Vandam llamó a la puerta del apartamento de Elene una hora antes de la cita con Alex Wolff.
Ella salió luciendo un vestido negro, de cóctel, zapatos de tacón alto y medias de seda. En el cuello llevaba una delgada cadena de oro. Tenía el rostro maquillado y su cabello relucía. Había estado esperando a Vandam.
Él le sonrió y, pese a conocerla ya, le pareció asombrosamente bella.
—Hola.
—Entra. —Lo condujo al cuarto de estar—. Siéntate.
Vandam había querido abrazarla, pero ella no le dio oportunidad de hacerlo. El comandante se sentó en el sofá.
—Quería informarte de los detalles de esta noche.
—De acuerdo. —Elene se sentó en una silla frente a él—. ¿Quieres una copa?
—Sí.
—Sírvela tú mismo.
La miró fijamente.
—¿Pasa algo?
—Nada. Sírvete una copa y luego dame las instrucciones.
Vandam frunció el ceño.
—¿Qué te pasa?
—Nada. Tenemos trabajo que hacer, hagámoslo.
Vandam se puso de pie, fue hacia ella y se arrodilló frente a su silla.
—Elene, ¿qué es todo esto?
Ella lo miró enojada. Parecía estar a punto de llorar. Dijo en voz alta:
—¿Dónde has estado los últimos dos días?
Vandam desvió la mirada, pensativo.
—Trabajando.
—¿Y dónde crees que he estado yo?
—Aquí, supongo.
—¡Exactamente!
Vandam no comprendía lo que quería decir. Cruzó por su mente que se había enamorado de una mujer a quien apenas conocía.
—He estado trabajando y tú has estado aquí, ¿y por eso estás enojada conmigo? —dijo.
—¡Sí! —gritó Elene.
—Cálmate. No comprendo por qué estás tan furiosa, y quiero que me lo expliques.
—¡No!
—Entonces, no sé qué decir.
Vandam se sentó en el suelo, de espaldas a Elene, y encendió un cigarrillo. Realmente no sabía qué era lo que la perturbaba, pero había algo de obstinación en su actitud, estaba dispuesto a ser humilde, a pedir disculpas y a enmendarse, pero no quería jugar a las adivinanzas.
Permanecieron sentados en silencio durante un minuto, sin mirarse.
Elene respiró entrecortadamente. Vandam no podía verla, pero sabía que estaba llorando.
—Pudiste haberme mandado una nota o incluso un ramo de flores —estalló Elene.
—¿Una nota? ¿Para qué? Sabías que íbamos a encontrarnos esta noche.
—¡Oh, Dios mío!
—¿Qué quieres que te diga?
—Escucha. Anteanoche hicimos el amor; te lo digo por si lo has olvidado.
—No seas tonta.
—Me trajiste a casa y me diste un beso para despedirte. Después, nada.
Vandam dio una chupada al pitillo.
—Por si lo has olvidado, un cierto Erwin Rommel está golpeando las puertas de esta ciudad con una horda de nazis que lo siguen, y yo soy una de las personas que están tratando de mantenerlo fuera.
—Cinco minutos, eso es todo lo que te hubiera llevado enviarme una nota.
—¿Para qué?
—Eso, exactamente. ¿Para qué? Soy una mujer fácil, ¿no es verdad? Me entrego a un hombre con la misma facilidad que tomo un vaso de agua. Una hora después lo he olvidado. ¿Es eso lo que piensas? ¡Porque al menos lo parece! ¡Maldito seas, William Vandam, me haces sentir tan despreciable…!
No tenía más sentido que al principio, pero ahora Vandam percibía el dolor de su voz. Se volvió hacia ella.
—Tú eres la cosa más maravillosa que me ha sucedido durante largo tiempo, quizá en toda mi vida. Por favor, perdóname por haber sido tan loco.
Le tomó la mano.
Elene miró hacia la ventana mordiéndose los labios, conteniendo las lágrimas.
—Sí, lo eres —dijo. Bajó la vista hacia él y le tocó el cabello—. Eres un loco, un loco —susurró acariciándole la cabeza. De sus ojos brotaban lágrimas.
—Tengo tantas cosas que saber de ti —dijo Vandam.
—Y yo de ti.
Vandam desvió la mirada conforme hablaba, pensando en voz alta.
—A la gente le fastidia mi equilibrio, no les agrada. Saben que cuando están a punto de caer presa del pánico, cuando sienten que no pueden salir adelante, pueden venir a mí y contarme el dilema. Y si no consigo vislumbrar una salida, yo les diré qué es lo mejor que se puede hacer, el mal menor. Y como lo digo en voz tranquila, porque veo que se trata de un dilema y no me domina el pánico, se van tranquilos y hacen lo que tienen que hacer. Yo solo les aclaro el problema y me resisto a amilanarme. Eso es exactamente lo que ellos necesitan. Pero esa misma actitud molesta a menudo a otras personas: mis superiores, mis amigos, Angela, tú… Nunca entendí la razón.
—Porque a veces deberías tener miedo, tonto —dijo Elene dulcemente—. A veces deberías demostrar que estás asustado, obsesionado o enloquecido por algo. Eso es humano, un indicio de que te preocupas. Cuando te quedas tranquilo pensamos que todo te importa un comino.
—Bien, la gente debería saber que no es así: los que me aman, los amigos y los jefes, si es que vale la pena.
Vandam lo dijo sinceramente, pero en el fondo se dio cuenta de que, en verdad, había cierta insensibilidad, cierta frialdad en su famoso equilibrio.
—¿Y si no lo supieran…?
Elene había dejado de llorar.
—¿Yo debería cambiar? No. —Vandam quería ser sincero con ella. Podía haberle mentido para hacerla feliz—. Sí, tienes razón, trataré de cambiar.
Pero ¿cuál era el objeto? Si no podía ser él mismo con Elene, todo era inútil; la estaría manejando como todos los hombres que la habían utilizado; como él utilizaba a la gente a quien no amaba. De modo que le dijo la verdad.
—Mira, así es como triunfo. Quiero decir, gano en todo…, en el juego de la vida… por decirlo así. —Sonrió irónicamente—. Yo estoy al margen. Miro todo desde la distancia. Sí, me importará, pero me niego a hacer cosas sin sentido, gestos simbólicos, vacíos ataques de rabia. O nos amamos uno al otro, o no nos amamos, y todas las flores del mundo nada cambiarán. Pero el trabajo que hice hoy puede decidir si hemos de vivir o morir. Sí, pensé en ti todo el día. Pero cada vez que lo hice mi pensamiento se desvió hacia cosas más urgentes. Yo trabajo con eficacia, establezco prioridades, y no me inquieto por ti si sé que estás bien. ¿Crees que podrás acostumbrarte?
Elene sonrió con lágrimas en los ojos.
—Lo intentaré.
En un rincón de la mente de Vandam se planteaban preguntas: «¿Por cuánto tiempo? ¿Quiero a esta mujer para siempre? ¿Y si no fuera así?».
Dejó la idea de lado. No era la cuestión más urgente en ese momento.
—Quisiera decirte que te olvides de esta noche, que no vayas, que nos arreglamos sin ti. Pero no puedo; te necesitamos y es terriblemente importante.
—De acuerdo, comprendo.
—Pero, antes de empezar, ¿puedo darte un beso?
—Sí, por favor.
Vandam se arrodilló junto al brazo del sillón y tomó en su mano el rostro de Elene. La besó en los labios. Eran dulces, flexibles y ligeramente húmedos. Sintió el contacto y el sabor de ella. Nunca había tenido esa sensación. Era como si pudiera seguir besándola toda la noche sin cansarse.
Elene se separó, aspiró profundamente y dijo:
—¡Oh, oh! Creo que hablas en serio.
—Puedes estar segura.
Elene rió.
—Por un instante, al decirlo, fuiste el viejo comandante Vandam, el que solía ver antes de conocerte de veras.
—Y tu «Oh, oh», provocativo, fue de la vieja Elene.
—Deme instrucciones, mi comandante.
—Tendré que alejarme, para no besarte.
—Siéntate allí y cruza las piernas. A fin de cuentas, ¿qué estuviste haciendo hoy?
Vandam atravesó la sala hacia el armario de las bebidas y tomó la botella de ginebra.
—Un comandante de Información ha desaparecido, junto con un maletín lleno de secretos.
—¿Wolff?
—Puede ser. Resulta que ese hombre ha estado desapareciendo a la hora del almuerzo, un par de veces por semana, y nadie sabe qué hacía. Tengo la corazonada de que pudo haber estado reuniéndose con Wolff.
—¿Y por qué habría de desaparecer?
Vandam alzó los hombros.
—Algo salió mal.
—¿Qué había hoy en su maletín?
Vandam no sabía qué decirle.
—Un detalle de nuestras defensas, tan completo que creemos que podría modificar el resultado de la próxima batalla. —Smith también poseía el plan de emboscada propuesto por Vandam, pero no se lo dijo a Elene: confiaba totalmente en ella, pero también tenía sus recelos en materia de seguridad. Concluyó—: De modo que más vale que capturemos a Wolff esta noche.
—¡Pero podría ser ya demasiado tarde!
—No. Encontramos un mensaje cifrado de Wolff, hace poco. La hora indicada era medianoche. Los espías tienen una hora establecida para informar, generalmente la misma todos los días. De otro modo, los amos no estarían escuchando, por lo menos en la longitud de onda indicada; así que, si transmiten, nadie recoge el mensaje. Por lo tanto, creo que Wolff mandará la información a medianoche, a menos que lo atrape antes.
Vaciló, luego cambió de idea con respecto a la seguridad y decidió que Elene debía calibrar la importancia de lo que estaba haciendo.
—Hay algo más. Wolff está usando un código basado en una novela llamada Rebeca. Tengo un ejemplar del libro. Si pudiera conseguir la clave del código…
—¿Qué es eso?
—Solo una hoja de papel que le indica cómo usar el libro para cifrar mensajes.
—Sigue.
—Si pudiera conseguir la clave de Rebeca, lograría hacerme pasar por Wolff, por radio, y enviar información falsa a Rommel. Eso puede invertir la situación; puede salvar a Egipto. Pero necesito la clave.
—Muy bien. ¿Cuál es el plan para esta noche?
—El mismo de antes, solo que más perfeccionado. Estaré en el restaurante con Jakes, y los dos iremos armados.
Elene preguntó sorprendida:
—¿Tienes pistola?
—No la tengo ahora. Jakes me la llevará al restaurante. De todos modos, habrá otros dos hombres allí y seis más afuera, en la acera, tratando de no hacerse notar. También habrá automóviles dispuestos a bloquear todas las salidas de la calle en cuanto oigan un silbato. Independientemente de lo que haga Wolff esta noche, si quiere verte le echaremos el guante.
Alguien llamó a la puerta del apartamento.
—¿Qué es eso? —preguntó Vandam.
—La puerta…
—Sí, lo sé. ¿Estás esperando a alguien? ¿O algo?
—No, por supuesto que no; casi es hora de salir.
Vandam arrugó la frente. Sonaban campanas de alarma.
—Esto no me gusta. No contestes.
—De acuerdo —dijo Elene. Luego cambió de idea—. Tengo que contestar. Podría ser mi padre o noticias de él.
—Está bien, contesta.
Elene salió del cuarto. Vandam permaneció sentado, escuchando. Volvieron a llamar y Elene abrió la puerta. Vandam la escuchó decir:
—¡Alex!
—¡Cristo! —susurró Vandam.
Escuchó la voz de Wolff.
—Veo que está lista. Encantadora.
Era una voz profunda, confiada. Arrastraba las palabras en un inglés que hablaba solo con un levísimo acento no identificable.
—Pero íbamos a encontrarnos en el restaurante… —murmuró Elene.
—Lo sé. ¿Puedo entrar?
Vandam saltó sobre el respaldo del sofá y se tendió en el suelo, detrás del mueble.
—Por supuesto…
La voz de Wolff se acercó.
—Querida mía, está exquisita esta noche.
Vandam pensó: «Desgraciado adulador».
La puerta de entrada se cerró.
—¿Por aquí? —preguntó Wolff.
—Eh…, sí…
Vandam oyó que ambos entraban en la habitación.
—¡Qué apartamento tan encantador! Mikis Aristopoulos debe de pagarle bien.
—Oh, no trabajo allí regularmente. Es un pariente lejano, le ayudo.
—Un tío. Debe de ser su tío.
—Oh…, tío abuelo, primo segundo, algo de eso. Me llama sobrina para simplificar.
—Bien. Esto es para usted.
—¡Oh, flores! Gracias.
«Vete a la mierda», pensó Vandam.
—¿Puedo sentarme? —dijo Wolff.
—Por supuesto.
Vandam sintió el movimiento del sofá cuando Wolff descargó en él todo su peso. Era un hombre corpulento. Vandam recordó la lucha en el callejón. También recordó el cuchillo y se llevó la mano a la herida de la mejilla. «¿Qué debo hacer?», pensó.
Podía saltar sobre Wolff; el espía estaba allí, casi en sus manos. Tenía el mismo peso y estaban igualados, salvo por el cuchillo. Wolff lo usó la noche de su cena con Sonja, de modo que, presumiblemente, lo llevaba a todos lados y lo tendría ahora consigo.
Si luchaban, con la ventaja del cuchillo Wolff ganaría. Había ocurrido antes, en el callejón. Vandam volvió a palparse la mejilla.
«¿Por qué no traería la pistola?», pensó Vandam.
Si lucharan y ganase Wolff, ¿qué ocurriría? Al ver a Vandam en el apartamento de Elene, Wolff sabría que ella estaba tratando de atraparlo. ¿Qué haría con ella? En Estambul, en una situación similar, había degollado a una muchacha.
Vandam parpadeó para borrar la horrible imagen.
—Veo que estaba tomando una copa. ¿Puedo acompañarla?
—Por supuesto —repitió Elene—. ¿Qué le gustaría beber?
—¿Qué es eso? —Wolff olió—. Oh, un poco de ginebra estaría muy bien.
«Esa era mi copa. Gracias a Dios, Elene no ha bebido nada; dos vasos habrían descubierto el juego». Vandam oyó el ruido del hielo.
—¡Salud! —dijo Wolff.
—Salud.
—Parece que no le gusta.
—El hielo se ha derretido.
Vandam sabía por qué Elene había hecho una mueca al beber: era ginebra pura. Pensó que ella estaba desenvolviéndose muy bien. ¿Qué pensaría Elene que él, Vandam, estaba planeando hacer? Ya había adivinado dónde estaba escondido. Estaría tratando desesperadamente de no mirar en esa dirección. ¡Pobre Elene! De nuevo debía soportar más de lo convenido.
Vandam esperaba que permaneciera pasiva, que adoptara la actitud de menor resistencia y confiara en él.
¿Wolff seguía planeando ir al Oasis Restaurant? Quizá sí. «Si estuviera seguro de eso —pensaba Vandam—, podría dejarlo todo en manos de Jakes».
—Parece nerviosa, Elene. ¿He perturbado sus planes viniendo? —preguntó Wolff—. Si desea terminar de prepararse (no es que ahora no esté perfecta), simplemente déjeme aquí con la botella de ginebra.
—No, no… En fin, como dijimos que nos encontraríamos en el restaurante…
—Y aquí estoy yo, alterándolo todo otra vez en el último momento. Para serle franco, estoy aburrido de los restaurantes, y no obstante son, por así decirlo, un lugar de reunión convencional. De modo que me cito para cenar con la gente y luego, cuando llega el momento, no puedo soportarlo y pienso en hacer cualquier otra cosa.
«Así que no van a ir al Oasis», pensó Vandam. Maldición.
—¿Qué desea hacer? —preguntó Elene.
—¿Puedo reservarle la sorpresa, nuevamente?
«¡Haz que te lo diga!», rogó Vandam para sus adentros.
—Muy bien —repuso Elene.
Si Wolff revelase el lugar a donde iban, él podría ponerse en contacto con Jakes y trasladar toda la emboscada al nuevo emplazamiento, pensaba Vandam. Elene no estaba razonando bien. Era comprensible; por su voz, parecía atemorizada.
—¿Vamos? —preguntó Wolff.
—De acuerdo.
El sofá crujió al levantarse Wolff. Vandam pensó: «¡Podría atacarle ahora!».
Demasiado arriesgado.
Vandam los oyó salir de la sala. Permaneció donde estaba durante un instante. Le llegó la voz de Wolff en el vestíbulo, que decía: «Usted primero». Luego cerraron la puerta.
Vandam se puso de pie. Tendría que seguirlos y aprovechar la primera oportunidad para llamar al Cuartel General y ponerse en contacto con Jakes. Elene no tenía teléfono; no mucha gente lo conseguía en El Cairo. Aunque hubiera dispuesto de uno, ya no había tiempo. Fue a la puerta y escuchó. No oyó nada. Abrió una rendija: se habían ido. Salió, cerró y se apresuró a recorrer el pasillo y bajar la escalera.
Al dejar el edificio, los vio al otro lado de la calle. Wolff mantenía abierta la puerta de un auto para que Elene entrara. No era un taxi. Wolff debía de haber alquilado, pedido prestado o robado un coche para esa noche. El espía cerró la puerta y dio la vuelta hacia el lado del conductor. Elene miró hacia fuera por la ventanilla y advirtió que Vandam la miraba. Ella le clavó la vista. Vandam miró hacia otro lado, temeroso de hacer cualquier movimiento que Wolff pudiera ver.
Vandam caminó hacia su motocicleta, montó en ella y puso en marcha el motor.
El coche de Wolff arrancó y Vandam lo siguió.
El tráfico de la ciudad todavía era intenso. Vandam pudo seguirles dejando cinco o seis coches entre él y Wolff, sin arriesgarse a perderles de vista. Estaba oscureciendo, pero pocos coches tenían las luces encendidas.
Vandam se preguntaba adonde iría Wolff. Seguramente se detendría en algún lugar, a menos que pretendiera conducir toda la noche. Si pudiera parar en algún sitio donde hubiera un teléfono…
Salían de la ciudad, hacia Giza. Cayó la noche y Wolff encendió las luces del coche. Vandam dejó apagadas las de la motocicleta, para que Wolff no pudiera ver que le seguían.
Fue un viaje de pesadilla. Aun con la poca luz del día, conducir una motocicleta por la ciudad no dejaba de poner los pelos de punta: las calles estaban llenas de baches, irregularidades y traicioneras manchas de aceite, y Vandam se había dado cuenta de que tenía que observar tanto el pavimento como el tráfico. La carretera del desierto era peor y, con todo, debía conducir sin luces y mantener la vista en el coche que le precedía. Tres o cuatro veces estuvo a punto de salir despedido de la moto.
Tenía frío. No había previsto ese viaje, y llevaba una camisa de uniforme, de manga corta, y a cierta velocidad el viento la atravesaba. ¿Cuánto planearía alejarse Wolff?
Al frente aparecieron las pirámides.
«Allí no hay teléfono», pensó Vandam.
El coche redujo la velocidad. Iban a hacer un picnic junto a las pirámides. Vandam apagó el motor y dejó que la moto continuara hasta detenerse. Antes de que Wolff tuviera ocasión de salir del coche, Vandam sacó la moto de la carretera y entró en la arena. El desierto no era llano excepto cuando se lo miraba desde lejos, y encontró un montículo rocoso detrás del cual tumbó la motocicleta. Permaneció en la arena, al lado del montículo y observó el auto.
No ocurrió nada.
El coche permanecía inmóvil, el motor apagado, su interior oscuro. ¿Qué estaban haciendo allí dentro? A Vandam le acometieron los celos. Se dijo que no debía ser estúpido; estaban comiendo, eso era todo. Elene le había relatado el último picnic: el salmón ahumado, el pollo frío, el champán. No se puede besar a una chica con la boca llena de pescado. Sin embargo, sus dedos se tocarían cuando le alcanzara el vino…
Basta.
Vandam se decidió a arriesgarse a fumar un cigarrillo. Se colocó detrás de la duna, para encenderlo, y lo protegió con la mano, al estilo del ejército para esconder el resplandor mientras regresaba al punto de observación.
Cinco cigarrillos después, se abrieron las puertas del auto.
Las nubes se habían dispersado y lucía la luna. Todo el panorama era de color azul oscuro y plateado, y la compleja silueta de las pirámides destacaba sobre la arena brillante. Dos formas oscuras salieron del auto y caminaron hacia la más próxima de las antiguas tumbas. Vandam pudo ver que Elene marchaba con los brazos cruzados sobre el pecho, como si tuviera frío, o quizá porque no quería que Wolff la tomara de la mano. Wolff pasó un brazo sobre los hombros de Elene, que no hizo ningún movimiento de resistencia.
Se detuvieron en la base del monumento y hablaron. Wolff señaló hacia arriba y Elene pareció sacudir la cabeza. Vandam adivinó que ella no quería ascender. Caminaron alrededor de la base y desaparecieron detrás de la pirámide.
Vandam esperaba que emergieran del otro lado. Le pareció que tardaban mucho. ¿Qué estaban haciendo allí detrás? El impulso de acercarse y mirar era casi irresistible.
Vandam podía aprovechar el momento y llegar hasta el coche. Pensó en sabotearlo, regresar deprisa a la ciudad y volver con su equipo. Pero Wolff no estaría allí cuando Vandam volviera; sería imposible registrar el desierto por la noche. A la mañana siguiente Wolff se encontraría a kilómetros de distancia.
Resultaba casi insoportable observar y esperar sin hacer nada, pero era lo mejor.
Por fin Wolff y Elene reaparecieron. Todavía la rodeaba con el brazo. Regresaron al coche y permanecieron de pie ante la puerta. Wolff apoyó las manos en los hombros de Elene, dijo algo y se inclinó para besarla.
Vandam se levantó.
Elene ofreció a Wolff la mejilla, luego se volvió, liberándose de sus manos y subió al coche.
Vandam volvió a tenderse en la arena.
El silencio del desierto quedó roto por el rugido del coche de Wolff. Vandam lo observó dar una amplia vuelta en círculo y tomar la carretera. Se encendieron las luces y Vandam agachó la cabeza involuntariamente, aunque estaba bien escondido. El coche pasó junto a él, hacia El Cairo.
Vandam se puso de pie de un salto, empujó la moto hasta la calzada y dio una patada al arranque. El motor no respondió. Vandam maldijo: le aterrorizó la idea de que pudiese haber entrado arena en el carburador. Repitió el intento y arrancó. Montó en la motocicleta y siguió al coche.
La luz de la luna le permitía distinguir los baches y protuberancias del pavimento, pero también lo hacía más visible. Se mantuvo a buena distancia de Wolff, sabiendo que no había adonde ir, salvo El Cairo. Pensaba en lo que haría Wolff a continuación. ¿Llevaría a Elene a casa? Si fuese así ¿a dónde iría después? Podría conducir a Vandam a su escondite.
«Ojalá tuviera una pistola», pensó Vandam.
¿Acaso Wolff llevaría a Elene a su casa? Tenía que vivir en algún sitio, tener una cama en una habitación, en un edificio de la ciudad. Vandam estaba seguro de que Wolff planeaba seducir a Elene. El espía había sido bastante paciente y caballeroso con ella, pero Vandam sabía que, en realidad, le agradaba salirse rápidamente con la suya. La seducción podía ser el menor de los peligros a los que se enfrentaba Elene. Pensó: «¡Qué no daría yo por un teléfono!».
Llegaron a las afueras de la ciudad y Vandam se vio obligado a acercarse al coche, pero felizmente había muchísimo tráfico en los alrededores. Pensó en detenerse y dar un mensaje a algún policía, o algún oficial, pero Wolff conducía con gran rapidez y, de todos modos, ¿qué diría el mensaje? Vandam aún no sabía adónde iba Wolff.
Empezó a sospechar cuál era la respuesta cuando cruzaron el puente de Zamalek. Allí era donde la bailarina, Sonja, tenía su casa flotante. Seguramente Wolff no vivía allí, pensó Vandam, porque el lugar llevaba varios días bajo vigilancia. Pero quizá se resistía a llevar a Elene a su verdadera casa y por eso pedía hospitalidad a Sonja.
Wolff estacionó en una calle y salió del auto. Vandam apoyó su motocicleta contra una pared y apresuradamente encadenó la rueda para impedir que se la robaran; podía volver a necesitar la moto esa noche.
Siguió a Wolff y a Elene desde la calle hasta el camino de sirga. Oculto tras unos arbustos los observó caminar un corto trecho. Se preguntó qué pensaría Elene. ¿Habría esperado que la rescataran antes de ese momento? ¿Confiaría en que Vandam aún la vigilaba? ¿Perdería ahora las esperanzas?
Se detuvieron junto a uno de los barcos. Vandam observó cuidadosamente cuál era. Wolff ayudó a Elene a subir a la pasarela. Vandam pensó: «¿No se le ha ocurrido a Wolff que la casa flotante podía estar vigilada? Evidentemente, no». Wolff siguió a Elene hasta la cubierta y luego abrió una escotilla. Ambos desaparecieron por ella.
«¿Y ahora qué?». Esa era, seguramente, la mejor oportunidad para buscar ayuda. Wolff debía de tener la intención de pasar algún tiempo en el barco. Pero ¿y si no fuera así?, ¿y si, mientras él corría a un teléfono, algo saliera mal: que Elene insistiera en que la llevara a casa, que Wolff cambiara sus planes o que decidieran ir a un cabaré?
«Podría perder la pista de ese desgraciado —pensó Vandam—. Debe de haber un policía aquí, en algún sitio».
—¡Eh! —cuchicheó—. ¿Hay alguien aquí? ¿Policía? Soy el comandante Vandam. Eh, dónde…
Una oscura silueta apareció detrás de un árbol. Una voz árabe dijo:
—¿Sí?
—Soy el comandante Vandam. ¿Usted es el inspector que vigila la casa flotante?
—Sí, señor.
—Bien, escuche. El hombre que perseguimos está ahora en el barco. ¿Tiene un revólver?
—No, señor.
—Maldición. —Vandam contempló la posibilidad de entrar en el barco con el árabe, y decidió que no era factible: no podía confiar en que el policía luchara con entusiasmo, y en ese espacio cerrado el cuchillo de Wolff podía causar un desastre—. Bien, quiero que vaya al teléfono más cercano, llame al Cuartel General y haga llegar un mensaje al capitán Jakes o al teniente coronel Bogge, de absoluta prioridad: deben venir aquí y tomar inmediatamente la casa flotante. ¿Está claro?
—Capitán Jakes o teniente coronel Bogge, Cuartel General; tienen que tomar inmediatamente la casa flotante. Sí, señor.
—Muy bien. ¡Apresúrese!
El árabe se alejó trotando.
Vandam encontró una posición desde donde, permaneciendo oculto, podía, sin embargo, vigilar la casa flotante y el camino de sirga. Pocos minutos después la silueta de una mujer apareció en la senda. Vandam creyó reconocerla. La mujer subió a bordo de la casa flotante y Vandam se dio cuenta de que era Sonja.
Se sintió aliviado; por lo menos Wolff no podía abusar de Elene mientras hubiera otra mujer en el barco.
Se dispuso a esperar.