antes, doña Catalina.
—Me preocupáis, fraile —repuse con una sonrisa.
Los hombres de isla Sacrificios arribaban a la sazón a la Gallarda y Rodrigo se dispuso a serenarlos y a rogarles que tornaran con bien a sus ranchos y cabañas.
—Y así debe ser, doña Catalina, debéis preocuparos y mucho pues, al amanecer, esta nao será atacada por los galeones del rey con la intención de acabar con vuestra vida o, por mejor decir, con la de Martín Nevares, más conocido por Martín Ojo de Plata.
¡Pardiez!, pensé, sólo me restan unas pocas horas hasta la muerte. Suspiré con resignación. Si es que era lo que yo siempre decía: que todas las cosas que me acontecían iban fuera de los términos ordinarios. Oí gritar a Rodrigo ordenando a los hombres de los bateles que subieran a bordo de inmediato y que fueran a la isla a recoger a los que faltaban. Vi como el señor Juan y Juanillo se quedaban de piedra mármol y vi, asimismo, como todos los rostros de las gentes que estaban en cubierta (incluidos los tres yucatanenses, que habían aparecido por la escotilla de popa) se volvían hacia mí con la mirada atenta.
—¿Y cómo conoce vuestra merced lo del ataque? —le pregunté a fray Alfonso, que, acompañado por Cornelius y por sus tres hijos, se encaminaba ya hacia el sollado.
—¡Oh, bueno! —respondió sin alterarse—, es que yo ahora sirvo derechamente a las órdenes del virrey de la Nueva España, don Luis de Velasco el joven, y es él quien me ha enviado a salvaros.
Para que se nos alcanzara el fondo de la enmarañada historia que nos refirió más tarde el padre de Alonso, fue menester hacerle repetir varias veces ciertos enredados pormenores capaces de perturbar el más sano de los juicios. Por más, nunca se hubiera ganado el pan ejerciendo el oficio de declarador de historias o de sermoneador pues ninguno de los presentes habíamos escuchado jamás a nadie que refiriera tan mal y tan desordenadamente unos simples hechos aledaños entre sí. Para confesor serviría, se mofó Rodrigo, mas en modo alguno para predicador pues se le quedaría vacía la iglesia antes de un paternóster.
El asunto que más nos urgía era el del ataque al amanecer, muy especialmente por adoptar las prevenciones necesarias. De esto lo que vino a decir fue que tres días atrás había llegado a Veracruz un galeón español en muy mal estado cuyo propietario era un tal Lope de Coa, hijo del prior del Consulado de Mercaderes de Sevilla y sobrino carnal de Arias Curvo, un acaudalado comerciante de Tierra Firme recientemente avecindado en México. El susodicho Lope de Coa comunicó a las autoridades militares y portuarias de Veracruz que en pos suyo venía, persiguiéndole, el ahora llamado Martín Ojo de Plata cuyo verdadero nombre era Martín Nevares, reclamado en todo el imperio por los cargos de contrabando ilícito con el enemigo flamenco en tiempos de guerra (lo cual era un crimen de lesa majestad) y por haber actuado como cómplice de su amante, Catalina Solís, en los asesinatos de Fernando, Juana, Isabel y Diego Curvo ejecutados en Sevilla. El propio Lope de Coa era hijo de la fenecida Juana Curvo, muerta por la mismísima mano de Martín Nevares, y lo que éste pretendía persiguiéndole hasta Veracruz era dar por cumplido el oficio matándole a él y matando también a su tío Arias, por lo que el hijo del prior del Consulado solicitaba protección y ofrecía todo cuanto conocía de la nao de Martín Ojo de Plata, que no tardaría mucho en aparecer y que asaltaría la ciudad para encontrarle y acabar con él.
Fray Alfonso Méndez, misteriosamente hombre de confianza del virrey don Luis de Velasco el joven, arribó a Veracruz sólo un día después que Lope de Coa y se encontró con la ciudad levantada en armas y con preparativos de defensa contra un asalto pirata. Fue a tal punto cuando el gobernador y el comandante militar a cargo del fuerte de San Juan de Ulúa le dieron razón de lo que estaba acaeciendo, de cuenta que se determinó a alquilar un batel para allegarse a la Gallarda antes de que entrara en el puerto y fuera atacada por los galeones de guerra y por los cañones del fuerte. Mas, cuando la embarcación dejó ver su mascarón de proa en aguas de la isla Sacrificios enarbolando la bandera amarilla de cuarentena, el gobernador y el comandante, ciertos de que tal bandera era una treta por mejor asaltar la ciudad, habían cambiado sus disposiciones, resolviendo que la única forma de acabar con un criminal tan peligroso era hundir la nao con él dentro. Y así, la Gallarda estaba siendo vigilada desde el fuerte y los galeones estaban aprestados y aparejados para, esa misma noche, marear hasta allí y colocarse a su alderredor a distancia de tiro, sin luces y en silencio. El ataque tendría lugar antes de las primeras luces.
No había tiempo que perder. Reunimos en cubierta a la tripulación al completo y les dimos a conocer las nuevas, dando la orden de abandonar la nao ordenadamente en los bateles y con todas sus pertenencias. Cuando los galeones descubrieran que la Gallarda había sido abandonada no le harían ningún daño, nos aseguró fray Alfonso, y sería llevada a puerto e incautada.
—¿Y qué hacemos con los ingleses, los sevillanos y los yucatanenses? —preguntó Juanillo.
—Los ingleses y los sevillanos se quedan —repuse—. Que los aten a los palos para que puedan verlos. A los yucatanenses les preguntaremos qué desean obrar, si quedarse también o acompañarnos.
—Voy a preguntárselo, maestre —dijo, echando a correr.
—¿Qué sevillanos son esos de los que hablabais? —quiso saber fray Alfonso, grandemente interesado.
Con breves palabras le referí la historia del encuentro de los nobles de Sevilla como cautivos de los piratas ingleses y, para mi sorpresa, el rostro se le demudó y una grandísima desazón se apoderó de su voz:
—Tenemos que llevarlos con nosotros, doña Catalina.
—Sólo serán un estorbo, fraile —objeté—. No están hechos para la selva ni para los caminos de indios.
—¡Escuchadme bien! —exclamó, trastornado—. ¡Esos hombres deben acompañarnos! ¡No pueden de ninguna manera quedarse en el barco! ¡Llevan la muerte con ellos!
—¿Otra pestilencia? —me pasmé. Cornelius había acreditado que se hallaban perfectamente sanos.
—¡La peor, doña Catalina! —profirió sujetándome por un brazo y apretándomelo tanto que llegó a hacerme daño—. ¡La peor, os lo aseguro! No dudéis de mi palabra. Si esos hombres son capturados al amanecer y puestos en libertad como corresponde a su alcurnia, estas tierras de la Nueva España sufrirán el más grande baño de sangre que vuestro entendimiento se pueda figurar.
¿Es que fray Alfonso había perdido el juicio? ¿De qué demonios estaba hablando? Había que tener muy mal la cabeza para suponer que el fino conde de La Oda o el obeso duque de Tobes eran jinetes del Apocalipsis. Miré en derredor mío buscando a Rodrigo para solicitar su ayuda con el franciscano loco mas no le vi; debía de andar por las cubiertas inferiores disponiendo el abandono de la nao.
—¡Doña Catalina, por el amor de Dios! ¡Es absolutamente preciso que llevemos con nosotros a esos nobles cueste lo que cueste!
Miré derechamente al fraile. ¡Cuánto se le asemejaba su hijo Alonso! Quizá fue por eso que me ablandé, pues de seguido me dije que, incluso en mitad de su muy grande alteración, no dejaba de mostrar una seria cordura en los ojos. Nunca había advertido en él ni un atisbo de delirio, antes al contrario: fray Alfonso era un hombre cabal y de luengo entendimiento, en el que se podía confiar y al que sólo le importaba en esta vida el bien de sus hijos. Me determiné, pues, a concederle lo que solicitaba aunque de mala gana y conociendo que Rodrigo no iba a ser tan complaciente.
—Sea —accedí—. Los llevaremos.
—Y también debemos llevarnos a los ingleses.
—¡A los ingleses! —voceé indignada—. ¿Para qué también a los ingleses? ¿Os habéis vuelto loco, fray Alfonso?
—¡Las autoridades de Veracruz no deben conocer la existencia de los nobles! ¡Si dejáis a los ingleses en la nao hablarán sobre ellos cuando los capturen y les pregunten! Os lo suplico, doña Catalina, os lo suplico. ¡Hacedme caso, por el amor de Dios!
No daba crédito a lo que estaba aconteciendo.
—¡Espero no tener que arrepentirme de esto, fraile! ¡Y, por más, me debéis una muy cumplida explicación!
Se sosegó al punto tras oír mis palabras.
—Y os la daré, doña Catalina. No lo dudéis. En cuanto estemos todos en tierra y a salvo, os la daré.
A dos negros del palenque de Sando, que eran los de más raudas piernas y los más hábiles para moverse por la selva, los mandé en el primer batel que se alejó de la Gallarda y les dije que procurasen buscar un lugar seguro y tierras en las que pudiésemos estar pues bien se veía que, en esos arenales abiertos y plagados de mosquitos que eran aquellas costas de la Nueva España, no nos sería dado quedarnos y menos con Alonso en angarillas.
Al fin, una hora antes de que los galeones de Veracruz comenzaran a surgir por la bocana del puerto como una recua de mulas oscuras y silenciosas, ya estábamos todos en la playa con nuestros fardajes, pertrechos y bastimentos amontonados sobre la arena. Eché una última mirada a mi hermosa nao (una silenciosa sombra en la noche) y, con mi acostumbrada alegría, pensé que era otro más de los hogares de mi vida que perdía para siempre. A bordo no había quedado nadie, pues el Nacom y sus dos hijos se habían determinado a venir con nosotros. No tenían a dónde ir y no les quedaba nada, ni caudales ni familia, de cuenta que el hijo, Chahalté, y la hija, Caputzihil —o Zihil, como acabamos llamándola por abreviar—, solicitaron esa misma noche entrar a mi servicio. También el Nacom se ofreció mas no le encontramos un oficio adecuado por su mucha edad. Rodrigo echaba fuego por los ollares y, por la boca, cosas aún peores.
Como una luenga serpiente que avanza ondulante por la arena, las cuarenta personas de nuestra comitiva formamos una fila y nos metimos en la selva. Ni vimos ni oímos nada de lo que aconteció en la mar con la Gallarda. Yo sólo tenía en voluntad hallar un lugar donde levantar chozas para pasar unos días escondidos y, de este modo, ejecutar la dichosa cuarentena de Cornelius pues, en verdad, ni debíamos ni queríamos dañar a nadie. Después, mi único deseo era emprender el camino hacia México, donde moraban a sus anchas mis dos mortales enemigos.
Los hombres del palenque que envié de avanzada regresaron a media mañana. Habían hallado, ascendiendo la corriente de un caudaloso río, un claro junto a un manantial cercado por completo de espesura y sin huellas que indicaran que por allí pasaba gente. No quedaba muy lejos, de cuenta que nos pusimos en marcha abriéndonos paso en el boscaje con los cuchillos y las espadas.
Al poco de llegar al manantial, de levantar chozas y enramadas, y de despejar una plazuela, alguien propuso darle un nombre al pueblo que acabábamos de fundar pues más vecinos tenía que muchas ciudades de Tierra Firme y, así, de manera tan llana, fue como se originó la hermosa población que aún hoy se conoce como Villa Gallarda, a tres leguas y media al sur de Veracruz. Sin embargo, en aquel tiempo Villa Gallarda se hallaba muy lejos de disponer de las comodidades de las que hoy dispone, de cuenta que sólo era un establecimiento de proscritos que de manera rauda retornaron con mucho gusto a su natural asilvestrado. Fray Alfonso y sus tres hijos construyeron un muy bien aderezado rancho y se llevaron al dormido Alonso con ellos. Mis visitas y apartes con él se habían acabado. En el sollado de la nao era mío; allí, en la selva, no. Sentí como que me robaban la vida.
Al anochecer de aquel mismo día, tanto los hombres como nosotros pudimos, al fin, sentarnos a la redonda de unos fuegos y cenar de los bastimentos que traíamos. Rodrigo puso vigías en las cuatro direcciones y aún un cuerpo de guardia que rondaba los contornos con los arcabuces listos. A mí, como siempre, me servía Francisco que se ocupaba de mi comodidad en todo momento. Invitamos a los yucatanenses, mas no quisieron venir, quedándose junto a su hermosa choza, de mucha mejor calidad que las nuestras pues conocían el arte de tejer palmas. Juanillo y Francisco llevaron viandas a los sevillanos y a los ingleses, a los que teníamos amordazados para que no dieran voces ni hicieran alboroto y, entretanto Francisco les quitaba las telas de la boca y les servía, Juanillo les apuntaba con el arcabuz para que conocieran que la cosa no iba de chanza.
—Y bien, fraile —dije satisfecha por la cena y contenta por haber escapado del ataque español—, es la hora de esa explicación que me debéis por haber cargado con los sevillanos y los ingleses.
Sentados sobre el suelo, cenando aún o terminando de cenar, Rodrigo, los dos Juanes, los Méndez, Francisco y Cornelius alzaron la mirada hacia fray Alfonso, que se hurgaba los dientes con un palillo que había sacado de la faltriquera de su hábito.
—¡Eso! —graznó Rodrigo, irguiendo el torso con gesto desafiante—. ¡Veamos cuál puede ser la razón para que hayamos traído hasta aquí, con grande esfuerzo, a esos cinco tiernos aristócratas que sólo han andado entre algodones durante toda su vida!
Los demás asentimos. Habían dado mucha guerra por el camino, tropezando, cayéndose de continuo, derrumbándose de cansancio cada media legua, y asustándose por los gritos de los monos y de los loros y por los rugidos de los jaguares. Y cada vez que los hombres venían a quejarse, Rodrigo me miraba de hito en hito con afectado desdén para recordarme que él no había tenido nada que ver con aquel lamentable yerro y que toda la culpa era mía.
—Sea —principió el franciscano—. Empezaré por referir que esta extraña historia se inició antes de abandonar Sevilla.
—¡Ah, no, no, no, fraile! —le atajó Rodrigo, valederamente fastidiado—. Sólo deseamos estar al tanto de la razón de traer hasta aquí a los cinco sevillanos y a los ingleses. Vuestra vida en Sevilla ni nos concierne ni nos interesa, y aún menos conociendo que vais a enmarañar, enredar y desordenar los hechos de un relato que, en boca de otro, quizá se pudiera tolerar por cortesía, mas viniendo de vos, será ciertamente insoportable. ¡Y, por más, estamos sin dormir!
Fray Alfonso le echó una larga mirada muy poco cristiana, tomó aire e hizo como que no le había oído. A partir de este punto, la narración de la historia del fraile es fiel, mas la he ajustado un tanto y dispuesto en buen orden para que pueda ser comprendida.
—Cuando vuestra merced, doña Catalina —dijo el franciscano—, consintió en traernos a mis hijos y a mí hasta el Nuevo Mundo sin cobrarnos los pasajes, visité mi convento para anunciar mi partida y despedirme del guardián [16] y de mis hermanos. Conocía que me atribuirían a algún otro convento de Tierra Firme, así que no me sorprendió demasiado recibir la orden de presentarme ante el provincial de los franciscanos de Andalucía, el padre fray Antonio de Úbeda, quien, tras sonsacarme muchos pormenores sobre el viaje, me mandó regresar al día siguiente a la misma hora. Debo admitir que me hallaba un tanto sorprendido por este interés y también admito que, de cierto, hablé demasiado sobre vuestra merced, doña Catalina…
—¡Fray Alfonso! —dejé escapar con tono de reproche.
—¡Te avisé, Martín, te advertí que no debíamos traerlos! —bramó Rodrigo poniéndose en pie de un salto. Presto se le habían acabado sus buenas amistades con los Méndez.
—¡Sosiéguense vuestras mercedes! —rogó el franciscano extendiendo las manos—. Sé que hablé demasiado mas también es cierto que, de no haberlo hecho, doña Catalina no tendría hoy el favor del virrey de la Nueva España.
—¿Qué dice este grandísimo loco? —me preguntó Rodrigo, furioso, llevándose un dedo a la sien y revolviéndolo.
—¡Sofrena tu lengua, Rodrigo! —le ordené—. ¡Y vos, fraile, dadnos una buena razón para no abandonaros en mitad de la selva!
Carlos Méndez y los pequeños Lázaro y Telmo me miraron espantados.
—¡Os la estoy dando, doña Catalina! —se defendió el franciscano—. ¡El virrey de la Nueva España os protege ahora!
—¡Y bien que se ve! —bufó Rodrigo—. ¡El ataque de las autoridades de Veracruz era, en verdad, una galana bienvenida!
Había que calmar los ánimos o aquello acabaría en trifulca. Luego vería si mataba o no al padre de Alonso.
—¡Se acabó! —exclamé a grandes voces—. ¡Sentaos, fraile, y seguid hablando! ¡Y tú, Rodrigo, siéntate también y permanece quieto y mudo o tendremos que vernos las caras!
Se hizo un grave silencio en torno al fuego e, incluso, más allá, entre los hombres de la tripulación que, hasta ese punto, charlaban y reían despreocupadamente.
Fray Alfonso se sentó muy despacio y sin apartar la mira de Rodrigo.
—En resolución —prosiguió—, al día siguiente el provincial me entregó una misiva sellada y me dijo que era muy importante que la entregara por mi mismo ser al Comisario General de nuestra orden en la Nueva España ya que, como iba a viajar al Nuevo Mundo de manera inmediata en una nao mercante que cruzaría ilegítimamente la mar Océana, el mensaje que contenía la carta estaría más seguro en mis manos que en las de cualquier otro que viajara en una flota y, por más, no se podía esperar a que zarpara la siguiente en abril o mayo, pues dicho mensaje era peligroso, urgente y muy secreto. Todo lo que me pidió se lo juré y, luego, me entregó la misiva, me encomendó que tomara todas las prevenciones necesarias para que nadie conociera ni su existencia ni su contenido, y me ordenó destruirla antes de que cayera en otras manos que no fueran las mías.
—De donde se infiere que, cuando zarpamos de Cacilhas a finales del pasado diciembre —declaró Juanillo, vivamente emocionado por lo que estaba oyendo—, llevábamos a bordo el recado secretísimo y muy comprometido de un franciscano principal de Sevilla para otro de la Nueva España.
—De un franciscano principal no —puntualizó fray Alfonso—, del provincial de todos los franciscanos de Andalucía para el Comisario General de todos los franciscanos de la Nueva España.
A Juanillo le brillaron los ojos por la emoción.
—¿Y conocía vuestra merced algo de lo que decía la carta? —quiso saber Francisco, tan interesado como el otro.
—No conocía nada de nada —repuso el fraile, llevándose una mano al corazón—, sólo la urgencia e importancia de la misiva. Por eso, cuando arribamos a Tierra Firme empecé a preparar el viaje hacia México y en cuanto recogimos la primera plata en la Serrana, compré los pasajes y me marché con los tres pequeños.
A su hijo Carlos, de hasta dieciséis años de edad, no le hizo mucha gracia la consideración, sobre todo por su estatura, corpulencia, barrillos en el rostro y bozo en el labio.
—Mes y medio tardamos en llegar a la capital de la Nueva España —continuó— y, el mismo día de nuestra llegada, a las pocas horas de rentar habitaciones en una casa de hospedaje, uno de los esclavos negros de la casa me entregó vuestra carta, doña Catalina, la que me escribisteis desde el palenque del señor Sando refiriéndome el robo de mi hijo por parte de Lope de Coa.
—El loco Lope —precisó Juanillo.
—Por la fecha, sólo había tardado dos semanas en arribar a mis manos.
Yo asentí. Recordaba la pena que sufría entretanto escribía aquella misiva en el palenque.
—Nosotros tardamos seis semanas en arribar a México —señaló Carlos Méndez, admirado—, y vuestra carta sólo se demoró dos.
—El príncipe Sando —explicó vanidosamente el señor Juan— dispone de los cimarrones más veloces del Nuevo Mundo. Nos dijo que sus negros correrían por secretos caminos de indios y cruzarían montañas por pasos y gargantas desconocidos para los españoles para que la carta de Martín estuviera en vuestro poder exactamente en dos semanas.
—Pues no conocéis lo mejor —dijo fray Alfonso—. Desde entonces, hemos recibido puntuales nuevas de vuestras andanzas: conocimos que rescatasteis a Alonso y a Rodrigo y que mareabais hacia aquí en pos del loco Lope, y cada vez que la Gallarda era avistada desde tierra, a no mucho tardar lo conocíamos también. A lo que se ve, hay otro señor Sando en el virreinato novohispano con la misma autoridad que él. Tengo para mí que un tal señor Gaspar.
—Gaspar Yanga —tornó a precisar Juanillo, que ejercía de apuntador en aquel corral de comedias en mitad de la selva.
—Los cimarrones, esclavos o negros horros que sirven tan fielmente al señor Gaspar Yanga —prosiguió el fraile con grande admiración— nos tenían a la mira allá donde nos halláramos y, en cuanto llegaban nuevas para nosotros, uno de ellos, cualquiera, desde un niño esclavo hasta una vieja vendedora de huevos, se nos allegaba y nos refería el aviso. ¡No hay cosa igual en el resto del imperio!
Los Biohó y los Yanga, padres e hijos, disponían de la mejor información en todo lo descubierto de la tierra y los españoles no albergaban el menor conocimiento sobre ello. Mi padre había sufrido grandes remordimientos por vender armas al rey Benkos mas, a trueco, yo había ganado a mi fiel hermano Sando, que cuidaba de mí y de los míos incluso a miles de leguas de distancia.
—Seguid con el relato de la misiva misteriosa entre los dos principales franciscanos, fraile —le pedí.
Él asintió. Por fortuna, empezaba a refrescar y lo agradecí sobremanera.
—Sea. Pues veréis, al día siguiente de llegar a México y conociendo que mi hijo Alonso había sido robado, dejé a los pequeños en el hospedaje y me dirigí al convento de los franciscanos de la ciudad. Fui muy bien recibido, con grande afecto y atención por parte de mis hermanos de estas tierras que quisieron conocer la razón de no haberme alojado con ellos. Les hablé de mis hijos y, aunque aquí, por ser su labor tan dura y apostólica, no consideran con buenos ojos la barraganería, a lo hecho pecho y ya no se habló más del asunto. Tuve muy buena ventura, pues el Comisario General de la Nueva España, el padre fray Toribio de Cervantes, se hallaba a la sazón en el convento y no mostró inconveniente en reunirse en privado conmigo esa misma tarde, al terminar sus asuntos. Comí con los hermanos y, luego, estuvieron mostrándome la iglesia y el resto de las dependencias hasta que fui llamado a presencia del Comisario General, un hombre de mucha dignidad y muy docto en las cosas de estas tierras. Con todo respeto le entregué la misiva de fray Antonio de Úbeda y él la leyó al punto con grande atención. Su bondadoso rostro se contrajo en mil arrugas y fruncidos según avanzaba la lectura y, al final, mostraba tal gesto de espanto y desasosiego y tanta debilidad en el cuerpo que hubo de tomar asiento como un anciano al que le hubieran caído de súbito cien años más encima. Hondamente preocupado me allegué hasta él y le sujeté entre los brazos y ya iba a solicitar auxilio a gritos cuando me hizo señas para que me callara, para que le diera un poco de agua de una jarra que allí había y para que abriera una ventana que estaba cerrada, pues precisaba tomar aire.
—¡Voto a tal! —exclamó el señor Juan, presto a reventar de impaciencia—. ¿Qué demonios decía esa maldita carta?
—A eso voy —replicó fray Alfonso cambiando de postura en el suelo—. Cuando fray Toribio se recuperó del susto me solicitó que no dijera nada a nadie. Me hizo jurar que todo cuanto había acontecido allí aquella tarde sería guardado en mi ánima como un secreto de confesión y me agradeció mucho que le hubiera llevado la misiva de fray Antonio con tantas prevenciones —el fraile suspiró hondamente y se aderezó el hábito antes de continuar—. ¡Quién me hubiera dicho a mí esa noche, cuando cenaba con mis hijos en el humilde hospedaje, que a primera hora de la mañana del día siguiente me hallaría en el palacio del virrey!
—¡Eso del virrey es una invención vuestra! —soltó Rodrigo con toda su mala intención, mas fray Alfonso ni se inmutó.
—¡Cuánto lujo y belleza hay en el Real Palacio! [17] —explicó, soñador—. El vuestro, doña Catalina, el de Sanabria, sería la casa de un pobre al lado de éste. Yo no había visto nada igual en toda mi vida y eso que soy de Sevilla. De cierto que es el más grande en todo lo conocido de la tierra.
—¿Queréis ir al meollo del asunto de una maldita vez? —le solicitó gentilmente Rodrigo—. ¡Me estoy durmiendo!
Sí, sí, durmiendo. Allí estábamos todos con el ánima en vilo, sin respirar y pendientes de cualquier palabra que pronunciara el fraile, mas él se perdía por extrañas veredas y a los demás, entretanto, no nos llegaba la camisa al cuerpo.
—Pues bien, en una sala inmensa, llena de tapices, pinturas, mármoles y molduras de oro, fui recibido por don Luis de Velasco el joven, que a tal punto se hallaba en compañía de fray Toribio de Cervantes y otro hermano de avanzada edad al que yo no conocía y que resultó ser el padre fray Gómez de Contreras, confesor del virrey. Estaban los tres sentados en el centro de la sala, ocupando unos muy ricos asientos labrados de muchas maneras con oro, y fray Toribio me solicitó con la mano que me allegara hasta ellos. Me sorprendió mucho que no hubiera ningún lacayo, mayordomo o cualquier otro sirviente en la sala. Los cuatro nos hallábamos completamente solos y la conversación se desarrolló con voces tan bajas y susurrantes que más de una vez temí no haberme enterado.
—Eso os pasa con frecuencia…
El incansable Rodrigo no daba tregua.
—Martín, muchacho —me suplicó el señor Juan—. ¿Te sería dado ordenarle a este fraile que nos refiera de una vez lo que decía la maldita carta?
Fray Alfonso se ofendió.
—Tenía para mí que vuestras mercedes deseaban conocer toda la historia.
—Yo sí lo deseo, fraile —afirmé, lanzando una mirada criminal a Rodrigo y, luego, otra al señor Juan—. Seguid y no tengáis cuidado de estos necios.
—Mi presencia allí, en aquella sala del Real Palacio, sólo obedecía al hecho de conocer a vuestra merced, doña Catalina, pues ahora veréis cuál era el apuro inmenso en el que aquellos hombres se hallaban.
—¡Al fin! ¡Albricias! —soltó Rodrigo.
—Prestad atención, doña Catalina, pues es muy importante que lo comprendáis todo.
—Os escucho, fraile.
—Se halla en marcha una terrible conspiración —dijo, bajando la voz—, una conspiración para hacer de la Nueva España un reino independiente, con un rey distinto a nuestro Felipe el Tercero.
No le entendí al punto porque era un pensamiento tan ajeno al entendimiento, tan extraño para cualquier persona cabal y tan desatinado que no podía colarse dentro de ninguna cabeza. Si hubiera dicho que alguien tenía en voluntad matar al rey o al Papa de Roma, siendo ideas tan disparatadas como eran, me hubiera costado menos comprenderlas. Conspirar para convertir un enorme pedazo del Nuevo Mundo en un reino independiente del imperio no resultaba un bocado fácil de tragar pues, para empezar, ni siquiera conocías qué demonios estabas comiendo.
—Me… Me parece que… —balbuceó Rodrigo—. No puede… Ten… Tengo…
—No os comprendo, fraile —murmuré con voz débil y sintiéndome, al punto, muy incómoda.
Todos los que nos hallábamos en aquel corro, incluso los tres hijos de fray Alfonso (pues, a lo que se veía, no les había adelantado nada), nos habíamos convertido en piedra mármol. Yo misma no me sentía el pulso y hasta parecióme que la selva entera había enmudecido de súbito con un silencio aterrador. Una cosa es que critiques al rey o a su mala justicia, que maldigas su nombre por su mal gobierno, sus derroches y la miseria de las gentes de su imperio, que desapruebes sus guerras contra los herejes o su apoyo a la pérfida Inquisición, mas ¿romper el reino?, ¿partir el imperio?, ¿dividir el Nuevo Mundo?, ¿coronar un nuevo rey?…
—¿Qué rey? —estallé enfurecida cuando todo se iluminó en mi entendimiento—. ¿Qué rey desea invadir la Nueva España? ¿El inglés…? ¡Lo suponía! ¡Tenía que ser ese maldito Jacobo! ¡Es el único que posee una Armada capaz de ejecutar algo así!
—¡No, no, doña Catalina! —exclamó apurado fray Alfonso—. ¡No es Jacobo de Inglaterra!
—Pues, entonces, ¿quién? —voceó Rodrigo con grandísima alteración.
—Don Pedro Cortés y Ramírez de Arellano, cuarto marqués del Valle de Oaxaca. El nieto de don Hernán Cortés.
Me puse en pie de un salto y comencé a caminar arriba y abajo, sin rumbo, tratando de conciliar mis turbados pensamientos.
—No es posible —repetía una y otra vez—. No es posible.
—Es más que posible, doña Catalina —me atajó el fraile—. Permitidme que os refiera los acontecimientos y lo comprenderéis.
—¿Cómo se puede comprender —bramó Rodrigo— que a un nieto de tan glorioso conquistador español se le ocurra coronarse rey de las tierras ganadas por su abuelo para España?
Yo seguía caminando sin rumbo de un lado a otro.
—A lo que se ve —dijo fray Alfonso—, es una historia que viene de lejos. Ya el hijo de don Hernán Cortés, don Martín, el segundo marqués del Valle, lo intentó en mil y quinientos y sesenta y seis, y acabó desterrado en España y más arruinado que un mendigo. Conservó la vida de milagro, por la intercesión de muchísimos nobles de la corte que no querían ver al hijo del ilustre conquistador colgando de una soga, mas, según dicen, estuvo con un pie en el cadalso. Como he señalado, fue desterrado del Nuevo Mundo para siempre, él y todos cuantos ostentaran el título del marquesado del Valle y, por más, las propiedades que aquí tenía, que eran muchas, le fueron incautadas. Unos años después se las devolvieron aunque en muy mal estado y, por más, eran tantas las costas de los juicios, las multas por el delito de sedición y lesa majestad, y los préstamos que, obligatoriamente y sin esperanza de devolución, le tuvo que hacer al rey Felipe el Segundo que nunca desaparecieron las desazones por las deudas y la falta de caudales. Su primogénito, don Fernando, tercer marqués del Valle, murió sin descendencia, de cuenta que el marquesado y sus miserables rentas pasaron a su segundo hijo, don Pedro, el cuarto marqués. Y éste, que, aunque viste el hábito de Caballero de la Orden de Santiago, no tiene donde caerse muerto, es el que quiere ser rey de la Nueva España.
¿Marqués? ¿Arruinado? ¿Don Pedro?…
—¡El pañuelo! —gritó el señor Juan al tiempo.
—¿Qué pañuelo? —preguntó Carlos Méndez.
—Uno que hallamos en poder de los cinco nobles sevillanos —dije yo—. Tiene dibujos indígenas por una cara y, por la otra, el bando mensaje de un tal «Don Pedro».
El fraile brincó como si le hubiera picado un alacrán.
—¡Dejadme verlo! —ordenó. A esas alturas, ni se me hubiera pasado por el entendimiento desatender su mandato por muy inadecuado que fuera. Miré a Francisco, asentí, y él echó a correr hacia mi rancho para volver a no mucho tardar con el dichoso pañuelo que habíamos sacado del enorme y hermoso coleto del duque de Tobes. El muchacho se lo tendió a fray Alfonso y el joven Lázaro se allegó hasta su padre con un hacha para iluminarle entretanto lo desplegaba y le daba la vuelta.
—«Id con Dios, mis leales caballeros —leyó en voz alta—. Aguardaré con impaciencia las nuevas de vuestra gloriosa empresa. Don Pedro».
Luego, tornó a girarlo y estudió cuidadosamente los dibujos. Al cabo, levantó la mirada y, desde allí mismo, continuó con el relato:
—¿Alguno ha oído hablar del famoso asunto de los beneméritos de la Nueva España?
Todos dijimos que no.
—Tampoco yo lo conocía, mas me lo han referido con todos sus pormenores. A lo que se ve, después de la conquista de México, la capital del imperio azteca, Cortés, sus capitanes y sus soldados recibieron títulos, señoríos y granjerías en reconocimiento a la grande hazaña realizada. Durante los siguientes años, entre otros esforzados oficios y trabajos, se dedicaron con empeño a engendrar no sólo un gran número de mestizos que fueron reconocidos como legítimos y educados como españoles y cristianos, sino también un muy grande número de hijos de sus esposas españolas en cuanto éstas arribaron al Nuevo Mundo. Todos estos hijos tenían derecho por ley tanto a la herencia de sus padres como a puestos en la administración y cargos en el gobierno y la justicia, pues así lo había decretado la Corona. El problema fue que no había suficientes puestos y cargos para tantos descendientes de conquistadores o, como se los empezó a llamar por aquel entonces, beneméritos. Muchos de ellos, descontentos, apoyaron la revuelta de don Martín Cortés, el hijo de don Hernán, de la que ya os he hablado.
—¿Conoce esa gente que hay que ganarse el pan con el sudor de la frente? —se molestó el señor Juan.
El fraile carraspeó y se pasó una mano por el rostro y la barba.
—En vista de los numerosos problemas que tales honores y privilegios ocasionaban —siguió diciendo—, en los últimos años la Corona los ha ido derogando poco a poco, provocando así un mayor descontento entre los beneméritos, que se sienten gravemente afrentados y perjudicados. Si hacéis unas cuentas, veréis que de tantos hijos de conquistadores nacieron muchos más nietos e incluso, al día de hoy, muchísimos más bisnietos y todos ellos, la mayoría empobrecidos, reclaman unas prerrogativas y recompensas que consideran suyas. Quien más, quien menos, tiene un antepasado conquistador y se halla a la espera de un puesto vitalicio en el gobierno del Virreinato o en la Real Audiencia. Los beneméritos han sido y son la pesadilla de todos los virreyes de la Nueva España, empezando por el padre del actual, don Luis de Velasco el viejo, que también fue virrey y tuvo que afrontar la revuelta de don Martín Cortés.
—Tengo para mí, fraile —farfullé—, que ya sé por dónde vais. Por un lado, los ultrajados beneméritos de la Nueva España y, por otro, el arruinado y desterrado don Pedro Cortés, el mayor de todos los ultrajados beneméritos.
—Lo malo es que no acaba ahí el asunto —lamentó el fraile, asintiendo—. El cuarto marqués del Valle se fue de la lengua en Sevilla con su confesor, aunque no durante una confesión sino durante una cena en casa de un importante banquero que le ha estado sosteniendo económicamente durante todos estos años. El confesor, un franciscano, corrió a referirle al provincial, fray Antonio de Úbeda, lo que oyó aquella noche y eso fue lo que él escribió en la misiva que yo traje secretamente hasta el Nuevo Mundo. Fray Antonio le refirió a fray Toribio de Cervantes, Comisario General de la Nueva España, que en la conjura participan también conocidos sacerdotes y obispos e importantes comerciantes de la alta sociedad novohispana deseosos de títulos nobiliarios y de escapar de las prohibiciones al comercio con extranjeros impuestas por la Corona. Todos ellos, junto a los beneméritos, quieren a don Pedro Cortés coronado, de manera que la conjura tiene visos de ejecutarse antes o después. Sólo hay un inconveniente, uno solo para que todo se lleve a cabo.
A ninguno nos salían las palabras. A ninguno nos era dado proferir ni un pequeño ruido.
—No les costará mucho apresar al virrey y hacerse con el gobierno de la Nueva España —continuó—. No hay grandes ejércitos contra los que combatir y, a lo que parece, muchos capitanes y generales son beneméritos por linaje o han sido comprados. Sólo habría que luchar contra los leales a la Corona de España, que no son tantos y están en desventaja. Mas no conviene olvidar que España es un gran imperio, con Tercios por toda Europa y con una Armada tan poderosa como para reconquistar la Nueva España antes de un año. Lo que fray Antonio le escribió al padre Toribio es que, según don Pedro Cortés y su benefactor, el banquero sevillano, la Nueva España precisa muchísimos caudales para comprar ejércitos y galeones con los que defenderse de España tras la sublevación. Para decir verdad, precisa de unos cinco millones de ducados. [18]
Unos soltaron exabruptos, otros exclamaciones de sorpresa, algunos se espantaron tanto al oír la cantidad que se llevaron las manos a la cabeza o a la boca. Yo, en cambio, me estaba preguntando qué sería lo que el virrey podía querer de mí en una situación tan peligrosa.
—Ya no me queda mucho que contar —dijo fray Alfonso, aún con el pañuelo entre las manos—. Sólo dos cosas: la primera, que la principal familia que promueve la conjuración es la López de Pinedo, afamados y ricos comerciantes de la Nueva España a la par que beneméritos, descendientes del capitán Gregorio López de Pinedo, que luchó, dicen ellos, codo con codo al lado de don Hernán Cortés en la toma de México-Tenochtitlán.
La mirada de Rodrigo se cruzó con la mía. Estaba blanco como la nieve y su rostro era una máscara de consternación. Ambos veíamos como los hilos se iban tejiendo hacia mí.
—Los López de Pinedo están emparentados por el matrimonio de su única hija con otra poderosa familia de comerciantes de Sevilla, los Curvo —fray Alfonso me miró muy elocuentemente—, quienes, a su vez, están emparentados también por matrimonio con el rico banquero sevillano que ha estado sosteniendo a don Pedro Cortés desde la muerte de don Martín, su padre.
—No me lo digáis —le atajé, cerrando los ojos—. Ese banquero es un tal Baltasar de Cabra.
—En efecto —murmuró tristemente fray Alfonso.
El fuego de la hoguera crepitaba, la selva rumoreaba, los hombres de los corros cercanos seguían conversando y riendo…
—¿Y cuál es la otra cosa que os queda por referir? —preguntó ásperamente Rodrigo—. Dijisteis que eran dos y una ya la habéis contado.
—Sí, así es —convino el fraile—. Me falta otra y ésta es que en la misiva que traje se mencionaba algo más, la existencia de un mapa perteneciente a don Hernán Cortés, uno que mandó ejecutar antes de viajar a España en mil y quinientos y cuarenta, viaje del que ya no regresó pues murió allí, en un pueblo de Sevilla. Ese mapa señala la ubicación del más grande tesoro que ha dado nunca el Nuevo Mundo y que don Hernán Cortés, hombre asaz desconfiado y, a lo que se ve, avaricioso, escondió de los ojos de todos, incluso del emperador Carlos el Primero. Ese mapa, decía la carta de fray Antonio de Úbeda, sería traído a la Nueva España por unos aristócratas poco antes de dar inicio la conjuración, pues con dicho tesoro se sufragarían los enormes gastos de creación y defensa del nuevo reino de don Pedro.
—No lo entiendo —objetó Juanillo—. Si los marqueses del Valle se hallaban tan arruinados, ¿para qué dejaron el tesoro sin recoger durante tanto tiempo?
—Primero, porque no podían retornar a la Nueva España por prohibición imperial —le recordó fray Alfonso—, y, segundo, porque nadie comprende este mapa de don Hernán Cortés —el fraile alzó el pañuelo en el aire—. El conquistador de la Nueva España murió sin dar cuentas de lo que significan todos estos dibujos, ni siquiera a qué lugar se refieren. Nadie conoce dónde hay que buscar el tesoro ni cómo hallarlo, mas los conjurados tienen por cierto que estando el mapa aquí y con el auxilio de indios que dominan el arte de los antiguos mapas indígenas, no resultará muy difícil dar con él.
Como el afilado chillido de un mico en mitad de la noche, al punto se me vino al entendimiento lo que el mentado virrey de la Nueva España deseaba de mí.
—¡Que se me lleve el diablo! —exclamé para sorpresa de todos—. Lo que ese don Luis de Velasco el joven tenía en voluntad era que yo atrapara a los aristócratas enviados por don Pedro antes de que arribaran a estas costas y entregaran el mapa a los conspiradores, de cuenta que la traición no pudiera ejecutarse. ¿No es así, fraile?
El padre de Alonso me miró con una ancha sonrisa.
—¡En muy poco valoráis la ambición y la gratitud del virrey! —objetó—. Lo que él, en verdad, desea de vuestra merced es que, por más de haceros con el mapa, rescatéis el tesoro de Cortés para impedir la traición y lo depositéis no en vuestra bolsa, que sobre esto fue muy claro el virrey, sino en las arcas de la Corona de España. Desea también que matéis a don Miguel López de Pinedo, garante y sostén de la conspiración en el virreinato, y… —quedó en vilo por darle mayor empaque a sus palabras— a don Arias Curvo, su yerno, esposo de su única hija doña Marcela, ya que, de cierto, sin la osadía de uno y sin los caudales del otro la conjura perdería fuelle raudamente a este lado de la mar Océana. Las gentes aún recuerdan los muchos ahorcados que colgaban en los patíbulos de México tras la fallida sedición de don Martín, el segundo marqués. Con las exigencias de los beneméritos se hará lo que buenamente se pueda, mas, sin los López de Pinedo y sin el tesoro de Cortés, que vuestra merced entregará a don Luis de Velasco el joven sin que falte una sola pieza, la conjura para dividir el imperio quedará desbaratada. El virrey obtendrá honores y reconocimientos por parte de Felipe el Tercero y éste no tendrá que enjuiciar y ejecutar a don Pedro, el nieto del conquistador don Hernán Cortés.
Con los ojos de todos puestos sobre mí, dije:
—Y el buscado criminal Martín Ojo de Plata salva al reino, al virrey y al rey por la grande generosidad de su corazón.
—Os dije que valorabais en muy poco la gratitud del virrey, doña Catalina —afirmó el fraile muy satisfecho—. A trueco de tan estimables esfuerzos y conociendo como conoce por mi boca que sois, en verdad, una dama de mucha dignidad, el virrey os ofrece limpiar por completo, en todo el imperio, vuestro nombre, es decir, el de Catalina Solís y el de vuestro señor padre, don Esteban Nevares y, si así lo deseáis, también el del supuesto Martín Nevares. Por más, os ofrece la restitución completa de todas vuestras propiedades tanto en España como en el Nuevo Mundo, lo que incluye, por supuesto, el palacio Sanabria y la latonería de la isla Margarita, incluyendo las naos, casas y negocios que pudiera haber tenido vuestro señor padre don Esteban. Y, por último, y considerando que si ejecutáis bien el oficio habréis hecho un muy grande servicio al reino, don Luis de Velasco el joven os ofrece un título nobiliario con tierras y rentas que podrán heredar vuestros descendientes. Todo ello, otorgado y rubricado por el propio rey, naturalmente. Dejaréis de ser un proscrito para convertiros en una dama noble, respetable y acaudalada a la que nunca más perseguirá la justicia.