ENTRARON DESPUÉS del almuerzo como una inundación. Alberto los sintió aproximarse: invadían el descampado con un rumor de hierbas pisoteadas, repiqueteaban como frenéticos tambores en la pista de desfile, bruscamente en el patio del año estallaba un incendio de ruidos, centenares de botines despavoridos martillaban contra el pavimento. De pronto, cuando el sonido había llegado al paroxismo, las dos hojas de la puerta se abrieron de par en par y en el umbral de la cuadra surgieron cuerpos y rostros conocidos. Escuchó que varias voces nombraban instantáneamente a él y al Jaguar. La marea de cadetes penetraba en la cuadra y se escindía en dos olas apresuradas que corrían, una hacia él y la otra hacia el fondo, donde estaba el Jaguar. Vallano iba a la cabeza del grupo de cadetes que se le acercaba, todos hacían gestos y la curiosidad relampagueaba en sus ojos: él se sentía electrizado ante tantas miradas y preguntas simultáneas. Por un segundo, tuvo la impresión que iban a lincharlo. Trató de sonreír pero era en vano: no podían notarlo, la venda le cubría casi toda la cara. Le decían: «drácula», «monstruo», «Franquestein», «Rita Hayworth». Después fue una andanada de preguntas. Él simuló una voz ronca y dificultosa, como si la venda lo sofocara. «He tenido un accidente, murmuró. Sólo esta mañana he salido de la clínica.» «Fijo que vas a quedar más feo de lo que eras», le decía Vallano, amistosamente; otros profetizaban: «perderás un ojo, en vez de poeta te diremos tuerto». No le pedían explicaciones, nadie reclamaba pormenores del accidente, se había entablado un tácito torneo, todos rivalizaban en buscar apodos, burlas plásticas y feroces. «Me atropelló un automóvil, dijo Alberto. Me lanzó de bruces al suelo en la Avenida 2 de Mayo.» Pero ya el grupo que lo rodeaba se movía, algunos se iban a sus camas, otros se acercaban y reían a carcajadas de su vendaje. Súbitamente, alguien gritó: «apuesto que todo eso es mentira. El Jaguar y el poeta se han trompeado». Una risa estentórea estremeció la cuadra. Alberto pensó con gratitud en el enfermero: la venda que ocultaba su rostro era un aliado, nadie podía leer la verdad en sus facciones. Estaba sentado en su cama. Su único ojo dominaba a Vallano, parado frente a él, a Arróspide y a Montes. Los veía a través de una niebla. Pero adivinaba a los otros, oía las voces que bromeaban sobre él y el Jaguar, sin convicción pero con mucho humor. «¿Qué le has hecho al poeta, Jaguar?», decía uno. Otro, le preguntaba—: «¿poeta, así que peleas con las uñas, como las mujeres?». Alberto trataba ahora de distinguir, en el ruido, la voz del Jaguar, pero no lo lograba. Tampoco podía verlo: los roperos, las varillas de las literas, los cuerpos de sus compañeros bloqueaban el camino. Las bromas seguían; destacaba la voz de Vallano, un veneno silbante y pérfido; el negro estaba inspirado, despedía chorros de mordacidad y humor.
De pronto, la voz del Jaguar dominó la cuadra: «¡basta! No frieguen». De inmediato, el vocerío decayó, sólo se oían risitas burlonas y disimuladas, tímidas. A través de su único ojo —el párpado se abría y cerraba vertiginosamente—, Alberto descubrió un cuerpo que se desplazaba junto a la litera de Vallano, apoyaba los brazos en la litera superior y hacía flexión: fácilmente el busto, las caderas, las piernas se elevaban, el cuerpo se encaramaba ahora sobre el ropero y desaparecía de su vista; sólo podía ver los pies largos y las medias azules caídas en desorden sobre los botines color chocolate, como la madera del ropero. Los otros no habían notado nada aún, las risitas continuaban, huidizas, emboscadas. Al escuchar las palabras atronadoras de Arróspide, no pensó que ocurría algo excepcional, pero su cuerpo había comprendido: estaba tenso, el hombro se aplastaba contra la pared hasta hacerse daño. Arróspide repitió, en un alarido: «¡alto, Jaguar! Nada de gritos, Jaguar. Un momento». Había un silencio completo, ahora, toda la sección había vuelto la vista hacia el brigadier, pero Alberto no podía mirarlo a los ojos: las vendas le impedían levantar la cabeza, su ojo de cíclope veía los dos botines inmóviles, la oscuridad interior de sus párpados, de nuevo los botines. Y Arróspide repitió aún, varias veces, exasperado: «¡alto ahí, Jaguar! Un momento, Jaguar». Alberto escuchó un roce de cuerpos: los cadetes que estaban tendidos en sus camas se incorporaban, alargaban el cuello hacia el ropero de Vallano.
—¿Qué pasa? —dijo, finalmente, el Jaguar—. ¿Qué hay Arróspide, qué tienes?
Inmóvil en su sitio, Alberto miraba a los cadetes más próximos: sus ojos eran dos péndulos, se movían de arriba abajo, de un extremo a otro de la cuadra, de Arróspide al Jaguar.
—Vamos a hablar —gritó Arróspide—. Tenemos muchas cosas que decirte. Y en primer lugar, nada de gritos. ¿Entendido, Jaguar? En la cuadra han pasado muchas cosas desde que Gamboa te mandó al calabozo.
—No me gusta que me hablen en ese tono —repuso el Jaguar con seguridad, pero a media voz; si los demás cadetes no hubieran permanecido en silencio, sus palabras apenas se hubiesen oído—. Si quieres hablar conmigo, mejor te bajas de ese ropero y vienes aquí. Como la gente educada.
—No soy gente educada —chilló Arróspide.
«Está furioso, pensó Alberto. Está muerto de furia. No quiere pelear con el Jaguar, sino avergonzarlo delante de todos.»
—Sí eres educado —dijo el Jaguar—. Claro que sí. Todos los miraflorinos como tú son educados.
—Ahora estoy hablando como brigadier, Jaguar. No trates de provocar una pelea, no seas cobarde, Jaguar. Después, todo lo que quieras. Pero ahora vamos a hablar. Aquí han pasado cosas muy raras, ¿me oyes? Apenas te metieron al calabozo, ¿sabes lo que pasó? Cualquiera te lo puede decir. Los tenientes y los suboficiales se volvieron locos de repente. Vinieron a la cuadra, abrieron los roperos, sacaron los naipes, las botellas, las ganzúas. Nos han llovido papeletas y consignas. Casi toda la sección tiene que esperar un buen tiempo antes de salir a la calle, Jaguar.
—¿Y? —dijo el Jaguar—. ¿Qué tengo que ver yo con eso?
—¿Todavía preguntas?
—Sí —dijo el Jaguar, tranquilo—. Todavía pregunto.
—Tú les dijiste al Boa y al Rulos que si te fregaban, jodías a toda la sección. Y lo has hecho, Jaguar. ¿Sabes lo que eres? Un soplón. Has fregado a todo el mundo. Eres un traidor, un amarillo. En nombre de todos te digo que ni siquiera te mereces que te rompamos la cara. Eres un asco, Jaguar. Ya nadie te tiene miedo. ¿Me has oído?
Alberto se ladeó ligeramente y echó la cabeza hacia atrás; de este modo pudo verlo: sobre el ropero, Arróspide parecía más alto; tenía el cabello alborotado; los brazos y las piernas, muy largos, acentuaban su flacura. Estaba con los pies separados, los ojos muy abiertos e histéricos y los puños cerrados. ¿Qué esperaba el Jaguar? De nuevo, Alberto percibía a través de una bruma intermitente: el ojo parpadeaba sin tregua.
—Quieres decir que soy un soplón —dijo el Jaguar—. ¿No es eso? Di, Arróspide. ¿Eso es lo que quieres decir, que soy un soplón?
—Ya lo he dicho —gritó Arróspide—. Y no sólo yo. Todos, toda la cuadra, Jaguar. Eres un soplón.
De inmediato se oyeron pasos atolondrados, alguien corría por el centro de la cuadra, entre los roperos y los cadetes inmóviles y se detenía precisamente en el ángulo que su ojo dominaba. Era el Boa.
—Baja, baja maricón —gritó el Boa—. Baja.
Estaba junto al ropero, su cabeza enmarañada vacilaba como un penacho a pocos centímetros de los botines semiocultos por las medias azules. «Ya sé, pensó Alberto. Lo va a coger de los pies y lo va a tirar al suelo.» Pero el Boa no levantaba las manos, se limitaba a desafiarlo:
—Baja, baja.
—Fuera de aquí, Boa —dijo Arróspide, sin mirarlo—. No estoy hablando contigo. Lárgate. No te olvides que tú también dudaste del Jaguar.
—Jaguar —dijo el Boa, mirando a Arróspide con sus ojillos inflamados—. No le creas. Yo dudé un momento pero ya no. Dile que todo eso es mentira y que lo vas a matar. Baja de ahí si eres hombre, Arróspide.
«Es su amigo, pensó Alberto. Yo nunca me atreví a defender así al Esclavo.»
—Eres un soplón, Jaguar —afirmó Arróspide—. Te lo vuelvo a decir. Un soplón de porquería.
—Son cosas de él, Jaguar —clamó el Boa—. No le creas, Jaguar. Nadie piensa que tú eres un soplón, ni uno solo se atrevería. Dile que es mentira y rómpele la cara.
Alberto se había sentado en la cama, su cabeza tocaba la varilla. El ojo era un ascua, debía tenerlo cerrado casi todo el tiempo; cuando lo abría, los pies de Arróspide y la erizada cabeza del Boa aparecían muy próximos.
—Déjalo, Boa —dijo el Jaguar; su voz era siempre tranquila, lenta—. No necesito que nadie me defienda.
—Muchachos —gritó Arróspide—. Ustedes lo están viendo. Ha sido él. Ni se atreve a negarlo. Es un soplón y un cobarde. ¿Me oyes, no, Jaguar? He dicho un soplón y un cobarde.
«¿Qué espera?», pensaba Alberto. Hacía unos momentos, bajo la venda, había brotado un dolor que abarcaba ahora todo su rostro. Pero él lo sentía apenas; estaba subyugado y aguardaba, impaciente, que la boca del Jaguar se abriera y lanzara su nombre a la cuadra, como un desperdicio que se echa a los perros, y que todos se volvieran hacia él, asombrados y coléricos. Pero el Jaguar decía ahora, irónico:
—¿Quién más está con ese miraflorino? No sean cobardes, maldita sea, quiero saber quién más está contra mí.
—Nadie, Jaguar —grito el Boa—. No le hagas caso. ¿No ves que es un maldito rosquete?
—Todos —dijo Arróspide—. Mírales las caras y te darás cuenta, Jaguar. Todos te desprecian.
—Sólo veo caras de cobardes —dijo el Jaguar—. Nada más que eso. Caras de maricones, de miedosos.
«No se atreve, pensó Alberto. Tiene miedo de acusarme.»
—¡Soplón! —gritó Arróspide—. ¡Soplón! ¡Soplón!
—A ver —dijo el Jaguar—. Me enferma lo cobardes que son. ¿Por qué no grita nadie más? No tengan tanto miedo.
—Griten, muchachos —dijo Arróspide—. Díganle en su cara lo que es. Díganselo.
«No gritarán, pensó Alberto. Nadie se atreverá.» Arróspide coreaba «soplón, soplón», frenéticamente, y de distintos puntos de la cuadra, aliados anónimos se plegaban a él, repitiendo la palabra a media voz y casi sin abrir la boca. El murmullo se extendía como en las clases de francés y Alberto comenzaba a identificar algunos acentos, la voz aflautada de Vallano, la voz cantante del chichayano Quiñones y otras voces que sobresalían en el coro, ya poderoso y general. Se incorporó y echó una mirada en torno: las bocas se abrían y cerraban idénticamente. Estaba fascinado por ese espectáculo y súbitamente desapareció el temor de que su nombre estallara en el aire de la cuadra y todo el odio que los cadetes vertían en esos instantes hacia el Jaguar se volviera hacia él. Su propia boca, detrás de los vendajes cómplices, comenzó a murmurar, bajito, «soplón, soplón». Después cerró el ojo, convertido en un absceso ígneo, y ya no vio lo que ocurrió, hasta que el tumulto fue muy grande: los choques, los empujones, estremecían los roperos, las camas rechinaban, las palabrotas alteraban el ritmo y la uniformidad del coro. Y, sin embargo, no había sido el Jaguar quien comenzó. Más tarde supo que fue el Boa: cogió a Arróspide de los pies y lo echó al suelo. Sólo entonces había intervenido el Jaguar, echando a correr de improviso desde el otro extremo de la cuadra y nadie lo contuvo, pero todos repetían el estribillo y lo hacían con más fuerza cuando él los miraba a los ojos. Lo dejaron llegar hasta donde estaban Arróspide y el Boa, revolcándose en el suelo, medio cuerpo sumergido bajo la litera de Montes e, incluso, permanecieron inmóviles cuando el Jaguar, sin inclinarse, comenzó a patear al brigadier, salvajemente, como a un costal de arena. Luego, Alberto recordaba muchas voces, una súbita carrera: los cadetes acudían de todos los rincones hacia el centro de la cuadra. Él se había dejado caer en el lecho, para evitar los golpes, los brazos levantados como un escudo. Desde allí, emboscado en su litera, vio por ráfagas que uno tras otro los cadetes de la sección arremetían contra el Jaguar, un racimo de manos lo arrancaba del sitio, lo separaba de Arróspide y del Boa, lo arrojaba al suelo en el pasadizo y a la vez que el vocerío crecía verticalmente, Alberto distinguía en el amontonamiento de cuerpos, los rostros de Vallano y de Mesa, de Valdivia y Romero y los oía alentarse mutuamente —«¡Denle duro!», «¡Soplón de porquería!», «¡Hay que sacarle la mugre!», «Se creía muy valiente, el gran rosquete»— y él pensaba: «lo van a matar. Y lo mismo al Boa». Pero no duró mucho rato. Poco después, el silbato resonaba en la cuadra, se oía al suboficial pedir tres últimos por sección y el bullicio y la batalla cesaban como por encanto. Alberto salió corriendo y llegó entre los primeros a la formación. Luego se dio vuelta y trató de localizar a Arróspide, al Jaguar y al Boa, pero no estaban. Alguien dijo: «se han ido al baño. Mejor que no les vean las caras hasta que se laven. Y basta de líos».
EL TENIENTE Gamboa salió de su cuarto y se detuvo un instante en el pasillo para limpiarse la frente con el pañuelo. Estaba transpirando. Acababa de terminar una carta a su mujer y ahora iba a la Prevención a entregársela al teniente de servicio para que la despachara con el correo del día. Llegó a la pista de desfile. Casi sin proponérselo, avanzó hacia «La Perlita». Desde el descampado, vio a Paulino abriendo con sus dedos sucios los panes que vendería rellenos de salchicha, en el recreo. ¿Por qué no se había tomado medida alguna contra Paulino, a pesar de haber indicado él en el parte el contrabando de cigarrillos y de licor a que el injerto se dedicaba? ¿Era Paulino el verdadero concesionario de «La Perlita» o un simple biombo? Fastidiado, desechó esos pensamientos. Miró su reloj: dentro de dos horas habría terminado su servicio y quedaría libre por veinticuatro horas. ¿A dónde ir? No le entusiasmaba la idea de encerrarse en la solitaria casa del Barranco; estaría preocupado, aburrido. Podía visitar a alguno de sus parientes, siempre lo recibían con alegría y le reprochaban que no los buscara con frecuencia. En la noche, tal vez fuera a un cine, siempre había films de guerra o de gángsteres en los cinemas de Barranco. Cuando era cadete, todos los domingos él y Rosa iban al cine en matinée y en vermouth y a veces repetían la película. Él se burlaba de la muchacha, que sufría en los melodramas mexicanos y buscaba su mano en la oscuridad, como pidiéndole protección, pero ese contacto súbito lo conmovía y lo exaltaba secretamente. Habían pasado cerca de ocho años. Hasta algunas semanas atrás, nunca había recordado el pasado, ocupaba su tiempo libre en hacer planes para el futuro. Sus objetivos se habían realizado hasta ahora, nadie le había arrebatado el puesto que obtuvo al salir de la Escuela Militar. ¿Por qué, desde que surgieron estos problemas recientes, pensaba, constantemente en su juventud, con cierta amargura?
—¿Qué le sirvo, mi teniente? —dijo Paulino, haciéndole una reverencia.
—Una Cola.
El sudor dulce y gaseoso de la bebida le dio náuseas. ¿Valía la pena haber dedicado tantas horas a aprender de memoria esas páginas áridas, haber puesto el mismo empeño en el estudio de los códigos y reglamentos que en los cursos de estrategia, logística y geografía militar? «El orden y la disciplina constituyen la justicia —recitó Gamboa, con una sonrisa ácida en los labios—, y son los instrumentos indispensables de una vida colectiva racional. El orden y la disciplina se obtienen adecuando la realidad a las leyes.» El capitán Montero les obligó a meterse en la cabeza hasta los prólogos del reglamento. Le decían «el leguleyo». Porque era un fanático de las citas jurídicas. «Un excelente profesor, pensó Gamboa. Y un gran oficial. ¿Seguirá pudriéndose en la guarnición de Borja?» Al regresar de Chorrillos, Gamboa imitaba los ademanes del capitán Montero. Había sido destacado a Ayacucho y pronto ganó fama de severo. Los oficiales le decían «el Fiscal» y la tropa «el Malote». Se burlaban de su estrictez, pero él sabía que en el fondo lo respetaban con cierta admiración. Su compañía era la más entrenada, la de mejor disciplina. Ni siquiera necesitaba castigar a los soldados; después de un adiestramiento rígido y de unas cuantas advertencias, todo comenzaba a andar sobre ruedas. Imponer la disciplina había sido hasta ahora para Gamboa, tan fácil como obedecerla. Él había creído que en el Colegio Militar sería lo mismo. Ahora dudaba. ¿Cómo confiar ciegamente en la superioridad después de lo ocurrido? Lo sensato sería tal vez hacer como los demás. Sin duda, el capitán Garrido tenía razón: los reglamentos deben ser interpretados con cabeza, por encima de todo hay que cuidar su propia seguridad, su porvenir. Recordó que al poco tiempo de ser destinado al Leoncio Prado, tuvo un incidente con un cabo. Era un serrano insolente, que se reía en su cara mientras él lo reprendía. Gamboa le dio una bofetada y el cabo le dijo entre dientes: «si fuera cadete no me hubiera pegado, mi teniente». No era tan torpe ese cabo, después de todo.
Pagó la Cola y regresó a la pista de desfile. Esa mañana había elevado cuatro nuevos partes sobre los robos de exámenes, el hallazgo de las botellas de licor, las timbas en las cuadras y las contras. Teóricamente, más de la mitad de los cadetes de la primera deberían ser llevados ante el Consejo de Oficiales. Todos podían ser severamente sancionados, algunos con la expulsión. Sus partes se referían sólo a la primera sección. Una revista en las otras cuadras sería inútil: los cadetes habían tenido tiempo de sobra para destruir o esconder los naipes y las botellas. En los partes, Gamboa no aludía siquiera a las otras compañías; que se ocuparan de ellas sus oficiales. El capitán Garrido leyó los partes en su delante, con aire distraído. Luego le preguntó:
—¿Para qué estos partes, Gamboa?
—¿Para qué, mi capitán? No entiendo.
—El asunto está liquidado. Ya se han tomado todas las disposiciones del caso.
—Está liquidado lo del cadete Fernández, mi capitán. Pero no lo demás.
El capitán hizo un gesto de hastío. Volvió a tomar los partes y los revisó; sus mandíbulas proseguían, incansables, su masticación gratuita y espectacular.
—Lo que digo, Gamboa, es para qué los papeles. Ya me ha presentado un parte oral. ¿Para qué escribir todo esto? Ya está consignada casi toda la primera sección. ¿A dónde quiere usted llegar?
—Si se reúne el Consejo de Oficiales, se exigirán partes escritos, mi capitán.
—Ah —dijo el capitán—. No se le quita de la cabeza la idea del Consejo, ya veo. ¿Quiere que sometamos a disciplina a todo el año?
—Yo sólo doy parte de mi compañía, mi capitán. Las otras no me incumben.
—Bueno —dijo el capitán—. Ya me dio los partes. Ahora, olvídese del asunto y déjelo a mi cargo. Yo me ocupo de todo.
Gamboa se retiró. Desde ese momento, el abatimiento que lo perseguía, se agravó. Esta vez, estaba resuelto a no ocuparse más de esa historia, a no tomar iniciativa alguna. «Lo que me haría bien esta noche, pensó, es una buena borrachera.» Fue hasta la Prevención y entregó la carta al oficial de guardia. Le pidió que la despachara certificada. Salió de la Prevención y vio, en la puerta del edificio de la administración, al comandante Altuna. Éste le hizo una seña para que se acercara.
—Hola, Gamboa —le dijo—. Venga, lo acompaño.
El comandante había sido siempre muy cordial con Gamboa, aunque sus relaciones eran estrictamente las del servicio. Avanzaron hacia el comedor de oficiales.
—Tengo que darle una mala noticia, Gamboa. —El comandante caminaba con las manos cogidas a la espalda—. Esta es una información privada, entre amigos. ¿Comprende lo que quiero decir, no es verdad?
—Sí, mi comandante.
—El mayor está muy resentido con usted, Gamboa. Y el coronel, también. Hombre, no es para menos. Pero ése es otro asunto. Le aconsejo que se mueva rápido en el Ministerio. Han pedido su traslado inmediato. Me temo que la cosa esté avanzada, no tiene mucho tiempo. Su foja de servicios lo protege. Pero en estos casos las influencias son muy útiles, usted ya sabe.
«No le hará ninguna gracia salir de Lima, ahora, pensó Gamboa. En todo caso tendré que dejarla un tiempo aquí, con su familia. Hasta encontrar una casa, una sirvienta.»
—Le agradezco mucho, mi comandante —dijo—. ¿No sabe usted a dónde pueden trasladarme?
—No me extrañaría que fuera a alguna guarnición de la selva. O a la puna. A estas alturas del año no se hacen cambios, sólo hay puestos por cubrir en las guarniciones difíciles. Así que no pierda tiempo. Tal vez pueda conseguir una ciudad importante, digamos Arequipa o Trujillo. Ah, y no olvide que esto que le digo es algo confidencial, de amigo a amigo. No quisiera tener inconvenientes.
—No se preocupe, mi comandante —lo interrumpió Gamboa—. Y nuevamente, muchas gracias.
ALBERTO LO vio salir de la cuadra: el Jaguar atravesó el pasillo, indiferente a las miradas rencorosas o burlonas de los cadetes que, en sus literas, fumaban colillas echando la ceniza en trozos de papel o cajas de fósforos vacías; caminando despacio, sin mirar a nadie pero con los ojos altos, llegó hasta la puerta, la abrió con una mano y luego la cerró con violencia, tras él. Una vez más Alberto se había preguntado, al divisar entre dos roperos el rostro del Jaguar, cómo era posible que esa cara estuviera intacta después de lo ocurrido. Sin embargo, todavía renqueaba ligeramente. El día del incidente, Urioste afirmó en el comedor: «yo soy el que lo ha dejado cojo». Pero a la mañana siguiente, Vallano reivindicaba ese privilegio, y también Núñez, Revilla y hasta el enclenque de García. Discutían a gritos de ese asunto, en la cara del Jaguar, como si hablaran de un ausente. El Boa, en cambio, tenía la boca hinchada y un rasguño profundo y sangriento que se le enroscaba por el cuello. Alberto lo buscó con los ojos: estaba echado en su litera y la Malpapeada, tendida sobre su cuerpo, le lamía el rasguño con su gran lengua rojiza.
«Lo raro, pensó Alberto, es que tampoco le habla al Boa. Me explico que ya no se junte con el Rulos, que ese día se corrió, pero el Boa sacó la cara, se hizo machucar por él. Es un malagradecido.» Además, la sección también parecía haber olvidado la intervención del Boa. Hablaban con él, le hacían bromas como antes, le pasaban las colillas cuando se fumaba en grupo. «Lo raro, pensó Alberto, es que nadie se puso de acuerdo para hacerle hielo. Y ha sido mejor que si se hubieran puesto de acuerdo.» Ese día, Alberto lo había observado desde lejos, durante el recreo. El Jaguar abandonó el patio de las aulas y estuvo caminando por el descampado, con las manos en los bolsillos, pateando piedrecitas. El Boa se le acercó y se puso a caminar a su lado. Sin duda, discutieron: el Boa movía la cabeza y agitaba los puños. Luego se alejó. En el segundo recreo, el Jaguar hizo lo mismo. Esta vez se le acercó el Rulos, pero apenas estuvo a su alcance, el Jaguar le dio un empujón y el Rulos volvió a las aulas, ruborizado. En las clases, los cadetes hablaban, se insultaban, se escupían, se bombardeaban con proyectiles de papel, interrumpían a los profesores imitando relinchos, bufidos, gruñidos, maullidos, ladridos: la vida era otra vez normal. Pero todos sabían que entre ellos había un exiliado. Los brazos cruzados sobre la carpeta, los ojos azules clavados en el pizarrón, el Jaguar pasaba las horas de clase sin abrir la boca, ni tomar un apunte, ni volver la cabeza hacia un compañero. «Parece que fuera él quien nos hace hielo, pensaba Alberto, él quien estuviera castigando a la sección.» Desde ese día, Alberto esperaba que el Jaguar viniera a pedirle explicaciones, lo obligara a revelar a los demás lo ocurrido. Incluso, había pensado en todo lo que diría a la sección para justificar su denuncia. Pero el Jaguar lo ignoraba, igual que a los otros. Entonces, Alberto supuso que el Jaguar preparaba una venganza ejemplar.
Se levantó y salió de la cuadra. El patio estaba lleno de cadetes. Era la hora ambigua, indecisa, en que la tarde y la noche se equilibran y como neutralizan. Una media sombra destrozaba la perspectiva de las cuadras, respetaba los perfiles de los cadetes envueltos en sus gruesos sacones, pero borraba sus facciones, igualaba en un color ceniza el patio que era gris claro, los muros, la pista de desfile casi blanca y el descampado desierto. La claridad hipócrita falsificaba también el movimiento y el ruido: todos parecían andar más de prisa o más despacio en la luz moribunda y hablar entre dientes, murmurar o chillar y cuando dos cuerpos se juntaban, parecían acariciarse, pelear. Alberto avanzó hacia el descampado, subiéndose el cuello del sacón. No percibía el ruido de las olas, el mar debía estar en calma. Cuando encontraba un cuerpo extendido en la hierba, preguntaba: «¿Jaguar?». No le contestaban o lo insultaban: «no soy el Jaguar pero si buscas un garrote, aquí tengo uno. Camán». Fue hasta el baño de las aulas. En el umbral del recinto sumido en tinieblas —sobre los excusados brillaban algunos puntos rojos— gritó: ¡Jaguar! Nadie respondió, pero comprendió que todos lo miraban: las candelas se habían inmovilizado. Regresó al descampado y se dirigió hacia los excusados vecinos a «La Perlita»: nadie los utilizaba de noche porque pululaban las ratas. Desde la puerta vio un punto luminoso y una silueta.
—¿Jaguar?
—¿Qué hay?
Alberto entró y encendió un fósforo. El Jaguar estaba de pie, se arreglaba la correa; no había nadie más. Arrojó el fósforo carbonizado.
—Quiero hablar contigo.
—No tenemos nada que hablar —dijo el Jaguar—. Lárgate.
—¿Por qué no les has dicho que fui yo el que los acusó a Gamboa?
El Jaguar rió con su risa despectiva y sin alegría que Alberto no había vuelto a oír desde antes de todo lo ocurrido. En la oscuridad, oyó una carrera de vertiginosos pies minúsculos. «Su risa asusta a las ratas», pensó.
—¿Crees que todos son como tú? —dijo el Jaguar—. Te equivocas. Yo no soy un soplón ni converso con soplones. Sal de aquí.
—¿Vas a dejar que sigan creyendo que fuiste tú? —Alberto se descubrió hablando con respeto, casi cordialmente—. ¿Por qué?
—Yo les enseñé a ser hombres a todos ésos —dijo el Jaguar—. ¿Crees que me importan? Por mí, pueden irse a la mierda todos. No me interesa lo que piensen. Y tú tampoco. Lárgate.
—Jaguar —dijo Alberto—. Te vine a buscar para decirte que siento lo que ha pasado. Lo siento mucho.
—¿Vas a ponerte a llorar? —dijo el Jaguar—. Mejor no vuelvas a dirigirme la palabra. Ya te he dicho que no quiero saber nada contigo.
—No te pongas en ese plan —dijo Alberto—. Quiero ser tu amigo. Yo les diré que no fuiste tú, sino yo. Seamos amigos.
—No quiero ser tu amigo —dijo el Jaguar—. Eres un pobre soplón y me das vómitos. Fuera de aquí.
Esta vez, Alberto obedeció. No volvió a la cuadra. Estuvo tendido en la hierba del descampado, hasta que tocaron el silbato para ir al comedor.