9

En la incipiente mañana el embaldosado de la mezquita estaba frío para los pies desnudos de Alex Wolff. El puñado de devotos quedaba perdido en la vastedad del salón sostenido por pilares. Había silencio, una sensación de paz y una luz gris y triste. Un rayo de sol atravesó una de las hendiduras altas y angostas que había en la pared y en ese momento el almuecín empezó a vocear:

Allahu akbar! Allahu akbar!

Wolff volvió la cara hacia La Meca.

Vestía una larga chilaba y un turbante, y el calzado que llevaba en la mano era un par de simples sandalias árabes. Nunca estuvo muy seguro del motivo por el cual hacía eso. Era un Verdadero Creyente solo en teoría. Le habían hecho la circuncisión conforme a la doctrina islámica y había realizado el peregrinaje a La Meca; pero bebía alcohol y comía cerdo, nunca pagaba al zakat, jamás observaba el ayuno del Ramadán y no rezaba todos los días, y menos aún cinco veces diariamente. Pero de vez en cuando sentía la necesidad de sumergirse, solo por unos minutos, en el mecánico y conocido ritual de la religión de su padrastro. Entonces, como lo había hecho esa madrugada, se levantaba cuando todavía estaba oscuro, se vestía con ropas tradicionales, recorría las calles frías y silenciosas de la ciudad hasta la mezquita a la que iba su padre, realizaba las abluciones ceremoniales a la entrada y llegaba para las primeras oraciones del nuevo día.

Se tocó las orejas con las manos, luego, batió las palmas delante de él, la izquierda dentro de la derecha. Hizo una reverencia y se arrodilló. En momentos adecuados tocaba el suelo con la frente mientras recitaba el el-fatha:

—En el nombre de Dios misericordioso y compasivo. Loado sea Dios, el Señor de los mundos, el misericordioso y compasivo, el Príncipe del día del Juicio Final; a Ti te servimos, y a Ti rogamos ayuda; llévanos por la buena senda, la senda de aquellos con quienes has sido misericordioso, sobre los que ya no cae tu ira y que no se desvían del camino.

Miró por encima del hombro derecho, y luego del izquierdo, para saludar a los dos ángeles que registraban sus buenas y malas acciones.

Cuando miró sobre el hombro izquierdo vio a Abdullah.

Sin interrumpir su oración, el ladrón sonrió ampliamente, mostrando su diente de acero.

Wolff se levantó y salió. Se detuvo fuera para calzarse las sandalias y Abdullah se acercó caminando despacio. Se dieron la mano.

—Eres un hombre devoto, como yo —dijo Abdullah—. Sabía que vendrías, tarde o temprano, a la mezquita de tu padre.

—¿Me has estado buscando?

—Mucha gente te está buscando.

Se alejaron de la mezquita caminando. Abdullah dijo:

—Como sé que eres un Verdadero Creyente, no podría delatarte a los británicos aun por una suma tan grande de dinero; de modo que dije al comandante Vandam que no conocía a Alex Wolff, o Achmed Rahmah.

Wolff se detuvo bruscamente. Así que todavía le estaban buscando. Había empezado a sentirse seguro… demasiado pronto. Tomó a Abdullah por un brazo y le condujo a un café árabe. Se sentaron a una mesa.

Wolff dijo:

—¿Vandam conoce mi nombre árabe?

—Sabe todo acerca de ti…, excepto dónde encontrarte.

Wolff se sintió preocupado y, al mismo tiempo, experimentó una enorme curiosidad.

—¿Cómo es ese comandante? —preguntó.

Abdullah se encogió de hombros.

—Un inglés. Sin ninguna delicadeza. Sin modales. Pantalón corto caqui y cara color tomate.

—Tú puedes describirlo mejor.

Abdullah asintió.

—Ese hombre es paciente y decidido. Yo de ti le temería.

Súbitamente, Wolff le temió.

—¿Qué ha estado haciendo? —preguntó.

—Ha averiguado todo acerca de tu familia. Ha hablado con tus hermanos. Ellos dijeron que no sabían nada de ti.

El dueño del café les llevó un plato de puré de habas y un pan común a cada uno. Wolff cortó un pedazo y lo hundió en el puré. Las moscas empezaron a reunirse alrededor de los platos. Hicieron caso omiso de ellas.

Abdullah habló con la boca llena.

—Vandam ofrece cien libras por tu dirección. ¡Ja! Como si fuéramos a traicionar por dinero a uno de los nuestros.

Wolff tragó.

—Incluso si supieras mi dirección.

Abdullah se encogió de hombros.

—No me costaría nada averiguarla.

—Lo sé —dijo Wolff—; así que voy a decírtelo, como señal de mi fe en tu amistad. Estoy viviendo en el Shepheard's Hotel.

Abdullah pareció molesto.

—Amigo mío, sé que eso no es cierto. Es el primer sitio en que buscarían los británicos.

—No me has comprendido. —Wolff sonrió—. No soy un huésped del hotel. Trabajo en las cocinas, lavando cacerolas, y al final del día me acuesto sobre el suelo con otros doce, y duermo allí.

—¡Muy astuto! —Abdullah sonrió; estaba complacido con la idea y encantado de tener la información—. ¡Te escondes bajo sus propias narices!

—Sé que mantendrás este secreto —dijo Wolff—. Y como muestra de mi gratitud por tu amistad, espero que aceptes que te regale cien libras.

—Pero no es necesario…

Abdullah suspiró y cedió con renuencia.

—Muy bien.

—Te enviaré el dinero a tu casa.

Abdullah limpió su plato vacío con el resto del pan.

—Debo dejarte ahora —dijo—. Permíteme que te pague el desayuno.

—Gracias.

—¡Ah! Pero no he traído dinero. Mil perdones…

—No importa —dijo Wolff—. Alallah, al cuidado de Dios.

Abdullah replicó formalmente:

—Allah yisallimak, que Dios te proteja.

Luego salió.

Wolff pidió café y pensó en Abdullah. El ladrón traicionaría por muchísimo menos de cien libras, por supuesto. Lo que le había detenido hasta el momento era que no conocía su dirección. Estaba tratando activamente de descubrirla. Por eso había ido a la mezquita. Ahora intentaría comprobar la historia de que Wolff vivía en la cocina del Shepheard's. Podría ser difícil porque, desde luego, no reconocerían que el personal dormía en el suelo de la cocina —en realidad, Wolff no estaba seguro de que eso ocurriera—; pero tarde o temprano Abdullah descubriría la mentira. La historia no era más que una táctica dilatoria; igual que el soborno. Sin embargo, cuando por fin Abdullah averiguara que Wolff estaba viviendo en la casa flotante de Sonja, probablemente fuera a pedirle más dinero en lugar de ver a Vandam.

La situación estaba salvada… por el momento.

Wolff dejó unas monedas sobre la mesa y salió.

La ciudad había cobrado vida. En las calles ya se formaban embotellamientos, las aceras se veían atestadas de vendedores ambulantes y mendigos y el aire estaba lleno de buenos y malos olores. Wolff se abrió paso hacia la oficina central de Correos, para telefonear. Llamó al Cuartel General y preguntó por el comandante Smith.

—Tenemos diecisiete Smith —contestó el telefonista—. ¿Sabe su nombre de pila?

—Sandy.

—Es el comandante Alexander Smith. No está aquí en este momento, ¿quiere dejar un recado?

Wolff sabía que el comandante no estaría en el Cuartel General: era muy temprano.

—Sí, este: Al mediodía de hoy en Zamalek. Fírmelo S. ¿Lo tiene?

—Sí, pero si puede darme el nombre comp…

Wolff colgó. Dejó la oficina de Correos y se dirigió a Zamalek.

Desde que Sonja había seducido a Smith, el comandante le había enviado una docena de rosas, una caja de bombones, una carta de amor y dos mensajes pidiendo otra cita. Wolff había prohibido a Sonja que contestara. Seguramente Smith se estaba preguntando si vería alguna otra vez a Sonja. Wolff estaba casi seguro de que aquella era la primera mujer hermosa con quien Smith se había acostado. Después de un par de días de incertidumbre estaría desesperado por verla de nuevo y se aferraría a cualquier posibilidad.

Por el camino compró un periódico, pero venía lleno de las sandeces de costumbre. Cuando llegó a la casa flotante, Sonja todavía dormía. Le arrojó el periódico enrollado, para despertarla. Ella gruñó y se dio la vuelta.

Wolff la dejó y pasó al otro lado de las cortinas, al salón. En el extremo más alejado, en la proa del barco, había una cocina diminuta. Tenía un armario bastante grande para guardar escobas y elementos de limpieza. Wolff abrió la puerta. Podía introducirse en él, si doblaba las rodillas y agachaba la cabeza. El pestillo solo se podía manipular desde afuera. Buscó en los cajones de la cocina y encontró un cuchillo de hoja flexible. Pensó que probablemente podía mover el pestillo desde el interior del armario metiendo el cuchillo entre la rendija de la puerta y aplicándolo contra el cerrojo de resorte. Se introdujo en el armario, cerró la puerta e hizo la prueba. Dio resultado.

Sin embargo, no podía ver a través de la rendija.

Tomó un clavo y con una plancha golpeó el clavo hasta atravesar la delgada madera a la altura de los ojos. Con un tenedor agrandó el agujero. Se metió otra vez en el armario y cerró la puerta. Miró por el agujero.

Vio separarse las cortinas y a Sonja, que entraba en el salón. Ella miró alrededor, sorprendida de que Wolff no estuviera allí. Se encogió de hombros, luego se levantó el camisón y se rascó la barriga. Wolff reprimió la risa. Sonja fue a la cocina, tomó una cafetera y abrió el grifo.

Wolff deslizó el cuchillo en la rendija de la puerta y comprimió el pestillo. Abrió la puerta, salió y dijo:

—Buenos días.

Sonja dio un grito.

Wolff lanzó una carcajada.

Sonja le arrojó la cafetera y él la esquivó. Wolff comentó:

—Es un buen escondite, ¿verdad?

—¡Desgraciado, me has asustado!

Wolff recogió la cafetera y se la alcanzó.

—Haz el café —le dijo.

Metió el cuchillo en el armario, cerró la puerta y fue a sentarse.

—¿Para qué quieres un escondite? —preguntó Sonja.

—Para observaros a ti y al comandante Smith. Es muy divertido, parece una tortuga apasionada.

—¿Cuándo vendrá?

—Hoy a mediodía.

—¡Oh, no! ¿Por qué tan temprano?

—Escucha: si hay algo valioso en el maletín, no tendrá permiso para pasearse por la ciudad con él en la mano. Debería llevarlo directamente a su oficina y guardarlo en la caja fuerte. No debemos darle tiempo a hacer eso. Todo será inútil a menos que traiga el maletín aquí. Lo que queremos es que venga deprisa desde el Cuartel General. En realidad, si llega tarde y sin el maletín, vamos a encerrarnos y simular que has salido…, así sabrá que la próxima vez tiene que llegar rápidamente.

—Lo tienes todo pensado, ¿eh?

Wolff rió.

—Más vale que te vayas preparando. Quiero que estés irresistible.

—Yo siempre estoy irresistible.

Sonja pasó al dormitorio.

Wolff levantó la voz.

—Lávate el pelo.

No hubo respuesta.

Wolff miró su reloj. Se aproximaba la hora. Recorrió la casa flotante escondiendo indicios de su persona, guardando zapatos, su navaja, su cepillo de dientes y su fez. Sonja subió a la cubierta, en bata, para secarse el cabello al sol. Wolff hizo el café y le llevó una taza. Bebió el suyo, después lavó la taza y la puso en su sitio. Sacó una botella de champán, la colocó en un cubo con hielo y la puso junto a la cama, con dos copas. Pensó en cambiar las sábanas pero decidió hacerlo después de la visita de Smith, no antes. Sonja bajó de la cubierta. Se aplicó perfume, dándose palmaditas, en los muslos y entre los pechos. Wolff dio una última ojeada. Todo estaba listo. Se sentó en un diván junto a una portilla, para vigilar el camino de sirga.

Pocos minutos después del mediodía apareció el comandante Smith. Iba apurado, como si temiera llegar tarde. Llevaba la camisa de uniforme, sus pantalones cortos color caqui, calcetines y sandalias, pero se había quitado la gorra de oficial. El sol del mediodía le hacía sudar.

Llevaba el maletín.

Wolff sonrió satisfecho.

—Aquí viene. ¿Estás lista?

—No.

Sonja trataba de inquietarlo. Estaba lista. Wolff se ocultó en el armario, cerró la puerta y apretó el ojo contra la mirilla.

Oyó los pasos de Smith sobre la pasarela y después sobre la cubierta. El comandante llamó:

—¡Hola!

Sonja no respondió.

Por la mirilla, Wolff vio a Smith bajando la escalera hacia el interior del barco.

—¿Hay alguien aquí?

Smith miró hacia las cortinas que separaban el dormitorio. Su voz tenía la ansiedad de la decepción.

—¿Sonja?

Las cortinas se abrieron. Sonja estaba allí, con los brazos levantados para mantenerlas separadas. Se había arreglado el cabello en forma de compleja pirámide, como lo hacía en sus actuaciones. Llevaba pantalones bombachos, de gasa finísima, pero a esa distancia se le podía ver el cuerpo. De la cintura para arriba estaba desnuda, salvo un collar con piedras preciosas. Sus pechos eran redondos, plenos.

El comandante Smith la contempló fijamente. Estaba aturdido.

—¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Señor! ¡Oh, mi alma!

Wolff trataba de no reír.

Smith dejó caer el maletín y fue hacia ella. Mientras la abrazaba, Sonja dio un paso atrás y cerró las cortinas tras la espalda del comandante.

Wolff abrió la puerta del armario y salió.

El maletín estaba en el suelo, frente a las cortinas. Wolff se arrodilló recogiéndose la galabiya, y le dio la vuelta al maletín. Trató de abrirlo. Estaba cerrado con llave. Susurró:

—Lieber Gott.

Miró alrededor. Necesitaba un alfiler, una aguja de coser, algo con que forzar las cerraduras. Fue a la cocina moviéndose silenciosamente, y con mucho cuidado abrió un cajón. Espetón para carne, demasiado grueso; cepillo de alambre, demasiado fino; cuchillo para verduras, muy ancho… En un platito junto al fregadero encontró un pasador de pelo de Sonja.

Volvió a donde estaba el maletín y metió una punta de la horquilla en el agujero de una de las cerraduras. Lo retorció y lo hizo girar. Halló una resistencia parecida a la de un resorte, y entonces apretó más.

El pasador se rompió.

Wolff susurró otra maldición.

Movido por un impulso, lanzó una mirada a su reloj de pulsera; la última vez, Smith había montado a Sonja en cinco minutos. «Debí haberle dicho que lo hiciera durar», pensó.

Fue a buscar el cuchillo flexible que había usado para abrir la puerta del armario desde dentro. Lo introdujo con suavidad en uno de los cierres del maletín. Cuando apretó, el cuchillo se dobló.

Podía haber roto las cerraduras en pocos segundos, pero no quería hacerlo, pues Smith se daría cuenta de que le habían abierto el maletín. Wolff no temía a Smith, pero deseaba que el militar siguiera ignorando la verdadera razón de la seducción si había algo valioso en aquella cartera. Wolff quería abrirla regularmente.

Pero si no podía abrirla, Smith dejaría de servirle.

¿Qué ocurriría si rompía las cerraduras? Smith terminaría con Sonja, se pondría los pantalones, recogería su maletín y se daría cuenta de que lo habían abierto. Acusaría a Sonja. Volarían la casa flotante, a menos que Wolff matase a Smith. ¿Cuáles serían las consecuencias de liquidar a Smith? Otro militar británico asesinado, esta vez en El Cairo. Habría una terrible caza del hombre. ¿Podrían vincular el asesinato con Wolff? ¿Smith habría hablado a alguien de Sonja? ¿Quién los había visto juntos en el Cha-Cha Club? ¿Los interrogatorios conducirían a los británicos hasta la casa flotante?

Sería peligroso…, pero lo peor era que Wolff se quedaría sin una fuente de información.

Mientras tanto, su gente estaba librando una guerra allí, en el desierto, y necesitaba información.

Wolff permanecía de pie en medio del cuarto en silencio devanándose los sesos. Había pensado en algo que le daba la respuesta y se le había escapado de la mente. Del otro lado de la cortina, Smith murmuraba y gemía. Wolff se preguntaba si se habría quitado los pantalones…

Quitado los pantalones, eso era.

Tendría la llave del maletín en el bolsillo.

Wolff espió entre las cortinas. Smith y Sonja estaban sobre la cama. Ella yacía de espaldas, con los ojos cerrados. Él estaba a su lado, recostado en un codo, acariciándola. Sonja arqueaba la espalda, como si disfrutase. Mientras Wolff observaba, Smith se giró y cubrió a medias el cuerpo de Sonja con el suyo, apoyándole la cara en los pechos.

Smith todavía tenía los pantalones.

Wolff pasó la cabeza entre las cortinas e hizo señas con la mano, tratando de atraer la atención de Sonja. Pensaba: «¡Mírame, mujer!». Smith movía la cabeza de un pecho a otro. Sonja abrió los ojos, lanzó una mirada sobre la cabeza de Smith; le acarició el pelo engominado y captó la mirada de Wolff.

Movió los labios, como diciendo: «Quítale los pantalones».

Sonja arrugó la frente, sin entender.

Wolff atravesó las cortinas e hizo un ademán de sacarse los pantalones.

El rostro de Sonja se iluminó de entendimiento.

Wolff retrocedió y cerró las cortinas silenciosamente, dejando solo una pequeña abertura para mirar.

Vio que las manos de Sonja iban hacia los pantalones de Smith y empezaba a luchar con los botones de la bragueta. Smith gimió. Sonja puso los ojos en blanco, desdeñosa de la crédula pasión del comandante. Wolff pensó: «Espero que tenga el buen sentido de tirarlos hacia aquí».

Después de un minuto, Smith se impacientó con las manipulaciones de Sonja, giró sobre sí mismo, se sentó y se quitó los pantalones. Los arrojó sobre los pies de la cama y volvió a Sonja.

Los pies de la cama estaban más o menos a un metro y medio de la cortina.

Wolff se tendió en el suelo boca abajo. Separó las cortinas con la mano y avanzó unos cuantos centímetros, al estilo indio.

Oyó exclamar a Smith:

—¡Oh, Dios! ¡Eres tan hermosa!

Wolff alcanzó los pantalones. Con una mano les dio la vuelta cuidadosamente, hasta que vio un bolsillo. Metió la mano y tanteó en busca de una llave.

El bolsillo estaba vacío.

Se oyeron movimientos en la cama. Smith gruñó. Sonja dijo:

—No; quédate quieto.

Wolff pensó: «Eso es, Sonja». Volvió otra vez los pantalones hasta dar con el otro bolsillo. Lo tanteó. También ese estaba vacío.

Podía haber más bolsillos. Examinó la prenda buscando protuberancias que pudieran corresponder a algo metálico. No había ninguna. Levantó los pantalones…

Debajo había un manojo de llaves.

Wolff suspiró en silencio, aliviado.

Las llaves debían de haberse deslizado del bolsillo cuando Smith arrojó los pantalones al suelo.

Wolff recogió las llaves y los pantalones y emprendió el camino de vuelta a través de las cortinas.

Entonces oyó pasos sobre la cubierta.

Smith exclamó con voz aguda:

—¡Dios mío, qué es eso!

—¡Shhh! —dijo Sonja—. El cartero. Dime si te gusta esto…

—¡Oh, sí!

Wolff cruzó las cortinas y miró hacia arriba. El cartero estaba dejando una carta en el peldaño superior de la escalera, junto a la escotilla. Para horror de Wolff, el cartero, al verlo, saludó en voz alta:

—Sabah el-Kheir! ¡Buenos días!

Wolff se llevó un dedo a los labios en señal de silencio, apoyó la mejilla en una mano, como si durmiera, y luego indicó el dormitorio.

—¡Perdóneme! —susurró el cartero.

Wolff le hizo señas de que se fuera.

Del dormitorio no llegaba sonido alguno.

¿Acaso el saludo del cartero había hecho que Smith sospechara? Probablemente no, decidió Wolff; un cartero bien podía decir buenos días aunque no viera a nadie, pues el hecho de que la escotilla estuviera abierta indicaba que había alguien en el barco.

En el otro cuarto recomenzaron los sonidos y Wolff respiró más tranquilo.

Revisó las llaves hasta encontrar la más pequeña, entonces la probó en las cerraduras del maletín.

Funcionó.

Abrió el otro cierre y levantó la tapa. Dentro había un fajo de papeles en una carpeta de cartón. Wolff pensó: «Más menús, no; por favor». Abrió la carpeta y miró la primera hoja.

Leyó:

OPERACIÓN ABERDEEN

  1. Fuerzas aliadas lanzarán un contraataque importante en la madrugada del 5 de junio.
  2. El ataque será en dos frentes…

Wolff levantó la vista.

—¡Dios mío! —susurró—. ¡Es lo que buscaba!

Escuchó. Los ruidos del dormitorio eran más fuertes. Oía crujidos, los muelles de la cama, y hasta creyó que el barco empezaba a balancearse. No había mucho tiempo.

El informe que llevaba Smith era detallado. Wolff no sabía con seguridad cómo funcionaba la cadena de mando británico, pero presumiblemente los planes de batalla detallados los elaboraba el general Ritchie, en las bases del desierto, y luego se enviaban al Cuartel General de El Cairo para la aprobación de Auchinleck. Los planes de batalla más importantes se discutirían en las conferencias matutinas, a las que Smith asistía en carácter de algo. Wolff se preguntó de nuevo qué serían las oficinas del edificio no identificado de Shari Suleiman Pasha, al que Smith volvía todas las tardes; pero dejó de lado la idea. Necesitaba tomar notas.

Se puso a la caza de papel y lápiz, pensando: «Debí haber hecho esto de antemano». Halló un bloc y un lápiz rojo en un cajón. Se sentó junto al maletín y siguió leyendo.

Las principales fuerzas aliadas estaban sitiadas en una zona que denominaban La Caldera. El contraataque del 5 de junio tenía el propósito de romper el sitio e intentar una salida. Empezaría a las 02.50 con el bombardeo, por cuatro regimientos de artillería, de Aslagh Ridge, en el flanco este de Rommel. La artillería tenía que debilitar las fuerzas enemigas y preparar el ataque en punta de lanza de la Infantería de la 10.a Brigada India. Cuando los indios hubieran establecido una brecha en la línea, en Aslagh Ridge, los tanques de la 22.a Brigada Blindada se introducirían rápidamente en ella y capturarían Sidi Muftah, mientras la 9.a Brigada India marcharía a continuación y consolidaría la posición.

Mientras tanto, la 32.a Brigada de Tanques del Ejército, con apoyo de infantería, atacaría el flanco de Rommel en Sidra Ridge.

Cuando llegó al final del informe, Wolff se percató de que había estado tan concentrado, que había oído, sin advertirlo, cómo el comandante Smith alcanzaba el clímax. La cama crujió y un par de pies golpearon el suelo. Wolff se puso tenso.

Sonja dijo:

—Querido, sirve un poco de champán.

—Espera un minuto…

—Lo quiero ahora.

—Me siento ridículo sin los pantalones, mi amor.

«¡Cristo, quiere sus pantalones!», pensó Wolff.

—Me gustas desnudo. Bebe una copa conmigo antes de ponerte la ropa —instó Sonja.

—Tu deseo es una orden.

Wolff se tranquilizó. «Sonja podrá protestar por esto, ¡pero hace lo que quiero!», pensó.

Recorrió rápidamente el resto de los papeles; Smith, no debía sorprenderlo: era un hallazgo maravilloso y sería una tragedia matar a la gallina la primera vez que ponía un huevo de oro. Vio que en el ataque emplearían cuatrocientos tanques, trescientos treinta de ellos en la punta oriental y solo setenta en la septentrional; que los generales Messervy y Brigs debían establecer un cuartel general combinado y que Auchinleck exigía —con cierta obstinación al parecer— que se realizara un profundo reconocimiento y se entablara una estrecha cooperación entre la Infantería y los tanques.

Mientras escribía, un corcho saltó ruidosamente. Se pasó la lengua por los labios pensando: «Podría brindar con ese champán». Se preguntó cuánto tiempo llevaría a Smith tomar una copa de champán. Decidió no correr riesgos.

Puso los papeles otra vez en la carpeta y ésta en el maletín. Cerró la tapa y echó la llave a las cerraduras. Colocó el manojo de llaves en un bolsillo de los pantalones. Se puso de pie y espió a través de las cortinas.

Smith estaba sentado en la cama, con su ropa interior del ejército, una copa en una mano y un cigarrillo en la otra, contento consigo mismo. Los cigarrillos debía de tenerlos en el bolsillo de la camisa; Wolff se habría visto en una situación difícil si hubieran estado en los pantalones.

Wolff estaba dentro del campo visual de Smith. Alejó la cara del pequeño hueco entre las cortinas y esperó. Escuchó que Sonja decía: «Sírveme un poco más, por favor». Wolff miró otra vez, Smith tomó la copa de Sonja y se volvió para alcanzar la botella. Quedó de espaldas a Wolff, que empujó los pantalones entre las cortinas y los dejó en el suelo. Sonja lo vio y alzó las cejas en señal de alarma. Al instante, Wolff retiró el brazo, mientras Smith alcanzaba a Sonja la copa.

Wolff se ocultó en el armario, cerró la puerta y se dejó caer en el fondo. Se preguntó cuánto tendría que esperar hasta que Smith se marchara. No le importaba: estaba jubiloso. Había encontrado oro.

Pasó media hora antes de que viera por la mirilla que Smith entraba en el salón, nuevamente vestido. Wolff ya se sentía anquilosado. Sonja seguía a Smith.

—¿Tienes que irte tan pronto? —le preguntaba.

—Me temo que sí —contestó el militar—. Es una hora muy difícil para mí, ¿sabes? —Vaciló—. Para serte franco, la verdad es que no debería llevar conmigo este maletín. Me costó muchísimo venir a mediodía. ¿Sabes?, debo ir del Cuartel General directamente a mi oficina. Bueno, hoy no lo he hecho. Me ahogaba de miedo de no encontrarte si llegaba tarde. Dije en la oficina que almorzaría en el Cuartel General; y a los muchachos del Cuartel General les dije que iba a almorzar en la oficina. Pero la próxima vez iré al despacho, dejaré el maletín y vendré… si no tienes inconveniente, mi tesoro.

«Por el amor de Dios, Sonja, di algo», pensó Wolff.

—¡Oh!, pero, Sandy, la interina viene por las tardes a limpiar…, no estaríamos solos —mintió ella.

Smith frunció el ceño.

—Maldición. Bien, tendremos que vernos por la noche.

—Pero he de trabajar, y después de la actuación tengo que quedarme en el club y charlar con los clientes. No puedo sentarme a tu mesa todas las noches: la gente murmuraría.

En el armario hacía mucho calor y no tenía ventilación. Wolff estaba empapado de sudor.

—¿No puedes decir a la interina que no venga? —sugirió el comandante.

—Pero, querido, no puedo hacerlo yo misma…, no sabría.

Wolff la vio sonreír y luego tomar una mano de Smith y colocarla entre sus piernas.

—Oh, Sandy, dime que vendrás a mediodía.

Era mucho más de lo que Smith podía resistir.

—Por supuesto que vendré, mi amor —dijo.

Se besaron y, por fin, Smith partió. Wolff oyó los pasos que cruzaban la cubierta y descendían por la pasarela, y luego salió del armario.

Sonja le observaba con maliciosa alegría mientras él estiraba las entumecidas piernas.

—¿Duele? —preguntó con un gesto de burlona solidaridad.

—Valió la pena —replicó Wolff—. Estuviste maravillosa.

—¿Conseguiste lo que querías?

—Más de lo que podía haber soñado.

Wolff cortó unos trozos de pan y salchichón, para el almuerzo, mientras Sonja tomaba un baño. Después de la comida buscó la novela inglesa y la clave del código, y redactó su mensaje a Rommel.

Sonja fue a las carreras con un montón de amigos egipcios. Wolff le regaló cincuenta libras para apostar.

Al atardecer Sonja fue al Cha-Cha Club y Wolff se quedó en casa, bebiendo whisky y leyendo poesía árabe. Al acercarse la medianoche, preparó la radio.

Exactamente a las 24.00 horas envió la señal de llamada, Sphinx. Pocos segundos después contestó la Compañía Horch, que era el puesto de escucha de Rommel en el desierto. Wolff telegrafió una serie de letras V para que lo sintonizaran y luego les preguntó por la intensidad de la señal. En medio de la frase cometió un error, y envió una serie de letras e —de error— antes de empezar de nuevo. Le contestaron que la señal tenía la máxima potencia y le indicaron que procediera con el mensaje. Con las letras KA señaló el comienzo del texto; después, en código, empezó: «Operación Aberdeen…».

Al final agregó AR por Mensaje Terminado y K por Final de la Transmisión. Le contestaron con una serie de R, que significaban: «Mensaje recibido y comprendido».

Wolff guardó la radio, el libro y la clave. Después se sirvió otro trago.

A fin de cuentas, considerándolo todo, pensaba, había actuado increíblemente bien.