VII

EL TENIENTE Gamboa salió de la oficina del Coronel, hizo una venia al civil, aguardó unos instantes el ascensor y como tardaba se dirigió hacia la escalera: bajó las gradas de dos en dos. En el patio, comprobó que la mañana había aclarado: el cielo lucía limpio, en el horizonte se divisaban unas nubes blancas, inmóviles sobre la superficie del mar que destellaba. Fue a paso rápido hasta las cuadras del quinto año y entró a la secretaría. El capitán Garrido estaba en su escritorio, crispado como un puerco espín. Gamboa lo saludó desde la puerta.

—¿Y? —dijo el capitán, incorporándose de un salto.

—El coronel me encarga decirle que borre del registro el parte que pasé, mi capitán.

El rostro del capitán se relajó y sus ojos, hasta entonces desabridos, sonrieron con alivio.

—Claro —dijo, dando un golpe en la mesa—. Ni siquiera lo inscribí en el registro. Ya sabía. ¿Qué pasó, Gamboa?

—El cadete retira la denuncia, mi capitán. El coronel ha roto el parte. El asunto debe ser olvidado; quiero decir lo del presunto asesinato, mi capitán. Respecto a lo otro, el coronel ordena que se ajuste la disciplina.

—¿Más? —dijo el capitán, riendo abiertamente—. Venga, Gamboa. Mire.

Le extendió un alto de papeles repletos de cifras y de nombres.

—¿Ve usted? En tres días, más papeletas que en todo el mes pasado. Sesenta consignados, casi la tercera parte del año, fíjese bien. El coronel puede estar tranquilo, vamos a poner en vereda a todo el mundo. En cuanto a los exámenes, ya se tomaron las precauciones debidas. Los guardaré yo mismo en mi cuarto, hasta el momento de la prueba; que vengan a buscarlos si se atreven. He doblado los imaginarias y las rondas. Los suboficiales pedirán parte cada hora. Habrá revista de prendas dos veces por semana y lo mismo de armamento ¿Cree que van a seguir haciendo gracias?

—Espero que no, mi capitán.

—¿Quién tenía razón? —preguntó el capitán, a boca de jarro, con una expresión de triunfo—. ¿Usted o yo?

—Era mi obligación —dijo Gamboa.

—Usted tiene un empacho de reglamentos —dijo el capitán—. No lo critico, Gamboa, pero en la vida hay que ser práctico. A veces, es preferible olvidarse del reglamento y valerse solo del sentido común.

—Yo creo en los reglamentos —dijo Gamboa—. Le voy a confesar una cosa. Me los sé de memoria. Y sepa que no me arrepiento de nada.

—¿Quiere fumar? —dijo el capitán. Gamboa acepto un cigarrillo. El capitán fumaba tabaco negro importado, que al arder despedía un humo denso y fétido. El teniente acarició un momento el cigarrillo ovalado antes de llevárselo a la boca.

—Todos creemos en el reglamento —dijo el capitán—. Pero hay que saber interpretarlo. Los militares debemos ser, ante todo, realistas, tenemos que actuar de acuerdo con las circunstancias. No hay que forzar las cosas para que coincidan con las leyes, Gamboa, sino al revés, adaptar las leyes a las cosas. —La mano del capitán Garrido revoloteó en el aire, inspirada—: Si no, la vida sería imposible. La terquedad es un mal aliado. ¿Qué va a ganar habiendo sacado la cara por ese cadete? Nada, absolutamente nada, salvo perjudicarse. Si me hubiera hecho caso, el resultado sería el mismo y se habría ahorrado muchos problemas. No crea que me alegro. Usted sabe que yo lo estimo. Pero el mayor está furioso y tratará de fregarlo. El coronel también debe estar muy disgustado.

—Bah —dijo Gamboa, con desgano—. ¿Qué pueden hacerme? Además, me importa muy poco. Tengo la conciencia limpia.

—Con la conciencia limpia se gana el cielo —dijo el capitán, amablemente—, pero no siempre los galones. En todo caso, yo haré todo lo que esté en mis manos para que esto no lo afecte. Bueno, y ¿qué es de los dos pájaros?

—El coronel ordeno que volvieran a la cuadra.

—Vaya a buscarlos. Déles unos cuantos consejos; que se callen si quieren vivir en paz. No creo que haya problema. Ellos están más interesados que cualquiera en olvidar esta historia. Sin embargo, cuidado con su protegido, que es insolente.

—¿Mi protegido? —dijo Gamboa—. Hace una semana, ni me había dado cuenta que existía.

El teniente salió, sin pedir permiso al capitán. El patio de las cuadras estaba vacío, pero pronto sería mediodía y los cadetes volverían de las aulas como un río que crece, ruge y se desborda y el patio se convertiría en un bullicioso hormiguero. Gamboa sacó la carta que tenía en su cartera, la tuvo unos segundos en la mano y la volvió a guardar, sin abrirla. «Si es hombre, pensó, no será militar.»

En la Prevención, el teniente de guardia leía un periódico y los soldados, sentados en la banca, se miraban unos a otros, con ojos vacíos. Al entrar Gamboa, se pusieron de pie, como autómatas.

—Buenos días.

—Buenos días, teniente.

Gamboa tuteaba al teniente joven, pero éste, que había servido a sus órdenes, lo trataba con cierto respeto.

—Vengo por los dos cadetes de quinto.

—Sí —dijo el teniente. Sonreía, jovial, pero su rostro revelaba el cansancio de la guardia nocturna—. Justamente, uno de ellos quería irse, pero le faltaba la orden. ¿Los traigo? Están en el calabozo de la derecha.

—¿Juntos? —preguntó Gamboa.

—Sí. Necesitaba el calabozo del estadio. Hay varios soldados castigados. ¿Debían estar separados?

—Dame la llave. Voy a hablar con ellos.

Gamboa abrió despacio la puerta de la celda, pero entró de un salto, como un domador a la jaula de las fieras. Vio dos pares de piernas, balanceándose en el cono luminoso que atravesaba la ventana, y escucho los resuellos desmedidos de los dos cadetes; sus ojos no se acostumbraban a la penumbra, apenas podía distinguir sus siluetas y el contorno de sus rostros. Dio un paso hacia ellos y gritó:

—¡Atención!

Los dos se pusieron de pie, sin prisa.

—Cuando entra un superior —dijo Gamboa—, los subordinados se cuadran. ¿Lo han olvidado? Tienen seis puntos cada uno. ¡Saque la mano de su cara y cuádrese, cadete!

—No puede, mi teniente —dijo el Jaguar.

Alberto retiró su mano, pero inmediatamente volvió a apoyar la palma en la mejilla. Gamboa lo empujó con suavidad hacia la luz. El pómulo estaba muy hinchado y en la nariz y en la boca había sangre coagulada.

—Saque la mano —dijo Gamboa—. Déjeme ver.

Alberto bajó la mano y su boca se contrajo. Una gran redondela violácea encerraba el ojo, y el párpado, caído, era una superficie rugosa y como chamuscada. Gamboa vio también que la camisa comando tenía manchas de sangre. Los cabellos de Alberto estaban apelmazados por el sudor y el polvo.

—Acérquese.

El Jaguar obedeció. La pelea había dejado pocas huellas en su rostro, pero las aletas de su nariz temblaban y un bozal de saliva seca rodeaba sus labios.

—Vayan a la enfermería —dijo Gamboa—. Y después los espero en mi cuarto. Tengo que hablar con los dos.

Alberto y el Jaguar salieron. Al oír sus pasos, el teniente de guardia se volvió. La sonrisa que vagaba en su rostro se transformó en una expresión de asombro.

—¡Alto ahí! —gritó, desconcertado—. ¿Qué pasa? No se muevan.

Los soldados se habían adelantado hacia los cadetes y los miraban con insistencia.

—Déjalos —dijo Gamboa. Y volviéndose hacia los cadetes les ordenó—: Vayan.

Alberto y el Jaguar abandonaron la Prevención. Los tenientes y los soldados los vieron alejarse en la limpia mañana, caminando hombro a hombro, sus cabezas inmóviles: no se hablaban ni miraban.

—Le ha destrozado la cara —dijo el teniente joven—. No comprendo.

—¿No sentiste nada? —preguntó Gamboa.

—No —repuso el teniente, confuso—. Y no me he movido de aquí. —Se dirigió a los soldados—. ¿Oyeron algo, ustedes?

Las cuatro cabezas oscuras negaron.

—Pelearon sin hacer ruido —dijo el teniente; consideraba lo ocurrido sin sorpresa ya, con cierto entusiasmo deportivo—. Yo los habría puesto en su sitio. Qué manera de darse, qué tal par de gallitos. Va a pasar un buen tiempo antes de que se le componga esa cara. ¿Por qué pelearon?

—Tonterías —dijo Gamboa—. Nada grave.

—¿Cómo se aguantó ése, sin gritar? —dijo el teniente—. Lo han desfigurado. Habría que meter al rubio en el equipo de box del colegio. ¿O ya está?

—No —dijo Gamboa—. Creo que no. Pero tienes razón. Habría que meterlo.

ESE DÍA estuve caminando por las charcas y en una de ellas, una mujer me dio pan y un poco de leche. Al anochecer, dormí de nuevo en una zanja, cerca de la avenida Progreso. Esta vez me quedé dormido de veras y sólo abrí los ojos cuanto el sol estaba alto. No había nadie cerca, pero oía pasar los autos de la avenida. Tenía mucha hambre, dolor de cabeza y escalofríos, como antes de la gripe. Fui hasta Lima, caminando, y a eso de las doce llegué a Alfonso Ugarte. Teresa no salió entre las chicas del colegio. Estuve dando vueltas por el centro, en lugares donde había mucha gente, la Plaza San Martín, el jirón de la Unión, la avenida Grau. En la tarde llegué al Parque de la Reserva, cansado y muerto de fatiga. El agua de los caños del parque me hizo vomitar. Me eché en el pasto y, al poco rato, vi acercarse a un cachaco que me hizo una señal desde lejos. Escapé a toda carrera y él no me persiguió. Ya era de noche cuando llegué a la casa de mi padrino, en la avenida Francisco Pizarro. Tenía la cabeza que iba a reventar y me temblaba todo el cuerpo. No era invierno y dije: «ya estoy enfermo». Antes de tocar, pensé: «va a salir la mujer y lo negará. Entonces iré a la comisaría. Al menos me darán de comer». Pero no salió ella sino mi padrino. Me abrió la puerta y se quedó mirándome sin reconocerme. Y sólo hacía dos años que no me veía. Le dije mi nombre. Él tapaba la puerta con su cuerpo; adentro había luz y yo veía su cabeza, redonda y pelada. «¿Tú?, me dijo. No puede ser, ahijado, creí que también te habías muerto.» Me hizo pasar y adentro me preguntó: «¿qué tienes, muchacho, qué te pasa?». Yo le dije: «sabe, padrino, perdóneme, pero hace dos días que no como». Me cogió del brazo y llamó a su mujer. Me dieron sopa, un bistec con fréjoles y un dulce. Después, los dos me hicieron muchas preguntas. Les conté una historia: «me escapé de mi casa para ir a trabajar a la selva con un tipo y estuve allí dos años, en una plantación de café, y después el dueño me echó porque le iba mal y he llegado a Lima sin un centavo». Después les pregunté por mi madre y él me contó que se había muerto hacía seis meses, de un ataque al corazón. «Yo pagué el entierro, me dijo. No te preocupes. Estuvo bastante bien». Y añadió: «por lo pronto, esta noche dormirás en el patio del fondo. Mañana ya veremos qué se puede hacer contigo». La mujer me dio una frazada y un cojín. Al día siguiente, mi padrino me llevó a su bodega y me puso a despachar en el mostrador. Sólo éramos él y yo. No me pagaba nada, pero tenía casa y comida, y me trataban bien, aunque me hacían trabajar duro y parejo. Me levantaba antes de las seis y tenía que barrer toda la casa, preparar el desayuno y llevárselo a la cama. Iba a hacer las compras al mercado con una lista que me daba la mujer y después a la bodega; ahí me quedaba todo el día, despachando. Al principio, mi padrino estaba también en la bodega todo el tiempo, pero después me dejaba solo y en las noches me pedía cuentas. Al regresar a casa les hacía la comida —ella me enseñó a cocinar—. Y después me iba a dormir. No pensaba en irme, a pesar de que estaba harto de la falta de plata. Tenía que robar a los clientes en las cuentas, subiéndoles el precio o dándoles menos vuelto, para comprar cajetillas de Nacional que fumaba a escondidas. Además, me hubiera gustado salir alguna vez, adonde fuera, pero el miedo a la Policía me frenaba. Después mejoraron las cosas. Mi padrino tuvo que irse de viaje a la sierra, y se llevó a su hija. Yo, cuando supe que iba a viajar, tuve miedo, me acordé que su mujer me detestaba. Sin embargo, desde que vivía con ellos no se metía conmigo, sólo me dirigía la palabra para mandarme hacer algo. Desde el mismo día que mi padrino se fue, ella cambió. Era amable conmigo, me contaba cosas, se reía, y en las noches cuando iba a la bodega y yo comenzaba a hacerle las cuentas, me decía: «deja, ya sé que no eres ningún ladrón». Una noche se presentó en la bodega antes de las nueve. Parecía muy nerviosa. Apenas la vi entrar me di cuenta de sus intenciones. Traía todos los gestos, las risitas y las miradas de las putas de los burdeles del Callao, cuando estaban borrachas y con ganas. Me dio gusto. Me acordé de las veces que me había largado cuando iba a buscar a mi padrino y pensé «ha llegado la hora de la venganza». Ella era fea, gorda y más alta que yo. Me dijo: «oye, cierra la bodega y vámonos al cine. Te invito». Fuimos a un cine del centro, porque ella decía que daban una película muy buena, pero yo sabía que tenía miedo de que la vieran conmigo en el barrio, pues mi padrino tenía fama de celoso. En el cine, como era una película de terror, se hacía la asustada, me cogía las manos y se me pegaba, me tocaba con su rodilla. A veces, como al descuido, ponía su mano sobre mi pierna y la dejaba ahí. Yo tenía ganas de reírme. Me hacía el tonto y no respondía a sus avances. Debía estar furiosa. Después del cine regresamos a pie y ella empezó a hablarme de mujeres, me contó historias cochinas, aunque sin decir malas palabras y después me preguntó si yo había tenido amores. Le dije que no y ella me repuso: «mentiroso. Todos los hombres son iguales». Se esforzaba para que yo viera que me trataba como a un hombre. Me daban ganas de decirle: «se parece usted a una puta del Happy Land que se llama Etna». En la casa yo le pregunté si quería que le preparara la comida y ella me dijo: «no. Más bien, vamos a alegrarnos. En esta casa uno nunca se alegra. Abre una botella de cerveza». Y empezó a hablarme mal de mi padrino. Lo odiaba: era un avaro, un viejo imbécil, no sé cuántas cosas más. Hizo que me tomara solo toda la botella. Quería emborracharme a ver si así le hacía caso. Después prendió la radio y me dijo: «te voy a enseñar a bailar». Me apretaba con todas sus fuerzas y yo la dejaba, pero seguía haciéndome el tonto. Al fin me dijo: «¿nunca te ha besado una mujer?» Le dije que no. «¿Quieres ver cómo es?» Me agarró y comenzó a besarme en la boca. Estaba desatada, me metía su lengua hedionda hasta las amígdalas y me pellizcaba. Después me jaló de la mano hasta su cuarto y se desvistió. Desnuda, ya no parecía tan fea, todavía tenía el cuerpo duro. Estaba avergonzada porque yo la miraba sin acercarme y apagó la luz. Me hizo dormir con ella todos los días que estuvo ausente mi padrino. «Te quiero, me decía, me haces muy feliz.» Y se pasaba el día hablándome mal de su marido. Me regalaba plata, me compró ropa e hizo que me llevaran con ellos al cine todas las semanas. En la oscuridad me agarraba la mano sin que notara mi padrino. Cuando yo le dije que quería entrar al Colegio Militar Leoncio Prado y que convenciera a su marido para que me pagara la matrícula, casi se vuelve loca. Se jalaba los pelos y me decía ingrato y malagradecido. La amenacé con escaparme y entonces aceptó. Una mañana mi padrino me dijo: «¿sabes muchacho? Hemos decidido hacer de ti un hombre de provecho. Te voy a inscribir como candidato al Colegio Militar».

—NO SE mueva aunque le arda —dijo el enfermero—. Porque si le entra al ojo, va a ver a Judas calato.

Alberto vio venir hacia su rostro la gasa empapada en una sustancia ocre y apretó los dientes. Un dolor animal lo recorrió como un estremecimiento: abrió la boca y chilló. Después, el dolor quedó localizado en su rostro. Con el ojo sano, veía por encima del hombro del enfermero, al Jaguar: lo miraba indiferente, desde una silla, al otro extremo de la habitación. Su nariz absorbía un olor a alcohol y yodo que lo mareaba. Sintió ganas de arrojar. La enfermería era blanca y el piso de losetas devolvía hacia el techo. La luz azul de los tubos de neón. El enfermero había retirado la gasa y empapaba otra, silbando entre dientes. ¿Sería tan doloroso también esta vez? Cuando recibía los golpes del Jaguar en el suelo del calabozo, donde se revolcaba en silencio, no había sentido dolor alguno, sólo humillación. Porque a los pocos minutos de comenzar, se sintió vencido: sus puños y sus pies apenas tocaban al Jaguar, forcejeaba con él y al momento debía soltar el cuerpo duro y asombrosamente huidizo que atacaba y retrocedía, siempre presente e inasible, próximo y ausente. Lo peor eran los cabezazos, él levantaba los codos, golpeaba con las rodillas, se encogía; inútil: la cabeza del Jaguar caía como un bólido contra sus brazos, los separaba, se abría camino hasta su rostro y él, confusamente, pensaba en un martillo, en un yunque. Y así se había desplomado la primera vez, para darse un respiro. Pero el Jaguar no esperó que se levantara, ni se detuvo a comprobar si ya había ganado: se dejó caer sobre él y continuó golpeándolo con sus puños infatigables hasta que Alberto consiguió incorporarse y huir a otro rincón del calabozo. Segundos más tarde había caído al suelo otra vez, el Jaguar cabalgaba nuevamente encima suyo y sus puños se abatían sobre su cuerpo hasta que Alberto perdía la memoria. Cuando abrió los ojos estaba sentado en la cama, al lado del Jaguar y escuchaba su monótono resuello. La realidad volvía a ordenarse a partir del momento en que la voz de Gamboa retumbó en la celda.

—Ya está —dijo el enfermero—. Ahora hay que esperar que seque. Después lo vendo. Estése quieto, no se toque con sus manos inmundas.

Siempre silbando entre dientes, el enfermero salió del cuarto. El Jaguar y Alberto se miraron. Se sentía curiosamente sosegado; el ardor había desaparecido y también la cólera. Sin embargo, trató de hablar con tono injurioso:

—¿Qué me miras?

—Eres un soplón —dijo el Jaguar. Sus ojos claros observaban a Alberto sin ningún sentimiento—. Lo más asqueroso que puede ser un hombre. No hay nada más bajo y repugnante. ¡Un soplón! Me das vómitos.

—Algún día me vengaré —dijo Alberto—. ¿Te sientes muy fuerte, no? Te juró que vendrás a arrastrarte a mis pies. ¿Sabes qué cosa eres tú? Un maleante. Tu lugar es la cárcel.

—Los soplones como tú —prosiguió el Jaguar, sin prestar atención a lo que decía Alberto—, deberían no haber nacido. Puede ser que me frieguen por tu culpa. Pero yo diré quién eres a toda la sección, a todo el colegio. Deberías estar muerto de vergüenza después de lo que has hecho.

—No tengo vergüenza —dijo Alberto—. Y cuando salga del colegio, iré a decirle a la Policía que eres un asesino.

—Estás loco —dijo el Jaguar, sin exaltarse—. Sabes muy bien que no he matado a nadie. Todos saben que el Esclavo se mató por accidente. Sabes muy bien todo eso, soplón.

—Estás muy tranquilo, ¿no? Porque el coronel, y el capitán y todos aquí son tus iguales, tus cómplices, una banda de desgraciados. No quieren que se hable del asunto. Pero yo diré a todo el mundo que tú mataste al Esclavo.

La puerta del cuarto se abrió. El enfermero traía en las manos una venda nueva y un rollo de esparadrapo. Vendó a Alberto todo el rostro; sólo quedó al descubierto un ojo y la boca. El Jaguar se rió.

—¿Qué le pasa? —dijo el enfermero—. ¿De qué se ríe?

—De nada —dijo el Jaguar.

—¿De nada? Sólo los enfermos mentales se ríen solos, ¿sabes?

—¿De veras? —dijo el Jaguar—. No sabía.

—Ya está —dijo el enfermero a Alberto—. Ahora venga usted.

El Jaguar se instaló en la silla que había ocupado Alberto. El enfermero, silbando con más entusiasmo, empapó un algodón con yodo. El Jaguar tenía apenas unos rasguños en la frente y una ligera hinchazón en el cuello. El enfermero comenzó a limpiarle el rostro con sumo cuidado. Silbaba ahora furiosamente.

—¡Mierda! —gritó el Jaguar, empujando al enfermero con las dos manos—. ¡Indio bruto! ¡Animal!

Alberto y el enfermero se rieron.

—Lo has hecho a propósito —dijo el Jaguar, tapándose un ojo—. Maricón.

—Para qué se mueve —dijo el enfermero, aproximándose—. Ya le dije que si entra al ojo, arde horrores. —Lo obligó a alzar el rostro—. Saque su mano. Para que entre el aire; así ya no arde.

El Jaguar retiró la mano. Tenía el ojo enrojecido y lleno de lágrimas. El enfermero lo curó suavemente. Había dejado de silbar pero la punta de su lengua asomaba entre los labios, como una culebrita rosada. Después de echarle mercurio cromo, le puso unas tiras de venda. Se limpió las manos y dijo:

—Ya está. Ahora firmen ese papel.

Alberto y el Jaguar firmaron el libro de partes y salieron. La mañana estaba aún más clara y, a no ser por la brisa que corría sobre el descampado, se hubiera dicho que el verano había llegado definitivamente. El cielo, despejado, parecía muy hondo. Caminaban por la pista de desfile. Todo estaba desierto, pero al pasar frente al comedor, sintieron las voces de los cadetes y música de vals criollo. En el edificio de los oficiales encontraron al teniente Huarina.

—Alto —dijo el oficial—. ¿Qué es esto?

—Nos caímos, mi teniente —dijo Alberto.

—Con esas caras tienen un mes adentro, cuando menos.

Continuaron avanzando hacia las cuadras, sin hablar. La puerta del cuarto de Gamboa estaba abierta, pero no entraron. Permanecieron ante el umbral, mirándose.

—¿Qué esperas para tocar? —dijo el Jaguar—. Finalmente Gamboa es tu compinche.

Alberto tocó, una vez.

—Pasen —dijo Gamboa.

El teniente estaba sentado y tenía en sus manos una carta que guardó con precipitación al verlos. Se puso de pie, fue hasta la puerta y la cerró. Con un ademán brusco, les señaló la cama:

—Siéntense.

Alberto y el Jaguar se sentaron al borde. Gamboa arrastró su silla y la colocó frente a ellos; estaba sentado a la inversa, apoyaba los brazos en el espaldar. Tenía el rostro húmedo, como si acabara de lavarse; sus ojos parecían fatigados, sus zapatos estaban sucios y tenía la camisa desabotonada. Con una de sus manos apoyada en la mejilla y la otra tamborileando en su rodilla, los miró detenidamente.

—Bueno —dijo, después de un momento, con un gesto de impaciencia—. Ya saben de qué se trata. Supongo que no necesito decirles lo que tienen que hacer.

Parecía cansado y harto: su mirada era opaca y su voz resignada.

—No sé nada, mi teniente —dijo el Jaguar—. No sé nada más que lo que usted me dijo ayer.

El teniente interrogó con los ojos a Alberto.

—No le he dicho nada, mi teniente.

Gamboa se puso de pie. Era evidente que se sentía incómodo, que la entrevista lo disgustaba.

—El cadete Fernández presentó una denuncia contra usted, ya sabe sobre qué. Las autoridades estiman que la acusación carece de fundamento. —Hablaba con lentitud, buscando fórmulas impersonales y economizando palabras; por momentos su boca se contraía en un rictus que prolongaba sus labios en dos pequeños surcos—. No debe hablarse más de este asunto, ni aquí ni, por supuesto, afuera. Se trata de algo perjudicial y enojoso para el colegio. Puesto que el asunto ha terminado, ustedes se incorporan desde ahora a su sección y guardarán la discreción más absoluta. La menor imprudencia será castigada severamente. El coronel en persona me encarga advertirles que las consecuencias de cualquier indiscreción caerán sobre ustedes.

El Jaguar había escuchado a Gamboa con la cabeza baja. Pero cuando el oficial se calló, levantó los ojos hacia él.

—¿Ve usted, mi teniente? Yo se lo dije. Era una calumnia de este soplón. —Y señaló a Alberto con desprecio.

—No era una calumnia —dijo Alberto—. Eres un asesino.

—Silencio —dijo Gamboa—. ¡Silencio, mierdas!

Automáticamente, Alberto y el Jaguar se incorporaron.

—Cadete Fernández —dijo Gamboa—. Hace dos horas, delante de mí, retiró usted todas las acusaciones contra su compañero. No puede volver a hablar de ese asunto, bajo pena de un gravísimo castigo. Que yo mismo me encargaré de aplicar. Me parece que le he hablado claro.

—Mi teniente —balbuceó Alberto—. Delante del coronel, yo no sabía, mejor dicho no podía hacer otra cosa. No me daba chance para nada. Además…

—Además —lo interrumpió Gamboa—, usted no puede acusar a nadie, no puede ser juez de nadie. Si yo fuera director del colegio, ya estaría en la calle. Y espero que en el futuro suprima ese negocio de los papeluchos pornográficos si quiere terminar el año en paz.

—Sí, mi teniente. Pero eso no tiene nada que ver. Yo…

—Usted se ha retractado ante el coronel. No vuelva a abrir la boca. —Gamboa se volvió hacia el Jaguar—. En cuanto a usted, es posible que no tenga nada que ver con la muerte del cadete Arana, pero sus faltas son muy graves. Le aseguro que no volverá a reírse de los oficiales. Yo lo tomaré a mi cargo. Ahora retírense y no olviden lo que les he dicho.

Alberto y el Jaguar salieron. Gamboa cerró la puerta, tras ellos. Desde el pasillo, escuchaban a lo lejos las voces y la música del comedor; una marinera había sucedido al vals. Bajaron hasta la pista de desfile. Ya no había viento; la hierba del descampado estaba inmóvil y erecta. Avanzaron hacia la cuadra, despacio.

—Los oficiales son unas mierdas —dijo Alberto, sin mirar al Jaguar—. Todos, hasta Gamboa. Yo creí que él era distinto.

—¿Descubrieron lo de las novelitas? —dijo el Jaguar.

—Sí.

—Te has fregado.

—No —dijo Alberto—. Me hicieron un chantaje. Yo retiro la acusación contra ti y se olvidan de las novelitas. Eso es lo que me dio a entender el coronel. Parece mentira que sean tan bajos.

El Jaguar se rió.

—¿Estás loco? —dijo—. ¿Desde cuándo me defienden los oficiales?

—A ti no. Se defienden ellos. No quieren tener problemas.

—Son unos rosquetes. Les importa un comino que se muriera el Esclavo.

—Eso es verdad —asintió el Jaguar—, dicen que no dejaron que lo viera su familia cuando estaba en la enfermería. ¿Te das cuenta? Estar muriéndose y sólo ver a tenientes y a médicos. Son unos desgraciados.

—A ti tampoco te importa su muerte —dijo Alberto—. Sólo querías vengarte de él porque delató a Cava.

—¿Qué? —dijo el Jaguar, deteniéndose y mirando a Alberto a los ojos—. ¿Qué cosa?

—¿Qué cosa qué?

—¿El Esclavo denunció al serrano Cava? —Bajo las vendas, las pupilas del Jaguar centelleaban.

—No seas mierda —dijo Alberto—. No disimules.

—No disimulo, maldita sea. No sabía que denunció a Cava. Bien hecho que esté muerto. Todos los soplones deberían morirse.

Alberto, a través de su único ojo, lo veía mal y no podía medir la distancia. Estiró la mano para cogerlo del pecho pero sólo encontró el vacío.

—Jura que no sabías que el Esclavo denunció a Cava. Jura por tu madre. Di que se muera mi madre si lo sabía. Jura.

—Mi madre ya se murió —dijo el Jaguar—. Pero no sabía.

—Jura si eres hombre.

—Juro que no sabía.

—Creí que sabías y que por eso lo habías matado —dijo Alberto—. Si de veras no sabías, me equivoqué. Discúlpame, Jaguar.

—Tarde para lamentarse —dijo el Jaguar—. Pero procura no ser soplón nunca más. Es lo más bajo que hay.