Tenía oído que algunos decían que el amor era todo regocijo, alegría y contento, mas, aquella noche, sentada en la playa, hubiera yo querido tener ante mí a aquellos sabios parlanchines para hacerles sentir con el filo de mi espada el regocijo, la alegría y el contento que ocasionaba el terrible dolor del amor. Era peor que una enfermedad, me decía atormentada, peor que una llaga corrompida. Era como beber ponzoña y tragar agujas. ¡Y todo por aquel rufián maleador cuyos rubios cabellos sólo podían tener competencia con los del sol! Contuve mi ánima y no me moví ni un ápice, y eso que era bien de mi gusto en aquel punto echarle una mirada al yacente Alonso, al gallardo y entonado Alonso que dormía a pierna suelta, a la redonda de la hoguera, con Rodrigo, Tumonka y el resto de los indios. Aquel sufrimiento de amor era tan espantoso como la tortura pues, con sólo voltear un poco la cabeza, tan sólo un poco… Cerré el ojo que aún me quedaba sano —el huero, bajo el parche, siempre lo tenía cerrado— y dejé de ver la oscura noche y el aún más oscuro cielo pues, por hallarnos en la estación de las lluvias, las nubes ocultaban cumplidamente la luna y las innumerables y resplandecientes estrellas del Caribe.
En las tres o cuatro semanas que llevábamos trabajando en aquel islote seco de la Serrana, sacando del fondo de la mar las miles de libras de plata que la flota del rey de España le había disparado a nuestras canoas incendiarias, me había acostumbrado a tener a Alonsillo a mi lado de continuo y, por más, a mirarle de soslayo cada vez que el corazón me lo pedía. Primero, me cautivaron y rindieron unos resueltos hoyuelos que se le formaban en las junturas de los labios cuando cavilaba; luego, me aficionaron todas y cada una de las derechas líneas que dibujaban su cuello y, últimamente, el suave ceño, en el que las preocupaciones por su padre y sus hermanos hendían de vez en cuando un haz de luces y sombras. Y así, sin poderlo sufrir ni estar en mi mano poner en ejecución otra cosa, le acechaba secretamente entretanto Tumonka y los otros indios guaiqueríes entraban y salían de la mar arrastrando redes llenas de bolaños de cincuenta libras de plata que habían sido la mercancía ilícita de los malditos hermanos Curvo, a cuatro de los cuales, por fortuna, ya los había hecho yo entregar su ánima al diablo. Aún me quedaba uno por matar, el infame Arias, mas no faltaba mucho para coronar a satisfacción el juramento que mi señor padre me obligó a hacerle en su lecho de muerte en Sevilla.
Abrí el ojo. Crujieron los maderos de la hoguera y alguno de los durmientes se removió sobre la arena. ¿A qué venía aquel desvelo mío en una noche tan serena? El patache Santa Trinidad estaba puntualmente cargado hasta los penoles y a no mucho tardar arribaría desde Jamaica el señor Juan con la Sospechosa para recoger las últimas libras de plata pues el asunto había concluido felizmente aquella misma tarde con el rescate de la última carga. Para celebrarlo, mi compadre Rodrigo preparó al fuego unos sabrosos cangrejos de los que comimos hasta hartarnos remojándolos con buen vino de Alicante y luego cantamos y bailamos hasta caer rendidos ya bien entrada la noche. Presto regresaríamos a Cartagena de Indias, donde nos aguardaba madre, que, con Damiana, vivía en la casa del señor Juan a la espera de que yo le hiciera construir de nuevo su mancebía de Santa Marta. En cuanto tomara todas las disposiciones necesarias para poner en obra las cosas de fuerza mayor, me abalanzaría sobre Arias Curvo y le arrebataría la vida y, luego, ya vería en qué lugar del mundo me ocultaba de los alguaciles y de los corchetes pues como Martín Nevares estaba reclamado en todo el imperio por contrabando ilícito con el enemigo en tiempos de guerra y como Catalina Solís estaba igualmente reclamada por los viles asesinatos de los dignos y acreditados Fernando, Juana, Isabel y Diego Curvo. Si lo pensaba bien, sólo me quedaba la mar, o por mejor decir, sólo podría vivir confinada en una nao el resto de mi vida cosa que, de cierto, no era lo que en verdad deseaba.
—¿Te molesta si te hago compañía?
Por suerte, en aquella isla no había muchos cocoteros pues, de haber uno sobre mí y por el grande sobresalto que recibí y el brinco que di, me habría golpeado seriamente la cabeza al escuchar a mi espalda la voz de Alonso.
—¿Qué demonios quieres? —exclamé, malhumorada, mas sólo porque había perdido el pulso e iba a caer muerta allí mismo antes de decir amén.
—¡Pardiez! —repuso, sentándose a mi lado en la arena—. A lo que se ve, ya no queda nada de la fina dama de Sevilla que se trataba con nobles y cortesanos.
—Mejor estarías durmiendo —gruñí.
—Lo estaba —afirmó, y parecióme que se sentía triste—. Un mal sueño me desveló y, al verte aquí sentada, recordé que tenía algo que darte desde hacía una semana. Se lo encargué al señor Juan y me lo trajo de Santiago de Cuba.
—¿Algo que darme? —porfié sin aliento por la vergüenza. No, no, no… No podía permitir que se me advirtiera. ¿Tenía Alonso un regalo para mí o sería, acaso, algún asunto del oficio que me haría sentir la más estúpida de las mujeres? A veces se me olvidaba que ahora era tuerta del ojo izquierdo y que usaba un parche todo el día para tapar el agujero y que, por tal, era imposible que un hombre tan galán como Alonso, de tan bellos ojos azules, se fijara en mí, una grotesca Cíclope que usaba ropas de hombre y gobernaba naos.
—¡Chitón! —me ordenó al punto, cruzándose los labios con el dedo índice y mirando en derredor como si algún peligro nos apurase—. ¿No lo escuchaste?
—No —me hallaba por entero cautiva de la forma cabal de aquellos labios. ¡El amor y la afición con facilidad ciegan los ojos del entendimiento!
—No sé, sonaba como el oleaje contra un casco.
—¿He menester devolverte a la memoria al Santa Trinidad? —sonreí, posando la mirada con pujanza en la punta de mis botas—. Anclado está al sudoeste de este islote de mala muerte.
—Y en él nos marcharemos pronto —dijo contento—. Mas no me gustaría que alguno de los compadres despertase antes de que yo pudiera entregarte… esto.
Del interior de su camisa sacó un envoltorio pequeño.
—¿De qué se trata? —pregunté.
—¡Oh, no es nada! —repuso azorado. ¿Azorado…? ¿A santo de qué estaba Alonso azorado? ¿Qué me daba en aquel envoltorio que tanto lo perturbaba?—. Espero que no te parezca mal que me haya atrevido a encargarte un obsequio tan descabellado.
¿Cómo iba a parecerme mal que…? Mas mi mano tentó algo duro en el interior de la tela, duro y pequeño, una esfera algo aplastada o, quizá, un proyectil de extraño calibre. Llena de temor y aprensión abrí el hatillo y me topé con la fría y brillante mirada de un ojo de plata.
—¿Qué…?
—¡Ni te ofendas ni lo lances a la mar! —me apremió humildemente—. Lo mandé ejecutar con mi parte de la plata, con la primera pieza que rescaté. Hazme la merced, si es que acaso no deseas usarlo, de guardarlo a lo menos como un recuerdo de esta isla y de esta historia.
—¿Usarlo…? —balbucí—. ¿Cómo que usarlo?
Le vi mover la cabeza extrañamente, aguzando de nuevo el oído, en suspenso, como temiendo algún mal suceso.
—¿Otra vez el Santa Trinidad?
—Me pareció que esta vez no era un casco sino varios.
—No sé de qué te asombras —le reproché cambiando aquel ojo de plata de una mano a otra como cuando se calienta un dado antes de lanzarlo—. Son muchas las naos que marean por estas aguas y aquí mismo se cruzan las rutas entre las principales ciudades del Caribe. ¡Si hasta las flotas reales pasan cerca! —proferí, echándome a reír muy de gana—. Así pues, dime, ¿se puede, en verdad, usar este excelente ojo a modo de ojo valedero?
Él sonrió y dejó a un lado las preocupaciones.
—Se puede y se debe. Para ti se ejecutó —la voz le temblaba un poco y tenía la mirada esquiva—. El señor Juan se hallaba cierto de que te sentirías mejor en cuanto te lo pusieras.
Conocía que decía verdad: me había empeorado el genio desde que perdí el ojo en el duelo con Fernando Curvo. No terminaba de verme ni con el parche ni sin él, ninguna solución me contentaba y, alguna vez, estando a solas, me arrancaba aquel pedazo de tela por figurarme, a lo menos un instante, que volvía a ser la de antes. Y como si estuviera al tanto de mi grande agonía, el dulce Alonso había mandado hacer para mí un precioso ojo de plata. El corazón me bailaba en el pecho.
—¿Me ajustará?
—Tengo para mí que sí —exclamó con alegría—. ¿No deseas probarlo?
Me salieron los colores al rostro.
—No quiero que me veas sin el parche —le confesé.
—Tampoco yo quise que me vieras en la cama de Juana Curvo tan desnudo como mi madre me trajo al mundo y no lo pude remediar, de cuenta que éste es el momento de resarcirme de aquella afrenta.
Cien veces, mil veces me había maldecido a mí misma por aquel mal ingenio que puso en brazos de mi enemiga a quien yo tanto deseaba. Mas ¿a qué penar por aquello? El agua pasada no mueve molino. Cuando lo discurrí, no se me daba nada de Alonso… A lo menos, no tanto como después. Mejor era olvidarlo y fingir que nunca había acontecido.
Despaciosamente, inclinando la cabeza hacia la arena para ocultarme, alcé el parche hasta media frente y, sujetándome el párpado con una mano, logré ajustar la plata en el hueco tras algunos reconocimientos y comprobaciones. ¡Maldición! Aquel ojo estaba frío como la muerte. Por su forma, sólo de una manera se colocaba y ésta era tal que el repujado del iris y la pupila quedaban a la sazón en su justo punto.
—Hasta sin luna me es dado ver cuán hermosamente miras —balbució Alonso, turbado, cuando yo, llena de vergüenza, enderecé el cuerpo.
Lo valederamente hermoso hubiera sido quedarnos por siempre así, como estábamos. Yo sonreía y él también. Mudos, felices, quizá sintiendo ambos lo mismo, ajenos a todo cuanto no fuera nosotros dos. Y, entonces, aquel prodigioso instante voló por los aires como un relámpago en el cielo, esfumándose para siempre.
Tronó un pavoroso disparo de cañón, seguido por los gritos salvajes de una caterva de hombres que corrían hacia nuestra hoguera desde algún lugar incierto del islote y se escuchó una voz cargada de odio que, por encima de las otras, me llamaba por mi segundo nombre:
—¡Martín Nevares! ¿Dónde te escondes, cobarde?
A tal punto, Rodrigo ya estaba en pie con la espada en la mano, soltando exabruptos y batiéndose con dos o tres individuos surgidos de la nada y también nuestros indios empuñaban ya sus largos cuchillos y peleaban con otros tantos enemigos que blandían sus armas con ferocidad. El proyectil del cañón fue a dar cerca de la hoguera, levantando un muro de arena y devastando nuestros avíos y posesiones.
—¡Martín Nevares! Sé que me oyes. Si eres hombre, muéstrate.
Mudado el color y puestos los ojos en quien así me llamaba, Alonso, que había conocido de inmediato a aquel que, ufano y orgulloso, se mantenía junto al fuego con los brazos en jarras, de un empellón me tiró contra la arena para hundirme más en las sombras y salió corriendo hacia Lope de Coa, quien, por su mismo ser, allí en medio se hallaba. Mucho me impresionó tornar a ver aquel porte enjuto tan característico de los Curvo y que había conocido bien tanto en su madre, Juana, como en sus tíos Fernando y Diego: cuerpo alto y seco, rostro avellanado y dientes tan blancos y bien ordenados que se distinguían con sólo la luz de la hoguera.
Retumbó otro disparo de cañón y, luego, otro y otro y otro más, aunque ya no caían los bolaños sobre nosotros, de lo que deduje que estarían hundiendo el Santa Trinidad, al que habían prendido fuego pues, a no mucho tardar, por donde estaba atracado se vio el resplandor de grandes llamas.
Eran quince o veinte los hombres del loco Lope y sólo nueve nosotros o, por mejor decir, ocho, pues yo aún no me había unido a la lucha, caída de costado sobre la arena como me había dejado el recio empellón de Alonso. Mas ya estaba hecho. Con presta ligereza me levanté en pie, apercibiéndome al punto de que no tenía mi espada como tampoco Alonso tenía la suya y, aun así, corría enloquecido hacia el maldito Curvo. ¡El loco Lope lo iba a matar! Por fortuna, el brazo izquierdo de Rodrigo se interpuso con su daga en la mortal estocada que le tiró el ruin hijo de Juana, permitiendo que Alonso cayera sobre él y lo derribara. Era el momento de recobrar mi acero y atravesar de parte a parte a aquel hideputa antes de que matara a Alonso o me matara a mí.
—¡Huye, Martín, huye! —gritó Rodrigo a pleno pulmón sin detenerse en la tarea que a la sazón le ocupaba, que era la de atravesar, al tiempo, a dos de aquellos individuos, uno con la espada y otro con la daga.
No. Huir no era mi intención. Dando resbalones en la arena por la premura, principié la carrera para sumarme al tumulto y, entonces, de súbito, una mano me sujetó por la pierna haciéndome caer de nuevo. Me revolví como una culebra, soltando patadas a diestra y siniestra hasta que adiviné en la penumbra el huesudo rostro de Tumonka, que, sin ningún miramiento y haciéndome gestos para que no abriera la boca, tironeaba de mí hacia el agua como si yo fuera un fardo. ¿Acaso Tumonka, el fiel Tumonka, trabajaba en secreto para los Curvo y estaba intentando ahogarme?
El loco Lope que, a lo que parecía, había conseguido librarse de Alonso, tornó a dirigirse a mí a grandes voces:
—¡Martín Nevares! ¿A dónde huirás que yo no te encuentre? Aquí no tienes donde esconderte.
—¡Huye, Martín! —porfió Rodrigo, a quien principiaba a fallarle el resuello.
Tumonka, al oírlo, tiró de mí con mayor furia mas, al advertir mi obstinada resistencia —o al recibir una de las rabiosas patadas de mi bota—, se detuvo, se llevó un dedo a los labios requiriéndome silencio, señaló a la mar y agitó los brazos como si nadara.
—¿Sabes quién me suplicó por tu vida antes de morir? —se oyó decir al loco con la voz inflamada de orgullo. Quedé en suspenso y alcé bruscamente una mano para detener a Tumonka—. ¡María Chacón, la vieja prostituta! Esa a la que llamas madre murió por mis manos del mismo modo que tú mataste a la mía en Sevilla.
—¡Mientes, bellaco! —gritó Alonso, cerrando mi boca que ya estaba abierta para insultar al Curvo. Tumonka me sujetó por los brazos para que no corriera y me lanzara contra aquel malnacido. A la memoria me vinieron, no sé la razón, las palabras de Isabel Curvo, su tía carnal: «Y mi sobrino Lope ha salido en todo a su padre. ¡En todo! No he visto mozo más callado, comedido y piadoso. ¡Si parece un ángel!». Sí, sí…, un ángel. Un demonio había resultado el piadoso Lope, el mismo que desde niño había deseado fervorosamente profesar en los dominicos.
—¡No miento, maldito ganapán! —tronó la voz del ángel—. Para ti también tengo algo especial, en correspondencia a los cuernos que le pusiste a mi señor padre, el honorable prior del Consulado de Mercaderes de Sevilla.
Se oyó rugir a Rodrigo y, luego, a varios hombres más, de cuenta que los cruces de espadas sonaron más violentos.
—¿No me crees, Martín Nevares? —Tumonka apretó más sus manos alrededor de mis brazos—. El mismo puñal que atravesó el pecho de mi madre atravesó el de esa inmunda madre de mancebía. Salió tanta sangre de su boca que todavía me es dado oír los ruidos que le hacía en la garganta cuando peleaba por respirar.
Uno de los brazos de hierro del indio guaiquerí me rodeó la cintura y con la mano del otro me tapó la boca para que el grito de rabia, dolor y odio que nacía en lo más profundo de mi ser no llegara a salirme del cuerpo y nos delatara. Con todo, aquel grito nació y rompió el cielo y el aire de la noche y mi ánima y mi fe en la vida y, por más, rompió todo aquello en lo que yo creía. Aunque nadie pudo oírlo, aquel grito me desgarró las entrañas y el corazón. Ardientes lágrimas comenzaron a rodar desde mi ojo sano hasta la mano del indio. Cuando me quedé tuerta, por no sentirme vencida y por el dolor que me causaba en el hueco del ojo, había hecho el firme juramento de no tornar a llorar nunca… ¡Qué se me daba ahora de aquello! Madre había muerto. Aquel maldito bellaconazo de Lope de Coa había clavado un puñal en su pecho y la hermosa y noble María Chacón se había ahogado en su propia sangre. Los últimos instantes de su vida habían sido un maldito infierno.
—¡A la negra llamada Damiana la maté igualmente tras hacerla sufrir un poco! —siguió jactándose—. No quiso hablarme de tu enamorada, esa tal Catalina Solís que encandiló a Sevilla entera por ayudarte. ¡A ella también la mataré, Martín Nevares! Ni Catalina ni tú escaparéis de mi venganza.
De lo que después acaeció sólo guardo tristes jirones en la memoria. Lo primero, el ruido de los aceros y unos gritos terribles de Alonso; lo segundo, ir volando por los aires en los brazos de Tumonka; y lo tercero, el contacto del agua con mi cuerpo al tiempo que el indio me decía:
—¡Tomad aire, maestre, tomad aire!
Después, nos hundimos en lo más profundo de la mar y, estando todo negro como estaba en derredor nuestro, Tumonka parecía conocer bien el camino que seguíamos y yo, de no tener tan perdido el juicio como lo tenía y de no hallarme tan fuera de mí como me hallaba, también lo hubiera conocido. No se me daba un ardite de respirar (tengo para mí que había extraviado la determinación de vivir) y, aunque la mano de Tumonka no hubiera estado tapándome la boca y la nariz, de cierto que tampoco me hubiera ahogado pues ya estaba bastante muerta. En los años de mi vida había perdido dos padres, dos madres y un hermano. ¿Cuánto dolor le es dado resistir al corazón humano antes de quebrarse?
Nuestro camino de agua siguió y siguió. Nunca había yo bajado a tantas brazas[1] de profundidad. En la mar, nadie superaba a los guaiqueríes, los mejores y más hábiles buceadores de todo lo descubierto de la tierra. Los conquistadores y, más tarde, los encomenderos los habían utilizado para vaciar los enormes ostrales de Tierra Firme y conseguir así ingentes riquezas en perlas. Pasados los primeros días en el islote de la Serrana, y viendo que el rescate de la plata de los Curvo iba para largo, Tumonka y los demás indios nos hicieron una extraña petición: una vieja cuba de vino sellada con cueros y con una dentada en el borde. Una semana después la enorme cuba llegó desde Santiago a bordo de la Sospechosa y los guaiqueríes se la llevaron al fondo de la mar, donde la aseguraron lastrándola con piedras y, luego, cada cierto tiempo, le sacaban el aire malo dándole la vuelta y la henchían de aire bueno con la ayuda de unos odres, pudiendo permanecer así bajo el agua durante horas sin salir a la superficie, llenando las redes con más cantidad de plata, bajando a mayores profundidades y desplazándose más luengas distancias.
Hasta la cuba me llevó Tumonka y, a tientas, me hizo entrar por la dentada que había quedado a ras del suelo. Tan llena de aire estaba que, de súbito, me encontré fuera del agua avanzando a cuatro patas sobre guijarros y fina arena, aunque tan a oscuras como antes e igual de atormentada. Entre llantos, sofocos, estertores y quejidos recuperé el aliento, en tanto que Tumonka, que entró en la cuba detrás de mí, no mostraba traza alguna de falta de hálito, como si no hubiera estado sin respirar más tiempo del que le es dado soportar a cualquier persona que se cuente entre los mortales.
—Quédese aquí vuestra merced hasta que yo vuelva —me dijo—. No falta mucho para que amanezca y le entrará algo de luz por la dentada. El aire es nuevo y podéis quedaros hasta que lo sintáis podrido.
—¿Me vas a dejar aquí?
—Tengo que ayudar a los otros, maestre. Quién sabe cómo les irá —se quedó mudo un instante—. Si no regreso, subid vos todo derecho hacia arriba. No habrá más de cinco brazas. Ahora hemos buceado desde la playa y la distancia era mayor.
—¿A qué ha venido esto? —le pregunté con voz fatigada—. ¿A qué traerme por la fuerza a este sitio?
—El señor Rodrigo me lo ordenó.
¡Rodrigo! ¡Alonso!
—Ve, Tumonka. No te retrases.
Le oí marcharse y todo quedó en silencio. Un silencio de muerte, tan inmenso que parecía el final, el final del amor, de la dicha, de la luz del sol, de mi vida… Grité y lloré hasta reventarme en aquella negra noche y ni siquiera me apercibí de que en el hueco del rostro llevaba engastado el ojo de plata. Madre me había dejado sola, se había marchado entre grandes sufrimientos y, a lo que parecía, suplicando por mi vida y no por la suya, que tal había contado a voces y harto orgulloso el canalla de Lope. Sin madre, me sentía como un galeón sin anclas, como un árbol sin raíces. A la servicial Damiana, persona excelente de justo e inmenso corazón, le había dado tormento antes de matarla. Y si alguien quedaba que me retuviera en esta vida —de la que sólo anhelaba marcharme—, quizá en aquella misma hora ya hubiera perdido la suya. Temblaba de espanto ante la idea de hallar muertos a Alonso y a mi compadre Rodrigo. Sin dejar de mecerme, golpeaba mi frente contra las duelas de la cuba. Ante tanto dolor e incertidumbre, sólo podía agradecer a mi señor padre la última y grande lección que me enseñó antes de morir: ojo por ojo y diente por diente. Nada más lograba consolarme. Si me era dado sobrevivir a aquella noche, Arias Curvo y Lope de Coa padecerían las más terribles muertes que el ingenio humano hubiera discurrido desde que el mundo era mundo.
El ansia de venganza me ciñó estrechamente el corazón.
Cuando la luz de la mañana entró por la dentada de la cuba, me determiné a marcharme. El aire allí adentro aún era bueno y no había sufrido ni bascas ni dolores de cabeza, así que me llené los pulmones y emprendí el regreso a la superficie ascendiendo por aquella mar tan cristalina que más me parecía estar volando que nadando. Poco me faltó para ahogarme y, cuando por fin salí, veía centelleos y resplandores como si fuera a perder el sentido. Giré sobre mí misma hasta que divisé la Serrana, de la que me hallaría a no más de sesenta varas,[2] y tan secreta y sigilosamente como me era dado, me fui allegando sin agitar en demasía el agua. No se veía por ninguna parte la nao del loco Lope. Nadé a la redonda de la costa y no la hallé. Tampoco la divisé en lontananza. No sentía cansancio ni fatiga, hambre o cualquier otra necesidad. Nadaba y estaba a la mira, eso era todo. Y cuando finalmente estuve cierta de que no había nadie con vida en la isla o, a lo menos, nadie que se moviera como si viviera, me aproximé con muchas precauciones hacia donde se distinguían cuerpos y los restos de nuestra hoguera. Sin mi espada y mi daga me sentía desnuda, mas aquel seco promontorio entre bajíos no permitía otros engaños y tretas que los usados la noche anterior por el odiado enemigo. Con todo, me arrimaba con cautela y, cuando salí del agua (por el mismo punto en el que entré), llevaba los sentidos tan afilados como cuchillos. El leve aleteo de una polilla me hubiera hecho brincar como una cabra montesa para zambullirme de nuevo en la mar.
El primer cuerpo que descubrí fue el del indio más joven, Pienchi, al que le habían quemado brazos y piernas y abierto el vientre de un costado al otro. Luego fui a dar con el de Punamaa, el más fuerte de los buceadores, y a éste le faltaban las orejas, la nariz, las manos y los pies. La arena había bebido ávidamente la sangre y ahora, ya seca, formaba gruesas tejas sobre las que pisaba. En el lugar donde debían hallarse mis pertenencias no quedaba nada. El paño sobre el que dormía de ordinario sólo era un revoltijo, mas, al hurgar con el pie, quedó al descubierto un trozo del acero de mi espada que brilló con la luz como un diamante. Solté una exclamación de júbilo y la desenterré y, al hacerlo, se desenterró también mi daga. ¡Qué grande alegría! Si no hubiera llorado ya tanto, de seguro me habría caído alguna lágrima. Allí estaban las hermosas armas forjadas por mi auténtico padre, Pedro Solís, el maestro espadero más famoso de Toledo. Su nombre estaba grabado en los canales de las hojas. Ahora me sentía segura y, empuñándolas con firmeza, me erguí por completo y eché una mirada en derredor.
Un poco más allá de la hoguera se advertían, amontonados e igualmente mutilados, tres cuerpos más, aunque ninguno de ellos era el de Alonso o el de Rodrigo, y detrás, casi ocultos, los restos cárdenos y tumefactos del pobre Tumonka, que había salvado mi vida esforzadamente para perder la suya poco después.
—¿Maestre?
Con las armas en ristre, presta a cruzar mi espada con quien fuera que me la hubiera jugado, rodé sobre la arena para proteger mi espalda contra el montón de cuerpos de mis pobres compañeros.
—Maestre… —susurró ahogadamente la voz.
—¿Tumonka? —me sorprendí.
—Aquí, maestre.
Solté las armas y me arrodillé junto a él, condolida de su miserable estado y su lastimosa desgracia.
—A tu lado estoy, compadre —le dije, tomándolo en mis brazos. Un estoque le atravesaba el hígado, de cuenta que, si se lo sacaba, expiraría en un instante bañado en su propia sangre… La poca que le quedaba, pues la otra había formado una muy grande mancha en la arena.
—Se los llevó en su batel —murmuró.
—¿A Rodrigo y a Alonso?
—Sí. No pudo hallar a vuestra merced.
—Gracias a ti, que me salvaste.
El buen guaiquerí tenía el aliento corto y apresurado. Los ojos no podía abrirlos, de tan hinchados como se los habían dejado los golpes.
—Se los llevó para que vayáis vos a rescatarlos, maestre.
Suspiré reconfortada.
—Entonces no los matará —dije.
—Sólo quiere a vuestra merced y a esa tal doña Catalina.
—Te daré un poco de agua.
—No.
—¿No deseas beber, remojarte la boca y la garganta?
No me respondió. Su pecho se había detenido.
—¡Eh, compadre! —le llamé—. ¡Tumonka!
Mas el guaiquerí se había ido, había fallecido entre mis brazos no sin antes ofrecerme un último y valioso servicio: informarme de que Alonso y Rodrigo vivían y de que vivirían hasta que yo acudiera a rescatarlos y cayera en la celada del loco Lope. Mal me conocía el heredero de los Curvo. ¡Y eso que había probado en sus propias carnes lo que me era dado poner en ejecución cuando me herían o herían a los que amaba! Su locura, lejos de amedrentarme, hacía de mí una mujer más fuerte, dura como mármol y helada como nieve.
Abrí un carnero en la playa y di sepultura a los indios. Luego, atrapé algunos peces, los asé y me los comí, y me quedé sentada mirando el ocaso, cavilando en todas las cosas que debía obrar en cuanto el señor Juan apareciera y abandonáramos la Serrana. Madre muerta, Damiana muerta, Alonso y Rodrigo en poder de Lope, y Lope y Arias buscando a Martín Nevares y a Catalina Solís por todo Tierra Firme. A lo menos aún me quedaban los dos Juanes (el señor Juan y Juanillo), pues los otros Méndez (fray Alfonso, el padre de Alonso, y sus tres hijos menores, Carlos, Lázaro y Telmo) habían partido hacia la Nueva España a los pocos días de asaltar la flota sin que, en mitad de aquella confusión, a nadie se le hubiera alcanzado ni lejanamente las razones. Alonso, que prefirió quedarse en el rescate de la plata, declaró cierta noche, durante la cena, que algo debía entregar su padre al superior de un monasterio franciscano de México, aunque no conocía nada del asunto.
En los dos días que Juan de Cuba, el viejo amigo de mi señor padre, tardó en regresar a la isla, no hice otra cosa que devanarme los sesos, enhilando acontecimientos y poniendo la mira en la maraña de pormenores que podían haber llevado hasta la Serrana al bellaconazo de Lope.
El más atroz de mis copiosos yerros, aquel que nunca podría perdonarme, había sido abandonar a madre en manos de ese demonio que le quitó la vida. El hijo de Juana Curvo había llegado a Tierra Firme con la última flota, la que arribó a Cartagena promediando junio al mando del general Jerónimo de Portugal. Para entonces madre ya llevaba viviendo en esa ciudad —hospedada en casa del señor Juan— un par de años y no se nos pasó por la cabeza que Lope de Coa tuviera intención de causarle daño. Discurrimos que su viaje obedecía al deseo de dar razón a su señor tío Arias de las muertes familiares acaecidas por mi mano en Sevilla y de ponerle en aviso de que el tal Martín Nevares trataría también de matarle a él. A no dudar, desearía buscar por su mismo ser a Martín y a Catalina, pues conocía que los dos le habían hecho matar a su propia madre. Porque ésa era la verdad que tanto él como yo conocíamos: que yo no maté a Juana Curvo sino con la intención, pues la mano que clavó el puñal en su pecho fue la de su propio hijo Lope. Mas ¿qué venganza podría ejecutar éste hasta que no me hallara? Ninguna. Así pues, sintiéndome segura en la Serrana, ni por asomo discurrí que el heredero de los Curvo gozara de suficientes luces como para ingeniar una solución con la que hallarme y darme caza. Ahora se veía, para nuestra desgracia, que lo había tenido en poco.
Con todo, en modo alguno estaba dispuesta a considerar que madre o Damiana me hubieran hecho alevosía. De cierto que por eso las mató el loco Lope y le aplicó tormento a la bondadosa curandera: ellas se negaron a revelar mi paradero. Madre suplicó por mi vida porque conocía que él me buscaba para matarme, consumando así su venganza y salvando al tiempo la vida de su señor tío. No, ellas no me habían traicionado; ellas habían dado su vida a trueco de la mía y yo debía ahora honrarlas para que sus muertes no resultaran en vano.
Entonces, si no había sido por boca de madre o Damiana, ¿cómo había conocido el maldito Lope que podía hallarme en la Serrana? ¿De qué manera…?
¡Mal haya yo y que me llevase el diablo! ¡Qué necia había sido! ¿Cómo no me había apercibido, cómo no lo había antevisto? ¡La flota, la misma flota en la que viajaba la plata de los Curvo! Arias la hizo subir a bordo como munición de hierro para los cañones; nosotros obligamos a la flota a dispararnos dicha munición el día que se contaban tres del mes de agosto: la flota siguió su derrota y a los cinco días, por más o por menos, debió arribar a La Habana, donde haría aguada y recargaría nueva munición antes de emprender el tornaviaje hacia España por la mar Océana. A tal punto, nosotros ya habíamos comenzado a rescatar las pelotas de plata del fondo de la mar. Mas cuando el general Jerónimo de Portugal solicitara a las autoridades de La Habana algo tan extraordinario como que les proveyera de proyectiles porque, tirando contra canoas incendiarias, habían gastado todos los que traían (unos dos mil), la crónica del asalto, a no dudar, debió correr como la pólvora en cuestión de una o dos semanas por todo Tierra Firme y la Nueva España. El asunto habría arribado a Cartagena entre el día lunes que se contaban diez y ocho del mes y el día miércoles que se contaban veinte, y a los dos Curvo Arias y Lope, no se les habría escapado que aquello no había sido en absoluto un ataque a la flota del rey sino un miserable robo, el robo de una parte de su fortuna puesto en ejecución por alguien que conocía sus fullerías y sus deshonestos negocios.
¿Para qué más…? ¿Quién podía ser ese alguien sino Martín Nevares, el hijo del fallecido mercader Esteban Nevares? Habían podido con el padre, ya muy anciano, al que hicieron prender, azotar y trasladar a España para dejarlo morir en la Cárcel Real de Sevilla, mas con el hijo sólo les habían salido las cosas torcidas desde el principio. Martín Nevares, a no dudar, estaba detrás del asalto a la flota que, según dirían los que venían de Cuba, había acontecido en la zona de bajíos llamada la Serrana, una zona que, por más, permitiría al ladrón adueñarse de la plata con muy poco esfuerzo. ¿Y a cuánto estaba la Serrana de Cartagena? A sólo tres días de viaje; menos si la nao era rápida. Y el loco Lope nos había atacado el último día del mes, el que se contaban treinta y uno. Todo ajustaba.
Encontrar a madre no les debió de resultar muy difícil puesto que sabían de ella desde que Arias y Diego Curvo habían ordenado a uno de sus compadres, el corsario Jakob Lundch, atacar el pueblo de Santa Marta y matarla a ella y a todas las mujeres distraídas de su mancebía. Estaban al tanto de que madre había sido, durante más de veinte años, la barragana de Esteban Nevares y, aunque Cartagena era una muy grande ciudad —la más poblada de Tierra Firme—, no por ello los vecinos se conocían menos o ignoraban las vidas y secretos de todos y de cada uno, como igualmente acontecía en la mismísima e imperial Sevilla.
Claro está que madre residía en la casa de Juan de Cuba, el grande compadre y hermano de Esteban Nevares, de cuenta que el señor Juan ya podía despedirse por un tiempo de su ciudad, su vivienda y su tienda pública. Los Curvo le harían matar en cuanto se dejase ver pues ahora era también su declarado enemigo. Su nombre estaba inseparablemente unido al mío a través de madre. Del grumete Juanillo nada sabían. De los Méndez tampoco, aunque llevarse a Alonso podía obedecer a dos razones: la primera, que tuvieran más información de la que yo presumía y conocieran de cierto a Rodrigo de Soria y a los Méndez (y empecé a preocuparme también por Clara Peralta y su viejo marqués), y la segunda, que Lope se los hubiera llevado por ser los dos únicos españoles del islote a los que, por fuerza, debía unirme un estrecho afecto pues, de otro modo, no estarían allí. Los gritos de Rodrigo pidiéndome que huyera entretanto peleaba con los sicarios de Lope fueron quizá decisivos para salvar su vida y la de Alonso, aunque a trueco de convertirse en cebo para mi trampa.
Así pues, desdichadamente para mí, sólo me quedaban Juanillo y el señor Juan… ¡Qué terrible consuelo! Pero no, todavía tenía a alguien más, alguien que correría en mi auxilio en cuanto se lo pidiera: Sando Biohó, el hijo del rey Benkos, el cimarrón más famoso de todo Tierra Firme. Sando desconocía que yo era en verdad una mujer, mas sentía un grande afecto por su compadre Martín Nevares, al que trataba desde muchos años atrás. Sando gobernaba el palenque del Magdalena, el poblado de esclavos fugitivos más cercano a Santa Marta, y conocía que podía pedirle cualquier cosa que precisara, como sus rápidos mensajeros o los ojos y los oídos de todos los esclavos de Tierra Firme.
En resolución, contaba con Sando y con los dos Juanes para liberar a Alonso y a Rodrigo y para terminar de una vez para siempre con los malditos Curvo.
A tal punto, por fin, con el entendimiento mejor concertado, el hielo de mi ánima principió a derretirse y me apercibí valederamente de que mi dulce Alonso estaba en manos del loco Lope. Eché mano a la faltriquera y saqué el ojo de plata. Él había pensado en mí, había querido menguar mi dolor con aquel presente tan extraordinario. Me calcé el ojo y sentí cuánto le echaba a faltar y cuánto añoraba mirarle y escucharle y avistarle en derredor mío con esa hermosa sonrisa que le hacía brillar los ojos azulinos. No le amaba porque fuera apuesto, que lo era y mucho, sino por su buen corazón, su valor y su temple. Pensar que lo tenía el loco, que le podía estar dando tormento o mutilándolo como a los indios sólo por sacarle información sobre mí o que le podía haber matado para vengarse por los cuernos de su señor padre, me alteraba el juicio hasta el desvarío y, de nuevo, mi único consuelo era gritar una y otra vez al cielo que mataría a Arias Curvo como le había jurado a mi padre en su lecho de muerte y que a Lope de Coa le daría no una sino varias muertes, a cual más terrible, más dolorosa y más cruel.
—¡Muchacho! ¡Eh, muchacho! ¿Dónde estás, Martín?
—¡Señor Juan! —era la voz de Juanillo—. ¿Ha advertido vuestra merced este desbarajuste?
Mis dos Juanes acababan de arribar a la isla en uno de los bateles de la Sospechosa, que debía de haber quedado atracada a poco menos de una milla, una vez atravesada la secreta derrota entre bajíos que el señor Juan había descubierto al nordeste.
Me incorporé, liberándome de la arena en la que me escondía para dormir, y alcé el brazo para que alcanzaran a verme.
—¡Aquí! —exclamé.
Juanillo, que si seguía creciendo acabaría en la colección de monstruos del rey, echó a correr hacia mí.
—¿Y Rodrigo, maestre? —inquirió con cierta preocupación en el rostro—. ¿Y Alonsillo? ¿Dónde están los indios?
Al fondo vi a los marineros de la Sospechosa arrastrando el batel para vararlo en la arena.
—Siéntate a mi lado, Juanillo —le dije, sacudiéndome la camisa—. ¡Venid conmigo, señor Juan! Tengo malas nuevas que comunicaros.
El señor Juan, por su edad avanzada, más que sentarse se dejó caer pesadamente. Suerte que Juanillo, que había sido prohijado en afecto por el mercader, alargó uno de sus luengos brazos y le sujetó para que, en el último instante, el señor Juan descansara apaciblemente sus posaderas en la arena y no se derrumbara hacia atrás.
—¿Qué es eso que tienes en la cara? —me preguntó al punto el mercader.
Desprevenida, no supe qué responderle.
—¿Por qué tu ojo izquierdo brilla como la plata? —insistió sonriente.
Me ruboricé y me llevé la mano al ojo para taparlo.
—El resultado es asombroso —afirmó—. Casi parece que seas el mismo de antes, ¿verdad, Juanillo?
—Verdad —confirmó el antiguo grumete escudriñándome con grande asombro—. Ya no tienes de qué preocuparte, doña Catalina. Has recuperado la belleza que perdiste en Sevilla.
—¡Juanillo! —le recriminó el señor Juan—. ¡Aquí no hay ninguna Catalina! Éste es Martín, Martín Ojo de Plata —añadió con buen humor—, el maestre de la Sospechosa y del Santa Trinidad, hijo de mi compadre Esteban.
—Sea como decís, señor —admitió el muchacho.
—Y bien, Martín. ¿Dónde están los demás? ¿Qué ha pasado aquí?
Con la voz más calmada que pude y apretándome las manos una contra otra para no perder la cordura y acabar echándome a llorar, les referí todo lo acaecido desde el primer disparo de cañón de la maldita noche del ataque del loco Lope. Sus rostros se iban desencajando conforme avanzaba el relato y, casi finalizándolo, cuando les expuse que Rodrigo y Alonso se hallaban en poder de Lope de Coa, Juanillo, en un arranque de consternación, se puso en pie de un bote y gruñó como un animal salvaje, asustando a los marineros del batel.
—¡Voto a tal! —escupió el señor Juan golpeando la arena con el puño cerrado—. Mataré a los Curvo con mis propias manos.
—Eso déjemelo a mí, que alguna idea tengo de lo que debemos obrar —objeté con rudeza.
—¡Malditos Curvo! ¡Malditos sean por siempre!
—No hay un siempre para ellos, señor Juan. Sólo quedan dos y los voy a matar.
—Harías bien en recordar en voz alta el juramento que le hiciste a tu señor padre.
—No permitas que ni uno solo de los hermanos Curvo siga hollando la tierra mientras tu padre y los demás nos pudrimos bajo ella —recité con el corazón encogido.
—Se lo juraste, Martín, en su lecho de muerte.
—Y ya he matado a cuatro de cinco. Sólo me quedaba uno cuando regresamos a Tierra Firme. Ahora, por más, un gusano miserable, lo peor de esa familia, se ha sumado a la fiesta.
—Nosotros te ayudaremos —afirmó el señor Juan mirando a Juanillo, que seguía en pie, lloroso.
—Aún hay algo más que debo confiaros, señor Juan —murmuré bajando la cabeza con pesadumbre.
—¿Algo más? —se asustó.
—Y peor.
—¡Válgame Dios, muchacho! ¡Ya no tengo edad para tantos sustos!
—Madre ha muerto —dije, sacando las palabras de las entrañas con inmenso dolor—. Y Damiana.
El silencio se hizo viscoso.
—Te suplico, Martín —balbució el señor Juan pasándose una mano por el rostro, blanco como la cuajada—, que me des a entender lo que has dicho porque para mí tengo que no te he oído bien.
Juanillo, vencido por tantas malas nuevas, primero cayó de rodillas y, luego, de boca, llorando a lágrima viva. A él sí se le había alcanzado mi discurso.
—Madre… —empecé a decir y tuve que tragarme con pujanza el nudo que me cerraba la garganta—. El loco Lope mató a madre antes de allegarse a la Serrana. También mató a Damiana. Él mismo me lo dijo por su propio ser.
El señor Juan, sin ayuda de nadie, haciendo un ruidoso esfuerzo se incorporó y, dando traspiés cual borracho, se encaminó hacia la orilla de la playa. Le oí murmurar el nombre de madre como una letanía, una vez y otra y otra más, como si con tal sortilegio pudiera devolverle la vida.
El sol fue subiendo en el cielo y cada uno de nosotros persistió en vivir a solas su propio dolor. A no mucho tardar, Juanillo se me allegó y, siendo todo lo grande que era y teniendo ya la edad que tenía, se recogió contra mí como si fuera un chiquillo indefenso y yo, pasándole el brazo por los grandes hombros, lo atraje y dejé caer mi cabeza contra la suya. Juanillo Gungú, de hasta unos veinte años de edad, fuerte, agraciado y, por encima de todas las demás cosas, alto como una pica, había amado grandemente a mi señor padre para quien trabajó de grumete en la Chacona. Mi padre siempre decía que no era digno de personas de bien poseer a otras en condición de objetos pues todos los humanos eran libres sin reparar en el color de su piel. Me exhortaba mucho para que no practicara nunca el nefando comercio de esclavos. Juanillo, negro como la noche, el más oscuro de nuestra coloreada tripulación, sólo había querido a tres personas en su vida: a mi padre, a madre y a mí, pues por Rodrigo lo que sentía era, para decir verdad, respeto, admiración y obediencia, ya que mi compadre lo había tratado siempre con severa rudeza, reprendiéndole de continuo por menudencias sin fuste. Y es que Rodrigo era Rodrigo, y a nadie se le daba nada de su presumida fiereza salvo al tonto de Juanillo, que se echaba a temblar en cuanto mi compadre fruncía el ceño un poco más de lo normal. Y Rodrigo, que lo sabía, disfrutaba haciéndole sufrir. En cierto modo, siendo todos de diferentes sangres, formábamos una familia de extraordinarias cualidades, aunque cada vez más pequeña pues ya íbamos quedando pocos.
Al cabo, el señor Juan regresó, con los ojos como faroles, y se detuvo frente a nosotros.
—¿Qué vas a poner en ejecución? —preguntó secamente.
Solté a Juanillo, que se secó las lágrimas con la mano y se puso en pie junto al señor Juan, y sacudí la cabeza con pesadumbre.
—¿De cuántos caudales disponemos? —quise saber.
El señor Juan se puso a reír con amargas ganas.
—¡De todos cuantos necesites! —soltó—. ¿Recuerdas lo que te costó el palacio Sanabria, en Sevilla? Pues diez o más como ése te sería dado comprarte sin que te arruinaras.
El señor Juan había ido entregando la plata en Jamaica a una liga de banqueros de Cuba, amigos suyos de la infancia y por quienes sentía grande confianza y estima (uno de ellos estaba casado con su hermana). Los banqueros habían comprado la plata pagando buenos doblones y maravedíes que el señor Juan les había dejado en depósito hasta que los reclamásemos. No podíamos guardar tantos caudales en Cartagena sin destacarnos y tampoco acarrearlos con nosotros pues no habría sitio en la Sospechosa ni en el Santa Trinidad para cargarlos todos.
—Necesitamos una nao más grande —murmuré.
—Bueno, acerca de eso…
Juanillo soltó una risilla y yo me amosqué.
—¿A qué tanto misterio?
—No, no hay tal misterio —repuso el señor Juan, calmándome—. Esa nao ya obra en tu poder.
—¿Cómo que ya obra en mi poder?
—Verás, muchacho, reside en Jamaica desde hace poco un tal Ricardo Lobel, experimentado maestre, que…
—¿Ricardo Lobel…? —resoplé con impaciencia; ese nombre sonaba más falso que mi identidad de Martín—. ¿El mismo Ricardo Lobel que no ha mucho respondía por el nombre inglés de Richard Lowell y pirateaba por estas aguas?
—Sí, bueno…, eso no lo conozco —mintió el señor Juan a sabiendas de que yo no le creería—. ¿Cómo podría conocerlo?
En el pico de la lengua se me quedó la valedera respuesta.
—¡Déjese vuestra merced de invenciones y continúe con el relato!
—¡Eso está mejor! Pues verás, muchacho, el señor Ricardo se halla en posesión de unas cinco o seis portentosas naos…
—Inglesas, a no dudar.
—Algunas sí —titubeó el señor Juan—, mas otras tan españolas como la Iglesia Mayor de Sevilla.
—Ganancia de abordaje —afirmé.
—¿Quieres conocer la razón por la cual posees la mejor nao del Caribe o es tu deseo impedir que declare? —se enfadó.
Si la nao ya era de mi propiedad, más me valía escuchar. Me levanté, al fin, sintiendo hambre de verdad por primera vez en dos días y comencé a pasear arriba y abajo para estirar las piernas. Hice un ademán al señor Juan y éste continuó:
—Pues el tal Lobel me visitó en la Sospechosa para ofrecerme una de sus naos. Se ha retirado del… mercadeo y ha elegido Jamaica para establecerse y granjearse la hacienda por medios lícitos y fundados.
—Medios que nunca faltan a los honrados y prudentes —se me escapó. El señor Juan no me lo tomó en cuenta.
—Ya no precisa las naos y las ofrece a buenos precios, con sus cargas de pólvora, toda la munición y cincuenta arcabuces como presente. Me determiné a comprarte una de ellas porque, al verla, supe que no hallarías otra igual, por bella y maniobrera, en todo el Nuevo Mundo. Te gustará. Es un galeón inglés, el Lightning, y llevará tan prestamente tus caudales desde Santiago de Cuba hasta Santa Marta, Margarita o Cartagena que cuando lleguen tú aún no habrás salido de puerto.
—¿Cómo ha dicho vuestra merced que se llama la nao?
—Lightning.
—Y eso, ¿qué quiere decir?[3]
—Ni lo sé ni me importa —afirmó el señor Juan— pues conozco que le vas a cambiar el nombre, los colores y hasta el trapo, de cuenta que ya di orden al piloto para que principiara a rascar las letras del casco.
—Señor Juan —le dije muy seria—, si el loco Lope no hubiera atacado la Serrana y vuestra merced me hubiera aparecido con esta nao inglesa estando todos reunidos y contentos, le doy mi palabra de que se la habría hecho zampar de proa a popa con toda su quilla. Mas, para vuestra fortuna, ha querido el destino que tan insensata compra haya sido un muy grande acierto en mitad de tanta desgracia, de modo que le quedo en inmensa deuda.
—Si quieres satisfacerla, mata a los Curvo.
—Cuanto antes salgamos de aquí, antes los cazaré y para ello precisaré del auxilio de ambos —dije, señalándolos con la mirada.
—Juro por mi honor —exclamó Juanillo llevándose la mano al pecho— que no descansaré hasta que Rodrigo de Soria y Alonso Méndez estén de regreso entre nosotros, sanos y salvos. Y juro que te asistiré, maestre, en todo cuanto precises y me demandes para acabar con los Curvo que quedan.
—Yo también te lo juro por mi honor, Martín Ojo de Plata —profirió de igual modo el señor Juan—. Y, ahora, vayámonos.
Subimos al batel y nos alejamos del maldito islote para siempre. No he vuelto a recordarlo con agrado ni un solo día de mi vida, y eso que fue allí donde recibí de manos de Alonso mi ojo de plata.
La nao Gallarda, pues así rebautizamos al Lightning en honor de María Chacón, era mucho más de lo que cualquiera en sus cabales hubiera imaginado por las palabras del señor Juan. Cuando el batel arribó a la Sospechosa y la Sospechosa arribó a la Gallarda, que nos aguardaba lejos de los bajíos, a dos millas mar adentro, estoy cierta de que la boca se me abrió, la quijada se me descolgó y las piernas me fallaron. «Bella» había dicho el viejo mercader; «maniobrera», había añadido, mas se le olvidó agregar que era un galeón de doscientos toneles (la Sospechosa era de cien), tres palos con poderosas velas cuadras, treinta y cinco metros de eslora, seis de manga y sólo tres y medio de calado. Ni que decir tiene que era una hermosísima flecha de mar que artillaba catorce cañones por banda más otros cuatro en cubierta, y una cuantiosa dotación de ochenta marineros. Su casco estaba pintado de negro, rojo y blanco (la obra viva), [4] y tenía un mascarón de proa que representaba una hermosa mujer con las ropas al viento y, en el espejo de popa, unos extraños vidrios pintados de brillantes colores en los ventanucos donde se ubicaba la cámara del maestre.
Y aún había más. Tenía comedor con vajilla de plata, sábanas y manteles de fina Holanda y delicados muebles de grande calidad ejecutados, de seguro, por ebanistas de Lieja. En la cámara del maestre —la mía—, abundaban los tapices con motivos florales, las colgaduras en torno a la cama, las copas de oro en los anaqueles y los mejores instrumentos de navegación sobre una muy grande mesa para trabajar las derrotas con los portulanos y las cartas de marear. Y por si todo ello fuera poco, tras una portezuela, dentro de la misma cámara, había un bacín de barro y una hermosa tina de madera en forma de media cuba para que el maestre —yo— pudiera hacer sus necesidades y bañarse privadamente. Aquello era un palacio más que un galeón pirata, aunque quién dudaría, viendo tanto lujo y conociendo la austeridad de las naos españolas, que más valía ser pirata y vivir de este modo que andarse con zarandajas de general de flota o Armada Real. Y qué decir de las bodegas, pañoles y compartimentos de la Gallarda: en ellos podía cargarse cualquier cosa y aún quedaría sitio para todo el tabaco de La Española o toda la sal de Araya. Era como una muy grande ciudad flotando en mitad de la mar.
—¡Buena compra habéis hecho, señor Juan! —le dije, agradecida, y el mercader, satisfecho, se frotó las manos con regodeo. Los ojos, en cambio, los tenía tristes y seguían rojos por las anteriores lágrimas—. Sólo hay una cosa que no termina de complacerme.
—¿Qué podría no complacerte de tan maravillosa nao? —se ofendió.
—La dotación. Estos hombres de mar son de mala calaña.
—Son todo lo que pude hallar en los puertos orientales de Jamaica. Ya conoces el pelaje de los que viven allí.
—A lo que se ve, buenos amigos y compadres de Ricardo Lobel.
—¡Éstos no son ingleses! No admití a ningún hereje anglicano y por eso falta tripulación. No la pude completar.
—Y os agradezco la diligencia, mas, si la tripulación no es de confianza, ¿cómo se puede gobernar una nao? Mirad a ésos —y le señalé una cuadrilla que trajinaba en el combés—, desde aquí apestan a vino y no se los ve muy templados ni firmes.
El señor Juan los miró y asintió pesaroso.
—Podemos allegarnos hasta el puerto que quieras. En todos habrá hombres mejores que quieran enrolarse contigo.
—¿Y para qué querrían eso?
—¡Pues porque Martín Nevares es un héroe por estos pagos! ¿Acaso no conoces tu fama desde que los bandos y pregones te anuncian como asesino de los Curvo de Sevilla? Tú y tu enamorada, esa tal Catalina Solís —dijo tratando de ocultar la maliciosa sonrisa que se le dibujaba en los labios—, ya estáis en las coplas y seguidillas que se cantan en las tabernas.
—¿De qué demonios habla vuestra merced? —exclamé enojada. ¡Pues sólo me faltaba eso! No tenía problemas bastantes que, por más, mis dos personalidades iban de boca en boca por todo Tierra Firme. ¡Y enamoradas entre sí! La demencia señoreaba mi vida cada vez con mayor ahínco.
—Tú dime a qué puerto quieres ir para reclutar tripulación y yo te mostraré de lo que hablo.
Suspiré con resignación.
—He menester de Sando Biohó.
—Entonces a Santa Marta.
—Pues a Santa Marta. Presto.
El mercader quedó en suspenso un instante, mirando tristemente la mar, y yo, sospechando que cavilaba sobre madre, sobre Cartagena y sobre su propia casa perdida, me sentí culpable por los malos negocios que el pobre señor Juan estaba haciendo conmigo desde la muerte de mi señor padre. Mas, recuperándose del embeleso, dijo de súbito:
—Si, a lo menos, me devolvieras mi zabra…
¡Mercader del demonio, fariseo de los tratos!
—¡Es mi zabra! —grité, sulfurada.
A la que se le venía al entendimiento, me reclamaba la Sospechosa de semejante forma desde hacía más de un año. ¡Y yo le había pagado un millón de maravedíes por ella!
—Eso de que es tuya lo habremos de aclarar algún día… —repuso con toda dignidad.
A bordo de la Gallarda arribamos a Santa Marta… ¡en dos de las cuatro jornadas acostumbradas de singladura! Aquella nao era formidable, la más veloz y marinera de cuantas había conocido y gobernado en mi vida. Viraba con tal ligereza y prontitud que tuve que aprender a mesurarme en las órdenes para no provocar un vuelco. Por fortuna, los cañones (culebrinas y medias culebrinas de bronce) se hallaban muy bien trincados. Por supuesto, la Sospechosa, pilotada por Luis de Heredia, se perdió de vista en cuanto zarpamos. Su destino no era el nuestro. Tenía órdenes de mantenerse discretamente a la espera en el puerto de Santiago de Cuba, donde también se hallaban, a buen recaudo, nuestros nuevos caudales.
Como digo, al segundo día alcanzamos a ver las altas y blancas cumbres de la Sierra Nevada y el piloto, Macunaima, conforme a mis instrucciones, viró en corto en torno al Morro para hacernos entrar derechamente en la Caldera, la hermosa bahía de aguas turquesas al final de la cual se hallaba enclavada la localidad de Santa Marta, un pequeño pueblo de casas bajas y altísimos cocoteros. Yo no había regresado desde poco después de que el corsario Jakob Lundch la asaltara por orden de los Curvo, de cuenta que recordaba una ciudad quemada por los cuatro costados y con todos sus vecinos desaparecidos o muertos. Tres años después rebosaba de vida y se extendía como una mancha hacia la desembocadura del río Manzanares, mostrando así una destacada y rauda expansión. Con todo, aún se divisaba en el puerto el trozo de tizón de una quilla quemada y el esqueleto de unas viejas y calcinadas cuadernas. Eran los restos de la Chacona, la nao de mi señor padre. La mar no los había devorado por completo y los vecinos, por desconocidas razones, tampoco los habían hundido. Quizá se figuraran que su presencia los prevendría de otro ataque pirata.
Orzamos para poner la proa al viento, recogimos trapo y cuando nos detuvimos ajustadamente entre los cascos de las dos o tres naos que ocupaban la rada, ordené echar anclas y arriar los bateles. Por parco que fuera nuestro calado, no podíamos allegarnos hasta el mismo muelle. La extrema belleza de la Gallarda comenzaba a reunir un importante número de sorprendidos vecinos en la playa.
—Pocos hombres de mar vas a conseguir aquí —rezongó el señor Juan, que descendía tras de mí por la escala de babor hasta el batel.
—Con hallar los bastantes para cambiarlos por los que traigo, me sobra.
—No te preocupes, maestre —dijo Juanillo empuñando resueltamente uno de los remos—. Con los leales del palenque compondrás la dotación que la Gallarda se merece.
Se le advertía impaciente por llegar al lugar que él consideraba su hogar.
—¿Cómo había podido borrar de la memoria —tornó a rezongar el señor Juan, tomando asiento en el batel— que los leales del palenque son todos admirables gentes de mar?
—Diga vuestra merced lo que quiera, señor Juan —repuso Juanillo comenzando a bogar con los otros—, mas son hombres listos que aprenderán presto el oficio.
—Y prófugos de la justicia.
—Aquí el único prófugo de la justicia que hay soy yo —proferí; había marineros escuchando—. Todos los palenques del rey Benkos fueron reconocidos como poblaciones legales y sus apalencados como negros horros [5] con cartas de libertad en mil y seiscientos y cinco. Le recuerdo, señor Juan, que el acuerdo de paz se firmó de resultas del robo de la persona de mi señor padre, a quien Benkos tuvo retenido por mucho tiempo para conseguir que el gobernador Jerónimo de Zuazo aceptara sus peticiones.
—¡Cuánto sufrió tu padre durante aquel robo! —se conmovió su viejo compadre, rememorando tal sufrimiento.
Tuve que morderme la lengua para no contarle al señor Juan que, durante aquel supuesto robo ingeniado por mí, mi padre estuvo cómodamente alojado en el palenque de Benkos, disfrutando de las comidas, las fiestas y los bailes africanos y recibiendo, en un lujoso bajareque, los cuidados de una fina cimarrona que había trabajado como camarera de una alta dama en una casa principal. Vamos, que sufrió tanto que ganó peso y colores de cara. Algún día le relataría la valedera historia al señor Juan, mas no entonces, pues convenía dejar el asunto para otro tiempo más cómodo.
Ninguno de los vecinos que curioseaban la nao me resultó conocido. Antes bien, aquellos rostros me parecieron, por la familiaridad del lugar, los más extraños que había advertido en toda mi vida. ¿Quiénes eran esas gentes que abarrotaban el muelle de mi ciudad sin ser avecindados? Y, si lo eran, ¿desde cuándo, que yo no lo sabía?
Saltamos a tierra y los murmullos se acrecentaron. Todos querían conocer de quién era esa magnífica nao y por qué había venido a Santa Marta.
—¡Buenas gentes! —exclamó el señor Juan, que, como viejo mercader al menudeo, estaba acostumbrado a allegarse a los puertos para vender sus mercaderías—. Esta bizarra nao que ha anclado en vuestras aguas tiene por nombre Gallarda y pertenece a este joven hidalgo criollo que nos acompaña, el señor don Martín Ojo de Plata. Y, ahora, buenas gentes de Santa Marta, franqueadnos el paso, que debemos ocuparnos de nuestros asuntos.
Entretanto la muchedumbre se rompía para abrir un pasillo, un anciano de pelo canísimo exclamó al punto:
—¿Martín…? ¿Eres tú Martín, el hijo de Esteban?
Sin apurar el paso por no delatar mi emoción, me dirigí hacia Félix Martorell, el viejo maestro de obras de Santa Marta, amigo de mi padre y aún más de madre, pues había sido parroquiano frecuente de la mancebía.
—El hijo de Esteban soy, señor Félix —le aseguré, quitándome el chambergo para mostrarle respeto. Él no dejaba ni por un instante de mirarme el extraño ojo de plata, mas nada dijo.
—¡Qué grande alegría! Conocimos que tu señor padre había muerto en España, mas ¿qué nuevas hay de María Chacón? ¿Tornará a Santa Marta para reponer su negocio?
—Madre también ha muerto, señor Félix —le dije, y me resolví a seguir contándole la verdad por no haber razón para ocultarla—. La mató cruelmente Lope de Coa, el sobrino del rico comerciante Arias Curvo, de Cartagena —el gentío que nos escuchaba soltó una exclamación de sorpresa y horror. De cierto que no sabrían quién había sido madre mas, a no dudar, conocían el apellido Curvo como si fuera el de sus propias familias.
—Entonces… —declaró alguien de entre las gentes—. ¡Vuestra merced es Martín Nevares, el que mató a los Curvo de Sevilla!
Me volví hacia el lugar de donde había venido la voz y dije todo lo alto que me fue dado:
—¡Así es, yo soy Martín Nevares! ¡Hacedles saber a todas las gentes de Tierra Firme que voy a matar al Curvo que queda y a su sobrino, el loco Lope! ¡He venido a Santa Marta buscando marineros para mi galeón, la Gallarda! Si alguno quiere venir conmigo, que se prepare. Zarparemos en uno o dos días.
Unos cuantos chiquillos echaron a correr como liebres en dirección a las casas. Al punto el pueblo entero conocería las nuevas.
—Más de diez y más de veinte se irán contigo.
—He menester, a lo menos, cincuenta, señor Félix, y, de ellos, dos o tres buenos cocineros, cinco o seis calafates, otros tantos grumetes y no me molestaría enrolar el doble de artilleros y arcabuceros, si es que los hay.
—En la taberna de Tomás López hallarás lo que buscas. Este pueblo no es el mismo sin una buena mancebía, mas aún siguen llegando muchas naos que toman y dejan tripulación.
Juanillo y el señor Juan, apostados en mis costados como el buen y el mal ladrón, viendo que la charla se alargaba, tomaron cartas en el asunto.
—De lo que ahora hemos menester es de tres veloces caballos —anunció Juanillo, impaciente—. Hemos de tomar el camino de la Guajira.
—Y yo voy a esa taberna para dejar recado al tabernero —añadió el señor Juan, alejándose—. Así podremos partir al punto.
—¡Yo os arrendaré los caballos! —anunció uno que estaba por allí.
—Ve con él —le ordené a Juanillo—. Ahora te sigo.
Me volví hacia el señor Félix y, sacando una bolsa de esquirlas de plata de mi faltriquera y entregándosela, le dije:
—Señor Félix, ¿me haríais la merced de encargaros de levantar de nuevo la casa de mi señor padre?
Los ojos del anciano brillaron como luminarias.
—¿Y la mancebía?
—También la mancebía. Y la tienda pública.
—¿Y quién lo regirá todo una vez que las obras estén acabadas? —preguntó con pena.
—Yo lo haré.
—¿Tú…? ¡Como si a ti y a tu querida no os buscaran por criminales en todo lo descubierto de la tierra! Por cierto, ¿dónde está ella, esa tal Catalina? ¿Es guapa, muchacho?
Resoplé como un caballo.
—¡Señor Félix! ¡Procurad que la casa de mi padre quede como estaba! Contratad los peones y carpinteros que preciséis. Y si se os acaban los dineros, no os detengáis, que ya os lo devolveré todo, y aún más, a mi regreso.
—Entonces, ¿deseas pilares de cal y canto, horcones de madera y cubiertas de teja?
—En efecto. Deseo que quede como si nunca hubiera ardido.
—Queda tranquilo, Martín, que yo también ayudé a levantar la antigua casa cuando era joven y lo recuerdo todo como si fuera ayer.
Me calé el chambergo, dispuesto a marchar en pos de Juanillo.
—¿No te preocupan las autoridades? —quiso saber, muy sonriente, el señor Félix—. Si vas a dejar tu nao en la rada, deberías preguntar a lo menos por el nombre del nuevo alcalde.
—No me preocupa en absoluto —aseguré muy tranquila—. Mi Gallarda disparará contra cualquiera que pretenda asaltarla.
El señor Félix, contrariado, porfió:
—¡Pregúntame por el nombre del alcalde!
—¡Está bien! —me resigné—. ¿Cuál es el nombre del alcalde?
—Juan de Oñate.
¡Por las barbas que nunca tendría! ¡Qué grande júbilo! Tomé a reír muy de gana. Juan de Oñate era otro viejo y querido vecino.
—¿El de Oñate es ahora el alcalde de Santa Marta?
—¿A que resulta gracioso? —preguntó el señor Félix entre hipos y carcajeos.
—Dadle un grande abrazo de mi parte señor Félix —dije, encaminándome hacia el pueblo—. ¡Y pedidle que me guarde bien la nao hasta que vuelva!
—¡Lo hará! ¡Ve con Dios!
—¡Quedad vos con Él!
Los caballos que consiguió Juanillo tenían buenos ollares y mejores patas. Por el camino de los huertos los hicimos correr a rienda suelta y ni corcovearon ni se encabritaron.
—El dueño se ha negado a recibir la costa del arriendo —me dijo Juanillo.
—¿No ha querido cobrar lo suyo? —pregunté, sorprendida, entretanto me volvía para ver por dónde andaba el señor Juan.
—Ha dicho que por pago tenía el contento de servir a Martín Ojo de Plata.
No daba crédito a lo que oía. Iba a tener razón el mercader con lo de la fama y las coplas tabernarias.
—Al final, se me quedará para siempre ese insufrible nombre.
—Pues a mí me place —afirmó Juanillo con grande regocijo.
Arribamos al palenque poco antes del anochecer (el señor Juan, que era más de agua que de tierra, nos retrasó a lo menos un par de horas). Los vigías de la empalizada dieron grandes voces avisando de nuestra llegada y luego, cuando al fin nos conocieron, dieron más voces aún. Una caterva de ruidosos chiquillos se coló entre las hojas del portalón antes de que terminara de abrirse y, como un veloz gusano, nos rodeó, nos avasalló y nos derrotó. Terminé con tres o cuatro de ellos subidos en mi caballo, y lo mismo le aconteció a Juanillo. El señor Juan, en cambio, repartía cintarazos con la fusta a diestra y siniestra.
—¡Señor Juan! —le recriminé—. ¡Suelte vuestra merced la fusta!
—¡Es que tratan de comerme!
No le comprendí al punto mas, de súbito, se me iluminó el entendimiento.
—¡No son caníbales, señor Juan!
—¡Eso es lo que tú dices!
Para su desgracia, los chiquillos entendieron que sólo tenía en voluntad acicatearles con aquella chanza, de modo y manera que, con un griterío aún mayor, todos los que no se hallaban en mi caballo o en el de Juanillo se abalanzaron sobre el señor Juan para proseguir el juego.
—¡Martín, hermano!
Mi compadre Sando salía del palenque a recibirnos seguido por toda su corte de cimarrones. Como hijo de rey africano, Sando era príncipe entre los suyos. Lucía un porte altivo y, por más, era recio, alto y de anchas espaldas. Tres años hacía que no le veía, desde antes de partir hacia Sevilla, y la única mudanza que advertí en él fue que su alegre sonrisa se había marchitado y que ensombrecía su rostro un gesto grave y taciturno.
—¡Sando!
Desmonté del caballo saltando de entre los chiquillos y nos estrechamos calurosamente en un muy grande abrazo.
—Conozco lo de madre —dijo por todo saludo.
Yo sólo asentí. El nudo en la garganta se apretaba de nuevo. Resultaba difícil que Sando ignorara cualquier cosa. Su apretada red de informadores era, con mucho, la mejor del imperio, pues estaba formada por los ojos y los oídos de todos y cada uno de los esclavos de Tierra Firme. Las nuevas arribaban al palenque a la velocidad con la que el fuego arde en la mecha.
—¿Qué tienes en la cara? —se maravilló al ver mi ojo de plata—. Semeja el ojo de un muerto.
No era cierto mas, para los africanos, todo se hallaba en relación con los espíritus de las cosas y las ánimas de los muertos.
—El mío lo perdí en un duelo de espadas en Sevilla. Fernando Curvo, antes de morir, me lo atravesó.
Sando agitó la cabeza sin apartar la mirada.
—Ven conmigo, hermano —me solicitó—. La cena está casi lista.
—He menester de tu ayuda.
—La tienes toda, mas pareces cansado. Mañana hablaremos.
—Sando, el loco Lope…
—¿Lope de Coa, el sobrino de Arias Curvo que mató a madre y a Damiana?
—¿Cómo conoces…?
¡Qué disparate! Sando ni siquiera se molestó en responderme. Seguía empujándome hacia el interior del palenque.
—Sando, el loco Lope tiene a Rodrigo de Soria.
Sus pies se detuvieron en seco y se revolvió lleno de ira.
—¿Qué dices? ¿Al compadre Rodrigo?
—Me atacó en… —no pude seguir—. Es una muy luenga historia, hermano, mas lo importante es que se ha llevado con él a Rodrigo y a Alonso.
Me miró con perplejidad.
—¿Alonso…? De ése no sé nada.
Sonreí con esfuerzo.
—Al cabo, no lo conoces todo, ¿eh? Tengo muchas cosas que explicarte, tantas que no me van a bastar los días de que dispongo. No hay tiempo, Sando, Rodrigo de Soria y Alonso Méndez corren grave peligro.
—¡Sea, hablaremos esta noche! Mas, primero, te refrescarás y, luego, cenaremos, y sólo después, dando un paseo si no llueve, podrás referírmelo todo.
Horas más tarde, cuando ya el palenque dormía, se escuchó una potente voz que clamó alegremente en el silencio de la noche:
—¡Válgame el cielo! ¿No conocías que yo conocía que eres una mujer? ¡Y mi señor padre también lo conoce! ¡Y todos los cimarrones de los palenques! ¿O acaso piensas que, cuando nos saludamos con un abrazo, no noto lo que ocultas bajo la camisa? ¡Venga, Martín, que ya no somos niños!
Mi humillación no tenía límites. Había sido una hermosa dama en Sevilla y tenía para mí que todavía podía hacerme pasar por un audaz gentilhombre en Tierra Firme. Mas Sando tenía razón, ya no éramos niños y, por mucho que mis rasgos me asemejaran a un mestizo imberbe y mi altura, la mentida voz y el corte del cabello fueran los de un varón, tenía los pechos tan crecidos que las hilas apenas los aplastaban y, aunque era de porte flaco, las caderas se me habían ensanchado tanto que las calzas y los calzones de antes se me quedaban cortos porque los llenaba por arriba. Todavía me era dado fingirme cumplidamente Martín mas, de cierto, no engañaría a unos ojos atentos como los de Sando. Y, llegados a tal punto, me apercibí de que no se me daba nada de aquello. Que pensaran los demás lo que les viniera en gana. ¿Acaso tenían ellos que vivir mi vida? Yo era yo, era Catalina, mas, cuando me disfrazaba de Martín, podía ejecutar todas aquellas cosas que, injustamente y por unas razones tan absurdas como desconocidas, estaban prohibidas a las mujeres. Haría siempre lo que más me conviniera y si lo que me convenía era vestirme de Martín Nevares, me vestiría de Martín Nevares.
Sando, muy ufano, atajó mis cavilaciones:
—¿Iba a ser el tuyo, siendo tú mi compadre, el único secreto del Caribe que yo desconociera?
A la hora del desayuno, tras pasar la noche sin dormir, Sando y yo nos congregamos con Juanillo y el señor Juan en el bajareque principal del palenque, el que servía para celebrar consejos y juicios públicos. Sentados sobre una tarima cubierta de arpillera, nos disponíamos a concertar nuestras más prestas actuaciones. A lo que parecía, ni Juanillo ni el señor Juan habían dormido mucho tampoco. Juanillo había estado bebiendo con sus amigos y el señor Juan, por precaución y seguridad, se había mantenido en guardia toda la noche por si aquellos cimarrones sentían, de súbito, el ansia de comer su carne. Nunca antes había estado en un palenque y, aunque había oído hablar de Sando y de su señor padre, el rey Benkos, para él ni habían dejado de ser africanos salvajes ni cimarrones prófugos. Yo confiaba en que, con aquella visita, se le pasara la ignorancia que le cegaba el entendimiento.
—Así pues, ¿conocía ya vuestra merced que don Martín es doña Catalina? —le preguntó Juanillo, muy divertido, a Sando.
—Lo conocía —afirmó el otro con sorna—, aunque ya le he dicho a Martín que jamás le vi ni le veré nunca como dueña, por más lazos y puntillas que se ponga, pues desde que éramos mozos le consideré mi compadre y mi hermano. Lo demás me tiene sin cuidado.
—¿Qué habéis determinado obrar en el asunto de Rodrigo y Alonso? —quiso saber el señor Juan.
Fui yo quien se lo explicó:
—Ya se han ejecutado varias resoluciones. La primera, Sando ha mandado aviso general a sus confidentes en puertos y ciudades costeras para que averigüen dónde se halla la nao de Lope. En alguna parte habrá tenido que atracar y darse a conocer. Es una lástima que yo no pudiera verla aquella noche pues, de haber advertido sus cualidades, nos sería dado demandar auxilio a muchas de las naos mercantes que llevan a bordo negros libres o cimarrones. Confiemos en que, a lo menos, haya hecho aguada en algún lugar habitado del Caribe.
—¿No sería sensato pensar que volvió a Cartagena? —se sorprendió el viejo mercader—. De hecho, tenía para mí que, completada la dotación de la Gallarda, saldríamos de inmediato hacia allí.
—Vuestra merced desconoce que los Curvo ya no viven en Cartagena —le anunció Sando.
—¡Qué decís! —se alborotó el mercader—. ¿Han abandonado su palacio?
—Han vendido su palacio, su negocio, sus almacenes, sus tierras… y han huido a la Nueva España.
—¡A la Nueva España! —exclamó sin dar crédito a lo que oía—. ¿Y cómo así?
—Por miedo, señor Juan —le expliqué—. El loco Lope llegó a Tierra Firme promediando el mes de junio. A los pocos días, según me ha referido Sando, Arias principió a deshacerse con discreción de todas las propiedades de la familia, incluso de las de Diego y hasta del provechoso negocio de la casa de comercio con Sevilla. Nada conservó ni guardó en Cartagena para él o sus hijos. Arrendó dos naos completas para el traslado de sus propiedades y otra más para el viaje de la familia y partió. Para cuando asaltamos la flota del rey, Arias ya era historia en la ciudad. Como vuestra merced no ha vuelto desde que llevó a madre y regresó a la Serrana, desconoce el grande escándalo que se organizó con estas nuevas. El asunto aún está en boca de toda la ciudad y las gentes hablan sin remilgos del miedo que Arias siente por que yo le mate como a sus hermanos de Sevilla.
Pero al mercader no terminaban de ajustarle las cuentas. Conocía bien a Arias por vivir los dos en la misma ciudad durante muchos años.
—¿Y no le bastaba con regresar a España en la flota y retornar una vez que tú hubieras sido capturado?
Me ofendí.
—Arias conocía que yo no iba a ser capturada, mercader —silabeé—, y que, antes o después, en Cartagena o en Sevilla, le mataría. En la Nueva España, a lo menos, tiene más posibilidades de esconderse.
Sando intervino prestamente para evitar males mayores.
—Es una buena razón, señor Juan, la que vuestra merced aduce —admitió el cimarrón—, mas no por buena fue la que adoptó Arias. Lo cierto y verdad es que él se siente más mexicano que cartagenero o español. Piense que llegó de Sevilla con muy pocos años y que por casi veinte su casa estuvo en México pues allí vivía el primo de su madre que le favoreció para que aprendiese la carrera comercial. Al cabo, terminó casándose con la única hija de la más importante familia de comerciantes de Nueva España, los López de Pinedo, con cuya dote se estableció en Cartagena y fundó la casa de comercio que le permitió actuar como factor de su hermano Fernando.
—¿Y cómo sabes tú todo eso?
—Por un cimarrón de este palenque que sirvió como mozo de cámara de Arias Curvo.
—Ése será Francisco —exclamé con una sonrisa.
—Francisco, en efecto. Ahora vendrá a saludarte pues ha muchos años que no te ve. Estaba fuera cuando madre llegó herida tras el ataque pirata a Santa Marta y regresó después de que os la llevarais.
—¿Y tanto conoce un mozo de cámara de la vida de su amo? —quiso saber, desconfiado, el señor Juan.
—Verá, señor Juan —repuse muy divertida—. Francisco no sólo fue mozo de cámara de Arias. Por más, es su hijo.
El mercader no se sorprendió.
—El hijo de alguna esclava negra —dijo con cierto desprecio.
—De una esclava, sí, mas su hijo —repuse, enojada—, el hijo de su sangre, tan sobrino de Fernando como Lope y tan Curvo como Juana o Diego.
—No es lícitamente lo mismo… —empezó a rebatirme, mas, viendo la mirada de mi único ojo, recogió trapo—. Aunque debería serlo, sí señor, debería serlo.
Yo, cuando me enteré de que Francisco era hijo y esclavo de Arias, quedé muda de asombro. Desconocía que la esclavitud se transmitía por el vientre, por la madre, y que era práctica común que los amos preñaran a sus esclavas para aumentar, sin gasto alguno, el número de criados de la casa al tiempo que, naturalmente, satisfacían su gusto. Y esos hijos eran tenidos por meros objetos por sus amos-padres, que no dudaban en venderlos o matarlos si llegaba el caso. De hecho, Francisco recibió en numerosas ocasiones los orines del bacín de su padre en el rostro, sin contar insultos y golpes con el látigo.
—En resolución —intervino Juanillo retomando nuestro asunto—, Arias vive ahora en México y Lope marea o se guarda con Rodrigo y Alonso en algún punto desconocido del Caribe.
Los cuatro nos miramos sin abrir las bocas. Muy turbia corría el agua.
—Si no ando errado —exclamó Sando al punto—, Lope de Coa dará señales de lo que desea de ti, Martín.
—No yerras, hermano —asentí—. Si quiere que rescate a Rodrigo y a Alonso tendrá que decirme cómo desea que lo haga, de otro modo conoce que no me podrá cazar. Lo que no se me viene al entendimiento es la manera en la que me lo hará saber. Si nosotros ignoramos dónde se oculta, él también ignora dónde me hallo.
—Las advertencias vuelan como los pájaros —murmuró el que siempre lo sabía todo— y algunas, por más, corren como los rayos en el cielo. Cuando sea su voluntad que conozcas lo que debes obrar, lo conocerás. Lo único que me espanta es el mucho tiempo que nuestro compadre Rodrigo y ese tal Alonso Méndez van a permanecer en poder de tal loco.
—No lo rumies, hermano —le dije gravemente—. Yo no lo hago. Perdería el juicio de todo punto si no lograra apartar ese sufrimiento de mi ánima. He menester mantenerme muy cuerda para enfrentar lo que venga y, cuando venga, obrarlo con frialdad, sin hallarme fuera de mí. Las vidas de nuestros dos compadres dependen de ello, así como la mía propia y las de estos dos Juanes.
No era del todo cierto que yo no rumiara sobre el peligro de Alonso y Rodrigo. Por más, el mayor peligro de Alonso sometía mi entendimiento, si bien no tenía en voluntad dolerme en vano y maldecir sin provecho la mala ventura.
Escuché que la puerta del bajareque se abría y se cerraba y, de seguido, pasos y susurros.
—El desayuno, señores —dijo uno de los que acababan de entrar en la gran sala, y a mí la voz me resultó familiar. Giré la cabeza y vi, para mi espanto, un verdadero Curvo, un Curvo de tan pura raza que no pude explicarme mi engaño, pues aquello era por entero imposible. Mas, al tiempo, algo en mi interior me decía que yo conocía de otras cosas ese rostro sonriente de dientes perfectos que se me allegaba con una cesta de panes en los brazos.
—¡Francisco! —exclamó Sando, muy contento—. Aquí tienes a don Martín.
¿Aquél era Francisco? ¿Cómo era eso posible? ¡Si era un Curvo! (Negro, para decir verdad, pero Curvo). Paso a paso, a mi memoria retornaron vislumbres de aquella lejana noche en el sendero de los huertos. Con mi hermano Sando se hallaba un joven y asustadizo muchacho negro, cimarrón reciente por más señas, que, claro está, no se me asemejó a nadie que hubiera conocido antes. Parecióme gallardo de porte y muy bien educado, con maneras de elegante caballero y muy finos y distinguidos modales. Antes de estar al tanto de que era hijo de Arias, tuve para mí que se trataba de un zambo, [6] pues tenía la nariz y los labios finos. Ahora, por el contrario, distinguía el rostro avellanado de su familia, la alzada talla y la inconfundible figura que, en ese maldito linaje, heredaba sin descanso una generación tras otra. Sólo se diferenciaba por su piel negra y por la marca del hierro en la mejilla izquierda, que le deformaba grandemente el rostro. Vestía, como casi todos los cimarrones del palenque, unos calzones negros y una camisa blanca de mangas abullonadas. Los pies los llevaba descalzos.
Por grande fortuna, ni mi reserva ni el espanto de mi cara ofendieron al fino Francisco quien, como mozo de cámara de una casa principal y valiosa pieza de Indias, [7] se comportaba y caminaba como lo habría hecho un duque, un conde o un marqués. A su lado, los otros cimarrones —dos hombres más y una mujer— aparecían como pobres gentes toscas y zafias y, a no dudar, lo adivinaban pues mantenían con Francisco una respetuosa distancia.
—¡Sed bienvenido, don Martín! ¡Qué grande alegría tornar a veros después de tantos años!
—También yo me alegro de verte, Francisco. Muestras un aspecto excelente. La libertad te ha sentado bien.
—No ha perdido en absoluto las maneras de sirviente refinado —añadió Sando con regocijo, tomando un puñado de pescaditos fritos y un trozo de hogaza.
Los demás le imitaron y empezaron a comer, mas el servicial Francisco aderezó sobre mis piernas una limpísima servilleta y un plato reluciente sobre el que dispuso unas finas lonchas de salchichón, algunas aceitunas y una hermosa mojarra seca. Mis compadres dejaron de masticar para contemplar el prodigioso espectáculo pues, a los modales de Francisco, añadí los míos de dama sevillana (o de caballero, que tanto daba para la ocasión), y aquello, a sus desacostumbrados ojos, era algo nunca antes observado. Francisco y yo representamos para ellos todos los gestos y ademanes propios de la más fina mesa española, con las fórmulas de cortesía y las sutilezas que la situación y el lugar permitían.
—Se chismorreó por todo el palenque que anoche, durante la cena, mostrasteis unas nuevas y refinadas maneras —comentó Francisco—. Tuve para mí que os agradaría desayunar de un modo apropiado.
—Pues yo, anoche, no me apercibí de nada —balbució Juanillo, extrañado y boquiabierto.
—Hay gentes aquí que saben de esas cosas —le aclaró el Curvo.
Al final, no fui capaz de refrenar mi lengua y, rindiendo la cabeza, dije a Francisco con debilidad:
—Vi a tus tíos y a tus primos en España.
—Lo conozco, señor. ¿A qué ese pesar?
—Hube de matarlos, Francisco.
—Os repito que lo conozco. Todo Tierra Firme lo conoce. Mas erráis en llamarlos mi familia. Nunca lo fueron, don Martín. Mi familia es mi madre, a la que compré y traje al palenque. Ahora es feliz.
Qué agradables resultaban la compañía y la corrección del atento Francisco. De buen grado me lo hubiera llevado a la Gallarda para que se ocupara de mi cámara y de mi servicio personal aunque, para decir verdad, tener a un Curvo doblando mi ropa era algo que se me figuraba inquietante. Por más, no podía pedirle que me acompañara cuando la razón de aquel viaje era matar a su padre.
—¿Se ha dicho ya en el palenque —le preguntó Sando a Francisco— que mi hermano Martín precisa marineros para la dotación de su nao?
—Sí, señor. Ya todos lo conocen. Y los hombres se están reuniendo junto al bohío de don Martín. Habrá, a la sazón, unos veinte o veinte y cinco.
—He menester carpinteros —anuncié—, algunos buenos cocineros, herreros, grumetes y, aunque sé que aquí no ha de haber muchos, asimismo he menester calafates y artilleros.
—Todo se andará, hermano —repuso Sando—, todo se andará.
Acabamos el desayuno hablando de los Méndez. Apremiaba hacerles llegar las malas nuevas de Alonso. Fray Alfonso era un hombre capaz y de recio talante, de esos que no se dejaban amilanar por las dificultades y al que lo único que importaba por sobre todas las cosas era la vida y la felicidad de sus hijos. Ocultarle que el loco Lope había robado a Alonso y que le retenía con él bajo amenaza de algo terrible por los cuernos que le había puesto a su señor padre, Luján de Coa, no era ni acertado ni piadoso. Mas sólo conocíamos que había partido hacia la Nueva España con Carlos, Lázaro y Telmo.
—¿A cuántos del mes partió? —preguntó Sando.
Hicimos cuentas y nos salía que habría zarpado de Santiago de Cuba (donde le dejó el señor Juan) sobre el día que se contaba siete u ocho de agosto.
—Como estamos a seis de septiembre —razonó él—, se hallará a punto de atracar en Veracruz, si es que no lo ha hecho ya, y aún le faltan dos semanas a caballo para arribar a la ciudad de México. ¿Qué asuntos tiene allí?
—Lo ignoramos —le dije yo a mi hermano—. Alonso refirió cierta noche que su padre debía entregar algo al superior de un monasterio franciscano. Fray Alfonso es fraile de esa regla, así que algún asunto religioso será.
—¿Se fue con idea de tornar? Porque los franciscanos son la Orden más importante de la Nueva España. Fueron los primeros en asentarse y han echado profundas y poderosas raíces.
—Nunca dijo que su deseo fuera establecerse en la Nueva España —afirmé—. Tenía para sí que Tierra Firme era un buen lugar para sus hijos.
—Como no conviene aguardar hasta su regreso —apuntó mi compadre—, no nos queda otro remedio que solicitar auxilio a Gaspar Yanga, el rey cimarrón de la Nueva España.
—¿Otro rey como tu señor padre? —me sorprendí. No imaginaba cuántos reyes podía haber en África para que tantos de ellos hubieran acabado como esclavos en el Nuevo Mundo.
Sando suspiró con resignación. Toda su vida había estado escuchando al rey Benkos hablar sobre su reino de África mas, como él había nacido aquí y lo del lejano reino le parecía más invención de su padre que realidad, era un asunto que le fatigaba grandemente.
—En efecto —farfulló—. Otro rey como mi padre y de edad similar. Mi señor padre es el rey de los cimarrones de Tierra Firme y Gaspar Yanga lo es de los cimarrones de la Nueva España aunque, como ya está muy mayor, es su hijo, también llamado Gaspar Yanga, quien se ocupa de las cosas.
—Otro príncipe Sando —dejé escapar riendo de buena gana.
—Te agradecería que dejaras de chancearte a mi costa.
No me lo tuvo que demandar dos veces pues, si yo porfiaba, él usaría contra mí lo de «Ojo de Plata» y no era título de mi gusto.
—¿Y qué ayuda le solicitamos a Gaspar Yanga el joven? —pregunté blandamente recuperando el hilo.
—Que le haga llegar un mensaje al fraile. Escribe lo que le quieras referir y, con la ayuda de Gaspar, yo haré que lo reciba antes de dos semanas.
—¡Dos semanas! —se mofó el señor Juan—. ¿Acaso los cimarrones vuelan y nadie lo conoce?
Sando le miró con la misma resignación con la que miraba al rey Benkos cuando hablaba de su reino en África.
—¿Conocéis la ligereza con que viajan los rumores y los chismorreos? Pues, por más, el pliego escrito por Martín ascenderá hacia la Nueva España en manos de negros que unas veces correrán por la selva, otras irán a galope tendido por secretos caminos de indios y otras atravesarán montañas por pasos, puentes y gargantas ignorados por los españoles. Le doy a vuestra merced mi palabra de que antes del día que se cuentan veinte de este mes de septiembre, el pliego de Martín estará en la ciudad de México y que poco después se hallará en poder de ese tal fray Alfonso Méndez.
—Pues, con vuestro permiso —les dije a los tres—, me retiro al bohío para escribirlo, que mucho ha de costarme y temo que me demore bastante. Vuestras mercedes —añadí señalando a mis dos Juanes— harían bien en ocuparse de la dotación, en elegir a los mejores hombres y en buscar artilleros hasta debajo de las piedras si es preciso. Tenemos veinte y ocho cañones en las bandas de la Gallarda y otros cuatro en la cubierta. Si tenemos que enfrentarnos a piratas o al loco Lope, quiero gentes que sepan usarlos.
A Alonso le hubiera gustado aquello. Siempre decía (antes de ser extraordinariamente rico, claro; luego, ya no se lo había escuchado) que tenía en voluntad convertirse algún día en artillero del rey.
—Señor Sando —requirió obsequioso el señor Juan, que ya evidenciaba estar cambiando de parecer respecto a los temibles caníbales—, ¿le sería dado a vuestra merced, con esos veloces cimarrones que dice que tiene, anunciar en Cartagena de Indias y en las otras ciudades de costa que se precisan buenos artilleros para la nao de Martín Ojo de Plata?
Sando sonrió al oír el desafortunado nombrecillo y asintió.
—Espero, Martín, que nunca precises de los oficios de tales gentes mas, si llegara el caso, deseo que te acompañen los mejores, así que te ayudaré a buscar a los artilleros más aventajados que se hallen al presente en Tierra Firme y, si puedes aguardar un día antes de partir, mañana te precisaré los puertos en los que deberás atracar para recogerlos.
Y quiso la fortuna que aguardáramos aquel día que Sando nos solicitó pues todos los sucesos que se precipitaron a partir de ese punto dieron comienzo en la última jornada que pasamos en el palenque, dado que no sólo llegaron informaciones sobre artilleros y puertos, sino también sobre Alonso y Rodrigo.
Por esa intrincada tela de araña por la que circulaban nuevas y rumores hacia los palenques y aún más hacia el palenque del rey Benkos, cerca de Cartagena, y hacia el de su hijo, Sando Biohó, arribó a la mañana del siguiente día la extraordinaria noticia de que un temible galeón de guerra de trescientos treinta toneles, grandemente artillado y de nombre Santa Juana, había entrado en el puerto de La Borburata pocos días atrás, al anochecer, y que de uno de los bateles que se allegaron a tierra, bajaron a dos hombres muy malheridos con los que parte de la dotación se internó en la selva desapareciendo allí, probablemente hacia la hacienda de algún encomendero. Eso era todo, mas, para mí, era bastante. Si mi compadre Rodrigo de Soria se hubiera hallado a mi lado me hubiera dicho a grandes voces:
—¿Qué más necesitas, eh? ¿Que los ángeles del cielo te lo canten y te lo escriban en pergamino con letra florida?
Los artilleros tendrían que esperar. Con todo, al final dispusimos de cinco o seis que se daban buena maña y tenían experiencia. Partimos al galope del palenque con treinta y cinco negros y, en Santa Marta, cuarenta y ocho hombres más se sumaron a la tripulación, entre españoles, indios, mestizos, mulatos y otras mezclas, formando un total de ochenta y tres que ayudaron a expulsar por la viva fuerza a los bandoleros y criminales que el señor Juan había contratado en Jamaica. Sentí un grande alivio cuando desembarcaron y mayor aún cuando entré en mi cámara y me tiré sobre el lecho con la conciencia cierta de que iba a salvar a Alonso de una vez por todas (también a Rodrigo) y de que iba a matar al loco Lope y, si me hubieran asegurado lo contrario, no lo habría creído pues mi certeza era la más firme que había tenido en mucho tiempo. Ansiaba más allá de lo que me era dado siquiera confesarme a mí misma tornar a ver el rostro de Alonso, ese rostro tan gentil para mi corazón y tan dulce para mi memoria, y cualquier daño que el loco Lope le hubiera causado a él o a Rodrigo le iba a ser devuelto mil veces con toda la crueldad que esa maldita familia Curvo había sembrado en mi ánima con sus maldades.
Unos golpes sonaron en la puerta de mi cámara y alguien dijo:
—¿Da vuestra merced permiso para entrar?
¿Francisco…? Me incorporé de un salto y me ceñí las ropas.
—Pasa y demuéstrame que no eres Francisco porque, como lo seas, vas a ir directo a la mar con los tiburones.
Un Francisco sonriente abrió la portezuela.
—Ya no me asusto con esas cosas, señor. Aún puedo nadar hasta Santa Marta.
Hecha una furia me fui hacia él y le cogí por la camisa.
—¡Estás loco! ¿Qué haces aquí? ¿No conoces, acaso, que voy a matar a tu primo y, después, a tu padre?
—Bueno… —farfulló—, para eso no precisáis de mí, ¿no es cierto?, y si, por mala fortuna, me precisarais, podéis contar con mi auxilio, aunque os aviso, señor, de que nunca he matado a nadie.
Le solté con un empellón y me dirigí hacia el anaquel donde estaban las copas y los vinos. ¿Y si Francisco tenía en voluntad impedir que matara a su familia? ¿Y si aquello sólo era una treta más de los Curvo para acabar conmigo? ¿Y si Francisco me mataba mientras dormía?
—No te quiero a mi servicio —le dije, sirviéndome una copa.
—¿Qué razones aducís para rechazarme? —se ofendió.
Me giré hacia él y bebí sin apartarle la mirada.
—Eres un Curvo, Francisco. No me es posible fiarme de ti.
Abrió los ojos desmesuradamente. En ese punto, la nao levó anclas.
—¿Que soy un Curvo? —se sorprendió—. Sois el primero en decírmelo, señor. Más bien, a lo largo de mi vida lo que he escuchado ha sido todo lo contrario. No soy un Curvo —afirmó con una cara de Fernando Curvo que asustaba—. Soy un antiguo esclavo, hijo de una antigua esclava a la que su amo forzó, pariéndome a los once años. De mi antiguo amo, Arias Curvo, sólo recibí esto.
Y, levantándose la camisa por la espalda, me mostró los verdugones y bregaduras de viejas palizas. Lo que fuera que hubiera en la maldita naturaleza de los Curvo sólo dejaba a su paso rastros de dolor y amargura. Quizá Francisco fuera un Curvo, que eso no le era dado a nadie ponerlo en duda, mas algo había hecho bien esa mujer ultrajada a los diez años porque de una mala ralea había sacado un nuevo brote de mucha mejor calidad. Para decir verdad y por grande que fuera el miedo que yo tuviera, no había falta ni tacha en la persona de Francisco y eso sólo a su madre había que agradecérselo.
—Sea —admití—, puedes quedarte, mas no entres nunca en mi cámara sin avisar ni te me aparezcas por la espalda sin que te note pues no sé si te clavaría la daga sin apercibirme. Déjame decirte que te asemejas como una gota de agua a otra a tu tío Fernando y a tu tía Juana salvo por el color de la piel.
Y también por la marca del hierro en la mejilla, aunque eso lo callé y él lo conoció.
La nao, levadas anclas, se hacía a la mar suavemente, mas por las vidrieras de colores se veían discurrir muy negros nubarrones. Los siguientes cuatro días mareamos con tormentas y malos vientos contrarios, dando bordadas y guindando velas para no alejarnos de la derrota o acabar zozobrando. Algunas naos españolas y otras dos de piratas flamencos (los que ahora más acosaban nuestras costas) intentaron abordarnos al ver que la Gallarda era de factura inglesa y que no portábamos estandarte ni nos dábamos a conocer, mas yo tenía mucha prisa y nuestra nao volaba sobre las olas humillando a todas y dejándolas atrás. Por fin, al atardecer del quinto día, arribamos al excelente puerto de la Concepción de La Borburata.
Muchas eran las naos que allí se hallaban por ser buen fondeadero para carenados y composturas mas, de todas ellas, un siniestro y gigantesco galeón de guerra, con hasta tres filas de portillas en ambos costados, se destacaba como un monstruo marino entre peces de colores. Aquél era, a no dudar, el galeón del loco Lope y él podía, a la sazón, hallarse a bordo sin recelar mi llegada.
El señor Juan y yo, desde la toldilla de popa, observábamos aquel oscuro leviatán con preocupación y desconcierto. Era más ancho que la Gallarda y de más alto bordo, con sus dos castillos a proa y a popa y un largo bauprés. Enarbolaba tres pujantes palos con velas cuadras y, a lo menos, cargaba trescientos cincuenta toneles.
—Si le atacamos, nos destrozará —afirmó el señor Juan tras sacar cuentas de los cañones que aprestaba el Santa Juana—. Mejor rescatamos a Rodrigo y Alonso y partimos a todo trapo. ¿Estás cierta de saber dónde se hallan?
—Estoy más que cierta, señor Juan, aunque desconozco el lugar. Por eso precisamos que, al bajar a tierra, Juanillo haga averiguaciones en los garitos de naipes, las tabernas y las mancebías hasta conocer el lugar donde se enclavan los viejos almacenes de Melchor de Osuna. [8]
En una leonera de juego de La Borburata fue donde Rodrigo y yo conocimos, años ha, a Hilario Díaz, un cuarterón [9] que trabajaba como capataz en los almacenes de Melchor de Osuna (el primo de los Curvo de Cartagena), quien, por aquel tiempo, despojaba y sangraba ilícitamente a mi señor padre con una ejecución en bienes por el total obtenida mediante embustes, aprovechándose de la información de la que disponían sus poderosos primos sobre las mercaderías que traerían o no las flotas del siguiente año. En aquellos almacenes furtivos, el de Osuna acopiaba lo que iba a faltar y, cuando faltaba, vendía a muy altos precios.
Aquel desgraciado había sido desterrado del Nuevo Mundo por sus primos y nunca más tornamos a saber de él, ni siquiera en Sevilla, donde permanecimos por más de un año. La tierra se lo había tragado para alegría de muchos, entre ellos yo.
—Desde el galeón Santa Juana también nos observan —afirmó el señor Juan.
—No me sorprende. La Gallarda atrae las miras por lo muy lucida que es.
—Demasiado, quizá. Tras el asalto conocerán que es tu nao.
—Tras el asalto nada se me da de que la conozcan pues Alonso y Rodrigo estarán a salvo y Lope de Coa muerto.
Yo sólo podía mirar el verde manto de la selva que se extendía detrás de La Borburata. Alonso estaba allí, en algún punto entre aquellos altos árboles y yo iba a ir a por él, a rescatarle de las manos del hideputa malnacido del loco Lope. No quería ni figurarme en qué estado lo hallaría, ni en qué estado se hallaría igualmente Rodrigo, pues ya habían dicho los cimarrones de Sando que los dos iban muy malheridos. Alonso estaba sufriendo y, por vez primera desde el ataque a la Serrana, dejé que esa sombra me atravesara para que la rabia se apoderara por completo de mí. La noche se acercaba. Era hora de partir.
—¡Bateles al agua! —ordené, furiosa—. ¡Presto a La Borburata! ¡No quiero ni un arma a la vista!
Durante el derrotero hasta allí había escogido a los veinte hombres más diestros con la espada y más eficaces. A todos les había prometido una considerable recompensa en plata si rescatábamos a Alonso y a Rodrigo y a todos les había dado advertencias para que, en caso de topar con Lope de Coa, se apartaran de él y me lo dejaran a mí. Cuatro de ellos, los más fuertes, habían aceptado el cometido de recoger a Alonso y a Rodrigo y cargarlos de vuelta al puerto hasta los bateles. Juanillo sería quien tendría que recorrer las callejuelas de La Borburata preguntando dónde se hallaban los viejos almacenes de Melchor de Osuna o si alguien conocía dónde trabajaba su compadre Hilario Díaz. Los demás, aprovechando las sombras de la noche que ya caía, aguardaríamos su regreso en la playa, en el mismo lugar en el que estuvimos aquel día Rodrigo y yo doblegando a palos al cuarterón.
Si el loco Lope no se encontraba en los almacenes en el momento del rescate, una vez que Alonso y Rodrigo quedaran a salvo, diez de los hombres debían retornar conmigo a los bateles con toda diligencia para bogar hasta el galeón y deslizarnos como silenciosas serpientes hasta la cámara del maestre o la que fuera que usara Lope de Coa y allí, ya me encargaría yo de él entretanto los demás defendían la puerta y procuraban por nuestra salida de aquella terrible nao de guerra.
—Así pues, piensas batirte en duelo con ese novicio dominico —se había mofado el señor Juan.
—Morir atravesado por mi espada no es dolor bastante para ese Curvo. Sería demasiado rápido y limpio. No, para él tengo dispuesto algo excelente y vuestra merced podrá contemplarlo con sus propios ojos.
—Pídeme lo que precises —exclamó henchido de contento.
Con la primera oscuridad valedera arrastrábamos los bateles sobre la arena y Juanillo salía corriendo como un galgo hacia las callejuelas del villorrio. Unas inútiles y débiles murallas defendían a los vecinos de los frecuentes asaltos piratas, mas ya se había confirmado que a los piratas no se les daba nada de aquellas tristes piedras cuando decidían asaltar la antigua granjería perlífera. La Borburata había sido famosa por sus ostrales, de los que nada quedaba.
Juanillo tornó al cabo de media hora, por más o por menos, con una sonrisa de oreja a oreja.
—¡Seguidme, maestre! —profirió satisfecho—. ¡Os llevaré hasta nuestros compadres!
Sorteando la ciudad por el norte, nos encaminamos furtivamente hacia la jungla, remontando apresuradamente y en silencio el cauce del río San Esteban. No tardamos en vislumbrar los grandes espectros de los almacenes en un claro de la selva. Para decir verdad, se trataba más bien de unos viejos barracones destartalados, de uno de los cuales se escapaba la luz del interior por sus muchas rendijas. Un vigía armado con un arcabuz hacía guardia frente al portalón. Con la mano, le hice un gesto a Juanillo para que se allegara hasta el almacén por su parte posterior y mirara dentro. El muchacho, siendo tan alto como era, corrió totalmente encogido y doblado hasta el lugar que yo le había señalado. Sólo se le veía porque tapaba la luz y, cuando alcanzó la parte de atrás, ni eso. Al cabo, regresó tan sigilosamente como se había marchado. Se puso a mi lado y, alzando las manos, me refirió por señas que había diez guardas armados con Alonso y Rodrigo y que éstos se hallaban amordazados y encadenados a uno de los troncos que servían de puntal al almacén. Bien se veía que el loco Lope no había recelado que alcanzáramos a descubrir su escondrijo de La Borburata. Alonso y Rodrigo se hallaban bien escoltados para que no escaparan, mas no bien protegidos en caso de que se acometiera un rescate. El loco se hallaba cierto de que yo desesperaba aguardando sus advertencias y, a no dudar, estaría en el galeón trazando un buen artificio con el que atraparme. ¡Qué poco sospechaba que, en menos de una hora, todo habría terminado para él!
Dividí a los hombres en cuadrillas y a dos de ellas las obligué a vadear el río para salir a nuestro encuentro por el otro extremo de la reducida plazuela a la que daba el portalón del desvencijado almacén. En cuanto conocí que habían tomado su posición, me dirigí desde atrás hacia el centinela de la puerta. A diferencia de Juanillo, yo avancé despaciosamente, y no sólo por sigilo y prudencia sino porque cada rayo de luz que atravesaba me permitía mirar de soslayo el rostro exangüe y el cuerpo malherido de Alonso. Cuando alcancé la esquina del barracón, ebria de rabia y de odio saqué la daga del cinto, tomé aire como si fuera a bucear en la mar y, saliendo a campo abierto, me abalancé sobre el desprevenido guarda, a quien rebané el cuello de un solo y afilado tajo. Era la manera de impedir que gritara, alertando a los guardas de dentro. Posé con esfuerzo y cuidado el pesado cuerpo en tierra y me ensucié las ropas con la sangre que le salía a borbotones por la herida. Aquel esbirro de Lope ya no nos perjudicaría. Hice señas con los brazos y las dos primeras cuadrillas de ambos costados de la explanada avanzaron hacia mí. Cuatro de los más fuertes y anchos hombres de la tripulación de la Gallarda lanzaron calladamente un tremendo envite contra el portalón de madera, que se abatió con grande estrépito.
Y ahí dio principio el infierno. Los carceleros dispuestos por Lope, todos de mal cariz y peor condición, ya habían comenzado a dar voces y tomado las armas antes de que las maderas tocaran el suelo, de cuenta que se arrojaron sobre nosotros no bien hubimos cruzado la entrada. Carecer del ojo izquierdo resultaba un grande menoscabo en los duelos, pues me imposibilitaba percibir los ataques que entraban por ese lado. Rodrigo siempre me aconsejaba voltear prestamente la cabeza entretanto ejecutaba sólidos tajos y estocadas. Procuraba obrarlo… cuando lo recordaba.
—¡Martín! ¡Martín! ¡Tu siniestra, maldición, tu siniestra!
En el desorden de espadas, golpes, cuchilladas y empellones era difícil buscar a Rodrigo para darle a conocer con un gesto que le había oído aunque no me fuera dado responderle: un maldito bellaconazo acababa de asestarme una coz en el vientre que me había dejado sin fuelle y casi sin vida. Le paré con mandobles y reveses hasta que penosamente recobré el aliento y, entonces, de un salto me enderecé y le tiré un altibajo tal que le cercené la cabeza. Y otra vez mi compadre vino a salvarme:
—¡Tu siniestra, tu siniestra!
Sin pensar más, alargué el brazo en el que llevaba la daga y noté que paraba un golpe con la guarnición de la empuñadura. Mas, a tal punto, ya estaba encarada al peleón, otro bruto al que acometí amenazando un revés que le confundió y me permitió, subiendo la espada, atacarle recto al pecho y atravesárselo. Cayó de hinojos ante mí.
Las dos cuadrillas restantes, al ver que nadie acudía desde fuera para reforzar las defensas, entraron también al almacén y el asunto quedó abreviado a lo que dura un paternóster. Sin embargo, la voz de mi compadre no lo dio tan presto por cerrado:
—¡Se escapa uno! ¡Martín, el de la lámpara! ¡Que se escapa!
Giré la cabeza a diestra y siniestra y, en efecto, vi a uno que corría con una lámpara en la mano. ¿Acaso precisaba luz para andar por la selva? ¡Menudo necio! Más le hubiera valido una espada para cortar la espesura. Mas, al punto, le vi desaparecer por un costado del almacén y un mal recelo me animó a emprender la caza de aquel mostrenco. Los hombres, terminada la lucha y muertos los guardas, oyeron a Rodrigo y me vieron salir en pos del farolero, de cuenta que tres o cuatro echaron a correr conmigo.
Mas fue inútil. En otro de los barracones se guardaba un arsenal de armas y pólvora y sólo tuvimos tiempo de verle arrojar al interior la lámpara de aceite provocando, así, una explosión asaz poderosa que se llevó por los aires el barracón y los árboles de alderredor.
—¿Qué había ahí adentro que no tenía en voluntad que halláramos? —preguntó uno de los hombres, un negro del palenque.
—¡Que nos lo cuente el muy hideputa! —gritó otro lanzándose contra el artillero que, acabada su labor, huía hacia la selva.
La noche era cálida y húmeda y allí, en mitad de la jungla, parecía que respirábamos agua caliente. Mas yo sentía frío, un frío de muerte. Es cosa cierta que, cuando el curso de los astros trae las desgracias, no hay fortaleza en la tierra que las detenga, ni industria humana que pueda prevenirlas: aquel maldito fullero, con la explosión y el fuego, acababa de informar al loco Lope de que yo estaba allí, que había acudido en rescate de Alonso y Rodrigo y que la Gallarda era mi nao. El galeón Santa Juana iba a hundir a la Gallarda con el señor Juan y el resto de la tripulación dentro.
Corrí hacia el almacén y hallé a los hombres montando unas varas para componer unas angarillas. Rodrigo, con luenga y sucia barba y lleno de heridas y sangre seca por los cuatro costados, pasaba los brazos sobre los hombros de dos recios negros. Me miró y sonrió.
—Compadre —dijo con voz lastimera—, qué grande alegría.
Le di un abrazo.
—Ahora cuidaremos de ti —le aseguré.
Él gruñó en su forma acostumbrada.
—Mejor harías ocupándote de aquél —y señaló a Alonso con la cabeza—. A él sí que le han machacado sin piedad por las cuentas pendientes que tenía con el loco.
Si Rodrigo hubiera conocido el daño que me hacían sus palabras, no las habría pronunciado. En el suelo, sobre la sucia tierra llena de su sangre, Alonso parecía estar muerto. Me arrodillé a su lado, pasé mi brazo por debajo de su cabeza y noté al punto como la manga de la camisa se me empapaba de algo viscoso y caliente. Hubiera dado mi vida por la suya. De existir algún mercader divino que admitiera tratos de tal cariz, le habría entregado mi propia vida a trueco de la de Alonso, que se le escapaba a raudales por las muchas y muy malas heridas que tenía por todo el cuerpo. Si él me dejaba sola, si moría, yo ya no querría tampoco seguir viviendo, ¿para qué? Mis señores padres habían muerto, mi hermano Martín también, igual que el padre que me prohijó en el Nuevo Mundo y la madre que murió suplicando por mi vida. No tenía nada salvo Alonso, que me había regalado un ojo de plata para que me sintiera feliz. Muy blandamente puse mi mano izquierda sobre su vientre y lo noté frío y seco, como de muerto, sin movimiento y sin hálito. Sólo podía mirar su triste rostro y arreglarle un poco el cabello enmarañado, lleno de grumos oscuros. Tenía la nariz rota y le salía el hueso por entre las hinchazones, los labios deformados y ensangrentados, y la quijada rota también, pues que se le movía, suelta, con los gestos de mi brazo. Se le habían enconado las heridas y le supuraban. Aquél no podía ser Alonso, estaba tan consumido y descarnado que yo misma hubiera podido alzarlo sin grande esfuerzo. Le tomé una mano y, al punto, supe que tenía varias roturas desde el hombro hasta los dedos y sólo entonces me apercibí de que sus piernas, aquellas firmes piernas que subían sin temblar por los planchones de las naos en Sevilla cuando cargaba y descargaba pesadas esportillas, estaban retorcidas de maneras extrañas, como maderas tronchadas en sesgos imposibles.
Sentí el aguijonazo en la cuenca del ojo huero. Sólo entonces me di cuenta de que estaba llorando.
—Mi vida por la suya —murmuré con voz ronca, apoyando la cabeza en su pecho hundido; a lo que se veía, también tenía rotas varias costillas—. Alonso, no te mueras. Hazme la merced, Alonso. ¿Qué haría yo sin ti, es que no lo ves?
Algunos brazos me sujetaron y tiraron para alzarme. ¿Quién osaba arrancarme de él? ¿Acaso creían que yo iba a querer vivir si él se moría? Me aferré a su cuerpo dispuesta a pelear contra cualquiera que tratara de apartarme. Nunca había estado tan cerca de él. En verdad, nunca nos habíamos tocado mas que aquella noche en Sevilla cuando le ayudé a bajar por la cuerda para huir de la casa de Juana Curvo. Pues bien, ahora ya no tenía en voluntad separarme nunca y ni el cielo ni la tierra ni siquiera Dios o el demonio lograrían que yo aflojara aquel abrazo.
—¡Martín! ¡Levántate! —me ordenó Rodrigo.
Aquélla era la única voz que tenía el poder de hacerse escuchar dentro de la sordera de mi desvarío. Me giré y le miré. Sentí la mejilla derecha húmeda por el llanto. Rodrigo, en cambio, estaba templado y serio.
—Alonso está vivo, Martín —dijo, allegándose torpemente hacia mí con la ayuda de los dos negros—. Está vivo. Hemos de sacarlo de aquí. ¿Comprendes lo que te digo?
Asentí sin cesar en el llanto. Un nudo se me había atravesado en la garganta que no me dejaba decir palabra.
—Si no lo rescatamos ahora, quizá muera. Así que muévete. Ordena a los hombres que lo lleven a la nao… ¡Ahora!
Me dolía tanto arrancármelo del cuerpo que hice un último intento por retenerlo, mas los ojos iracundos de Rodrigo atravesaron como rayos las nieblas de desesperación que me cegaban.
—¡Ahora, Martín! ¡Muévete ahora! —bramó mi compadre, y sólo cuando me vio soltar a Alonso y ponerme en pie mostró en el rostro el gran dolor que le había causado en sus heridas hablarme de tal manera. Recobré parte del juicio perdido.
—¡A los bateles! —exigí con voz elevada, secándome la cara y hallando fuerzas donde no las había—. ¡Vamos, vamos, vamos! ¡Hay que llegar a puerto!
Juanillo, que acababa de hincar la rodilla junto a Alonso para ayudar a los hombres a izarlo y a colocarlo sobre las angarillas, sin volverse me preguntó:
—¿A qué esas prisas, maestre? Ninguno de los dos está como para que los llevemos al trote por la selva.
A la sazón se escuchó un cañonazo lejano.
—El galeón de Lope de Coa ha principiado el ataque a la Gallarda.
Juanillo dio un respingo.
—¡El hideputa de la lámpara! ¡Él avisó!
—Precisamente —asentí—. Y el señor Juan está solo.
El muchacho, pensativo, se rascó una pierna.
—Yo me encargo de los compadres. Acude tú a la nao en ayuda del señor Juan. Déjame cinco hombres y al resto te los puedes llevar.
—¿Estás seguro, Juanillo?
—¡Corre, maestre, que ese loco nos va a matar al mercader y a hundir la nao!
—¡Voy! Y, por el amor del cielo, Juanillo —supliqué, echando a correr—, atiéndelos bien y no permitas que Rodrigo haga lo que le venga en gana.
—Perded cuidado, maestre, que yo con ése puedo —fanfarroneó.
A grandes voces llamé a los hombres dispersos por el lugar y, antes de tenerlos a todos, ya había emprendido el camino de regreso hacia La Borburata como asno con azogue en los oídos. Recrudecían los cañonazos y se veía el resplandor de la pólvora en el cielo. Sería difícil allegarse hasta las naos en liza con los bateles, mas nada me impediría nadar hasta el galeón de Lope con algunos hombres y, si no me era dado subir para buscarle, a lo menos, buceando, podría cortarle los cabos de las anclas o dañarle y romperle la pala del timón.
Las gentes de La Borburata, asustadas por aquella sorprendente batalla en su propia y calmosa rada, se habían ocultado en el interior de sus casas y no se veía ni un alma por las calles. También el puerto se hallaba en la más absoluta oscuridad. Todas las naos habían apagado sus faroles en cuanto habían logrado fondear lejos del peligro del fuego. Sólo el Santa Juana y la Gallarda, apenas separadas por unas trescientas varas, se apreciaban con claridad en la noche. Al principio, cuando arribamos a los bateles, tuve para mí que el Santa Juana estaba destrozando nuestra nao con esos brutales tiros de cañón contra el casco y la arboladura, mas, de súbito, algo en el retumbo de los tiros y en el resplandor de la pólvora llamó mi atención: mi nao escupía mucho más fuego que la de Lope y ¡cuál no sería mi sorpresa al ver, a tal punto, que su galeón largaba prestamente trapo y enrumbaba a toda vela hacia la bocana con intención de huir! ¿O acaso era una maniobra para engañarnos y atacarnos desde otro flanco? Absurdo; no había otro flanco fuera del puerto de la Concepción. ¡El Santa Juana estaba huyendo y la Gallarda, pilotada por el admirable Macunaima (que debía de tener hecho algún pacto con el demonio), viraba de bordo, casi sobre sí misma, para seguir disparándole sin tregua!
—¡Presto, al agua con los bateles! —ordené.
Los hombres fueron empujándolos uno a uno y, luego, saltaron dentro y, bogando animosamente, comenzaron a alejarse de la playa. Yo deseaba esperar a Juanillo y a los heridos, de cuenta que retuve conmigo los dos últimos bateles. Hice que los hombres que portaban las antorchas volvieran sobre nuestros pasos para auxiliar a los que venían detrás.
Lo que acababa de acontecer era un verdadero milagro. Un enorme galeón español de trescientos cincuenta toneles y tres filas de cañones en cada banda del casco había sido derrotado por un grácil galeón inglés de sólo doscientos con una única fila de culebrinas. ¿Quién podía tener aquello por cierto? Ni al entendimiento más incauto le sería dado soñar algo así. ¿Era el señor Juan el maestre más grande de la historia, el general de Armada que cualquier reino hubiera deseado tener, el más listo y sagaz de los estrategas de la mar…? Razones de peso obligaban a reconocer que no, que el señor Juan no era en absoluto ningún don Cristóbal Colón. Así pues, ¿qué demonios había acaecido en aquella rada? Sólo cabía pensar que el Santa Juana se había encontrado con alguna dificultad para el combate, alguna contrariedad grave e inoportuna que había llevado a Lope a tomar la deshonrosa disposición de salir huyendo.
El farol de popa del Santa Juana era ya sólo un punto en lontananza cuando Juanillo y los otros, cargando con Alonso y Rodrigo, aparecieron a nuestro lado. En el puerto sólo se divisaban las luces triunfales de la Gallarda y desde la playa se oían los alborozados gritos de la dotación en cubierta.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Juanillo entretanto colocaban con sumo tiento a los heridos en los bateles—. ¿Dónde está la nao del loco Lope?
—Lo que ha pasado, no lo sé. Espero que el señor Juan pueda darnos algunas buenas razones. Y la nao del loco es aquel punto que ves allá a lo lejos —se lo señalé con el dedo, extendiendo el brazo en dirección a la luz—. Ha huido en mitad de la batalla.
—¡Voto a tal! —exclamó, jubiloso; el resto de los hombres también soltó exclamaciones de alegría—. ¡Hoy es nuestro día de buena ventura!
Me incliné sobre el rostro tumefacto de Alonso y le arreglé los sucios mechones de pelo que le caían sobre la frente. Luego, subí al batel en el que iba Rodrigo y tomé asiento frente a él.
—Juntos de nuevo, compadre —le dije con afecto.
—Juntos de nuevo, Martín. Tuve para mí que no saldríamos vivos de esos infames almacenes.
Al punto una grande sonrisa se le dibujó en el rostro.
—¡Eran los almacenes de Melchor de Osuna! ¿Lo recuerdas, Martín? ¿Recuerdas aquella noche en la playa con el cuarterón Hilario Díaz?
Tomé a reír de buena gana.
—Lo recordaba muy bien, compadre —asentí—. Por eso vinimos a rescataros.
—¡Relátamelo todo, pardiez! —me apremió, abrigándose con un viejo herreruelo aunque no hacía frío—. Tenemos muchas cosas de las que hablar. Debes conocer las majaderías que ese necio de Lope soltó delante de nosotros.
Nos aproximábamos a la Gallarda. El batel de Juanillo, en el que iba Alonso, mareaba delante del nuestro.
—Todo te lo he de referir, hermano —repuse—, mas no ahora ni aquí. En cuanto estemos a bordo te pondré en manos del cirujano de la nao, un franco que el señor Juan contrató en Jamaica y que tuvo que huir de su país por algún crimen detestable. Es el único bribón de aquella primera dotación que conservé. Los demás son todos gentes de Santa Marta y del palenque.
Rodrigo gruñó con desconfianza.
—Tranquilo, hermano, que es buen cirujano —le aseguré—. Razona que, si acabo de salvarte la vida, ¿cómo iba a ponerte ahora en peligro de perderla? Descansa, compadre, que tiempo tendremos de hablar.
Izaron la angarilla de Alonso con varios cabos pasados por garruchas sujetas a las jarcias. No hubiera sido posible obrarlo de ninguna otra manera, pues las portillas de las culebrinas quedaban demasiado altas para introducirle por alguna. El señor Juan se asomaba tanto por la borda que hube de gritarle que se retirara pues ya lo veía cayendo al agua o, lo que aún era peor, cayendo sobre Alonso. Finalmente, ascendí por la escala y los hombres procedieron a subir el último batel. Se me dibujó una sonrisa de satisfacción al ver la admiración de mi hermano y compadre por la nueva nao. La poca fuerza que le quedaba en el cuerpo se le iba en aspavientos y asombros por cualquier menudencia de la Gallarda. Me vino al entendimiento que iba a reponerse raudamente para mangonear a su gusto aquel hermoso galeón.
Con Rodrigo y Alonso a debido recaudo del cirujano —que los hizo llevar al sollado por mejor atenderlos—, me dispuse, en compañía de mis dos Juanes, a comprobar los daños de la nao. Los cañonazos del loco habían arruinado algunas partes del casco por la banda de estribor mas, como el galeón contaba con fuertes cintas de proa a popa y recias bulárcamas empernadas a las cuadernas, las reparaciones necesarias no eran cosa de preocupar. Entraba agua por una pequeña vía, aunque los hombres ya estaban usando las bombas para achicarla y los carpinteros y calafates la estaban taponando para que aguantara hasta que pudieran cerrarla. Peor fortuna habían sufrido los mástiles, cada uno de los cuales se había llevado, de costado, su buen cañonazo o cañonazos y la verga del trinquete había que cambiarla.
—En resolución —apuntó el señor Juan—, será menester quedarse una semana en esta rada para componer la Gallarda.
—Eso es lo de menos —comenté—, pues ese tiempo beneficiará también a nuestros heridos. Lo que me molesta es no poder zarpar en persecución del malnacido de Lope.
—¡Bah, no se andará muy lejos con esa ruina de nao!
Juanillo y yo tornamos al tiempo las cabezas para mirar de hito en hito al señor Juan.
—¿Qué, acaso no lo visteis desde la playa? —se sorprendió—. Pues sólo tenéis que advertir el poco daño que las pelotas de cuarenta libras de sus cañones han hecho en nuestra Gallarda y los enormes destrozos que las nuestras, de veinte, han hecho en su Santa Juana. ¡Lleva más boquetes que un cedazo!
—¿Cómo es eso posible? —no me entraba en la cabeza que la munición de nuestras culebrinas pudiera haber agujereado de aquella manera el casco de un inmenso galeón de guerra.
—Sólo hay una razón —afirmó el señor Juan entretanto Juanillo, como si ya conociera lo que iba a decir, asentía despaciosamente—. La broma, [10] la broma le tenía comida la madera. Con esa y no con otra razón se puede explicar lo acaecido. Les ocurre a muchas naos de España cuando pasan unos meses en estas aguas calientes sin darles carena apropiadamente.
Y era ésa una grande verdad pues, en el Caribe, todos los maestres estábamos obligados a varar, calafatear y carenar nuestras naos cada poco tiempo si es que no queríamos que la madera se volviera quebradiza y perdiera la ligazón.
—Por más —continuó el señor Juan—, ya se ha advertido que nuestras culebrinas y medias culebrinas son mejores para la batalla que sus cañones pues, aun siendo nuestros artilleros inferiores en número y calidad, tardaban tan poco tiempo en recargar y disparar que por cada uno de sus tiros nosotros disparábamos cuatro, y con eso y con el casco podrido ese asno de Lope ha tenido que darse a la fuga.
Si no me hubiera hallado tan triste por Alonso me habría tomado a reír muy de gana.
—Así que su poderoso galeón de guerra… —empecé a decir, divertida.
—… es una triste almadía de paja.
—¡Pues vamos tras él! —exclamé. A tal punto, con Alonso y Rodrigo a salvo y habiendo contemplado cuánto perjuicio les había causado, atrapar a Lope era lo único que me importaba en la vida.
—Primero reparemos la Gallarda y curemos a los compadres, muchacho —me reconvino el señor Juan—. Cuanto más fuertes seamos, más presto le daremos alcance. Deja que se aleje lo que le venga en gana, que ya no le es dado escapar de nosotros. Conocemos su nao y de cierto que cualquier otra con la que nos crucemos podrá darnos referencias de ella. Y, por más, en los puertos tenemos a los correveidiles del excelente príncipe Sando, que nos darán razón de las nuevas que se produzcan sobre el Santa Juana en cualquier parte del Caribe.
Sonreí con satisfacción. No, a Lope de Coa ya no le era dado escapar de nosotros… Ya no le era dado escapar de mí.