ESTABA VISTO que nadie se salvaba, ha sido cosa de brujería. Nos tuvieron parados y después nos llevaron a la cuadra y entonces dije, una lengua amarilla se ha puesto a cantar, no lo quiero creer pero está claro como el agua, nos ha denunciado el Jaguar. Nos hicieron abrir los roperos, los huevos se me subieron a la boca, «agárrate compadre, dijo Vallano, esto va a ser el fin del mundo» y tenía razón. «¿Revista de prendas, mi suboficial?», dijo Arróspide, el pobre tenía cara de moribundo. «No se haga el Pelópidas, dijo Pezoa, estése quieto y, por favor, métase la lengua al culo.» Qué calambres me vinieron, qué nervios que sentía y los muchachos estaban como sonámbulos. Y era todo tan raro, Gamboa parado en un ropero y lo mismo la Rata, y el teniente gritaba: «cuidado, abrir los roperos, nada más, nadie ha dicho meter la mano». Y quién se iba a atrever, ya nos jodieron, al menos da gusto saber que a él lo jodieron antes. ¿Quién si no él para decir lo de las botellas y los naipes? Pero todo está muy misterioso, no capto todavía lo del estadio y los fusiles. ¿Gamboa estaba de mal humor y quiso desfogarse sacándonos las tripas en el barro? Y algunos incluso se reían, lastima el corazón ver gente así, tipos sin alma que no saben lo que son las desgracias. La verdad, era para romperse de risa, la Rata comenzó a zambullirse en los roperos, se metía todito y como es tan enano, la ropa se lo tragaba. Se ponía en cuatro patas, el grandísimo adulón, para que Gamboa viera que buscaba bien y hurgaba los bolsillos y todo lo abría y lo olía y con qué ganas iba cantando: «aquí hay Incas, caracho, éste es de los finos, fuma Chesterfield, miéchica, ¿se iban a una fiesta?, ¡qué tal botellón!» y nosotros lívidos, menos mal que en todos los roperos encontraron algo, menos mal. Está visto, los más fregados seremos los que teníamos botellas, la mía estaba casi vacía, y yo le dije que lo anotara y el desconsiderado dijo calle bruto. El que gozaba como un cochino era Gamboa, se veía en la manera de preguntar: «¿cuántas ha dicho?». «Dos cajetillas de Inca, dos cajas de fósforos, mi teniente» y Gamboa escribía en su libreta, despacio para que le durara más el gusto. «¿Una botella a medio llenar de qué?» «De pisco, mi teniente. Marca Sol de Inca.» Cada vez que me miraba, el Rulos se apretaba las amígdalas, sí compañero, estamos hasta el cogote de fregados. Y daba compasión verles las caras a los otros, de dónde maldita sea se les ocurrió revisar los roperos. Y después que se fueron Gamboa y la Rata, el Rulos dijo: «tiene que haber sido el Jaguar. Juró que si lo fregaban reventaría a todo el mundo. Es un maricón y un traidor». No debía decirlo, así, sin pruebas, y con esas palabras, aunque debe ser verdad.
Sólo que no sé por qué nos llevaron al estadio, se me ocurre que el Jaguar tiene también la culpa, seguro le contó a Gamboa «nos tiramos a las gallinas de vez en cuando» y el teniente dijo, les sacaré los bofes por ser tan vivos. La Rata entró a la clase, «formen rápido que les tengo una sorpresa». Y nosotros gritamos: «Rata». Y él nos dijo: «es orden del teniente. Formen y a las cuadras a paso ligero. ¿O quieren que lo llame?». Formamos y nos llevó a la cuadra y en la puerta dijo: «saquen los fusiles, tienen un minuto, brigadier, parte de los tres últimos», nos cansamos de mentarle la madre y a ninguno se le ocurría qué pasaba. En el patio, los cadetes de las otras secciones nos sacaban cachita. Dónde se ha visto, a mediodía con fusiles y a hacer campaña en el estadio, ¿no será que a Gamboa se le ha zafado una tuerca? Estaba esperándonos en la cancha de fútbol y nos miraba con unas ganas. «¡Alto!», dijo la Rata, «formen los grupos de campaña». Todos protestaban, parecía pesadilla eso de una campaña con uniforme de diario y antes de almuerzo. Su madre se va a tirar al pasto con lo mojado que está y el cansancio que tiene el cuerpo después de tres horas de clases. Y en eso intervino Gamboa con su vozarrón y nos gritó: «formen en línea de tres en fondo. El grupo tres adelante y el uno al final». La Rata, tan sobón, nos apuraba: «rápido desganados, vivo, vivo». Y entonces Gamboa dijo: «sepárense de diez en diez metros como para un asalto». A lo mejor hay peligro de guerra y el ministro ha decidido que nos den instrucción militar acelerada. Nosotros iremos de clases o de oficiales, me gustaría entrar a Arica a sangre y fuego, clavar banderas peruanas en todas partes, en los techos, en las ventanas, en las calles, en los coches, dicen que las chilenas son las mujeres más guapas que hay, ¿será verdad? No creo que haya peligro de guerra, los hubieran entrenado a todos, no sólo a la primera sección. «¿Qué les pasa?, nos gritó Gamboa. Los fusileros de los grupos uno y dos, ¿son sordos o brutos? Dije diez y no veinte metros. ¿Cómo se llama el negro?» «Vallano, mi teniente», era para doblarse al ver la cara de Vallano cuando Gamboa le dijo negro. «Bueno, dijo el teniente. ¿Por qué se pone a veinte metros si ordené diez?» «Yo no soy fusilero, mi teniente, lo que pasa es que falta uno.» Pezoa es un bruto porfiado, a quién se le ocurre decir eso. «Ajá, dijo Gamboa, métale seis puntos al ausente.» «No se va a poder, mi teniente, el ausente ya está muerto. Es el cadete Arana», hay que ser bruto a rabiar. Nada salía bien, Gamboa estaba furioso. «Bueno, dijo. Pase a ocupar ese puesto el fusilero de la segunda línea.» Y después de un momento gritó: «¿por qué mierda no se cumple la orden?». Y nos volvimos a mirar y entonces Arróspide se cuadró y dijo: «es que tampoco está ese cadete. Es el Jaguar». «Póngase usted y no proteste, dijo Gamboa. Las órdenes se cumplen sin dudas ni murmuraciones.» Y luego nos hizo hacer progresiones de un arco a otro, arréense cuando oigan el silbato, rampen, corran, tiéndanse, uno pierde la noción del tiempo y de su cuerpo con ese ejercicio y cuando estábamos entrando en calor, Gamboa nos hizo formar en columna de a tres y nos trajo a la cuadra y se trepó a un ropero y la Rata a otro, como es tan chiquito sudó tinta para llegar arriba, y nos ordenaron: «cuádrense en sus puestos» y en ese momento adiviné, el Jaguar nos ha vendido para salvar el pellejo, no hay tipos derechos en el mundo, quién hubiera dicho que él podía hacer una cosa así. «Abran los roperos y den un paso al frente. El primero que meta la mano está frito», como si uno fuera mago para esconder una botella en las narices del teniente. Después que se llevaron en un crudo todo lo que encontraron, nos quedamos callados y yo me eché en mi cama. La Malpapeada no estaba, era la hora de la comida y seguro se había ido a la cocina a buscar sobras. Es triste que la perra no esté aquí para rascarle la cabeza, eso descansa y da una gran tranquilidad, uno piensa que es una muchachita. Algo así debe ser cuando uno se casa. Estoy abatido y entonces viene la hembrita y se echa a mi lado y se queda callada y quietecita, yo no le digo nada, la toco, la rasco, le hago cosquillas y se ríe, la pellizco y chilla, la engrío, juego con su carita, hago rulitos con sus pelos, le tapo la nariz, cuando está ahogándose la suelto, le agarro el cuello y las tetitas, la espalda, los hombros, el culito, las piernas, el ombligo, la beso de repente y le digo piropos: «cholita, arañita, mujercita, putita». Y entonces alguien gritó: «ustedes tienen la culpa». Y yo le grité: «¿qué quiere decir ustedes?». «El Jaguar y ustedes», dijo Arróspide. Y yo me fui donde estaba pero me pararon en el camino. «Ustedes he dicho y lo repito», me gritó el muchacho, cómo estaba de furioso, le chorreaba la saliva de tanta rabia y ni cuenta se daba. Y les decía «suéltenlo, no le tengo miedo, me lo cargo de dos patadas, lo pulverizo en un dos por tres», y a mí me amarraron para tenerme quieto. «Mejor es no pelear ahora que las cosas se han puesto así», dijo Vallano. «Hay que estar unidos para hacer frente a lo que venga.» «Arróspide, le dije, eres lo más maricón que he visto nunca; cuando las cosas se ponen feas calumnias a los compañeros.» «Mentira, dijo Arróspide. Yo estoy con ustedes contra los tenientes y si hay que ayudarse los ayudo. Pero la culpa de lo que pasa la tiene el Jaguar, el Rulos y tú, porque no son limpios. Aquí hay algo que está oscuro. Qué casualidad que apenas lo metieron al Jaguar al calabozo, Gamboa supo lo que había en los roperos.» Y yo no sabía qué decir, y el Rulos estaba con ellos. Todos decían «sí, el Jaguar ha sido el soplón» y «la venganza es lo más dulce que hay». Después tocaron el pito para almorzar y creo que es la primera vez desde que estoy en el colegio que no comí casi nada, la comida se me atragantaba en el cogote.
CUANDO EL soldado vio acercarse a Gamboa se puso de pie y sacó la llave; giró sobre sí mismo para abrir la puerta, pero el teniente lo contuvo con un gesto, le quitó la llave de las manos y le dijo: «vaya a la Prevención y déjeme solo con el cadete». El calabozo de los soldados se alza detrás del corral de las gallinas, entre el estadio y el muro del colegio. Es una construcción de adobes, angosta y baja. Siempre hay un soldado de guardia en la puerta, aun cuando el calabozo esté vacío. Gamboa esperó que el soldado se alejara por la cancha de fútbol hacia las cuadras. Abrió la puerta. El cuarto estaba casi a oscuras: comenzaba a anochecer y la única ventana parecía una rendija. El primer momento no vio a nadie y tuvo una idea súbita: el cadete ha escapado. Luego lo descubrió tendido en la tarima. Se acercó; sus ojos estaban cerrados; dormía. Examinó sus facciones inmóviles, trató de recordar; inútil, el rostro se confundía con otros, aunque le era vagamente familiar, no por sus rasgos, sino por la expresión anticipadamente madura: tenía las mandíbulas apretadas, el ceño grave, el mentón hendido. Los soldados y cadetes, cuando se hallaban frente a un superior, endurecían el rostro; pero este cadete no sabía que él estaba allí. Además, su rostro escapaba a la generalidad: la mayoría de los cadetes tenían la piel oscura y las facciones angulosas. Gamboa veía una cara blanca, los cabellos y las pestañas parecían rubios. Estiró la mano y la puso en el hombro del Jaguar. Se sorprendió a sí mismo: su gesto carecía de energía; lo había tocado suavemente, como se despierta a un compañero. Sintió que el cuerpo del Jaguar se contraía bajo su mano, su brazo retrocedió por la violencia con que el cadete se incorporaba, pero luego escuchó el golpe de los tacones: había sido reconocido y todo volvía a ser normal.
—Siéntese —dijo Gamboa—. Tenemos mucho que hablar.
El Jaguar se sentó. Ahora, el teniente veía en la penumbra sus ojos, no muy grandes, pero sí brillantes e incisivos. El cadete no se movía ni hablaba, pero en su rigidez y en su silencio había algo indócil que disgustó a Gamboa.
—¿Por qué entró usted al Colegio Militar?
No obtuvo respuesta. Las manos del Jaguar asían el travesaño de la cama; su rostro no había variado, se mostraba severo y tranquilo.
—¿Lo metieron aquí a la fuerza, no es verdad? —dijo Gamboa.
—¿Por qué, mi teniente?
Su voz correspondía exactamente a sus ojos. Las palabras eran respetuosas y las pronunciaba despacio, articulándolas con cierta sensualidad, pero el tono dejaba entrever una secreta arrogancia.
—Quiero saberlo —dijo Gamboa—. ¿Por qué entró al Colegio Militar?
—Quería ser militar.
—¿Quería? —dijo Gamboa—. ¿Ha cambiado de idea?
Esta vez lo sintió dudar. Cuando un oficial los interrogaba sobre sus proyectos, todos los cadetes afirmaban que querían ser militares. Gamboa sabía, sin embargo, que sólo unos cuantos se presentarían a los exámenes de ingreso de Chorrillos.
—Todavía no sé, mi teniente —repuso el Jaguar, después de unos segundos. Hubo una nueva vacilación—. Quizá me presente a la Escuela de Aviación.
Pasaron unos instantes. Se miraban a los ojos y parecían esperar algo, uno del otro. De pronto, Gamboa preguntó bruscamente:
—¿Usted sabe por qué está en el calabozo, no es cierto?
—No, mi teniente.
—¿De veras? ¿Cree que no hay motivos?
—No he hecho nada —afirmó el Jaguar.
—Bastaría sólo lo del ropero —dijo Gamboa, lentamente—. Cigarrillos, dos botellas de pisco, una colección de ganzúas. ¿Le parece poco?
El teniente lo observó detenidamente, pero en vano; el Jaguar permanecía quieto y mudo. No parecía sorprendido ni atemorizado.
—Los cigarrillos, pase —añadió Gamboa—. Es sólo una consigna. El licor, en cambio, no. Los cadetes pueden emborracharse en la calle, en sus casas. Pero aquí no se bebe una gota de alcohol. —Hizo una pausa—. ¿Y los dados? La primera sección es un garito. ¿Y las ganzúas? ¿Qué significa eso? Robos. ¿Cuántos roperos ha abierto, hace cuánto tiempo que roba a sus compañeros?
—¿Yo? —Gamboa se desconcertó un momento: el Jaguar lo miraba con ironía. Repitió, sin bajar la vista—: ¿Yo?
—Sí —dijo Gamboa; sentía que la cólera lo dominaba— ¿quién mierda sino usted?
—Todos —dijo el Jaguar—. Todo el colegio.
—Miente —dijo Gamboa—. Es usted un cobarde.
—No soy un cobarde —dijo el Jaguar—. Se equivoca, mi teniente.
—Un ladrón —añadió Gamboa—. Un borracho, un timbero, y encima un cobarde. ¿Sabe usted que me gustaría que fuéramos civiles?
—¿Quiere pegarme? —preguntó el Jaguar.
—No —dijo Gamboa—. Te agarraría de una oreja y te llevaría al Reformatorio. Ahí es donde te deberían haber metido tus padres. Ahora es tarde, te has fregado tú solo. ¿Te acuerdas hace tres años? Ordené que desapareciera el Círculo, que dejaran de jugar a los bandidos. ¿Te acuerdas lo que les dije esa noche?
—No —dijo el Jaguar—. No me acuerdo.
—Sí te acuerdas —dijo Gamboa—. Pero no importa. ¿Creías que eras muy vivo, no? En el Ejército, los vivos como tú se revientan tarde o temprano. Te has librado mucho tiempo. Pero ya te llegó tu hora.
—¿Por qué? —dijo el Jaguar—. No he hecho nada.
—El Círculo —dijo Gamboa—. Robo de exámenes, robo de prendas, emboscadas contra los superiores, abuso de autoridad con los cadetes de tercero. ¿Sabes lo que eres? Un delincuente.
—No es cierto —dijo el Jaguar—. No he hecho nada. He hecho lo que hacen todos.
—¿Quién? —dijo Gamboa—. ¿Quién más ha robado exámenes?
—Todos —dijo el Jaguar—. Los que no roban es porque tienen plata para comprarlos. Pero todos están metidos en eso.
—Nombres —dijo Gamboa—. Dame algunos nombres. ¿Quiénes de la primera sección?
—¿Me van a expulsar?
—Sí. Y quizá te pase algo peor.
—Bueno —dijo el Jaguar, sin que se alterara su voz—. Toda la primera sección ha comprado exámenes.
—¿Sí? —dijo Gamboa—. ¿También el cadete Arana?
—¿Cómo, mi teniente?
—Arana —repitió Gamboa—. El cadete Ricardo Arana.
—No —dijo el Jaguar—. Creo que él no compró nunca. Era un chancón. Pero todos los otros, sí.
—¿Por qué mataste a Arana? —dijo Gamboa—. Responde. Todo el mundo está enterado. ¿Por qué?
—¿Qué le pasa a usted? —dijo el Jaguar. Había pestañeado una sola vez.
—Responde a mi pregunta.
—¿Es usted muy hombre? —dijo el Jaguar. Se había incorporado. Su voz temblaba—. Si es usted tan hombre, quítese los galones. Yo no le tengo miedo.
Gamboa, instantáneo como un relámpago, estiró el brazo y lo cogió del cuello de la camisa a la vez que con la otra mano lo arrinconaba contra la pared. Antes que el Jaguar comenzara a toser, Gamboa sintió un aguijón en el hombro; al intentar golpearlo, el Jaguar había rozado su codo y el puño se detuvo a medio camino. Lo soltó y retrocedió un paso.
—Podría matarte —dijo—. Estoy en mi derecho. Soy tu superior y has querido golpearme. Pero el Consejo de oficiales se va a encargar de ti.
—Quítese los galones —dijo el Jaguar—. Usted puede ser más fuerte, pero no le tengo miedo.
—¿Por qué mataste a Arana? —dijo Gamboa—. Deja de hacerte el loco y contesta.
—Yo no he matado a nadie. ¿Por qué dice usted eso? ¿Cree que soy un asesino? ¿Por qué iba a matar al Esclavo?
—Alguien te ha denunciado —dijo Gamboa—. Estás fregado.
—¿Quién? —Se había puesto de pie, de un salto; sus ojos relucían como dos candelas.
—¿Ves? —dijo Gamboa—. Te estás delatando.
—¿Quién ha dicho eso? —repitió el Jaguar—. A ése sí voy a matarlo.
—Por la espalda —dijo Gamboa—. Estaba delante tuyo, a veinte metros. Lo mataste a traición. ¿Sabes cómo se castiga eso?
—Yo no he matado a nadie. Juro que no, mi teniente.
—Lo veremos —dijo Gamboa—. Es mejor que confieses todo.
—No tengo nada que confesar —gritó el Jaguar—. Lo de los exámenes, lo de los robos, es cierto. Pero yo no soy el único. Todos hacen lo mismo. Sólo que los rosquetes pagan para que otros roben por ellos. Pero no he matado a nadie. Quiero saber quién le ha dicho eso.
—Ya lo sabrás —dijo Gamboa—. Te lo dirá en tu cara.
AL DÍA siguiente llegué a la casa a las nueve de la mañana. Mi madre estaba sentada en la puerta. Me vio venir sin moverse. Yo le dije: «me quedé donde mi amigo de Chucuito». No me contestó. Me miraba raro, con un poco de miedo, como si yo fuera a hacerle algo. Sus ojos me espulgaban todo el cuerpo y me daban malestar. Me dolía la cabeza y mi garganta estaba seca, pero no me atrevía a echarme a dormir delante de ella. No sabía qué hacer, abría los cuadernos y los libros del colegio, por gusto, ya no servían para nada, metía la mano en el cajón de los cachivaches y ella todo el tiempo detrás de mí, observándome. Me volví y le dije: «¿qué te pasa, por qué me miras tanto?». Y entonces me dijo: «estás perdido. Ojalá te murieras». Y se salió a la puerta de calle. Estuvo sentada mucho rato en la grada, los codos en las rodillas, la cabeza entre las manos. Yo la espiaba desde mi cuarto y veía su camisa llena de agujeros y remiendos, su cuello que hervía de arrugas, su cabeza greñuda. Me acerqué despacito y le dije: «si estás molesta conmigo, perdóname». Me miró de nuevo: su cara también estaba llena de arrugas, de uno de los agujeros de su nariz salían unos pelos blancos, por su boca abierta se veía que le faltaban muchos dientes. «Mejor pídele perdón a Dios, me dijo. Aunque no sé si vale la pena. Ya estás condenado.» «¿Quieres que te prometa algo?», le pregunté. Y ella me contestó: «¿para qué? Tienes la perdición en la cara. Mejor acuéstate a dormir la borrachera».
No me acosté, se me había ido el sueño. Al poco rato salí y fui hasta la playa de Chucuito. Desde el muelle vi a los muchachos del día anterior, fumando tirados sobre las piedras. Habían hecho dos montones con su ropa para apoyar la cabeza. Había muchos chicos en la playa; algunos, parados en la orilla, tiraban al agua piedras chatas que rebotaban como patillos. Un rato después llegaron Teresa y sus amigas. Se acercaron a los muchachos y les dieron la mano. Se desvistieron, se sentaron en rueda y él, como si yo no le hubiera hecho nada, estuvo todo el tiempo junto a Tere. Al fin, se metieron al agua. Teresa gritaba: «me hielo, me muero de frío» y el muchacho cogió agua con las dos manos y comenzó a mojarla. Ella chillaba más fuerte pero no se enojaba. Después entraron más allá de las olas. Teresa nadaba mejor que él, muy suave, como un pececito, él hacía mucha alharaca y se hundía. Salieron y se sentaron en las piedras. Teresa se echó, él le hizo una almohada con su ropa y se puso a su lado y medio torcido, así podía mirarla enterita. Yo sólo veía los brazos de Tere, levantados contra el sol. A él en cambio le veía la espalda flaca, las costillas salidas y las piernas chuecas. A eso de las doce volvieron al agua. El muchacho se hacía el marica y ella le echaba agua y él gritaba. Después nadaron. Adentro, hicieron tabla y jugaron a ahogarse: él se hundía y Teresa movía las manos y gritaba socorro, pero se notaba que era en broma. Él aparecía de repente como un corcho, los pelos tapándole la cara, y lanzaba el alarido de Tarzán. Yo podía oír sus risas, que eran muy fuertes. Cuando salieron, los estaba esperando junto a los montones de ropa. No sé dónde se habían ido las amigas de Teresa y el otro muchacho, ni me fijé en ellos. Era como si toda la gente hubiera desaparecido. Se acercaron y Tere me vio primero; él venía detrás, dando saltos, se hacía el loco.
Ella no cambió de cara, no se puso ni más contenta ni más triste de lo que estaba. No me dio la mano, sólo dijo: «hola. ¿Tú también estabas en la playa?». En eso el muchacho me miró y me reconoció porque se plantó en seco, retrocedió, se agachó, cogió una piedra y me apuntó. «¿Lo conoces?, le preguntó Teresa, riendo. Es mi vecino.» «Se las da de matón, dijo el muchacho. Le voy a partir el alma para que no se las dé más de matón.» Yo medí mal, mejor dicho me olvidé de las piedras. Salté y los pies se me hundieron en la playa, no avancé ni la mitad, caí a un metro de él y entonces el muchacho se adelantó y me descargó la pedrada en plena cara. Fue como si el sol me entrara a la cabeza, vi todo blanco y parecía que flotaba. No me duró mucho, creo. Cuando abrí los ojos, Teresa parecía aterrada y el muchacho estaba boquiabierto. Fue un tonto, si aprovecha me hubiera revolcado a su gusto, pero como me sacó sangre la pedrada, se quedó quieto, mirando a ver qué me pasaba, y yo me le fui encima, saltando sobre Teresa. Cuerpo a cuerpo iba perdido, lo vi apenas caímos al suelo, parecía de trapo y no me encajaba un puñete. Ni siquiera nos revolcamos, ahí mismo estuve montado sobre él, dándole en la cara que se tapaba con las dos manos. Yo había cogido piedrecitas y con ellas le frotaba la cabeza y la frente y, cuando levantaba las manos, se las metía a la boca y a los ojos. No nos separaron hasta que vino el cachaco. Me cogió de la camisa y me jaló y yo sentí que algo se rasgaba. Me dio una cachetada y entonces le aventé una piedra al pecho. Dijo: «carajo, te destrozo», me levantó como a una pluma y me dio media docena de sopapos. Después me dijo: «mira lo que has hecho, desgraciado». El chico estaba tirado en el suelo y se quejaba. Unas mujeres y unos tipos lo estaban consolando. Todos, muy furiosos, le decían al cachaco: «le ha roto la cabeza, es un salvaje, a la Correccional». A mí no me importaba nada lo que decían, las mujeres, pero en eso vi a Teresa. Tenía la cara roja y me miraba con odio. «Qué malo y qué bruto eres», me dijo. Y yo le dije: «tú tienes la culpa por ser tan puta». El cachaco me dio un puñete en la boca y gritó: «no digas lisuras a la niña, maleante». Ella me miraba muy asustada y yo me di vuelta y el cachaco me dijo: «quieto, ¿dónde vas?». Y yo comencé a patearlo y a darle manazos a la loca hasta que a jalones me sacó de la playa. En la comisaría, un teniente le ordenó al cachaco: «fájemelo bien y lárguelo. Pronto lo tendremos de nuevo por algo grande. Tiene toda la cara para ir al Sepa». El cachaco me llevó a un patio, se sacó la correa y comenzó a darme latigazos. Yo corría y los otros cachacos se morían de risa viendo cómo sudaba la gota gorda y no podía alcanzarme. Después tiró la correa y me arrinconó. Se acercaron otros guardias y le dijeron: «suéltalo. No puedes irte de puñetazos con una criatura». Salí de ahí y ya no volví a mi casa. Me fui a vivir con el flaco Higueras.
—NO ENTIENDO una palabra —dijo el mayor—. Ni una.
Era un hombre obeso y colorado, con un bigotillo rojizo que no llegaba a las comisuras de los labios. Había leído el parte cuidadosamente, de principio a fin, pestañeando sin cesar. Antes de levantar la vista hacia el capitán Garrido, que estaba de pie, frente al escritorio, de espaldas a la ventana que descubría el mar gris y los llanos pardos de la Perla, volvió a leer algunos párrafos de las diez hojas a máquina.
—No entiendo —repitió—. Explíqueme usted, capitán. Alguien se ha vuelto loco aquí y creo que no soy yo. ¿Qué le ocurre al teniente Gamboa?
—No sé, mi mayor. Estoy tan sorprendido como usted. He hablado con él varias veces sobre este asunto. He tratado de demostrarle que un parte como éste era descabellado…
—¿Descabellado? —dijo el mayor—. Usted no debió permitir que se metiera a esos muchachos al calabozo ni que el parte fuera redactado en semejantes términos. Hay que poner fin a este lío de inmediato. Sin perder un minuto.
—Nadie se ha enterado de nada, mi mayor. Los dos cadetes están aislados.
—Llame a Gamboa —dijo el mayor—. Que venga en el acto.
El capitán salió, precipitadamente. El mayor volvió a coger el parte. Mientras lo releía, trataba de morderse los pelos rojizos del bigote, pero sus dientes eran muy pequeñitos y sólo alcanzaban a arañar los labios e irritarlos. Uno de sus pies taconeaba, nervioso. Minutos después el capitán volvió seguido del teniente.
—Buenos días —dijo el mayor, con una voz que la irritación llenaba de altibajos—. Estoy muy sorprendido, Gamboa. Vamos a ver, usted es un oficial destacado, sus superiores lo estiman. ¿Cómo se le ha ocurrido pasar este parte? Ha perdido el juicio, hombre, esto es una bomba. Una verdadera bomba.
—Es verdad, mi mayor —dijo Gamboa. El capitán lo miraba, masticando furiosamente—. Pero el asunto escapa ya a mis atribuciones. He averiguado todo lo que he podido. Sólo el Consejo de Oficiales…
—¿Qué? —lo interrumpió el mayor—. ¿Cree que el Consejo va a reunirse para examinar esto? No diga tonterías, hombre. El Leoncio Prado es un colegio, no vamos a permitir un escándalo así. En realidad, algo anda mal en su cabeza, Gamboa. ¿Piensa de veras que voy a dejar que este parte llegue al Ministerio?
—Es lo que yo he dicho al teniente, mi mayor —insinuó el capitán—. Pero él se ha empeñado.
—Veamos —dijo el mayor—. No hay que perder los controles, la serenidad es capital en todo momento. Veamos. ¿Quién es el muchacho que hizo la denuncia?
—Fernández, mi mayor. Un cadete de la primera sección.
—¿Por qué metió al otro al calabozo sin esperar órdenes?
—Tenía que comenzar la investigación, mi mayor. Para interrogarlo, era imprescindible que lo separara de los cadetes. De otro modo, la noticia se habría difundido por todo el año. Por prudencia no he querido hacer un careo entre los dos.
—La acusación es imbécil, absurda —estalló el mayor—. Y usted no debió prestarle la menor importancia. Son cosas de niños y nada más. ¿Cómo ha podido dar crédito a esa historia fantástica? Jamás pensé que fuera tan ingenuo, Gamboa.
—Es posible que usted tenga razón, mi mayor. Pero permítame hacerle una observación. Yo tampoco creía que se robaban los exámenes, que había bandas de ladrones, que metían al colegio naipes, licor. Y todo eso lo he comprobado personalmente, mi mayor.
—Eso es otra cosa —dijo el mayor—. Es evidente que en el quinto año se burla la disciplina. No cabe ninguna duda. Pero en este caso los responsables son ustedes. Capitán Garrido, el teniente Gamboa y usted se van a ver en apuros. Los muchachos se los han comido vivos. Veremos la cara del coronel cuando sepa lo que pasa en las cuadras. No puedo hacer nada, tengo que pasar el parte y poner en orden las cosas. Pero —el mayor intentó nuevamente morderse el bigote—, lo otro es inadmisible y absurdo. Ese muchacho se pegó un tiro por error. El asunto está liquidado.
—Perdón, mi mayor —dijo Gamboa—. No se comprobó que él mismo se matara.
—¿No? —El mayor fulminó a Gamboa con los ojos—. ¿Quiere que le muestre el parte sobre el accidente?
—El coronel nos explicó la razón de ese parte, mi mayor. Era para evitar complicaciones.
—¡Ah! —dijo el mayor, con un gesto triunfal—. Justamente. ¿Y para evitar complicaciones hace usted ahora un informe lleno de horrores?
—Es distinto, mi mayor —dijo Gamboa, imperturbable— todo ha cambiado. Antes, la hipótesis del accidente era la más verosímil, mejor dicho la única. Los médicos dijeron que el balazo vino de atrás. Pero yo y los demás oficiales pensábamos que se trataba de una bala perdida, de un accidente. En esas condiciones, no importaba atribuir el error a la propia víctima, para no hacer daño a la institución. En realidad, mi mayor, yo creí que el cadete Arana era culpable, al menos en parte, por estar mal emplazado, por haber demorado en el salto. Incluso, hasta podía pensarse que la bala salió de su propio fusil. Pero todo cambia desde que una persona afirma que se trata de un crimen. La acusación no es del todo absurda, mi mayor. La disposición de los cadetes…
—Tonterías —dijo el mayor con cólera—. Usted debe leer novelas, Gamboa. Vamos a arreglar este enredo de una vez y basta de discusiones inútiles. Vaya a la Prevención y mande a esos cadetes a su cuadra. Dígales que si hablan de este asunto serán expulsados y que no se les dará ningún certificado. Y haga un nuevo informe, omitiendo todo lo relativo a la muerte del cadete Arana.
—No puedo hacer eso, mi mayor —dijo Gamboa—. El cadete Fernández mantiene sus acusaciones. Hasta donde he podido comprobar por mí mismo, lo que dice es cierto. El acusado se hallaba detrás de la víctima durante la campaña. No afirmo nada, mi mayor. Quiero decir sólo que, técnicamente, la denuncia es aceptable. Sólo el Consejo puede pronunciarse al respecto.
—Su opinión no me interesa —dijo el mayor, con desprecio—. Le estoy dando una orden. Guárdese esas fábulas para usted y obedezca. ¿O quiere que lo lleve ante el Consejo? Las órdenes no se discuten, teniente.
—Usted es libre de llevarme al Consejo, mi mayor —dijo Gamboa, suavemente—. Pero no voy a rehacer el parte. Lo siento. Y debo recordarle que usted está obligado a llevarlo donde el comandante.
El mayor palideció de golpe. Olvidando las formas, trataba ahora de alcanzar los bigotes con los dientes a toda costa y hacía muecas sorprendentes. Se había puesto de pie. Sus ojos eran violáceos.
—Bien —dijo—. Usted no me conoce, Gamboa. Soy manso sólo cuando se portan bien conmigo. Pero soy un enemigo peligroso, ya lo va a comprobar. Esto le va a costar caro. Le juro que se va acordar de mí. Por lo pronto, no saldrá del colegio hasta que todo se aclare. Voy a transmitir el parte, pero también pasaré un informe sobre su manera de comportarse con los superiores. Váyase.
—Permiso, mi mayor —dijo Gamboa y salió, caminando sin prisa.
—Está loco —dijo el mayor—. Se ha vuelto loco. Pero yo lo voy a curar.
—¿Va usted a pasar el parte, mi mayor? —preguntó el capitán.
—No puedo hacer otra cosa. —El mayor miró al capitán y pareció sorprenderse de encontrarlo allí—. Y usted también se ha fregado, Garrido. Su foja de servicios va a quedar negra.
—Mi mayor —balbuceó el capitán—. No es mi culpa. Todo ha ocurrido en la primera compañía, la de Gamboa. Las otras marchan perfectamente, como sobre ruedas, mi mayor. Siempre he cumplido las instrucciones al pie de la letra.
—El teniente Gamboa es su subordinado —repuso el mayor, secamente—. Si un cadete viene a revelarle lo que pasa en su batallón, quiere decir que usted ha estado en la luna todo el tiempo. ¿Qué clase de oficiales son ustedes? No pueden imponer la disciplina a niños de colegio. Le aconsejo que trate de poner un poco de orden en el quinto año. Puede retirarse.
El capitán dio media vuelta y sólo cuando estuvo en la puerta recordó que no había saludado. Giró e hizo chocar los tacones: el mayor revisaba el parte, movía los labios y su frente se plegaba y desplegaba. El capitán Garrido fue a un paso muy ligero, casi al trote, hasta la secretaría del año. En el patio, tocó su silbato, con mucha fuerza. Momentos después, el suboficial Morte entraba a su despacho.
—Llame a todos los oficiales y suboficiales del año —le dijo el capitán. Se pasó la mano por las frenéticas mandíbulas—, todos ustedes son los responsables verdaderos y me las van a pagar caro, carajo. Es su culpa y de nadie más. ¿Qué hace ahí con la boca abierta? Vaya y haga lo que le he dicho.