GAMBOA VACILÓ, sin decidirse a abrir la puerta. Estaba preocupado. «¿Es por todos estos líos, pensó, o por la carta?» La había recibido hacía algunas horas: «estoy extrañándote mucho. No debí hacer este viaje. ¿No te dije que sería mucho mejor que me quedara en Lima? En el avión no podía contener las náuseas y todo el mundo me miraba y yo me sentía peor. En el aeropuerto me esperaban Cristina y su marido, que es muy simpático y bueno, ya te contaré. Me llevaron de inmediato a la casa y llamaron al médico. Dijo que el viaje me había hecho mal, pero que todo lo demás estaba bien. Sin embargo, como me seguía el dolor de cabeza y el malestar volvieron a llamarlo y entonces dijo que mejor me internaba en el hospital. Me tienen en observación. Me han puesto muchas inyecciones y estoy inmóvil, sin almohada y eso me molesta mucho, tú sabes que me gusta dormir casi sentada. Mi mamá y Cristina están todo el día a mi lado y mi cuñado viene a verme apenas sale de su trabajo. Todos son muy buenos, pero yo quisiera que tú estuvieras aquí, sólo así me sentiría tranquila del todo. Ahora estoy un poco mejor, pero tengo mucho miedo de perder al bebé. El médico dice que la primera vez es complicado, pero que todo irá bien. Estoy muy nerviosa y pienso todo el tiempo en ti. Cuídate mucho, tú. ¿Me estás extrañando, no es verdad? Pero no tanto como yo a ti». Al leerla, había comenzado a sentirse abatido. Y a media lectura, el capitán se presentó en su cuarto con el rostro avinagrado, para decirle: «el coronel ya sabe todo. Salió usted con su gusto. Dice el comandante que saque del calabozo a Fernández y lo lleve a la oficina del coronel. Ahora mismo». Gamboa no estaba alarmado, pero sentía una falta total de entusiasmo, como si de pronto todo ese asunto hubiera dejado de concernirle. No era frecuente en él dejarse vencer por el desgano. Estaba malhumorado. Dobló la carta en cuatro, la guardó en su cartera y abrió la puerta. Alberto lo había visto venir por la rejilla, sin duda, pues lo esperaba en posición de firmes. El calabozo era más claro que el que ocupaba el Jaguar y Gamboa observó que el pantalón caqui de Alberto era ridículamente corto: se ajustaba a sus piernas como un buzo de bailarín y sólo la mitad de los botones de la bragueta estaban abrochados. La camisa, en cambio, era demasiado ancha: las hombreras colgaban y a la espalda se formaba una gran joroba.
—Oiga —dijo Gamboa—. ¿Dónde se ha cambiado el uniforme de salida?
—Aquí mismo, mi teniente. Tenía el uniforme de diario en mi maletín. Lo llevo los sábados a mi casa para que lo laven.
Gamboa vio sobre la tarima una esfera blanca, el quepí, y unos puntos luminosos, los botones de la guerrera.
—¿No conoce el reglamento? —dijo, con brusquedad—. Los uniformes de diario se lavan en el colegio, no se pueden sacar a la calle. ¿Y qué pasa con ese uniforme? Parece usted un payaso.
El rostro de Alberto se llenó de ansiedad. Con una mano trató de abotonar la parte superior del pantalón pero, aunque sumía el estómago visiblemente, no lo consiguió.
—El pantalón ha encogido y la camisa ha crecido —dijo Gamboa, con sorna—. ¿Cuál de las dos prendas es robada?
—Las dos, mi teniente.
Gamboa recibió un pequeño impacto: en efecto, el capitán tenía razón, ese cadete lo consideraba un aliado.
—Mierda —dijo, como hablando consigo mismo—. ¿Sabe que a usted tampoco lo salva ni Cristo? Está más embarrado que cualquiera. Voy a decirle una cosa. Me ha hecho un flaco servicio viniendo a contarme sus problemas. ¿Por qué no se le ocurrió llamar a Huarina o a Pitaluga?
—No sé, mi teniente —dijo Alberto. Pero añadió, de prisa—: Sólo tengo confianza en usted.
—Yo no soy su amigo —dijo Gamboa—, ni su compinche, ni su protector. He hecho lo que era mi obligación. Ahora todo está en manos del coronel y del Consejo de Oficiales. Ya sabrán ellos lo que hacen con usted. Venga conmigo, el coronel quiere verlo.
Alberto palideció, sus pupilas se dilataron.
—¿Tiene miedo? —dijo Gamboa.
Alberto no respondió. Se había cuadrado y pestañeaba.
—Venga —dijo Gamboa.
Atravesaron la pista de cemento y Alberto se sorprendió al ver que Gamboa no contestaba el saludo de los soldados de la guardia. Era la primera vez que entraba a ese edificio. Sólo por el exterior —altos muros grises y mohosos— se parecía a los otros locales del colegio. Adentro, todo era distinto. El vestíbulo, con una gruesa alfombra que silenciaba las pisadas, estaba iluminado por una luz artificial muy fuerte y Alberto cerró los ojos varias veces, cegado. En las paredes había cuadros; le parecía reconocer, al pasar, a los personajes que ilustraban el libro de historia, sorprendidos en el instante supremo: Bolognesi disparando el último cartucho, San Martín enarbolando una bandera, Alfonso Ugarte precipitándose al abismo, el presidente de la República recibiendo una medalla. Después del vestíbulo, había una sala desierta, grande, muy iluminada: en las paredes abundaban los trofeos deportivos y los diplomas. Gamboa fue hacia una esquina. Tomaron el ascensor. El teniente marcó el cuarto piso, sin duda el último. Alberto pensó que era absurdo no haberse dado cuenta en tres años del número de pisos que tenía ese edificio. Vedado para los cadetes, monstruo grisáceo y algo satánico porque allí se elaboraban las listas de consignados y en él tenían sus madrigueras las autoridades del colegio, el edificio de la administración estaba tan lejos de las cuadras, en el espíritu de los cadetes, como el palacio arzobispal o la playa de Ancón.
—Pase —dijo Gamboa.
Era un corredor estrecho; las paredes relucían. Gamboa empujó una puerta. Alberto vio un escritorio y tras él, junto a un retrato del coronel, a un hombre vestido de civil.
—El coronel lo espera —dijo éste a Gamboa—. Puede usted pasar, teniente.
—Siéntese ahí —dijo Gamboa a Alberto—. Ya lo llamarán.
Alberto tomó asiento, frente al civil. El hombre revisaba unos papeles; tenía un lápiz en las manos y lo movía en el aire como siguiendo unos compases secretos. Era bajito, de rostro anónimo y bien vestido; el cuello duro parecía incomodarle, a cada instante movía la cabeza y la nuez se desplazaba bajo la piel de su garganta como un animalito aturdido. Alberto intentó escuchar lo que ocurría al otro lado, pero no oyó nada. Se abstrajo: Teresa le sonreía desde el paradero del Colegio Raimondi. La imagen lo asediaba desde que se llevaron al cabo de la celda vecina. Sólo el rostro de la muchacha aparecía, suspendido ante los muros pálidos del colegio italiano, al borde de la avenida de Arequipa; no divisaba su cuerpo. Había pasado horas tratando de recordarla de cuerpo entero. Imaginaba para ella vestidos elegantes, joyas, peinados exóticos. Un momento se ruborizó: «estoy jugando a vestir a la muñeca, como las mujeres». Revisó su maletín y sus bolsillos en vano: no tenía papel, no podía escribirle. Entonces redactó cartas imaginarias, composiciones repletas de imágenes grandilocuentes, en las que le hablaba del Colegio Militar, el amor, la muerte del Esclavo, el sentimiento de culpa y el porvenir. De pronto, oyó un timbre. El civil hablaba por teléfono; asentía, como si su interlocutor pudiera verlo. Colgó el fono delicadamente y se volvió hacia él.
—¿Usted es el cadete Fernández? Pase a la oficina del coronel, por favor.
Avanzó hasta la puerta. Golpeó tres veces con los nudillos. No obtuvo respuesta. Empujó: la habitación era enorme, estaba alumbrada con tubos fluorescentes, sus ojos se irritaron al entrar en contacto con esa inesperada atmósfera azul. A diez metros de distancia, vio a tres oficiales, sentados en unos sillones de cuero. Lanzó una mirada circular: un escritorio de madera, diplomas, banderines, cuadros, una lámpara de pie. El piso no tenía alfombra: el encerado relucía y sus botines se deslizaban como sobre hielo. Caminó muy despacio, temía resbalar. Miraba el suelo, sólo levantó la cabeza al ver que bajo sus ojos surgía una pierna enfundada en un pantalón caqui y un brazo de sillón. Se cuadró.
—¿Fernández? —dijo la voz que retumbaba bajo el cielo nublado cuando los cadetes evolucionaban en el estadio, ensayando los ejercicios para las actuaciones, la vocecita silbante que los mantenía inmóviles en el salón de actos, hablándoles de patriotismo y espíritu de sacrificio—. ¿Fernández qué?
—Fernández Temple, mi coronel. Cadete Alberto Fernández Temple.
El coronel lo observaba; era bruñido y regordete, sus cabellos grises estaban cuidadosamente aplastados contra el cráneo.
—¿Qué es usted del general Temple? —dijo el coronel. Alberto trataba de adivinar lo que vendría por la voz. Era fría pero no amenazadora.
—Nada, mi coronel. Creo que el general Temple es de los Temple de Piura. Yo soy de los de Moquegua.
—Sí —dijo el coronel—. Es un provinciano. —Se volvió y Alberto, siguiendo su mirada, descubrió en el otro sillón al comandante Altuna—. Como yo. Como la mayoría de los jefes del Ejército. Es un hecho, de las provincias salen los mejores oficiales. A propósito, Altuna, ¿usted de dónde es?
—Yo soy limeño, mi coronel. Pero me siento provinciano. Toda mi familia es de Ancasti.
Alberto trató de localizar a Gamboa, pero no pudo. El teniente ocupaba el sillón cuyo espaldar tenía al frente: Alberto sólo veía un brazo, la pierna inmóvil y un pie que taconeaba levemente.
—Bueno, cadete Fernández —dijo el coronel; su voz había cobrado cierta gravedad—. Ahora vamos a hablar de cosas más serias, más actuales. —El coronel, hasta entonces recostado en el sillón, había avanzado hasta el borde del asiento: su vientre aparecía, bajo su cabeza, como un ser aparte—. ¿Es usted un verdadero cadete, una persona sensata, inteligente, culta? Vamos a suponer que sí. Quiero decir que no habrá conmovido a toda la oficialidad del colegio por algo insignificante. Y, en efecto, el parte que ha elevado el teniente Gamboa muestra que el asunto justifica la intervención, no sólo de los oficiales, sino incluso del Ministerio, de la justicia. Según veo, usted acusa a un compañero de asesinato.
Tosió brevemente, con alguna elegancia, y calló un momento.
—Yo he pensado de inmediato: un cadete de quinto año no es un niño. En tres años de Colegio Militar, ha tenido tiempo de sobra para hacerse hombre. Y un hombre, un ser racional, para acusar a alguien de asesino, debe tener pruebas terminantes, irrefutables. Salvo que haya perdido el juicio. O que sea un ignorante en materias jurídicas. Un ignorante que no sabe lo que es un falso testimonio, que no sabe que las calumnias son figuras delictivas descritas por los códigos y penadas por la ley. He leído el parte atentamente, como lo exigía este asunto. Y por desdicha, cadete, las pruebas no aparecen por ningún lado. Entonces he pensado: el cadete es una persona prudente, ha tomado sus precauciones, sólo quiere mostrar las pruebas en última instancia, a mí en persona, para que yo las exhiba ante el Consejo. Muy bien, cadete, por eso lo he mandado llamar. Déme usted esas pruebas.
Bajo los ojos de Alberto, el pie golpeaba el suelo, se levantaba y volvía a caer, implacable.
—Mi coronel —dijo—. Yo, solamente…
—Sí, sí —dijo el coronel—. Usted es un hombre, un cadete del quinto año del Colegio Militar Leoncio Prado. Sabe lo que hace. Vengan esas pruebas.
—Yo ya dije todo lo que sabía, mi coronel. El Jaguar quería vengarse de Arana, porque éste acusó…
—Después hablaremos de eso —lo interrumpió el coronel—. Las anécdotas son muy interesantes. Las hipótesis nos demuestran que usted tiene un espíritu creador, una imaginación cautivante. —Se calló y repitió, complacido—: Cautivante. Ahora vamos a revisar los documentos. Déme todo el material jurídico necesario.
—No tengo pruebas, mi coronel —reconoció Alberto. Su voz era dócil y temblaba; se mordió el labio para darse ánimos—. Yo sólo dije lo que sabía. Pero estoy seguro…
—¿Cómo? —dijo el coronel, con un gesto de asombro—. ¿Quiere usted hacerme creer que no tiene pruebas concretas y fehacientes? Un poco más de seriedad, cadete; éste no es un momento oportuno para hacer bromas. ¿De veras no tiene un solo documento válido, tangible? Vamos, vamos.
—Mi coronel, yo pensé que mi deber…
—¡Ah! —prosiguió el coronel—. ¿Así que se trata de una broma? Me parece muy bien. Usted tiene derecho a divertirse, por lo demás el humor revela juventud, es muy saludable. Pero todo tiene un límite. Está en el Ejército, cadete. No puede reírse de las Fuerzas Armadas, así no más. Y no sólo en el Ejército. Figúrese que en la vida civil también se pagan caras estas bromas. Si usted quiere acusar a alguien de asesino, tiene que apoyarse en algo, ¿cómo diré?, suficiente. Eso es, pruebas suficientes. Y usted no tiene ninguna clase de pruebas, ni suficientes ni insuficientes, y viene aquí a lanzar una acusación fantástica, gratuita, a echar lodo a un compañero, al colegio que lo ha formado. No nos haga creer que es usted un topo, cadete. ¿Qué cosa cree que somos nosotros, ah? ¿Imbéciles, débiles mentales, o qué? ¿Sabe usted que cuatro médicos y una comisión de peritos en balística comprobaron que el disparo que costó la vida a ese infortunado cadete salió de su propio fusil? ¿No se le ocurrió pensar que sus superiores, que tienen más experiencia y más responsabilidad que usted, habían hecho una minuciosa investigación sobre esa muerte? Alto, no diga nada, déjeme terminar. ¿Se le ocurre que íbamos a quedarnos muy tranquilos después de ese accidente, que no íbamos a indagar, a averiguar, a descubrir los errores, las faltas que lo originaron? ¿Usted cree que los galones le caen a uno del cielo? ¿Cree usted que los tenientes, los capitanes, el mayor, el comandante, yo mismo, somos una recua de idiotas, para cruzarnos de brazos cuando muere un cadete en esas circunstancias? Esto es verdaderamente bochornoso, cadete Fernández. Bochornoso por no decir otra cosa. Piense un instante y respóndame. ¿No es algo bochornoso?
—Sí, mi coronel —dijo Alberto y al instante se sintió aliviado.
—Lástima que no haya reflexionado antes —dijo el coronel—. Lástima que haya sido precisa mi intervención para que usted comprendiera los alcances de un capricho adolescente. Ahora vamos a hablar de otra cosa, cadete. Porque, sin saberlo, usted ha puesto en movimiento una máquina infernal. Y la primera víctima será usted mismo. Tiene mucha imaginación, ¿no es cierto? Acaba de darnos una prueba magistral. Lo malo es que la historia del asesinato no es la única. Acá yo tengo otros testimonios de su fantasía, de su inspiración. ¿Quiere pasarnos esos papeles, comandante?
Alberto vio que el comandante Altuna se ponía de pie. Era un hombre alto y corpulento, muy distinto al coronel. Los cadetes les decían el gordo y el flaco. Altura era un personaje silencioso y huidizo, rara vez se lo veía por las cuadras o las aulas. Fue hasta el escritorio y volvió con un puñado de papeles en la mano. Sus zapatos crujían como los botines de los cadetes. El coronel recibió los papeles y los llevó a sus ojos.
—¿Sabe usted qué es esto, cadete?
—No, mi coronel.
—Claro que sabe, cadete. Mírelos.
Alberto los recibió y sólo cuando hubo leído varias líneas, comprendió.
—¿Reconoce esos papeles, ahora?
Alberto vio que la pierna se encogía. Junto al espaldar apareció una cabeza: el teniente Gamboa lo miraba. Enrojeció violentamente.
—Claro que los reconoce —añadió el coronel, con alegría—. Son documentos, pruebas fehacientes. Vamos a ver, léanos algo de lo que dice ahí.
Alberto pensó súbitamente, en el bautizo de los perros. Por primera vez, después de tres años, sentía esa sensación de impotencia y humillación radical que había descubierto al ingresar al colegio. Sin embargo, ahora era todavía peor: al menos, el bautizo se compartía.
—He dicho que lea —repitió el coronel.
Alberto leyó, haciendo un gran esfuerzo. Su voz era débil y se cortaba por momentos: «tenía unas piernas muy grandes y muy peludas y unas nalgas tan enormes que más parecía un animal que una mujer, pero era la puta más solicitada de la cuarta cuadra, porque todos los viciosos iban donde ella». Se calló. Tenso, esperaba que la voz del coronel le ordenara continuar. Pero el coronel permanecía callado. Alberto sentía una fatiga profunda. Como los concursos en la cueva de Paulino, la humillación lo agotaba físicamente, ablandaba sus músculos, oscurecía su cerebro.
—Devuélvame esos papeles —dijo el coronel. Alberto se los entregó. El coronel se puso a hojearlos, lentamente. A medida que pasaban frente a sus ojos, movía los labios y dejaba escapar un murmullo. Alberto oía fragmentos de títulos que apenas recordaba, algunos habían sido escritos un año atrás: «Lula, la chuchumeca incorregible», «La mujer loca y el burro», «La jijuna y el jijuno»
—¿Sabe usted lo que debo hacer con estos papeles? —dijo el coronel. Tenía los ojos entrecerrados, parecía abrumado por una obligación penosa e ineludible. Su voz revelaba fastidio y cierta amargura—: Ni siquiera reunir al Consejo de Oficiales, cadete. Echarlo a la calle de inmediato, por degenerado. Y llamar a su padre, para que lo lleve a una clínica; tal vez los psiquiatras —¿me entiende usted, los psiquiatras?— puedan curarlo. Esto sí que es un escándalo, cadete. Hay que tener un espíritu extraviado, pervertido, para dedicarse a escribir semejantes cosas. Hay que ser una escoria. Estos papeles deshonran al colegio, nos deshonran a todos. ¿Tiene algo que decir? Hable, hable.
—No, mi coronel.
—Naturalmente —dijo el coronel—. ¿Qué puede decir ante documentos flagrantes? Ni una palabra. Respóndame con franqueza, de hombre a hombre. ¿Merece usted que lo expulsen, que lo denunciemos a su familia como pervertido y corruptor? ¿Sí o no?
—Sí, mi coronel.
—Estos papeles son su ruina, cadete. ¿Cree usted que algún colegio lo recibiría después de ser expulsado por vicioso, por taras espirituales? Su ruina definitiva. ¿Sí o no?
—Sí, mi coronel.
—¿Qué haría usted en mi caso, cadete?
—No sé, mi coronel.
—Yo sí, cadete. Tengo un deber que cumplir—. Hizo una pausa. Su rostro dejó de ser beligerante, se suavizó. Todo su cuerpo se contrajo y, al retroceder en el asiento, el vientre disminuyó de volumen, se humanizó. El coronel se rascaba el mentón, su mirada erraba por la habitación, parecía sumido en ideas contradictorias. El comandante y el teniente no se movían. Mientras el coronel reflexionaba, Alberto concentraba su atención en el pie que apoyaba el tacón en el piso encerado y permanecía en ángulo: aguardaba con angustia que la puntera descendiera y comenzara a golpear acompasadamente el suelo.
—Cadete Fernández Temple —dijo el coronel con voz grave. Alberto levantó la cabeza—. ¿Está usted arrepentido?
—Sí, mi coronel —repuso Alberto, sin vacilar.
—Yo soy un hombre con sensibilidad —dijo el coronel—. Y estos papeles me avergüenzan. Son una afrenta sin nombre para el colegio. Míreme, cadete. Usted tiene una formación militar, no es un cualquiera. Pórtese como un hombre. ¿Comprende lo que le digo?
—Sí, mi coronel.
—¿Hará todo lo necesario para enmendarse? ¿Tratará de ser un cadete modelo?
—Sí, mi coronel.
—Ver para creer —dijo el coronel—. Estoy cometiendo una falta, mi deber me obliga a echarlo a la calle en el acto. Pero, no por usted, sino por la institución que es sagrada, por esta gran familia que formamos los leonciopradinos, voy a darle una última oportunidad. Guardaré estos papeles y lo tendré en observación. Si sus superiores me dicen, a fin de año, que usted ha respondido a mi confianza, si hasta entonces su foja está limpia, quemaré estos papeles y olvidaré esta escandalosa historia. En caso contrario, si comete una infracción —una sola bastaría—, ¿me comprende?, le aplicaré el reglamento, sin piedad. ¿Entendido?
—Sí, mi coronel. —Alberto bajó los ojos y añadió—: Gracias, mi coronel.
—¿Se da usted cuenta de lo que hago por usted?
—Sí, mi coronel.
—Ni una palabra más. Regrese a su cuadra y pórtese como es debido. Sea un verdadero cadete leonciopradino, disciplinado y responsable. Puede retirarse.
Alberto se cuadró y dio media vuelta. Había dado tres pasos hacia la puerta cuando lo detuvo la voz del coronel:
—Un momento, cadete. Por supuesto, usted guardará la más absoluta reserva sobre lo que se ha hablado aquí. La historia de los papeles, la ridícula invención del asesinato, todo. Y no vuelva a buscarle tres pies al gato sabiendo que tiene cuatro. La próxima vez, antes de jugar al detective, piense que está en el Ejército, una institución donde los superiores vigilan para que todo sea debidamente investigado y sancionado. Puede irse.
Alberto volvió a hacer sonar los tacones y salió. El civil ni siquiera lo miró. En vez de tomar el ascensor bajó por la escalera: como todo el edificio, las gradas parecían espejos.
Ya afuera, ante el monumento al héroe, recordó que en el calabozo había dejado su maletín y el uniforme de salida. Fue hacia la Prevención, a pasos lentos. El teniente de guardia le hizo una venia.
—Vengo a sacar mis prendas, mi teniente.
—¿Por qué? —repuso el oficial—. Usted está en el calabozo por orden de Gamboa.
—Me han ordenado que vuelva a la cuadra.
—Nones —dijo el teniente—. ¿No conoce el reglamento? Usted no sale de aquí hasta que el teniente Gamboa me lo indique por escrito. Vaya adentro.
—Sí, mi teniente.
—Sargento —dijo el oficial—. Póngalo con el cadete que trajeron del calabozo del estadio. Necesito espacio para los soldados castigados por el capitán Bezada. —Se rascó la cabeza—. Esto se está convirtiendo en una cárcel. Ni más ni menos.
El sargento, un hombre macizo y achinado, asintió. Abrió la puerta del calabozo y la empujó con el pie.
—Adentro, cadete —dijo. Y añadió, en voz baja—: Estése tranquilo. Cuando cambie la guardia, le pasaré un fumatélico.
Alberto entró. El Jaguar estaba sentado en la tarima y lo miraba.
ESA VEZ el flaco Higueras no quería ir, fue contra su voluntad, como sospechando que la cosa iba a salir mal. Unos meses antes, cuando el Rajas le mandó decir «o trabajas conmigo o no vuelves a pisar el Callao si quieres conservar la cara sana», el flaco me dijo: «ya está, me lo esperaba». Él había estado con el Rajas de muchacho; mi hermano y el flaco fueron sus discípulos. Luego al Rajas lo encanaron y ellos siguieron solos. A los cinco años, el Rajas salió y formó otra banda, y el flaco lo estuvo esquivando hasta que un día lo encontraron dos matones en «El tesoro del puerto» y lo llevaron a la fuerza donde el Rajas. Me contó que no le hicieron nada y que el Rajas lo abrazó y le dijo: «te quiero como a un hijo». Después se emborracharon y se despidieron muy amigos. Pero a la semana le mandó esa advertencia. El flaco no quería trabajar en equipo, decía que era mal negocio, pero tampoco quería convertirse en enemigo del Rajas. Así que me dijo: «voy a aceptar; después de todo, el Rajas es derecho. Pero tú no tienes por qué hacerlo. Si quieres un consejo, vuelve donde tu madre y estudia para doctor. Ya debes tener ahorrada buena platita». Yo no tenía ni un solo centavo y se lo dije. «¿Sabes lo que eres?, me contestó; un putañero, lo que se llama un putañero. ¿Te has gastado toda la plata en los bulines?» Yo le dije que sí. «Todavía tienes mucho que aprender, me dijo; no vale la pena jugarse el pellejo por las polillas. Has debido guardar un poco. Bueno, ¿qué decides?» Le dije que me quedaba con él. Esa misma noche fuimos donde el Rajas, a una chingana inmunda, donde atendía una tuerta. El Rajas era un zambo viejo y apenas se entendía lo que hablaba; todo el tiempo pedía mulitas de pisco. Los otros, unos cinco o seis, zambos, chinos y serranos, miraban al flaco con malos ojos. En cambio el Rajas siempre se dirigía al flaco cuando hablaba y se reía a carcajadas con sus bromas. A mí casi no me miraba. Comenzamos a trabajar con ellos y al principio todo iba bien. Limpiamos casas de Magdalena y la Punta, de San Isidro y Orrantia, de Salaverry y Barranco, pero no del Callao. A mí me ponían de campana y nunca me lanzaban adentro para que les abriera la puerta. Cuando repartían, el Rajas me daba una miseria, pero después el flaco me regalaba de su parte.
Nosotros dos formábamos una yunta y los otros tipos de la banda nos celaban. Una vez, en un bulín, el flaco y el zambo Pancracio pelearon por una polilla y Pancracio sacó la chavela y le rasgó el brazo a mi amigo. Me dio cólera y me le fui encima. Saltó otro zambo y nos mechamos. El Rajas nos hizo abrir cancha. Las polillas gritaban. Estuvimos midiéndonos un rato. Al principio, el zambo me provocaba y se reía, «eres el ratón y yo el gato», me decía, pero le coloqué un par de cabezazos y entonces peleamos de a deveras. El Rajas me convidó un trago y dijo: «me quito el sombrero. ¿Quién le enseñó a pelear a esta paloma?».
Desde ahí, me agarraba con los zambos, los chinos y los serranos del Rajas por cualquier cosa. A veces me soñaban de una patada y otras los aguantaba enterito y los machucaba un poco. Vez que estábamos borrachos nos íbamos a los golpes. Tanto peleamos que al final nos hicimos amigos. Me invitaban a beber y me llevaban con ellos al bulín y al cine, a ver películas de acción. Justamente, ese día habíamos ido al cine, Pancracio, el flaco y yo. A la salida nos esperaba el Rajas, alegre como un cuete. Fuimos a una chingana y ahí nos dijo: «es el golpe del siglo». Cuando contó que el Carapulca lo había llamado para proponerle un trabajo, el flaco Higueras lo cortó: «nada con ésos, Rajas. Nos comen vivos. Son de alto vuelo». El Rajas no le hizo caso y siguió explicando el plan. Estaba muy orgulloso de que el Carapulca lo hubiera llamado, porque era una gran banda y todos les tenían envidia. Vivían como la gente decente, en buenas casas y tenían automóviles. El flaco quiso discutir pero los otros lo callaron. Era para el día siguiente. Todo parecía muy fácil. Como dijo el Rajas, nos encontramos en la Quebrada de Armendáriz a las diez de la noche y ahí estaban dos tipos del Carapulca. Bien vestidos y con bigotes, fumaban cigarrillos rubios y parecía que iban a una fiesta. Estuvimos haciendo tiempo hasta medianoche y después nos fuimos caminando en parejas hasta la línea del tranvía. Ahí encontramos a otro de la banda del Carapulca. «Todo está listo, dijo. No hay nadie. Acaban de salir. Comencemos ya mismo.» El Rajas me puso de campana a una cuadra de la casa, detrás de una pared. Al flaco le pregunté: «¿quiénes entran?». Me dijo: «el Rajas, yo y los carapulcas. Y todos los demás son campanas. Es el estilo de ellos. Eso se llama trabajar seguro». Donde yo estaba plantado no había nadie, no se veía ni una luz en las casas y pensé que todo iba a terminar muy pronto. Pero mientras veníamos, el flaco había estado callado y con la cara amarga. Al pasar, Pancracio me había mostrado la casa. Era enorme y el Rajas dijo: «aquí debe de haber plata para hacer rico a un ejército». Pasó mucho rato. Cuando oí los pitazos, los balazos y los carajos salí corriendo hacia ellos, pero me di cuenta que estaban ensartados: en la esquina había tres patrulleros. Di media vuelta y escapé. En la Plaza Marsano subí al tranvía y en Lima tomé un taxi. Cuando llegué a la chingana sólo encontré a Pancracio. «Era una trampa, me dijo. El Carapulca trajo a los soplones. Creo que los han cogido a todos. Yo vi que al Rajas y al flaco los apaleaban en el suelo. Los cuatro carapulcas se reían, algún día la pagarán. Pero ahora mejor desaparecemos.» Le dije que no tenía un centavo. Me dio cinco soles y me dijo: «cambia de barrio y no vuelvas por aquí. Yo me voy a veranear fuera de Lima por un tiempo».
Esa noche me fui al despoblado de Bellavista y dormí en una zanja. Mejor dicho, estuve tirado de espaldas, viendo la oscuridad, muerto de frío. En la mañana, muy temprano, fui a la Plaza de Bellavista. No iba por ahí desde hacía dos años. Todo estaba igual, menos la puerta de mi casa que la habían pintado. Toqué y no salió nadie. Toqué más fuerte. De adentro, alguien gritó: «no se desesperen, maldita sea». Salió un hombre y yo le pregunté por la señora Domitila. «Ni sé quién es, me dijo: aquí vive Pedro Caifás, que soy yo.» Una mujer apareció a su lado y dijo: «¿la señora Domitila? ¿Una vieja que vivía sola?». «Sí, le dije; creo que sí.» «Ya se murió, dijo la mujer; vivía aquí antes que nosotros, pero hace tiempo.» Yo les dije gracias y me fui a sentar a la plaza y estuve toda la mañana mirando la puerta de la casa de Teresa, a ver si salía. A eso de las doce salió un muchacho. Me le acerqué y le dije: «¿sabes dónde viven ahora esa señora y esa muchacha que vivían antes en tu casa?». «No sé nada», me dijo. Fui otra vez a mi antigua casa y toqué. Salió la mujer. Le pregunté: «¿sabe dónde está enterrada la señora Domitila?». «No sé, me dijo. Ni la conocí. ¿Era algo suyo?» Yo le iba a decir que era mi madre, pero pensé que a lo mejor me andaban buscando los soplones y le dije: «no, sólo quería saber».
—HOLA —DIJO el Jaguar.
No parecía sorprendido al verlo allí. El sargento había cerrado la puerta, el calabozo estaba en la penumbra.
—Hola —dijo Alberto.
—¿Tienes cigarrillos? —preguntó el Jaguar. Estaba sentado en la cama, apoyaba la espalda en la pared y Alberto podía distinguir claramente la mitad de su rostro, que caía dentro de la superficie de luz que bajaba de la ventana; la otra mitad era sólo una mancha.
—No —dijo Alberto—. El sargento me traerá uno más tarde.
—¿Por qué te han metido aquí? —dijo el Jaguar.
—No sé. ¿Y a ti?
—Un hijo de puta ha ido a decirle cosas a Gamboa.
—¿Quién? ¿Qué cosas?
—Oye —dijo el Jaguar, bajando la voz—. Seguro tú vas a salir de aquí primero que yo. Hazme un favor. Ven, acércate, que no nos oigan.
Alberto se aproximó. Ahora estaba de pie, a unos centímetros del Jaguar, sus rodillas se tocaban.
—Diles al Boa y al Rulos que en la cuadra hay un soplón. Quiero que averigüen quién ha sido. ¿Sabes lo que le dijo a Gamboa?
—No.
—¿Por qué creen que estoy aquí los de la sección?
—Creen que por el robo de exámenes.
—Sí —dijo el Jaguar—. También por eso. Le ha dicho lo de los exámenes, lo del Círculo, los robos de prendas, que jugamos dinero, que metemos licor. Todo. Hay que saber quién ha sido. Diles que ellos también están fregados si no lo descubren. Y tú también, y toda la cuadra. Es uno de la sección, nadie más puede saber.
—Te van a expulsar —dijo Alberto—. Y quizá te manden a la cárcel.
—Eso me dijo Gamboa. Seguramente van a fregar también al Rulos y al Boa, por lo del Círculo. Diles que averigüen y que me tiren un papel por la ventana con su nombre. Si me expulsan, ya no los veré.
—¿Qué vas a ganar con eso?
—Nada —dijo el Jaguar—. A mí ya me han jodido. Pero tengo que vengarme.
—Eres una mierda, Jaguar —dijo Alberto—. Me gustaría que te metieran en la cárcel.
El Jaguar había hecho un pequeño movimiento: seguía sentado en la cama, pero erguido, sin tocar la pared y su cabeza giró unos centímetros para que sus ojos pudieran observar a Alberto. Todo su rostro era visible ahora.
—¿Has oído lo que he dicho?
—No grites —dijo el Jaguar—. ¿Quieres que venga el teniente? ¿Qué te pasa?
—Una mierda —susurró Alberto—. Un asesino. Tú mataste al Esclavo.
Alberto había dado un paso atrás y estaba agazapado, pero el Jaguar no lo atacó, ni siquiera se había movido. Alberto veía en la penumbra los dos ojos azules, brillando.
—Mentira —dijo el Jaguar, también en voz muy baja—. Es una calumnia. Le han dicho eso a Gamboa para fregarme. El soplón es alguien que me quiere hacer daño, algún rosquete, ¿no te das cuenta? Dime, ¿todos en la cuadra creen que he matado a Arana?
Alberto no respondió.
—No puede ser —dijo el Jaguar—. Nadie puede creer eso. Arana era un pobre diablo, cualquiera podía echarlo al suelo de un manazo. ¿Por qué iba a matarlo?
—Era mucho mejor que tú —dijo Alberto. Los dos hablaban en secreto. El esfuerzo que hacían para no alzar la voz, congelaba sus palabras, las volvía forzadas, teatrales—. Tú eres un matón, tú sí que eres un pobre diablo. El Esclavo era un buen muchacho, tú no sabes lo que es eso. Él era buena gente, no se metía con nadie. Lo fregabas todo el tiempo, día y noche. Cuando entró era un tipo normal y de tanto batirlo tú y los otros lo volvieron un cojudo. Sólo porque no sabía pelear. Eres un desgraciado, Jaguar. Ahora te van a expulsar. ¿Sabes cuál va a ser tu vida? La de un delincuente, te meterán a la cárcel tarde o temprano.
—Mi madre también me decía eso. —Alberto se sorprendió, no esperaba una confidencia. Pero comprendió que el Jaguar hablaba solo; su voz era opaca, árida—. Y también Gamboa. No sé qué les puede importar mi vida. Pero yo no era el único que fregaba al Esclavo. Todos se metían con él, tú también, poeta. En el colegio todos friegan a todos, el que se deja se arruina. No es mi culpa. Si a mí no me joden es porque soy más hombre. No es mi culpa.
—Tú no eres más hombre que nadie —dijo Alberto—. Eres un asesino y no te tengo miedo. Cuando salgamos de aquí vas a ver.
—¿Quieres pelear conmigo? —dijo el Jaguar.
—Sí.
—No puedes —dijo el Jaguar—. Dime, ¿todos están furiosos conmigo en la cuadra?
—No —dijo Alberto—. Sólo yo. Y no te tengo miedo.
—Chist, no grites. Si quieres, pelearemos en la calle. Pero no puedes conmigo, te lo advierto. Estás furioso por gusto. Yo no le hice nada al Esclavo. Sólo lo batía, como todo el mundo. Pero no con mala intención, para divertirme.
—¿Y eso qué importa? Lo fregabas y todos lo fregaban por imitarte. Le hacías la vida imposible. Y lo mataste.
—No grites, imbécil, van a oírte. No lo maté. Cuando salga, buscaré al soplón y delante de todos le haré confesar que es una calumnia. Vas a ver que es mentira.
—No es mentira —dijo Alberto—. Yo sé.
—No grites, maldita sea.
—Eres un asesino.
—Chist.
—Yo te denuncié, Jaguar. Yo sé que tú lo mataste.
Esta vez Alberto no se movió. El Jaguar se había encogido en la tarima.
—¿Tú le has dicho eso a Gamboa? —dijo el Jaguar, muy despacio.
—Sí. Le dije todo lo que has hecho, todo lo que pasa en la cuadra.
—¿Por qué has hecho eso?
—Porque me dio la gana.
—Vamos a ver si eres hombre —dijo el Jaguar incorporándose.