IV

DIJO QUE iba a venir pero no vino, me dieron ganas de matarlo. Después de la comida, subí a la glorieta como quedamos y me cansé de esperarlo. Estuve fumando y pensando no sé cuánto rato, a veces me levantaba a aguaitar por el vidrio y el patio siempre vacío. Tampoco fue la Malpapeada, está detrás de mí todo el tiempo, pero no justo cuando me hubiera gustado tenerla a mi lado en la glorieta, para espantar el miedo: ladra perra, zape a los malos espíritus. Entonces se me ocurrió: el Rulos me ha traicionado. Pero no era eso, después me di cuenta. Ya se había oscurecido y yo seguía en un rincón de la glorieta, con todos los muñecos en el cuerpo, así que bajé y volví a las cuadras, casi corriendo. Llegué al patio cuando tocaban el pito, si me quedaba un rato más esperándolo me clavaban seis puntos y él ni pensó en eso, que ganas de chancarlo. Lo vi a la cabeza de la fila y torció los ojos para no mirarme. Tenía la boca abierta, parecía uno de esos idiotas que andan por la calle hablando con las moscas. Ahí mismo me di cuenta que el Rulos no fue a la glorieta porque le dio miedo. «Esta vez nos fregamos de verdad, pensé, mejor voy haciendo mi maleta, iré a ganarme la vida como pueda, antes que me arranquen las insignias me escaparé por el estadio, y me robaré a la Malpapeada, ni cuenta se darán.» El brigadier estaba leyendo los nombres y todos decían presente. Cuando llamó al Jaguar, todavía siento frío en el espinazo, todavía me tiemblan las piernas, miré al Rulos y él se volvió y me miró con los ojazos y todos se volvieron y yo tuve que sacar fuerzas de no sé dónde para contenerme. Y el brigadier tosió y siguió con la lista. Después, fue el huayco; apenas entramos a la cuadra, la sección enterita corrió hacia el Rulos y hacia mí gritando: «¿qué ha pasado? Cuenten, cuenten». Y nadie quería creer que no sabíamos nada y el Rulos hacía pucheros: «no tenemos nada que ver, crean y no sean tan preguntones, maldita sea». Ven para acá, no te me corras ahora, no seas tan respingada. Mira que estoy con pesadumbre y necesito compañía. Después, cuando se fueron a acostar, me acerqué al Rulos y le dije: «traidor, ¿por qué no fuiste a la glorieta? Te esperé horas». Tenía más miedo, daba pena verlo y lo peor que era un miedo contagioso. Que no nos vean juntos, Boa, espera que se duerman, Boa, dentro de una hora te despierto y te cuento todo, Boa, métete a tu cama y zafa de aquí, Boa. Lo insulté y le dije: «si me estás engañando, te mato». Pero me fui a acostar y al poco rato apagaron la luz y lo vi al negro Vallano que bajaba de su cama y venía a mi lado. Estaba muy meloso, el gran sabido, muy cariñoso. Yo soy amigo de ustedes, Boa, a mí cuéntame qué ha pasado, todo zalamero con sus dientes de ratón. En medio de mi tristeza me dio risa verlo: salió zumbando con sólo mostrarle el puño, con sólo ponerle mala cara. Ven perrita, sé buena conmigo, estoy pasando un mal momento, no te me escapes. Yo decía: si no viene, voy y lo aplasto. Pero vino, cuando todos roncaban. Se me acercó despacito y me dijo: «vamos al baño para hablar mejor». La perra me siguió, pasándome su lengua por los pies, tiene una lengua que siempre está caliente. El Rulos estaba meando y no terminaba nunca y yo creí que lo hacía a propósito, así que lo agarré del pescuezo y lo sacudí y le dije: «dime de una vez lo que ha pasado».

No me extraña nada del Jaguar, ya sabía que no tiene sentimientos, a quién le va a asombrar que quiera meternos a todos en la sopa. Dice que le dijo: todo el mundo está fregado si me friegan, no me extraña. Pero tampoco el Rulos sabe gran cosa, no te muevas tanto que me rasguñas la panza, yo esperaba que me dijera muchas cosas y eso podía incluso adivinarlo. Dice que estaban haciendo puntería con la cristina de un perro y que el Jaguar acertaba todas las pedradas a veinte metros y el perro decía: «me están haciendo polvo la cristina, mis cadetes». Yo me acuerdo que los vi en el descampado, y creí que se iban a fumar, si no me hubiera acercado, me gusta mucho hacer puntería y tengo más vista que el Rulos y el Jaguar. Dice que el perro protestaba demasiado y el Jaguar le dijo: «si sigues hablando voy a hacer puntería en tu bragueta, mejor te callas». Y dice que entonces se volvió hacia el Rulos y, sin que viniera al caso, le dijo: «se me ocurre que el poeta no ha venido al colegio porque se ha muerto. Este es año de muertes y me he soñado que va a haber otros cadáveres en la sección antes de que termine el año». Dice el Rulos que te dio nervios oír hablar así y que se estaba persignando cuando vio a Gamboa. No se le pasó por la cabeza siquiera que venía en busca del Jaguar, a mí tampoco se me habría ocurrido, vaya novedad. Pero el Rulos abría los ojazos y decía: «ni pensé que se iba a acercar, Boa, ni por asomo. Sólo pensaba en lo que había dicho el Jaguar sobre los cadáveres y el poeta, cuando vi que se nos venía derechito y mirándonos, Boa». Perra, ¿por qué tienes la lengua siempre tan caliente? Tu lengua me recuerda las ventosas que me ponía mi madre para sacarme las pestilencias cuando estaba enfermo. Dice que cuando estuvo a unos diez metros, el perro se levantó y también el Jaguar y que él se cuadró. «Me di cuenta ahí mismito, Boa, no era porque el perro estaba sin cristina, cualquiera se habría dado cuenta, sólo a nosotros nos miraba, no nos quitaba los ojos, Boa.» Y dice que les dijo: «buenos días, cadetes», pero que ya no miraba al Rulos, sólo al Jaguar y que éste soltó la piedra que tenía en la mano. «Vaya a la Prevención, le dijo; preséntese al oficial de guardia. Y lleve su pijama, su escobilla de dientes, una toalla y jabón.» Dice el Rulos que él se puso pálido y que el Jaguar estaba muy tranquilo y que todavía le preguntó a Gamboa con cachita: «¿yo, mi teniente?, ¿por qué, mi teniente?», y que el perro se reía, ojalá encuentre a ese perro. Y que Gamboa no le contestó, sólo le dijo: «vaya inmediatamente». Lástima que el Rulos no se acuerde de la cara de ese perro, aprovechando que estaba el teniente cogió su cristina y se escapó corriendo. No me extraña que el Jaguar le dijera al Rulos: «maldita sea, si es por lo de los exámenes te juro que muchos van a lamentar haber nacido», es muy capaz. Y el Rulos dice que le dijo: «¿no creerás que yo soy un soplón o que el Boa es un soplón?». Y el Jaguar le contestó: «espero por su bien que no sean chivatos. No se olviden que están tan embarrados como yo. Adviérteselo al Boa. Y también a todos los que han comprado exámenes. A todo el mundo». Yo ya sé lo demás, lo vi salir de la cuadra, tenía el pijama de una manga y lo arrastraba por el suelo y llevaba la escobilla entre los dientes como si fuera una cachimba. Me sorprendió porque creí que iba a bañarse y el Jaguar no es como Vallano, que se ducha todas las semanas, en tercero le decían «el acuático». Tienes una lengua caliente, Malpapeada, una lengua larga y quemante.

CUANDO MI madre me dijo «se acabó el colegio, vamos donde tu padrino para que te consiga un trabajo», yo le respondí: «ya sé cómo ganar plata sin dejar el colegio, no te preocupes». «¿Qué dices?», me dijo. Se me trabó la lengua y me quedé con la boca abierta. Después le pregunté si conocía al flaco Higueras. Me miró muy raro y me preguntó: «¿y tú de dónde lo conoces?» «Somos amigos, le dije. Y a veces le hago unos trabajos.» Ella encogió los hombros. «Ya estás grande, me dijo. Allá tú con lo que haces, no quiero saber nada. Pero si no traes plata, a trabajar.» Me di cuenta que mi madre sabía lo que hacían el flaco Higueras y mi hermano. Yo ya había ido con el flaco a otras casas, siempre de noche y cada vez gané unos veinte soles. El flaco me decía: «te harás rico conmigo». Tenía guardada toda la plata en mis cuadernos y le pregunté a mi madre: «¿necesitas dinero ahora?». «Siempre necesito, me contestó. Dame lo que tengas.» Le di toda la plata, menos dos soles. Yo sólo gastaba en ir a esperar a Tere todos los días a la salida del colegio y también en cigarrillos, pues esos días comencé a fumar de mi bolsillo. Una cajetilla de Inca me duraba tres o cuatro días. Una vez prendí un cigarrillo en la Plaza de Bellavista y Tere me vio desde la puerta de su casa. Se acercó y conversamos, sentados en una banca. Me dijo: «enséñame a fumar». Encendí un cigarrillo y le di varias pitadas. No podía golpear y se atoraba. Al día siguiente me dijo que había estado con náuseas toda la noche y que no volvería a fumar. Me acuerdo bien de esos días, fueron los mejores del año. Estábamos casi al final del curso, habían comenzado los exámenes, estudiábamos más que antes y éramos inseparables. Cuando su tía no estaba o se quedaba dormida, nos hacíamos bromas, jugábamos a despeinarnos y yo me ponía muy nervioso cada vez que ella me tocaba. La veía dos veces al día, me sentía contento. Como andaba con plata, siempre le llevaba una sorpresa. En las noches, iba a la Plaza Bellavista a encontrarme con el flaco y él me decía: «prepárate para tal día. Tenemos un asunto que es canela fina».

Las primeras veces fuimos los tres: el flaco, yo y el serrano Culepe. Otra vez, que dimos un golpe en Orrantia, en una casa de ricos, se juntaron a nosotros dos desconocidos. Pero por lo general lo hacíamos solos. «Mientras menos, mejor, decía el flaco. Por el reparto y los chivatos. Pero a veces no se puede, cuando el almuerzo es suculento se necesitan muchas bocas.» Casi siempre entrábamos a casas vacías. El flaco ya las conocía, no sé cómo, y me explicaba la manera de entrar, por el techo, la chimenea o una ventana. Al principio tuve miedo, después trabajaba muy tranquilo. Una vez entramos a una casa de Chorrillos. Yo me metí por un vidrio del garaje, que el flaco rompió con un diamante. Crucé media casa para abrirles la puerta de calle, salí y esperé en la esquina. Al poco rato vi que se encendía la luz del segundo piso y que el flaco salía disparado. Al pasar me cogió la mano y me dijo: «vuela que nos cocinan». Corrimos como tres cuadras, no sé si nos perseguían, pero yo tenía mucho miedo y cuando el flaco me dijo: «lárgate por allá y al doblar la esquina échate a caminar tranquilo», creí que estaba frito. Hice lo que me dijo y tuve suerte. Regresé a mi casa a pie, desde tan lejos. Llegué muerto de frío y de cansancio, temblando, seguro de que al flaco lo habían agarrado. Pero al día siguiente estaba esperándome en la plaza, muerto de risa. «¡Qué tal chasco!, me decía. Yo estaba abriendo una cómoda y en eso se hizo de día, quedé mareado con tantas luces. Carambolas, nos libramos porque Dios es grande.»

—¿QUE MÁS? —dijo Alberto.

—Nada más —repuso el cabo—. Sólo que comenzó a sangrar y yo le dije: «no te hagas». Y el bruto ése me contestó: «no me hago, mi cabo, pero me está doliendo». Y entonces, como todos son compinches, los soldados comenzaron a murmurar: «le está doliendo, le está doliendo». Yo no lo creía pero tal vez era verdad. ¿Sabe por qué, cadete? Por sus pelos, que estaban colorados. Lo mandé a lavarse, para que no manchara el piso de la cuadra. Pero el muy porfiado no quiso, es un maricón, para hablar claro. Se quedó sentado en su cama y lo empujé, sólo para que se levantara, cadete, y los otros comenzaron a gritar: «no lo maltrate, cabo, ¿no ve que le está doliendo?».

—¿Y después? —preguntó Alberto.

—Nada más, mi cadete, nada más. Entró el sargento y preguntó: «¿qué le pasa a éste?». «Se ha caído, mi sargento, le dije. ¿No es verdad que te has caído?» Y el maricón dijo: «no, usted me ha roto la cabeza de un palazo, mi cabo». Y los otros forajidos gritaron: «sí, sí, el cabo le ha roto la cabeza». ¡Maricones! El sargento me trajo a la Prevención y mandó al bruto ése a la enfermería. Aquí me tienen hace cuatro días. A pan y agua. Tengo mucha hambre, cadete.

—¿Y por qué le rompiste la cabeza? —preguntó Alberto.

—Bah —dijo el cabo, con una mueca desdeñosa—. Yo sólo quería que sacara rápido la basura. ¿Quiere que le diga una cosa? Se cometen muchas injusticias. Si el teniente ve basuras en la cuadra me manda tres días de rigor o me muele a patadas. Pero si yo doy un cocacho a un soldado me meten al calabozo. ¿Quiere saber la verdad, cadete? No hay nada peor que ser cabo. A los soldados los patean los oficiales, pero entre ellos son compinches, siempre paran ayudándose. A los clases, en cambio, nos llueve de todas partes. Los oficiales nos patean y los soldados nos odian y nos hacen imposible la vida. Yo estaba mejor cuando era soldado, cadete.

Los dos calabozos están detrás de la Prevención. Son cuartos oscuros y altos, que se comunican por una rejilla, a través de la cual Alberto y el cabo pueden conversar cómodamente. En cada calabozo hay una ventanilla cerca del techo, que deja pasar prismas de luz, un raquítico catre de campaña, un colchón de paja y una frazada caqui.

—¿Cuánto tiempo va a estar aquí, cadete? —dice el cabo.

—No sé —responde Alberto. Gamboa no le había dado explicación alguna la noche anterior, se limitó a decirle secamente: «dormirá allá; prefiero que no vaya a la cuadra». Eran apenas las diez, la Costanera y los patios estaban desiertos, barridos por un viento silencioso; los consignados se hallaban en las cuadras y los cadetes sólo volvían a las once. Amontonados en la banca del fondo de la Prevención, los soldados conversaban entre dientes, ni siquiera echaron una mirada a Alberto cuando entró al calabozo. Estuvo unos segundos a ciegas, después distinguió, en una esquina, la sombra compacta del catre de campaña. Dejó su maletín en el suelo, se quitó la guerrera, los zapatos, el quepí y se cubrió con la frazada. Hasta él llegaban unos ronquidos de animal. Se durmió casi inmediatamente, pero despertó varias veces y los ronquidos proseguían, inalterables, poderosos. Sólo con las primeras luces del amanecer descubrió al cabo en el calabozo contiguo: un hombre largo, de rostro seco y filudo como un cuchillo, que dormía con polainas y cristina. Poco después, un soldado le trajo café caliente. El cabo se despertó y desde su catre le hizo un saludo amistoso. Estaban conversando cuando sonó la diana.

Alberto se aparta de la rejilla y se aproxima a la puerta del calabozo, que comunica con la sala de guardia: el teniente Gamboa está inclinado sobre el teniente Ferrero y le habla en voz baja. Los soldados se restriegan los ojos, se desperezan, toman sus fusiles, se aprestan a abandonar la Prevención. Por la puerta, se ve el comienzo del patio exterior y el sardinel de piedras blancas que circunda el monumento al héroe. Por allí deben estar los soldados que van a entrar de servicio junto con el teniente Ferrero. Gamboa sale de la Prevención sin mirar el calabozo. Alberto escucha silbatos sucesivos y comprende que, en los patios de cada año, se organizan las formaciones. El cabo continúa en la cama y ha vuelto a cerrar los ojos, pero ya no ronca. Cuando se oye el desfile de los batallones hacia el comedor, el cabo silba despacito, al compás de la marcha. Alberto mira su reloj. «Ya debe estar con el Piraña, Teresita, ya le habló, ya están hablando con el mayor, han entrado donde el comandante, están yendo donde el coronel, Teresita, los cinco están hablando de mí, llamarán a los periodistas y me tomarán fotos y el primer día de salida me lincharán y mi mamá se volverá loca, y no podré caminar más por Miraflores sin que me señalen con el dedo, y tendré que irme al extranjero y cambiarme de nombre, Teresita.» Después de unos minutos, vuelven a oírse los silbatos. Las pisadas de los cadetes que abandonan el comedor y atraviesan el descampado para formar en la pista de desfile llegan hasta la Prevención como un susurro lejano. La marcha hacia las aulas, en cambio, es un gran ruido marcial, equilibrado y exacto que va disminuyendo lentamente hasta desaparecer. «Ya se habrán dado cuenta, Teresita, el poeta no ha venido, Arróspide ha escrito mi nombre en el parte de ausentes, cuando sepan se sortearán a ver quién me pega, se pasarán papeles y mi padre dirá mi apellido en el fango, en la página policial de los periódicos, tu abuelo y tu bisabuelo morirían de impresión, nosotros fuimos siempre y en todo los mejores y tú te pudres en la mugre, Teresita, nos escaparemos a Nueva York y nunca volveremos al Perú, ahora ya comenzaron las clases y deben estar mirando mi carpeta.» Alberto da un paso atrás cuando ve al teniente Ferrero acercarse al calabozo. La puerta metálica se abre silenciosamente.

—Cadete Fernández—. Era un teniente muy joven, que tenía a su mando una compañía de tercero.

—Sí, mi teniente.

—Vaya a la secretaría de su año y preséntese al capitán Garrido.

Alberto se puso la guerrera y el quepí. Era una mañana clara, el viento arrastraba un sabor a pescado y a sal. No había sentido llover en la noche y, sin embargo, el patio estaba mojado. La estatua del héroe parecía una planta lúgubre, impregnada de rocío. No vio a nadie en la pista ni en el patio del año. La puerta de la secretaría estaba abierta. Se acomodó el cinturón de la guerrera y se pasó la mano por los ojos. El teniente Gamboa, de pie, y el capitán Garrido, sentado en la punta del escritorio, lo miraban. El capitán le indicó con un gesto que entrara. Alberto dio unos pasos y se cuadró. El capitán lo examinó de arriba abajo, detenidamente. Agazapadas como dos abscesos bajo las orejas, las sobresalientes mandíbulas estaban en reposo. Tenía la boca cerrada, pero su dentadura de piraña asomaba entre los labios, blanquísima. El capitán movió ligeramente la cabeza.

—Bueno —dijo—. Vamos a ver, cadete. ¿Qué significa esta historia?

Alberto abrió la boca y su cuerpo se ablandó por adentro como si el aire, al invadirlo, hubiera disuelto sus órganos. ¿Qué iba a decir? El capitán Garrido tenía las manos sobre el escritorio y sus dedos, muy nerviosos, arañaban unos papeles. Lo miraba a los ojos. El teniente Gamboa estaba a su lado y Alberto no podía verlo. Le ardían las mejillas, debía haber enrojecido.

—¿Qué espera? —dijo el capitán—. ¿Le han cortado la lengua?

Alberto bajó la cabeza. Sentía una fatiga muy intensa y una súbita desconfianza: engañosas y frágiles, las palabras avanzaban hasta la orilla de los labios y allí retrocedían, o morían como objetos de humo. La voz de Gamboa interrumpió su tartamudeo.

—Vamos, cadete —escuchó—. Haga un esfuerzo y serénese. El capitán está esperando. Repita usted lo que me dijo el sábado. Hable sin temor.

—Sí, mi capitán —dijo Alberto. Tomó aire y habló—: Al cadete Arana lo mataron porque denunció al Círculo.

—¿Usted lo vio con sus ojos? —exclamó con ira el capitán Garrido. Alberto levantó la vista: las mandíbulas habían entrado en actividad, se movían sincrónicamente, bajo la piel verdosa.

—No, mi capitán —dijo—. Pero…

—¿Pero qué? —gritó el capitán—. ¿Cómo se atreve a hacer una afirmación semejante sin pruebas concretas? ¿Sabe usted lo que significa acusar a alguien de asesinato? ¿Por qué ha inventado esta historia estúpida?

La frente del capitán Garrido estaba húmeda y en cada uno de sus ojos había una llamita amarilla. Sus manos se aplastaban, coléricas, contra el tablero del escritorio; sus sienes latían. Alberto recuperó de golpe el aplomo: tuvo la impresión de que su cuerpo se rellenaba. Sostuvo sin pestañear la mirada del capitán y, al cabo de unos segundos, vio que el oficial desviaba la vista.

—No he inventado nada, mi capitán —dijo y su voz sonó convincente a sus propios oídos. Repitió—: Nada, mi capitán. Los del Círculo estaban buscando al que hizo expulsar a Cava. El Jaguar quería vengarse a toda costa, lo que más odia son los soplones. Y todos odiaban al cadete Arana, lo trataban como a un esclavo. Estoy seguro que el Jaguar lo mató, mi capitán. Si no estuviera seguro, no habría dicho nada.

—Un momento, Fernández —dijo Gamboa—. Explique todo con orden. Acérquese. Siéntese, si quiere.

—No —dijo el capitán, cortante, y Gamboa se volvió a mirarlo. Pero el capitán Garrido tenía los ojos fijos en Alberto—. Quédese donde está. Y siga.

Alberto tosió y se limpió la frente con el pañuelo. Comenzó a hablar con una voz contenida y jadeante, silenciada por largas pausas, pero a medida que refería las proezas del Círculo y la historia del Esclavo, e insensiblemente deslizaba en su relato a los otros cadetes y describía la estrategia utilizada para pasar los cigarrillos y el licor, los robos y la venta de exámenes, las veladas donde Paulino, las contras por el estadio y «La Perlita», las partidas de póquer en los baños, los concursos, las venganzas, las apuestas, y la vida secreta de su sección iba surgiendo como un personaje de pesadilla ante el capitán, que palidecía sin cesar, la voz de Alberto cobraba soltura, firmeza y hasta era, por instantes, agresiva.

—¿Y eso qué tiene que ver? —lo interrumpió, una sola vez, el capitán.

—Es para que usted me crea, mi capitán —dijo Alberto—. Los oficiales no pueden saber lo que pasa en las cuadras. Es como si fuera otro mundo. Es para que me crea lo que le digo del Esclavo.

Más tarde, cuando Alberto calló, el capitán Garrido permaneció unos segundos en silencio, examinando con excesiva atención todos los objetos del escritorio, uno tras otro. Sus manos, ahora, jugueteaban con los botones de su camisa.

—Bien —dijo de pronto—. Quiere decir que la sección entera debe ser expulsada. Unos por ladrones, otros por borrachos, otros por timberos. Todos son culpables de algo, muy bien. ¿Y usted qué era?

—Todos éramos todo —dijo Alberto—. Sólo Arana era diferente. Por eso nadie se juntaba con él. —Su voz se quebró—: Tiene que creerme, mi capitán. El Círculo lo estaba buscando. Querían encontrar como fuera al que denunció a Cava. Querían vengarse, mi capitán.

—Alto ahí —dijo el capitán, desconcertado—. Toda esta historia cae por su base. ¿Qué tonterías dice usted? Nadie denunció al cadete Cava.

—No son tonterías, mi capitán —dijo Alberto—. Pregunte usted al teniente Huarina si no fue el Esclavo quien denunció a Cava. Él fue el único que lo vio salir de la cuadra para robarse el examen; estaba de imaginaria. Pregúnteselo al teniente Huarina.

—Lo que usted dice no tiene pies ni cabeza —dijo el capitán. Pero Alberto notó que ya no parecía tan seguro de sí mismo; una de sus manos estaba inútilmente suspendida en el aire y su dentadura parecía más grande—. Ni pies ni cabeza.

—Para el Jaguar era lo mismo que si lo hubieran acusado a él, mi capitán —dijo Alberto—. Estaba loco de furia por la expulsión de Cava. El Círculo se reunía todo el tiempo. Ha sido una venganza. Yo conozco al Jaguar, es capaz…

—Basta —dijo el capitán—. Lo que usted dice es infantil. Está acusando a un compañero de asesino, sin pruebas. No me sorprendería que el que quiera vengarse sea usted, ahora. En el Ejército no se admiten esta clase de juegos, cadete. Puede costarle caro.

—Mi capitán —dijo Alberto—. El Jaguar estaba detrás de Arana en el asalto del cerro.

Pero se calló. Lo había dicho sin pensar y ahora dudaba. Febrilmente, trataba de reconstituir en imágenes el descampado de la Perla, la colina rodeada de sembríos, la mañana de aquel sábado, la formación.

—¿Está seguro? —dijo Gamboa.

—Sí, mi teniente. Estaba detrás de Arana. Estoy seguro.

El capitán Garrido los miraba, sus ojos saltaban de uno a otro, desconfiados, iracundos. Sus manos se habían unido; una estaba cerrada y la otra la envolvía, le daba calor.

—Eso no quiere decir nada —dijo—. Absolutamente nada.

Quedaron en silencio, los tres. De pronto, el capitán se puso de pie y comenzó a pasear por la habitación con las manos cruzadas a la espalda. Gamboa se había sentado en el lugar que ocupaba antes el capitán y miraba la pared. Parecía reflexionar.

—Cadete Fernández —dijo el capitán. Se había detenido en medio de la habitación y su voz era más suave—. Voy a hablarle como a un hombre. Usted es joven e impulsivo. Eso no está mal, incluso puede ser una virtud. La décima parte de lo que acaba de decirme puede costarle la expulsión del colegio. Sería su ruina y un golpe terrible para sus padres. ¿No es así?

—Sí, mi capitán —dijo Alberto. El teniente Gamboa movía uno de sus pies en el aire y miraba el suelo.

—La muerte de ese cadete lo ha afectado —prosiguió el capitán—. Lo comprendo, era su amigo. Pero aun cuando lo que usted me ha dicho fuera en parte cierto, jamás podría probarse, jamás, porque todo se funda en hipótesis. A lo más, llegaríamos a comprobar ciertas violaciones del reglamento. Habría unas cuantas expulsiones. Usted sería uno de los primeros, como es natural. Estoy dispuesto a olvidar todo, si me promete no volver a hablar una palabra más de esto. —Se llevó rápidamente una mano al rostro y la volvió a bajar, sin tocarse—. Sí, es lo mejor. Echar tierra a todas estas fantasías.

El teniente Gamboa seguía con los ojos bajos y balanceaba el pie al mismo ritmo, pero ahora la puntera de su zapato rozaba el suelo.

—¿Entendido? —dijo el capitán y su rostro insinuó una sonrisa.

—No, mi capitán —dijo Alberto.

—¿No me ha comprendido, cadete?

—No puedo prometerle eso —dijo Alberto—. A Arana lo mataron.

—Entonces —dijo el capitán, con rudeza—, le ordeno que se calle y no vuelva a hablar estupideces. Y si no me obedece, ya verá quién soy yo.

—Perdón, mi capitán —dijo Gamboa.

—Estoy hablando, no me interrumpa, Gamboa.

—Lo siento, mi capitán —dijo el teniente, poniéndose de pie. Era más alto que el capitán y éste debió levantar un poco la cabeza para mirarlo a los ojos.

—El cadete Fernández tiene derecho a presentar esta denuncia, mi capitán. No digo que sea cierta. Pero tiene derecho a pedir una investigación. El reglamento es claro.

—¿Va usted a enseñarme el reglamento, Gamboa?

—No, claro que no, mi capitán. Pero si usted no quiere intervenir, yo mismo pasaré el parte al mayor. Es un asunto grave y creo que debe haber una investigación.

POCO DESPUÉS del último examen, vi a Teresa con dos muchachas, por la avenida Sáenz Peña. Llevaban toallas y yo le pregunté, de lejos, a dónde iba. Me contestó: «a la playa». Ese día estuve de mal humor y cuando mi madre me pidió dinero le contesté una grosería. Ella sacó la correa que tenía guardada debajo de su cama. Hacía mucho tiempo que no me pegaba y yo la amenacé: «si me tocas, no vuelvo a darte un centavo». Era sólo una advertencia y nunca creí que hiciera efecto. Me quedé frío al verla bajar la correa que ya tenía levantada, tirarla al suelo y decir una lisura entre dientes. Se metió a la cocina sin decirme nada. Al día siguiente, Teresa volvió a la playa con las dos muchachas y lo mismo los otros días. Una mañana, las seguí… Iban a Chucuito. Llevaban puesta la ropa de baño y se desvistieron en la playa. Había tres o cuatro muchachos que las estaban esperando. Yo sólo miraba al que conversaba con Teresa. Los estuve vigilando toda la mañana, desde la baranda. Después, ellas se pusieron el vestido sobre el traje de baño y volvieron a Bellavista. Yo esperé a los chicos. Dos se fueron al poco rato, pero el que había estado con Teresa y el otro se quedaron hasta cerca de las tres. Iban hacia la Punta. Caminaban por media pista, tirándose las toallas y las ropas de baño. Cuando llegaron a una calle vacía, comencé a arrojarles piedras. Les di a los dos, al amigo de Teresa lo toqué en plena cara. Se agachó, dijo «ay» y en eso le cayó otra piedra en la espalda. Me miraban asombrados y yo corrí hacia ellos, sin darles tiempo a reaccionar. Uno escapó gritando «un loco». El otro se quedó parado y me le fui encima. Ya me había trompeado en el colegio y peleaba muy bien, de chico mi hermano me enseñó a usar los pies y la cabeza. «El que se aloca está muerto, me decía. Pelear a la bruta sólo sirve si eres muy fuerte y puedes arrinconar al enemigo para quebrarle la guardia de una andanada. Si no, perjudica. Los brazos y las piernas se cansan de tanto golpear al aire y uno se aburre, desaparece la cólera y al poco rato estás con ganas de terminar. Entonces, si el otro es cuco y te ha estado midiendo, aprovecha y te carga.» Mi hermano me enseñó a deprimir a los que pelean a la bruta, a agotarlos y a tenerlos a raya con los pies, hasta que se descuidan y le dan chance a uno de cogerles la camisa y clavarles un cabezazo. Mi hermano me enseñó también a manejar la cabeza a la chalaca, no con la frente ni con el cráneo, sino con el hueso que hay donde comienzan los pelos, que es durísimo, y a bajar las manos en el momento de dar el cabezazo para evitar que el otro levante la rodilla y me hunda el estómago. «No hay como el cabezazo, decía mi hermano; basta uno bien puesto para aturdir al enemigo» Pero esa vez yo me lancé a la bruta contra los dos y los gané. El que había estado con Teresa ni se defendió, cayó al suelo llorando. Su amigo se había parado a unos diez metros y me gritaba: «no le pegues, maricón, no le pegues», pero yo le seguí dando en el suelo. Después corrí hacia el otro, que salió disparado, pero lo alcancé y le puse cabe y se vino abajo. No quería pelear: apenas lo soltaba, corría. Regresé donde el primero que estaba limpiándose la cara. Pensaba hablarle pero apenas lo tuve al frente me enfurecí y le di un puñetazo. Se puso a chillar como un perico. Lo agarré de la camisa y le dije: «si te vuelves a acercar a Teresa te pegaré más fuerte». Le menté la madre y le di una patada y creo que hubiera seguido machucándolo, pero en eso sentí que me agarraban la oreja. Era una mujer, que comenzó a darme coscorrones y a gritar: «salvaje, abusivo» y el otro aprovechó para escaparse. Al fin la mujer me soltó y regresé a Bellavista. Estaba como antes de la pelea, no parecía que me hubiera vengado. Nunca me había sentido así. Otras veces, cuando no veía a Teresa me daba pena o ganas de estar solo, pero ahora tenía cólera y a la vez tristeza. Estaba defraudado, seguro de que cuando supiera, Teresa me odiaría. Fui hasta la Plaza Bellavista pero no entré a mi casa. Di media vuelta y caminé hasta el bar de Sáenz Peña y allí encontré al flaco Higueras, sentado en el mostrador, conversando con el chino. «¿Qué te pasa?», me dijo. Yo nunca había hablado con nadie de Tere, pero esa vez tenía necesidad de confiarme a alguien. Le conté al flaco todo, desde que conocí a Teresa, cuatro años atrás, cuando vino a vivir al lado de mi casa. El flaco me escuchó muy serio, no se rió ni una vez. Sólo me decía, a ratos: «vaya, hombre», «caramba», «qué tal». Después me dijo: «estás enamorado hasta el alma. Cuando yo me enamoré por primera vez, era de tu edad más o menos, pero me dio más suave. El amor es lo peor que hay. Uno anda hecho un idiota y ya no se preocupa de sí mismo. Las cosas cambian de significado y uno es capaz de hacer las peores locuras y de fregarse para siempre en un minuto. Quiero decir los hombres. Las mujeres, no, porque son muy mañosas, sólo se enamoran cuando les conviene. Si un hombre no les hace caso, se desenamoran y buscan a otro. Y se quedan como si nada. Pero no te preocupes. Como que hay Dios que te curo hoy mismo. Yo tengo un buen remedio para esos resfríos». Me tuvo tomando pisco y cerveza hasta que anocheció y después me hizo vomitar: me apretaba el estómago para ayudarme. Después me llevó a una chingana del puerto, me hizo ducharme en un patio y me dio de comer picantes en un salón lleno de gente. Tomamos un taxi y le dio una dirección. Me preguntó: «¿ya has estado en un bulín?» Le dije que no. «Esto te sanará, me dijo. Ya vas a ver. Sólo que a lo mejor te paran en la puerta.» Efectivamente, cuando llegamos nos abrió una vieja que conocía al flaco y que al verme se puso furiosa. «¿Estás loco que te voy a dejar entrar con esa guagua? Cada cinco minutos caen por aquí los soplones a gorrearme cervezas.» Se pusieron a discutir a gritos. Al fin, la vieja aceptó que entrara. «Eso sí, nos dijo, se van de frente al cuarto y no me salen hasta mañana.» El flaco me hizo pasar tan rápido por el salón del primer piso que no vi la cara de la gente. Subimos una escalera y la vieja nos abrió un cuarto. Entramos y antes que el flaco prendiera la luz, la vieja dijo: «te voy a mandar una docena de cervezas. Te acepto con la criatura pero tienes que consumir bastante. Y ya subirán las chicas. Te mandaré a la Sandra, que le gustan los mocosos». El cuarto era grande y sucio. Había una cama en el centro con una colcha roja, una bacinica y dos espejos, uno en el techo, sobre la cama y el otro al costado. Por todas partes había dibujos de mujeres y hombres calatos, hechos con lápiz y navaja. Después entraron dos mujeres trayendo muchas botellas de cerveza. Eran amigas del flaco y lo besaron; lo pellizcaban, se le sentaban en las rodillas y decían palabrotas: culo, puta, pinga y cojudo. Una era flaca, una gran mulata con un diente de oro y la otra medio blanca y más gorda. La mulata era la mejor. Las dos se burlaban de mí y le decían al flaco: «corruptor de menores». Empezaron a tomar cerveza y después abrieron un poco la puerta para oír la música del primer piso y bailaron. Al principio yo estaba callado pero después de tomar me alegré. Cuando bailamos, la blanca me aplastaba la cabeza contra sus senos que se salían del vestido. El flaco se emborrachó y le ordenó a la mulata que nos hiciera show: bailó un mambo en calzones y de repente el flaco se le fue encima y la tiró en la cama. La blanca me cogió de la mano y me llevó a otro cuarto. «¿Es la primera vez?», me preguntó. Yo le dije que no, pero se dio cuenta que le mentía. Se puso muy contenta y mientras se me acercaba calatita me decía: «ojalá que me traigas suerte».

EL TENIENTE Gamboa salió de su cuarto y recorrió la pista de desfile de grandes trancos. Llegó a las aulas cuando Pitaluga, el oficial de servicio, tocaba el silbato: acababa de terminar la primera clase de la mañana. Los cadetes estaban en las aulas: un rugido sísmico denunciaba su presencia a través de los muros grises, un monstruo sonoro y circular que flotaba sobre el patio. Gamboa permaneció un momento junto a la escalera y luego fue hacia la Dirección de Estudios. El suboficial Pezoa estaba allí, husmeando un cuaderno con su gran hocico y sus ojillos desconfiados.

—Venga, Pezoa.

El suboficial lo siguió, alisándose el ralo bigote con un dedo. Caminaba con las piernas muy abiertas, como si fuera de caballería. Gamboa lo apreciaba: era despierto, servicial y muy eficaz en las campañas.

—Después de las clases, reúna a la primera sección. Que los cadetes saquen sus fusiles. Llévelos al estadio.

—¿Revista de armas, mi teniente?

—No. Los quiero formados en grupos de combate. Dígame, Pezoa, en la última campaña no se alteró la formación, ¿no es así? Quiero decir, la progresión se llevó a cabo en el orden normal; grupo uno adelante, luego el dos y al final el tres.

—No, mi teniente —dijo el suboficial—. Al revés. En las instrucciones, el capitán ordenó poner en la vanguardia a los más pequeños.

—Es verdad —dijo Gamboa—. Bien. Lo espero en el estadio.

El suboficial saludó y se fue. Gamboa regresó a las cuadras. La mañana seguía muy clara y había poca humedad. La brisa agitaba apenas la hierba del descampado; la vicuña ejecutaba veloces carreras en círculo. Pronto llegaría el verano; el colegio quedaría desierto, la vida se volvería muelle y agobiante; los servicios serían más cortos, menos rígidos, podría ir a la playa tres veces por semana. Su mujer ya estaría bien; llevarían al niño de paseo en un coche. Además, dispondría de tiempo para estudiar. Ocho meses, no era un plazo muy grande para preparar el examen. Decían que sólo habría veinte plazas para capitán. Y eran doscientos postulantes.

Llegó a la secretaría. El capitán estaba sentado en su escritorio y no levantó la cabeza cuando él entró. Un momento después, mientras revisaba los partes de campaña, Gamboa escuchó:

—Dígame, teniente.

—Sí, mi capitán.

—¿Qué cree usted? —El capitán Garrido lo miraba con el ceño fruncido. Gamboa dudó antes de responder.

—No sé, mi capitán —dijo—. Es muy difícil saber. He comenzado la investigación. Quizá saque algo en claro.

—No hablo de eso —dijo el capitán—. Quiero decir, las consecuencias. ¿Ha pensado usted?

—Sí —dijo Gamboa—. Puede ser grave.

—¿Grave? —El capitán sonrió—. ¿Se ha olvidado que este batallón se halla a mi cargo, que la primera compañía está a sus órdenes? Pase lo que pase, los fregados seremos usted y yo.

—He pensado también en eso, mi capitán —dijo Gamboa—. Tiene usted razón. Y no crea que me hace gracia la idea.

—¿Cuándo le toca ascender?

—El próximo año.

—A mí también —dijo el capitán—. Los exámenes serán fuertes, cada vez hay menos vacantes. Hablemos claro, Gamboa. Usted y yo tenemos excelentes fojas de servicio. Ni una sola sombra. Y nos harán responsables de todo. Ese cadete se siente apoyado por usted. Háblele. Convénzalo. Lo mejor es olvidarnos de este asunto.

Gamboa miró a los ojos al capitán Garrido.

—¿Puedo hablarle con franqueza, mi capitán?

—Es lo que estoy haciendo yo, Gamboa. Le hablo como a un amigo, no como a un subordinado.

Gamboa dejó los partes de campaña en una repisa y dio unos pasos hacia el escritorio.

—A mí me interesa el ascenso tanto como a usted, mi capitán. Haré todo lo posible por conseguir ese galón. Yo no quería ser destacado aquí, ¿sabe usted? Entre esos muchachos no me siento del todo en el Ejército. Pero si hay algo que he aprendido en la Escuela Militar, es la importancia de la disciplina. Sin ella, todo se corrompe, se malogra. Nuestro país está como está porque no hay disciplina, ni orden. Lo único que se mantiene fuerte y sano es el Ejército, gracias a su estructura, a su organización. Si es verdad que a ese muchacho lo mataron, si es verdad lo de los licores, la venta de exámenes y todo lo demás, yo me siento responsable, mi capitán. Creo que es mi obligación descubrir lo que hay de cierto en toda esa historia.

—Usted exagera, Gamboa —dijo el capitán, algo sorprendido. Había comenzado a pasear por la habitación, como durante la entrevista con Alberto—. Yo no digo echar tierra a todo. Lo de los exámenes y lo del licor hay que castigarlo, naturalmente. Pero no olvide tampoco que lo primero que se aprende en el Ejército es a ser hombres. Los hombres fuman, se emborrachan, tiran contra, culean. Los cadetes saben que si son descubiertos se les expulsa. Ya han salido varios. Los que no se dejan pescar son los vivos. Para hacerse hombres, hay que correr riesgos, hay que ser audaz. Eso es el Ejército, Gamboa, no sólo la disciplina. También es osadía, ingenio. Pero, en fin, podemos discutir sobre eso después. Lo que me preocupa ahora es lo otro. Es un asunto completamente imbécil. Pero aun así, si llega hasta el coronel, puede traernos serios perjuicios.

—Perdón, mi capitán —dijo Gamboa—. Mientras yo no me dé cuenta, los cadetes de mi compañía pueden hacer todo lo que quieran, estoy de acuerdo con usted. Pero ya no puedo hacerme el desentendido, me sentiría cómplice. Ahora sé que hay algo que no marcha. El cadete Fernández ha venido a decirme nada menos que las tres secciones se han estado riendo en mi cara todo el tiempo, que me han tomado el pelo a su gusto.

—Se han hecho hombres, Gamboa —dijo el Capitán—. Entraron aquí adolescentes, afeminados. Y ahora, mírelos.

—Yo voy a hacerlos más hombres —dijo Gamboa—. Cuando termine la investigación, llevaré ante el Consejo de Oficiales a todos los cadetes de mi compañía si es necesario.

El capitán se detuvo.

—Parece usted uno de esos curas fanáticos —le dijo, levantando la voz—. ¿Quiere arruinar su carrera?

—Un militar no arruina su carrera cumpliendo con su deber, mi capitán.

—Bueno —dijo el capitán, reanudando su paseo—. Haga lo que quiera. Pero le aseguro que saldrá mal parado. Y, naturalmente, no cuente con mi apoyo para nada.

—Naturalmente, mi capitán. Permiso.

Gamboa saludó y salió. Fue a su cuarto. Sobre el velador había una foto de mujer. Era de antes que se casaran. Él la había conocido en una fiesta, cuando todavía estaba en la Escuela. La foto había sido tomada en el campo, Gamboa no sabía en qué lugar. Ella era más delgada en ese tiempo y llevaba los cabellos sueltos. Sonreía bajo un árbol y al fondo se divisaba un río. Gamboa la estuvo contemplando unos segundos y luego continuó el examen de los partes y papeletas de castigo. Después, revisó cuidadosamente las libretas de notas. Poco antes del mediodía, regresó al patio. Dos soldados barrían la cuadra de la primera sección. Al verlo entrar, se cuadraron.

—Descanso —dijo Gamboa—. ¿Ustedes barren esta cuadra todos los días?

—Yo, mi teniente —dijo uno de los soldados. Señaló al otro—: Él barre la segunda.

—Venga conmigo.

En el patio, el teniente se volvió hacia el soldado y mirándolo a los ojos le dijo:

—Te has jodido, animal.

El soldado se cuadró automáticamente. Había abierto un poco los ojos. Tenía una cara tosca y lampiña. No preguntó nada, parecía aceptar la posibilidad de una falta.

—¿Por qué no has pasado parte?

—Sí he pasado, mi teniente —dijo—. Treinta y dos camas. Treinta y dos roperos. Sólo que entregué el parte al sargento.

—No hablo de eso. Y no te hagas el imbécil. ¿Por qué no has pasado parte de las botellas de licor, los cigarrillos, los dados, los naipes?

El soldado abrió más los ojos, pero guardó silencio.

—¿En qué roperos? —dijo Gamboa.

—¿Qué cosa, mi teniente?

—¿En qué roperos hay licor y naipes?

—No sé, mi teniente. Seguro que es en otra sección.

—Si mientes, tienes quince días de rigor —dijo Gamboa—. ¿En qué roperos hay cigarrillos?

—No sé, mi teniente. —Pero añadió, bajando los ojos—: Creo que en todos.

—¿Y licor?

—Creo que sólo en algunos.

—¿Y dados?

—También en algunos, creo.

—¿Por qué no has pasado parte?

—No he visto nada, mi teniente. Yo no puedo abrir los roperos. Están cerrados y los cadetes se llevan las llaves. Sólo creo que hay, pero no he visto.

—¿Y en las otras secciones es lo mismo?

—Creo que sí, mi teniente. Sólo que no tanto como en la primera.

—Bueno —dijo Gamboa—. Esta tarde yo entro de servicio. Tú y los otros soldados de la limpieza se presentarán a la Prevención, a las tres.

—Sí, mi teniente —dijo el soldado.