… en cada linaje el deterioro ejerce su dominio
CARLOS GERMÁN BELLI
CUANDO EL teniente Gamboa llegó a la puerta de la secretaría del año, el capitán Garrido colocaba un cuaderno en un armario; estaba de espaldas, la presión de la corbata cubría su cuello de arrugas. Gamboa dijo «buenos días» y el capitán se volvió.
—Hola, Gamboa —dijo, sonriendo—. ¿Listo para partir?
—Sí, mi capitán—. El teniente entró en la habitación. Vestía el uniforme de salida; se quitó el quepí: un fino surco ceñía su frente, sus sienes y su nuca como un perfecto círculo—. Acabo de despedirme del coronel, del comandante y del mayor. Sólo me falta usted.
—¿Cuándo es el viaje?
—Mañana temprano. Pero todavía tengo muchas cosas que hacer.
—Ya hace calor —dijo el capitán—. El verano va a ser fuerte este año, vamos a cocinarnos. —Se rió—. Después de todo, a usted qué le importa. En la puna, verano o invierno es lo mismo.
—Si no le gusta el calor —bromeó Gamboa—, podemos hacer un cambio. Yo me quedo en su lugar y usted se va a Juliaca.
—Ni por todo el oro del mundo —dijo el capitán, tomándolo del brazo—. Venga, le invito un trago.
Salieron. En la puerta de una de las cuadras, un cadete con las insignias color púrpura de cuartelero, contaba un alto de prendas.
—¿Porqué no está en clase ese cadete? —preguntó Gamboa.
—No puede con su genio —dijo el capitán, alegremente—. ¿Qué le importa ya lo que hagan los cadetes?
—Tiene usted razón. Es casi un vicio.
Entraron a la cantina de oficiales y el capitán pidió una cerveza. Llenó él mismo los vasos. Brindaron.
—No he estado nunca en Puno —dijo el capitán—. Pero creo que no está mal. Desde Juliaca se puede ir en tren o en auto. También puede darse sus escapadas a Arequipa, de vez en cuando.
—Sí —dijo Gamboa—. Ya me acostumbraré.
—Lo siento mucho por usted —dijo el capitán—. Aunque no lo crea, yo lo estimo, Gamboa. Recuerde que se lo advertí. ¿Conoce ese refrán? «Quien con mocosos se acuesta…» Y, además, no olvide en el futuro que en el Ejército se dan lecciones de reglamento a los subordinados, no a los superiores.
—No me gusta que me compadezcan, mi capitán. Yo no me hice militar para tener la vida fácil. La guarnición de Juliaca o el Colegio Militar me da lo mismo.
—Tanto mejor. Bueno, no discutamos. Salud.
Bebieron lo que quedaba de cerveza en los vasos y el capitán volvió a llenarlos. Por la ventana se veía el descampado; la hierba parecía más alta y clara. La vicuña pasó varias veces: corría muy agitada mirando a todos los lados con sus ojos inteligentes.
—Es el calor —dijo el capitán, señalando al animal con el dedo—. No se acostumbra. El verano pasado estuvo medio loca.
—Voy a ver muchas vicuñas —dijo Gamboa—. Y a lo mejor aprenderé quechua.
—¿Hay compañeros suyos en Juliaca?
—Muñoz. El único.
—¿El burro Muñoz? Es buena gente. ¡Un borracho perdido!
—Quiero pedirle un favor, mi capitán.
—Claro, hombre, diga no más.
—Se trata de un cadete. Necesito hablar con él a solas, en la calle. ¿Puede darle permiso?
—¿Cuánto tiempo?
—Media hora a lo más.
—Ah —dijo el capitán, con una sonrisa maliciosa—. Ajá.
—Es un asunto personal.
—Ya veo. ¿Va usted a pegarle?
—No sé —dijo Gamboa, sonriendo—. A lo mejor.
—¿A Fernández? —dijo el capitán, a media voz—. No vale la pena. Hay una manera mejor de fregarlo. Yo me encargo de él.
—No es él —dijo Gamboa—. El otro. De todos modos, ya no puede hacerle nada.
—¿Nada? —dijo el capitán, muy serio—. ¿Y si pierde el año? ¿Le parece poco?
—Tarde —dijo Gamboa—. Ayer terminaron los exámenes.
—Bah —dijo el capitán—, eso es lo de menos. Todavía no están hechas las libretas.
—¿Está hablando en serio?
El capitán recobró de golpe su buen humor:
—Estoy bromeando, Gamboa —dijo riendo—, no se asuste. No cometeré ninguna injusticia. Llévese al cadete ése y haga con él lo que se le antoje. Pero, eso sí, no le toque la cara; no quiero tener más líos.
—Gracias, mi capitán —Gamboa se puso el quepí—. Ahora tengo que irme. Hasta pronto, espero.
Se dieron la mano. Gamboa fue hasta las aulas, habló con un suboficial y regresó hacia la Prevención, donde había dejado su maleta. El teniente de servicio le salió al encuentro.
—Ha llegado un telegrama para ti, Gamboa.
Lo abrió y lo leyó rápidamente. Luego lo guardó en su bolsillo. Se sentó en la banca —los soldados se pusieron de pie y lo dejaron solo—. Y quedó inmóvil, con la mirada perdida.
—¿Malas noticias? —le preguntó el oficial de servicio.
—No, no —dijo Gamboa—. Cosas de familia.
El teniente indicó a uno de los soldados que preparara café y preguntó a Gamboa si quería una taza; éste asintió. Un momento después, el Jaguar apareció en la puerta de la Prevención. Gamboa bebió el café de un solo trago y se incorporó.
—El cadete va a salir conmigo un momento —dijo al oficial de guardia—. Tiene permiso del capitán.
Cogió su maleta y salió a la avenida Costanera. Caminó por la tierra aplanada, al borde del abismo. El Jaguar lo seguía a unos pasos de distancia. Avanzaron hasta la avenida de las Palmeras. Cuando perdieron de vista el Colegio, Gamboa dejó su maleta en el suelo. Sacó un papel del bolsillo.
—¿Qué significa este papel? —dijo.
—Ahí está bien claro todo, mi teniente —repuso el Jaguar—. No tengo nada más que decir.
—Yo ya no soy oficial del Colegio —dijo Gamboa—. ¿Por qué se ha dirigido a mí? ¿Por qué no se presentó al capitán de año?
—No quiero saber nada con el capitán —dijo el Jaguar. Estaba un poco pálido y sus ojos claros rehuían la mirada de Gamboa. No había nadie por los alrededores. El ruido del mar se oía muy próximo. Gamboa se limpió la frente y echó atrás el quepí: el fino surco apareció bajo la visera, más rojizo y profundo que los otros pliegues de la frente.
—¿Por qué ha escrito esto? —repitió—. ¿Por qué lo ha hecho?
—Eso no le importa —dijo el Jaguar, con voz suave y dócil—. Usted lo único que tiene que hacer es llevarme donde el coronel. Y nada más.
—¿Cree que las cosas se van a arreglar tan fácilmente como la primera vez? —dijo Gamboa—. ¿Eso cree? ¿O quiere divertirse a mi costa?
—No soy ningún bruto —dijo el Jaguar, e hizo un ademán desdeñoso—. Pero yo no le tengo miedo a nadie, mi teniente, sépalo usted, ni al coronel ni a nadie. Yo los defendí de los de cuarto cuando entraron. Se morían de miedo de que los bautizaran, temblaban como mujeres y yo les enseñé a ser hombres. Y a la primera, se me voltearon. Son, ¿sabe usted qué?, unos infelices, una sarta de traidores, eso son. Todos. Estoy harto del Colegio, mi teniente.
—Basta de cuentos —dijo Gamboa—. Sea franco. ¿Por qué ha escrito este papel?
—Creen que soy un soplón —dijo el Jaguar—. ¿Ve usted lo que le digo? Ni siquiera trataron de averiguar la verdad, nada, apenas les abrieron los roperos, los malagradecidos me dieron la espalda. ¿Ha visto las paredes de los baños? «Jaguar, soplón», «Jaguar, amarillo», por todas partes. Y yo lo hice por ellos, eso es lo peor. ¿Qué podía ganar yo? A ver, dígame, mi teniente. Nada, ¿no es cierto? Todo lo hice por la sección. No quiero estar ni un minuto más con ellos. Eran como mi familia, por eso será que ahora me dan más asco todavía.
—No es verdad —dijo Gamboa—; está mintiendo. Si la opinión de sus compañeros le importa tanto, ¿prefiere que sepan que es un asesino?
—No es que me importe su opinión —dijo el Jaguar sordamente—. Es la ingratitud lo que me enferma, nada más.
—¿Nada más? —dijo Gamboa, con una sonrisa burlona—. Por última vez, le pido que sea franco. ¿Por qué no les dijo que fue el cadete Fernández el que los denunció?
Todo el cuerpo del Jaguar pareció replegarse, como sorprendido por una instantánea punzada en las entrañas.
—Pero el caso de él es distinto —dijo, ronco, articulando con esfuerzo—. No es lo mismo, mi teniente. Los otros me traicionaron de pura cobardía. Él quería vengar al Esclavo. Es un soplón y eso siempre da pena en un hombre, pero era por vengar a un amigo, ¿no ve la diferencia, mi teniente?
—Lárguese —dijo Gamboa—. No estoy dispuesto a perder más tiempo con usted. No me interesan sus ideas sobre la lealtad y la venganza.
—No puedo dormir —balbuceó el Jaguar—. Ésa es la verdad, mi teniente, le juro por lo más santo. Yo no sabía lo que era vivir aplastado. No se enfurezca y trate de comprenderme, no le estoy pidiendo gran cosa. Todos dicen «Gamboa es el más fregado de los oficiales, pero el único que es justo». ¿Por qué no me escucha lo que le estoy diciendo?
—Sí —dijo Gamboa—. Ahora sí lo escucho. ¿Por qué mató a ese muchacho? ¿Por qué me ha escrito ese papel?
—Porque estaba equivocado sobre los otros, mi teniente; yo quería librarlos de un tipo así. Piense en lo que pasó y verá que cualquiera se engaña. Hizo expulsar a Cava sólo para poder salir a la calle unas horas, no le importó arruinar a un compañero por conseguir un permiso. Eso lo enfermaría a cualquiera.
—¿Por qué ha cambiado de opinión ahora? —dijo el teniente—. ¿Por qué no me contó la verdad cuando lo interrogué?
—No he cambiado de opinión —dijo el Jaguar—. Sólo que —vaciló un momento e hizo, como para sí, un signo de asentimiento—, ahora comprendo mejor al Esclavo. Para él no éramos sus compañeros, sino sus enemigos. ¿No le digo que no sabía lo que era vivir aplastado? Todos lo batíamos, es la pura verdad, hasta cansarnos, yo más que otros. No puedo olvidarme de su cara, mi teniente. Le juro que en el fondo no sé cómo lo hice. Yo había pensado pegarle, darle un susto. Pero esa mañana lo vi, ahí al frente, con la cabeza levantada y le apunté. Yo quería vengar a la sección, ¿cómo podía saber que los otros eran peor que él, mi teniente? Creo que lo mejor es que me metan a la cárcel. Todos decían que iba a terminar así, mi madre, usted también. Ya puede darse gusto, mi teniente.
—No puedo acordarme de él —dijo Gamboa y el Jaguar lo miró desconcertado—. Quiero decir, de su vida de cadete. A otros los tengo bien presentes, recuerdo su comportamiento en campaña, su manera de llevar el uniforme. Pero a Arana no. Y ha estado tres años en mi compañía.
—No me dé consejos —dijo el Jaguar, confuso—. No me diga nada, le suplico. No me gusta que…
—No estaba hablando con usted —dijo Gamboa—. No se preocupe, no pienso darle ningún consejo. Váyase. Vuelva al Colegio. Sólo tiene permiso por media hora.
—Mi teniente —dijo el Jaguar; quedó un segundo con la boca abierta y repitió—: Mi teniente.
—El caso Arana está liquidado —dijo Gamboa—. El Ejército no quiere saber una palabra más del asunto. Nada puede hacerlo cambiar de opinión. Más fácil sería resucitar al cadete Arana que convencer al Ejército de que ha cometido un error.
—¿No me va a llevar donde el coronel? —preguntó el Jaguar—. Ya no lo mandarán a Juliaca, mi teniente. No ponga esa cara, ¿cree que no me doy cuenta que usted se ha fregado por este asunto? Lléveme donde el coronel.
—¿Sabe usted lo que son los objetivos inútiles? —dijo Gamboa y el Jaguar murmuró: «¿cómo dice?»—. Fíjese, cuando un enemigo está sin armas y se ha rendido, un combatiente responsable no puede disparar sobre él. No sólo por razones morales, sino también militares; por economía. Ni en la guerra debe haber muertos inútiles. Usted me entiende, vaya al Colegio y trate en el futuro de que la muerte del cadete Arana sirva para algo.
Rasgó el papel que tenía en la mano y lo arrojó al suelo.
—Váyase —añadió—. Ya va a ser la hora de almuerzo.
—¿Usted no vuelve, mi teniente?
—No —dijo Gamboa—. Quizá nos veamos algún día. Adiós.
Cogió su maleta y se alejó por la avenida de las Palmeras, en dirección a Bellavista. El Jaguar se quedó mirándolo un momento. Luego recogió los papeles que estaban a sus pies. Gamboa los había rasgado por la mitad. Uniéndolos, se podían leer fácilmente. Se sorprendió al ver que había dos pedazos, además de la hoja de cuaderno en la que había escrito: «Teniente Gamboa: yo maté al Esclavo. Puede pasar un parte y llevarme donde el coronel». Las otras dos mitades eran un telegrama: «Hace dos horas nació niña. Rosa está muy bien. Felicidades. Va carta. Andrés». Rompió los papeles en pedazos minúsculos y los fue dispersando a medida que avanzaba hacia el acantilado. Al pasar por una casa, se detuvo: era una gran mansión, con un vasto jardín exterior. Allí había robado la primera vez. Continuó andando hasta llegar a la Costanera. Miró al mar, a sus pies: estaba menos gris que de costumbre; las olas reventaban en la orilla y morían casi instantáneamente.
HABÍA UNA luz blanca y penetrante que parecía brotar de los techos de las casas y elevarse verticalmente hacia el cielo sin nubes. Alberto tenía la sensación de que sus ojos estallarían al encontrar los reflejos, si miraba fijamente una de esas fachadas de ventanales amplios, que absorbían y despedían el sol como esponjas multicolores. Bajo la ligera camisa de seda su cuerpo transpiraba. A cada momento, tenía que limpiarse el rostro con la toalla. La avenida estaba desierta y era extraño: por lo general, a esa hora comenzaba el desfile de automóviles hacia las playas. Miró su reloj: no vio la hora, sus ojos quedaron embelesados por el brillo fascinante de las agujas, la esfera, la corona, la cadena dorada. Era un reloj muy hermoso, de oro puro. La noche anterior, Pluto le había dicho en el Parque Salazar: «parece un reloj cronómetro». Él repuso: «¡Es un reloj cronómetro! ¿Para qué crees que tiene cuatro agujas y dos coronas? Y además es sumergible y a prueba de golpes». No querían creerle y él se sacó el reloj y le dijo a Marcela: «tíralo al suelo para que vean». Ella no se animaba, emitía unos chillidos breves y destemplados. Pluto, Helena, Emilio, el Bebe, Paco, la urgían. «¿De veras, de veras lo tiro?» «Sí, le decía Alberto; anda, tíralo de una vez.» Cuando lo soltó, todos callaron, siete pares de ojos ávidos anhelaban que el reloj se quebrara en mil pedazos. Pero sólo dio un pequeño rebote y luego Alberto se lo alcanzó: estaba intacto, sin una sola raspadura y andando. Después, él mismo lo sumergió en la fuente enana del Parque para demostrarles que era impermeable. Alberto sonrió. Pensó: «hoy me bañaré con él en la Herradura». Su padre, al regalárselo la noche de Navidad, le había dicho: «por las buenas notas del examen. Al fin comienzas a estar a la altura de tu apellido. Dudo que alguno de tus amigos tenga un reloj así. Podrás darte ínfulas». En efecto, la noche anterior el reloj había sido el tema principal de conversación en el Parque. «Mi padre conoce la vida», pensó Alberto.
Dobló por la avenida Primavera. Se sentía contento, animoso, caminando entre esas mansiones de frondosos jardines, bañado por el resplandor de las aceras; el espectáculo de las enredaderas de sombras y de luces que escalaban los troncos de los árboles o se cimbreaban en las ramas, lo divertía. «El verano es formidable, pensó. Mañana es lunes y para mí será como hoy. Me levantaré a las nueve, vendré a buscar a Marcela e iremos a la playa. En la tarde al cine y en la noche al Parque. Lo mismo el martes, el miércoles, el jueves, todos los días hasta que se termine el verano. Y después ya no tendré que volver al colegio, sino hacer mis maletas. Estoy seguro que Estados Unidos me encantará.» Una vez más, miró el reloj: las nueve y media. Si a esa hora el sol brillaba así, ¿cómo sería a las doce? «Un gran día para la playa», pensó. En la mano derecha, llevaba el traje de baño, enrollado en una toalla verde, de filetes blancos. Pluto había quedado en recogerlo a las diez; estaba adelantado. Antes de entrar al Colegio Militar, siempre llegaba tarde a las reuniones del barrio. Ahora era al contrario, como si quisiera recuperar el tiempo perdido. ¡Y pensar que había pasado dos veranos encerrado en su casa, sin ver a nadie! Sin embargo, el barrio estaba tan cerca, hubiera podido salir cualquier mañana, llegar a la esquina de Colón y Diego Ferré, recobrar a sus amigos con unas cuantas palabras. «Hola. Este año no pude verlos por el internado. Tengo tres meses de vacaciones que quiero pasar con ustedes, sin pensar en las consignas, en los militares, en las cuadras.» Pero qué importaba el pasado, la mañana desplegaba ahora a su alrededor una realidad luminosa y protectora, los malos recuerdos eran de nieve, el amarillento calor los derretía.
Mentira, el recuerdo del colegio despertaba aún esa inevitable sensación sombría y huraña bajo la cual su espíritu se contraía como una mimosa al contacto de la piel humana. Sólo que el malestar era cada vez más efímero, un pasajero granito de arena en el ojo, ya estaba bien de nuevo. Dos meses atrás, si el Leoncio Prado surgía en su memoria el mal humor duraba, la confusión y el disgusto lo asediaban todo el día. Ahora podía recordar muchas cosas como si se tratara de episodios de película. Pasaba días enteros sin evocar el rostro del Esclavo.
Después de cruzar la avenida Petit Thouars se detuvo en la segunda casa y silbó. El jardín de la entrada desbordaba de flores, el pasto húmedo relucía. «¡Ya bajo!», gritó una voz de muchacha. Miró a todos lados: no había nadie, Marcela debía estar en la escalera. ¿Lo haría pasar? Alberto tenía la intención de proponerle un paseo hasta las diez. Irían hacia la línea del tranvía, bajo los árboles de la avenida. Podría besarla. Marcela apareció al fondo del jardín: llevaba pantalones y una blusa suelta a rayas negras y granates. Venía hacia él sonriendo y Alberto pensó: «qué bonita es». Sus ojos y sus cabellos oscuros contrastaban con su piel, muy blanca.
—Hola —dijo Marcela—. Has venido más temprano.
—Si quieres me voy —dijo él. Se sentía dueño de sí mismo. Al principio, sobre todo los días que siguieron a la fiesta donde se declaró a Marcela, se sentía un poco intimidado en el mundo de su infancia, después del oscuro paréntesis de tres años que lo había arrebatado a las cosas hermosas. Ahora estaba siempre seguro y podía bromear sin descanso, mirar a los otros de igual a igual y, a veces, con cierta superioridad.
—Tonto —dijo ella.
—¿Vamos a dar una vuelta? Pluto no vendrá antes de media hora.
—Sí —dijo Marcela—. Vamos —se llevó un dedo a la sien. ¿Qué sugería?—. Mis papás están durmiendo. Anoche fueron a una fiesta, en Ancón. Llegaron tardísimo. Y yo que regresé del Parque antes de las nueve.
Cuando se hubieron alejado unos metros de la casa, Alberto le cogió la mano.
—¿Has visto qué sol? —dijo—. Está formidable para la playa.
—Tengo que decirte una cosa —dijo Marcela. Alberto la miró: tenía una sonrisa encantadoramente maliciosa y una nariz pequeñita e impertinente. Pensó: «es lindísima»
—¿Qué cosa?
—Anoche conocí a tu enamorada.
¿Se trataba de una broma? Todavía no estaba plenamente adaptado, a veces alguien hacía una alusión que todos los del barrio comprendían y él se sentía perdido, a ciegas. No podía desquitarse: ¿cómo hacerles a ellos las bromas de las cuadras? Una imagen bochornosa lo asaltó: el Jaguar y Boa escupían sobre el Esclavo, atado a un catre.
—¿A quién? —dijo, cautelosamente.
—A Teresa —dijo Marcela—. Esa que vive en Lince.
El calor, que había olvidado, se hizo presente de improviso, como algo ofensivo y poderosísimo, aplastante. Se sintió sofocado.
—¿A Teresa dices?
Marcela se rió:
—¿Para qué crees que te pregunté dónde vivía? —Hablaba con un dejo triunfal, estaba orgullosa de su hazaña—. Pluto me llevó en su auto, después del Parque.
—¿A su casa? —tartamudeó Alberto.
—Sí —dijo Marcela; sus ojos negros ardían—. ¿Sabes lo que hice? Toqué la puerta y salió ella misma. Le pregunté si vivía ahí la señora Grellot, ¿sabes quién es, no?, mi vecina. —Calló un instante—. Tuve tiempo de mirarla.
Él ensayó una sonrisa. Dijo, a media voz, «eres una loca», pero el malestar lo había invadido de nuevo. Se sentía humillado.
—Dime —dijo Marcela, con una voz muy dulce y perversa—. ¿Estabas muy enamorado de esa chica?
—No —dijo Alberto—. Claro que no. Era una cosa de colegiales.
—Es una fea —exclamó Marcela, bruscamente irritada—. Una huachafa fea.
A pesar de su confesión, Alberto se sintió complacido. «Está loca por mí, pensó. Se muere de celos.» Dijo:
—Tú sabes que sólo estoy enamorado de ti. No he estado enamorado de nadie como de ti.
Marcela le apretó la mano y él se detuvo. Estiró un brazo para tomarla del hombro y atraerla pero ella resistía: su rostro giraba, los ojos recelosos espiaban el contorno. No había nadie. Alberto sólo rozó sus labios. Siguieron caminando.
—¿Qué te dijo? —preguntó Alberto.
—¿Ella? —Marcela se rió con una risa aseada, líquida—. Nada. Me dijo que ahí vivía la señora no sé qué. Un nombre rarísimo, ni me acuerdo. Pluto se divertía a morir. Comenzó a decir cosas desde el auto y ella cerró la puerta. Nada más. ¿No la has vuelto a ver, no?
—No —dijo Alberto—. Claro que no.
—Dime. ¿Te paseabas con ella por el Parque Salazar?
—Ni siquiera tuve tiempo. Sólo la vi unas cuantas veces, en su casa o en Lima. Nunca en Miraflores.
—¿Y por qué peleaste con ella? —preguntó Marcela.
Era inesperado: Alberto abrió la boca pero no dijo nada. ¿Cómo explicar a Marcela algo que él mismo no comprendía del todo? Teresa formaba parte de esos tres años de Colegio Militar, era uno de esos cadáveres que no convenía resucitar.
—Bah —dijo—. Cuando salí del Colegio me di cuenta que no me gustaba. No volví a verla.
Habían llegado a la línea del tranvía. Bajaron por la avenida Reducto. Él le pasó el brazo por el hombro: bajo su mano, latía una piel suave, tibia, que debía ser tocada con prudencia, como si fuera a deshacerse. ¿Por qué había contado a Marcela la historia de Teresa? Todos los del barrio hablaban de sus enamoradas, la misma Marcela había estado con un muchacho de San Isidro; no quería pasar por un principiante. El hecho de regresar del Colegio Leoncio Prado le daba cierto prestigio en el barrio, lo miraban como al hijo pródigo, alguien que retorna al hogar después de vivir una gran aventura. ¿Qué hubiera ocurrido si esa noche no encuentra allí, en la esquina de Diego Ferré, a los muchachos del barrio?
—Un fantasma —dijo Pluto—. ¡Un fantasma, sí, señor!
El Bebe lo tenía abrazado, Helena le sonreía, Tico le presentaba a los desconocidos, Molly decía «hace tres años que no lo veíamos, nos había olvidado», Emilio lo llamaba «ingrato» y le daba golpecitos afectuosos en la espalda.
—Un fantasma —repitió Pluto—. ¿No les da miedo?
Él estaba con su traje de civil, el uniforme reposaba sobre una silla, el quepí había rodado al suelo, su madre había salido, la casa desierta lo exasperaba, tenía ganas de fumar, sólo hacía dos horas que estaba libre y lo desconcertaban las infinitas posibilidades para ocupar su tiempo que se abrían ante él. «Iré a comprar cigarrillos, pensó; y después, donde Teresa.» Pero una vez que salió y compró cigarrillos, no subió al Expreso, sino que estuvo largo rato ambulando por las calles de Miraflores como lo hubiera hecho un turista o un vagabundo: la avenida Larco, los Malecones, la Diagonal, el Parque Salazar y de pronto allí estaban el Bebe, Pluto, Helena, una gran rueda de rostros sonrientes que le daban la bienvenida.
—Llegas justo —dijo Molly—. Necesitábamos un hombre para el paseo a Chosica. Ahora estamos completos, ocho parejas.
Se quedaron conversando hasta el anochecer, se pusieron de acuerdo para ir en grupo a la playa al día siguiente. Cuando se despidió de ellos, Alberto regresó a su casa, andando lentamente, absorbido por preocupaciones recién adquiridas. Marcela (¿Marcela qué?, no la había visto nunca, vivía en la avenida Primavera, era nueva en Miraflores) le había dicho: «¿Pero vienes de todas maneras, no?». Su ropa de baño estaba vieja, tenía que convencer a su madre que le comprase otra, mañana mismo, a primera hora, para estrenarla en la Herradura.
—¿No es formidable? —dijo Pluto—. ¡Un fantasma de carne y hueso!
—Sí —dijo el teniente Huarina—. Pero vaya rápido donde el capitán.
«Ahora no me puede hacer nada, pensó Alberto. Ya nos dieron las libretas. Le diré en su cara lo que es.» Pero no se lo dijo, se cuadró y lo saludó respetuosamente. El capitán le sonreía, sus ojos examinaban el uniforme de parada. «Es la última vez que me lo pongo», pensaba Alberto. Mas no se sentía exaltado ante la perspectiva de dejar el Colegio para siempre.
—Está bien —dijo el capitán—. Límpiese el polvo de los zapatos. Y preséntese al despacho del coronel sobre la marcha.
Subió las escaleras con un presentimiento de catástrofe. El civil le preguntó su nombre y se apresuró a abrirle la puerta. El coronel estaba en su escritorio. Esta vez también lo impresionó el brillo del suelo, las paredes y los objetos; hasta la piel y los cabellos del coronel parecían encerados.
—Pase, pase, cadete —dijo el coronel.
Alberto seguía intranquilo. ¿Qué escondían ese tono afectuoso, esa mirada amable? El coronel lo felicitó por sus exámenes. «¿Ve usted?, le dijo; con un poco de esfuerzo se obtienen muchas recompensas. Sus calificativos son excelentes.» Alberto no decía nada, recibía los elogios inmóvil y al acecho. «En el Ejército, afirmaba el coronel, la justicia se impone tarde o temprano. Es algo inherente al sistema, usted se debe haber dado cuenta por experiencia propia. Veamos, cadete Fernández: estuvo a punto de arruinar su vida, de manchar un apellido honorable, una tradición familiar ilustre. Pero el Ejército le dio una última oportunidad. No me arrepiento de haber confiado en usted. Déme la mano, cadete.» Alberto tocó un puñado de carne blanda, esponjosa. «Se ha enmendado usted, añadió el coronel. Enmendado, sí. Por eso lo he hecho venir. Dígame, ¿cuáles son sus planes para el futuro?» Alberto le dijo que iba a ser ingeniero. «Bien, dijo el coronel. Muy bien. La Patria necesita técnicos. Hace usted bien, es una profesión útil. Le deseo mucha suerte.» Alberto, entonces, sonrió con timidez y dijo: «no sé cómo agradecerle, mi coronel. Muchas gracias, muchas». «Puede retirarse ahora, le dijo el coronel. Ah, y no olvide inscribirse en la Asociación de exalumnos. Es preciso que los cadetes mantengan vínculos con el colegio. Todos formamos una gran familia.» El Director se puso de pie, lo acompañó hasta la puerta y sólo allí recordó algo. «Es cierto, dijo, haciendo un trazo aéreo con la mano. Olvidaba un detalle.» Alberto se cuadró.
—¿Recuerda usted unas hojas de papel? Ya sabe de qué hablo, un asunto feo.
Alberto bajó la cabeza y murmuró:
—Sí, mi coronel.
—He cumplido mi palabra —dijo el coronel—. Soy un hombre de honor. Nada empañará su futuro. He destruido esos documentos.
Alberto le agradeció efusivamente y se alejó haciendo venias: el coronel le sonreía desde el umbral de su despacho.
—Un fantasma —insistió Pluto—. ¡Vivito y coleando!
—Ya basta —dijo el Bebe—. Todos estamos muy contentos con la venida de Alberto. Pero déjanos hablar.
—Tenemos que ponernos de acuerdo para el paseo —dijo Molly.
—Claro —dijo Emilio—. Ahora mismo.
—De paseo con un fantasma —dijo Pluto—. ¡Qué formidable!
Alberto caminaba de vuelta a su casa, ensimismado, aturdido. El invierno moribundo se despedía de Miraflores con una súbita neblina que se había instalado a media altura, entre la tierra y la cresta de los árboles de la avenida Larco: al atravesarla, las luces de los faroles se debilitaban, la neblina estaba en todas partes ahora, envolviendo y disolviendo objetos, personas, recuerdos: los rostros de Arana y el Jaguar, las cuadras, las consignas, perdían actualidad y, en cambio, un olvidado grupo de muchachos y muchachas volvía a su memoria, él conversaba con esas imágenes de sueño en el pequeño cuadrilátero de hierba de la esquina de Diego Ferré y nada parecía haber cambiado, el lenguaje y los gestos le eran familiares, la vida parecía tan armoniosa y tolerable, el tiempo avanzaba sin sobresaltos, dulce y excitante como los ojos oscuros de esa muchacha desconocida que bromeaba con él cordialmente, una muchacha pequeña y suave, de voz clara y cabellos negros. Nadie se sorprendía al verlo allí de nuevo, convertido en un adulto; todos habían crecido, hombres y mujeres parecían más instalados en el mundo, pero el clima no había variado y Alberto reconocía las preocupaciones de antaño, los deportes y las fiestas, el cinema, las playas, el amor, el humor bien criado, la malicia fina. Su habitación estaba a oscuras; de espaldas en el lecho, Alberto soñaba sin cerrar los ojos. Habían bastado apenas unos segundos para que el mundo que abandonó le abriera sus puertas y lo recibiera otra vez en su seno sin tomarle cuentas, como si el lugar que ocupaba entre ellos le hubiera sido celosamente guardado durante esos tres años. Había recuperado su porvenir.
—¿No te daba vergüenza? —dijo Marcela.
—¿Qué?
—Pasearte con ella en la calle.
Sintió que la sangre afluía a su rostro. ¿Cómo explicarle que no sólo no le daba vergüenza, sino que se sentía orgulloso de mostrarse ante todo el mundo con Teresa? ¿Cómo explicarle que, precisamente, lo único que lo avergonzaba en ese tiempo era no ser como Teresa, alguien de Lince o de Bajo el Puente, que su condición de miraflorino en el Leoncio Prado era más bien humillante?
—No —dijo—. No me daba vergüenza.
—Entonces estabas enamorado de ella —dijo Marcela—. Te odio.
Él le apretó la mano; la cadera de la muchacha tocaba la suya y Alberto, a través de ese breve contacto, sintió una ráfaga de deseo. Se detuvo.
—No —dijo ella—. Aquí no, Alberto.
Pero no resistió y él pudo besarla largamente en la boca. Cuando se separaron, Marcela tenía el rostro arrebatado y los ojos ardientes.
—¿Y tus papás? —dijo ella.
—¿Mis papás?
—¿Qué pensaban de ella?
—Nada. No sabían.
Estaban en la alameda Ricardo Palma. Caminaban por el centro, bajo los altos árboles que sombreaban a trozos el paseo. Había algunos transeúntes y una vendedora de flores, bajo un toldo. Alberto soltó el hombro de Marcela y la tomó de la mano. A lo lejos, una línea constante de automóviles ingresaba a la avenida Larco. «Van a la playa», pensó Alberto.
—¿Y de mí, saben? —dijo Marcela.
—Sí —repuso él—. Y están encantados. Mi papá dice que eres muy linda.
—¿Y tu mamá?
—También.
—¿De veras?
—Sí, claro que sí. ¿Sabes lo que dijo mi papá el otro día? Que antes de mi viaje te invite para que vayamos de paseo, un domingo, a las playas del Sur. Mis papás, tú y yo.
—Ya está —dijo ella—. Ya hablaste de eso.
—Oh, pero si vendré todos los años. Estaré aquí las vacaciones íntegras, tres meses cada año. Además, es una carrera muy corta. En Estados Unidos no es como aquí, todo es más rápido, más perfeccionado.
—Prometiste no hablar de eso, Alberto —protestó ella—. Te odio.
—Perdóname —dijo él—. Fue sin darme cuenta. ¿Sabes que mis papás se llevan ahora muy bien?
—Sí. Ya me contaste. ¿Y ya no sale nunca tu papá? Él tiene la culpa de todo. No comprendo cómo lo soporta tu mamá.
—Ahora está más tranquilo —dijo Alberto—. Están buscando otra casa, más cómoda. Pero a veces mi papá se escapa y sólo aparece al día siguiente. No tiene remedio.
—¿Tú no eres como él, no?
—No —dijo Alberto—. Yo soy muy serio.
Ella lo miró con ternura. Alberto pensó: «estudiaré mucho y seré un buen ingeniero. Cuando regrese, trabajaré con mi papá, tendré un carro convertible, una gran casa con piscina. Me casaré con Marcela y seré un donjuán. Iré todos los sábados a bailar al Grill Bolívar y viajaré mucho. Dentro de algunos años ni me acordaré que estuve en el Leoncio Prado».
—¿Qué te pasa? —dijo Marcela—. ¿En qué piensas?
Estaban en la esquina de la avenida Larco. A su alrededor había gente; las mujeres llevaban blusas y faldas de colores claros, zapatos blancos, sombreros de paja, anteojos para el sol. En los automóviles convertibles se veía hombres y mujeres en ropa de baño, conversando y riendo.
—Nada —dijo Alberto—. No me gusta acordarme del Colegio Militar.
—¿Por qué?
—Me pasaba la vida castigado. No era muy agradable.
—El otro día —dijo ella—, mi papá me preguntó por qué te habían puesto en ese Colegio.
—Para corregirme —dijo Alberto—. Mi papá decía que yo podía burlarme de los curas pero no de los militares.
—Tu papá es un hereje.
Subieron por la avenida Arequipa. A la altura de Dos de Mayo, de un coche rojo les gritaron: «oho, oho, Alberto, Marcela»; ellos alcanzaron a ver a un muchacho que los saludaba con la mano. Le hicieron adiós.
—¿Sabías? —dijo Marcela—. Se ha peleado con Úrsula.
—¿Ah, sí? No sabía.
Marcela le contó los pormenores de la ruptura. Él no comprendía bien, involuntariamente se había puesto a pensar en el teniente Gamboa. «Debe seguir en la puna. Se portó bien conmigo y por eso lo sacaron de Lima. Y todo porque me corrí. Tal vez pierda su ascenso y se quede muchos años de teniente. Sólo por haber creído en mí.»
—¿Me estás oyendo, o no? —dijo Marcela.
—Claro que sí —dijo Alberto—. ¿Y después?
—La llamó por teléfono montones de veces, pero ella apenas reconocía su voz, colgaba. Bien hecho, ¿no te parece?
—Por supuesto —dijo él—. Muy bien hecho.
—¿Tú harías algo como lo que hizo él?
—No —dijo Alberto—. Nunca.
—No te creo —dijo Marcela—. Todos los hombres son unos bandidos.
Estaban en la avenida Primavera. A lo lejos vieron el automóvil de Pluto. Éste, desde la calzada, les hizo ademanes amenazadores. Llevaba una reluciente blusa amarilla, un pantalón caqui arremangado hasta los tobillos, mocasines y medias cremas.
—¡Son ustedes unos frescos! —les gritó—. ¡Unos frescos!
—¿No es lindo? —dijo Marcela—. Lo adoro.
Corrió hacia Pluto y éste, teatralmente, simuló degollarla. Marcela se reía y su risa parecía una fuente, refrescaba la mañana soleada. Alberto sonrió a Pluto y éste le lanzó un puñete afectuoso al hombro.
—Creí que la habías raptado, hermano —dijo Pluto.
—Un segundo —dijo Marcela—. Voy a sacar mi ropa de baño.
—Apúrate o te dejamos —dijo Pluto.
—Sí —dijo Alberto—. Apúrate o te dejamos.
—¿Y ELLA qué te dijo? —preguntó el flaco Higueras.
Ella estaba inmóvil y atónita. Olvidando un instante su turbación, él pensó: «todavía se acuerda». En la luz gris que bajaba suavemente, como una rala lluvia, hasta esa calle de Lince ancha y recta, todo parecía de ceniza: la tarde, las viejas casas, los transeúntes que se aproximaban o alejaban a pasos tranquilos, los postes idénticos, las veredas desiguales, el polvo suspendido en el aire.
—Nada. Se quedó mirándome con unos ojazos asustados, como si yo le diera miedo.
—No creo —dijo el flaco Higueras—. Eso no creo. Algo tuvo que decirte. Al menos hola o qué ha sido de tu vida, o cómo estás; en fin, algo.
No, no le había dicho nada hasta que él habló de nuevo. Sus primeras palabras, al abordarla, habían sido precipitadas, imperiosas: «Teresa, ¿te acuerdas de mí? ¿Cómo estás?». El Jaguar sonreía, para mostrar que nada había de sorprendente en ese encuentro, que se trataba de un episodio banal, chato y sin misterio. Pero esa sonrisa le costaba un esfuerzo muy grande y en su vientre había brotado, como esos hongos de silueta blanca y cresta amarillenta que nacen repentinamente en las maderas húmedas, un malestar insólito, que invadía ahora sus piernas, ansiosas de dar un paso atrás, adelante o a los lados, sus manos que querían zambullirse en los bolsillos o tocar su propia cara; y, extrañamente, su corazón albergaba un miedo animal, como si esos impulsos, al convertirse en actos, fueran a desencadenar una catástrofe.
—¿Y tú qué hiciste? —dijo el flaco Higueras.
—Le dije otra vez: «hola, Teresa. ¿No te acuerdas de mí?».
Y entonces ella dijo:
—Claro que sí. No te había reconocido.
Él respiró. Teresa le sonreía, le tendía la mano. El contacto fue muy breve, apenas sintió el roce de los dedos de la muchacha, pero todo su cuerpo se serenó y desaparecieron el malestar, la agitación de sus miembros, y el miedo.
—¡Qué suspenso! —dijo el flaco Higueras.
Estaba en una esquina, mirando distraídamente a su alrededor mientras el heladero le servía un barquillo doble de chocolate y vainilla; a unos pasos de distancia, el tranvía Lima-Chorrillos se inmovilizaba con un breve chirrido junto a la caseta de madera, la gente que esperaba en la plataforma de cemento se movía y congregaba ante la puerta metálica bloqueando la salida, los pasajeros que bajaban tenían que abrirse paso a empujones, Teresa apareció en lo alto de la escalerilla, la precedían dos mujeres cargadas de paquetes: en medio de esa aglomeración parecía una muchacha en peligro. El heladero le alcanzaba el barquillo, él alargó la mano, la cerró y algo se deshizo, bajo sus ojos la bola de helado se estrelló en sus zapatos, «miéchica, dijo el heladero, es su culpa, yo no le doy otro». Pateó al aire y la bola de helado salió despedida varios metros. Dio media vuelta, ingresó a una calle pero segundos después se detuvo y volvió la cabeza: en la esquina desaparecía el último vagón del tranvía. Regresó corriendo y vio, a lo lejos, a Teresa, caminando sola. La siguió, ocultándose detrás de los transeúntes. Pensaba: «ahorita entrará a una casa y no la volveré a ver». Tomó una decisión: «doy la vuelta a la manzana si la encuentro al llegar a la esquina, me la acerco». Echó a correr, primero despacio, luego como un endemoniado, al doblar una calle tropezó con un hombre que le mentó la madre desde el suelo. Cuando se detuvo, estaba sofocado y transpiraba. Se limpió la frente con la mano, entre los dedos sus ojos comprobaron que Teresa venía hacia él.
—¿Qué más? —dijo el flaco Higueras.
—Conversamos —dijo el Jaguar—. Estuvimos conversando.
—¿Mucho rato? —dijo el flaco Higueras—. ¿Cuánto rato?
—No sé —dijo el Jaguar—. Creo que poco. La acompañé hasta su casa.
Ella iba por el interior de la calzada, él a la orilla de la pista. Teresa caminaba lentamente, a veces se volvía a mirarlo y él descubría que sus ojos eran más seguros que antes y por momentos hasta osados, su mirada más luminosa.
—¿Hace como cinco años, no? —decía Teresa—. Quizá más.
—Seis —dijo el Jaguar; bajó un poco la voz—: Y tres meses.
—La vida se pasa volando —dijo Teresa—. Pronto estaremos viejos.
Se rió y el Jaguar pensó: «ya es una mujer».
—¿Y tu mamá? —dijo ella.
—¿No sabías? Se murió.
—Ése era un buen pretexto —dijo el flaco Higueras—. ¿Qué hizo ella?
—Se paró —repuso el Jaguar; tenía un cigarrillo entre los labios y miraba el cono de humo denso que expulsaba su boca; una de sus manos tamborileaba en la mesa mugrienta dijo: «¡qué pena! Pobrecita».
—Ahí debiste besarla y decirle algo —dijo el flaco Higueras—. Era el momento.
—Sí —dijo el Jaguar—. Pobrecita.
Quedaron callados. Continuaron caminando. Él tenía las manos en los bolsillos y la miraba de reojo. De pronto dijo:
—Quería hablarte. Quiero decir, hace tiempo. Pero no sabía dónde estabas.
—¡Ah! —dijo el flaco Higueras—. ¡Te atreviste!
—Sí —dijo el Jaguar; miraba el humo con ferocidad—. Sí.
—Sí —dijo Teresa—. Desde que nos mudamos no he vuelto a Bellavista. Hace cuánto tiempo.
—Quería pedirte perdón —dijo el Jaguar—. Quiero decir por lo de la playa, esa vez.
Ella no dijo nada, pero le miró a los ojos, sorprendida. El Jaguar bajó la vista y susurró:
—Quiero decir, perdón por haberte insultado.
—Ya me había olvidado de eso —dijo Teresa—. Era una cosa de chicos, mejor ni acordarse. Además, después que el policía te llevó, tuve pena. Ah, sí, de veras —miraba al frente, pero el Jaguar comprendió que ya no veía sino el pasado, que iba abriéndose en su memoria como un abanico—, esa tarde fui a tu casa y le conté todo a tu mamá. Fue a buscarte a la comisaría y le dijeron que te habían soltado. Estuvo toda la noche en mi casa, llorando. ¿Qué pasó? ¿Por qué no volviste?
—Ése también era un buen momento —dijo el flaco Higueras. Acababa de beber su copa de pisco y aún la tenía suspendida junto a su boca, con dos dedos—. Un momento bien sentimental, a mi parecer.
—Le conté todo —dijo el Jaguar.
—¿Qué es todo? —dijo el flaco Higueras—. ¿Que viniste a buscarme con una cara de perro apaleado, le contaste que te volviste un ladrón y un putañero?
—Sí —dijo el Jaguar—. Le conté todos los robos, es decir, los que me acordaba. Todo, menos lo de los regalos, pero ella adivinó, ahí mismo.
—Eras tú —dijo Teresa—. Todos esos paquetes me los mandabas tú.
—Ah —dijo el flaco Higueras—. Te gastabas la mitad de las ganancias en el burdel y la otra mitad comprándole regalos. ¡Qué muchacho!
—No —dijo el Jaguar—. En el bulín no gastaba casi nada, las mujeres no me cobraban.
—¿Por qué hiciste eso? —preguntó Teresa.
El Jaguar no contestó: había sacado las manos de los bolsillos y jugaba con sus dedos.
—¿Estabas enamorado de mí? —dijo Teresa; él la miró y ella no había enrojecido; su expresión era tranquila y suavemente intrigada.
—Sí —dijo el Jaguar—. Por eso me peleé con el muchacho de la playa.
—¿Tenías celos? —dijo Teresa. En su voz había ahora algo que lo desconcertó: una indefinible presencia, un ser inesperado, huidizo y soberbio.
—Sí —dijo el Jaguar—. Por eso te insulté. ¿Me has perdonado?
—Sí —dijo Teresa—. Pero tú debiste volver. ¿Por qué no me buscaste?
—Tenía vergüenza —dijo el Jaguar—. Pero una vez volví, cuando agarraron al flaco.
—¡También le hablaste de mí! —dijo el flaco Higueras, orgulloso—. Entonces le contaste todo de verdad.
—Y ya no estabas —dijo el Jaguar—. Había otra gente en tu casa. Y también en la mía.
—Yo siempre pensaba en ti —dijo Teresa. Y añadió, llena de sabiduría—: ¿Sabes? A ese muchacho que le pegaste en la playa, no lo volví a ver.
—¿Nunca? —dijo el Jaguar.
—Nunca —dijo Teresa—. No volvió más a la playa. —Lanzó una carcajada; parecía haber olvidado la historia de los robos y los burdeles; sus ojos sonreían, despreocupados y divertidos—. Seguro se asustó. Pensaría que le ibas a pegar otra vez.
—Yo lo odiaba —dijo el Jaguar.
—¿Te acuerdas cuándo ibas a esperarme a la salida del colegio? —dijo Teresa.
El Jaguar asintió. Caminaba muy cerca de ella y, a veces, su brazo la rozaba.
—Las chicas creían que eras mi enamorado —dijo Teresa—. Te decían «el viejo». Como siempre estabas tan serio…
—¿Y tú? —dijo el Jaguar.
—Sí —dijo el flaco Higueras—. Eso. ¿Y ella qué había hecho todo, ese tiempo?
—No terminó el colegio —dijo el Jaguar—. Entró a una oficina como secretaria. Todavía trabaja ahí.
—¿Y qué más? —dijo el flaco Higueras—. ¿Cuántos moscardones en su vida, cuántos amores?
—Estuve con un muchacho —dijo Teresa—. A lo mejor vas y le pegas, también.
Los dos se rieron. Habían dado varias vueltas a la manzana. Se detuvieron un momento en la esquina y, sin que ninguno lo sugiriera, iniciaron una nueva vuelta.
—¡Vaya! —dijo el flaco—. Ahí la cosa comenzó a ponerse bien. ¿Te contó algo más?
—Ese tipo la plantó —dijo el Jaguar—. No volvió a buscarla. Y un día lo vio paseándose de la mano con una chica de plata, una chica decente, ¿me entiendes? Dice que esa noche no durmió y pensó hacerse monja.
El flaco Higueras se rió a carcajadas. Había terminado otra copa de pisco y le indicó por señas al hombre que servía que volviera a llenársela.
—Estaba enamorada de ti, no hay nada que hacer —dijo el flaco Higueras—. Si no, jamás te hubiera contado eso. Porque las mujeres son una barbaridad de vanidosas. ¿Y tú qué hiciste?
—Me alegro que ese tipo te plantara —dijo el Jaguar—. Bien hecho. Para que sepas cómo me sentía yo cuando ibas a la playa con ése al que le pegué.
—¿Y ella? ¿Y ella? —dijo el flaco.
—Eres un vengativo —dijo Teresa.
Además, simuló golpearlo. Pero no bajó la mano que había levantado burlonamente, la conservó en el aire mientras sus ojos, de improviso locuaces, lo desafiaban con dichosa insolencia. El Jaguar cogió la mano que lo amenazaba. Teresa se dejó ir contra él, apoyó el rostro en su pecho y, con la mano libre, lo abrazó.
—Era la primera vez que la besaba —dijo el Jaguar—. La besé varias veces; quiero decir en la boca. Ella también me besó.
—Se entiende, compañero —dijo el flaco—. Claro que se entiende. ¿Y al cuánto tiempo se casaron?
—Al poco tiempo —dijo el Jaguar—. A los quince días.
—Qué apuro —dijo el flaco. Nuevamente, tenía la copa de pisco en la mano y la movía con inteligencia: el líquido transparente llegaba hasta el mismo borde y regresaba.
—Ella fue a esperarme al día siguiente a la agencia. Nos paseamos un rato y después fuimos al cine. Y esa noche me dijo que le había contado todo a su tía y que estaba furiosa. No quería que me viera más.
—¡Qué atrevimiento! —dijo el flaco Higueras. Había exprimido medio limón en su boca y ahora acercaba a los labios la copa de pisco, con una mirada ferviente y codiciosa—. ¿Qué hiciste?
—Pedí un adelanto en el Banco. El administrador es buena gente. Me dio una semana de permiso. Me dijo: «me gusta ver cómo se suicida la gente. Cásese no más, y el próximo lunes está usted aquí, a las ocho en punto».
—Háblame un poco de la bendita tía —dijo el flaco Higueras—. ¿Fuiste a verla?
—Después —dijo el Jaguar—. Esa misma noche, cuando Teresa me contó lo de su tía, le pregunté si quería casarse conmigo.
—Sí —dijo Teresa—. Yo sí quiero. Pero ¿y mi tía?
—Que se vaya a la mierda —dijo el Jaguar.
—Jura que le dijiste mierda con todas las letras —dijo el flaco Higueras.
—Sí —dijo el Jaguar.
—No digas lisuras en mí delante —dijo Teresa.
—Es una chica simpática —dijo el flaco Higueras—. Por lo que me cuentas, veo que es simpática. No debiste decir eso de su tía.
—Ahora me llevo bien con ella —dijo el Jaguar—. Pero cuando fuimos a verla, después de casarnos, me dio una cachetada.
—Debe ser una mujer de carácter —dijo el flaco Higueras—, ¿dónde te casaste?
—En Huacho. El cura no quería casarnos porque faltaban las proclamas y no sé qué otras cosas. Pasé un mal rato.
—Me figuro, me figuro —dijo el flaco Higueras.
—¿No ve usted que me la he robado? —dijo el Jaguar—. ¿No ve que casi no me queda plata? ¿Cómo quiere que espere ocho días?
La puerta de la sacristía estaba abierta y el Jaguar divisaba, tras la cabeza calva del cura, un trozo de pared de la iglesia: los exvotos de plata resaltaban en el enlucido sucio y con cicatrices. El cura tenía los brazos cruzados sobre el pecho, sus manos se calentaban bajo las axilas como en un nido; sus ojos eran pícaros y bondadosos. Teresa estaba junto al Jaguar, la boca ansiosa, los ojos atemorizados. De pronto, sollozó.
—¡Me dio una cólera cuando la vi llorando! —dijo el Jaguar. Lo agarré al cura por el pescuezo.
—¡No! —dijo el flaco—. ¿Del pescuezo?
—Sí —dijo el Jaguar—. Se le salían los ojos del ahogo.
—¿Saben cuánto cuesta? —dijo el cura, frotándose el cuello.
—Gracias, padre —dijo Teresa—. Muchísimas gracias, padrecito.
—¿Cuánto? —dijo el Jaguar.
—¿Cuánto tienes? —preguntó el cura.
—Trescientos soles —dijo el Jaguar.
—La mitad —dijo el cura—. No para mí, para mis pobres.
—Y nos casó —dijo el Jaguar—. Se portó bien. Compró una botella de vino con su plata y nos la tomamos en la sacristía: Teresa se mareó un poco.
—¿Y la tía? —dijo el flaco—. Háblame de ella, por lo que más quieras.
—Regresamos a Lima al día siguiente y fuimos a verla. Le dije que nos habíamos casado y le mostré el papel que nos dio el cura. Entonces me lanzó la cachetada. Teresa se enfureció y le dijo eres una egoísta y una tal por cual. Al fin, terminaron llorando las dos. La vieja decía que la íbamos a abandonar y que se iba a morir como un perro. Le prometí que viviría con nosotros. Entonces se calmó y llamó a los vecinos y dijo que había que celebrar la boda. No es mala gente, un poco renegona, pero no se mete conmigo.
—Yo no podría vivir con una vieja —dijo el flaco Higueras, súbitamente desinteresado de la historia del Jaguar—. Cuando era chico vivía con mi abuela, que estaba loca. Se pasaba el día hablando sola y persiguiendo unas gallinas que no existían. Me asustaba. Vez que veo a una vieja me acuerdo de mi abuela. No podría vivir con una vieja, todas son un poco locas.
—¿Qué vas a hacer ahora? —dijo el Jaguar.
—¿Yo? —dijo el flaco Higueras, sorprendido—. No sé. Por lo pronto, emborracharme. Después, ya se verá. Quiero pasearme un poco. Hace tiempo que no veo la calle.
—Si quieres —dijo el Jaguar—, ven a mi casa. Mientras tanto.
—Gracias —dijo el flaco Higueras, riendo—. Pero pensándolo bien, me parece que no. Ya te dije que no puedo vivir con viejas. Y además tu mujer me debe odiar. Mejor que ni sepa que he salido. Algún día te iré a buscar a la agencia donde trabajas para que nos tomemos unas copas. A mí me encanta conversar con los amigos. Pero no podremos vernos con frecuencia; tú te has vuelto un hombre serio y yo no me junto con hombres serios.
—¿Vas a seguir en lo mismo? —dijo el Jaguar.
—¿Quieres decir robando? —El flaco Higueras hizo una mueca—. Supongo que sí. ¿Sabes por qué? Porque la cabra tira al monte, como decía el Culepe. Por ahora me convendría salir de Lima.
—Yo soy tu amigo —dijo el Jaguar—. Avísame si puedo ayudarte en algo.
—Sí puedes —dijo el flaco—. Págame estas copas. No tengo ni un cobre.