YA ESTÁ sana pero se ha quedado para siempre con su pata chueca. Debe haberse torcido algo de muy adentro, un huesecito, un cartílago, un músculo, he tratado de enderezarle la pata y no había manera, está dura como un gancho de hierro y por más que jalaba no la movía ni un tantito así. Y la Malpapeada comenzaba a llorar y a patalear así que la he dejado tranquila. Ya medio que se ha acostumbrado. Camina un poco raro, cayéndose a la derecha y no puede correr como antes, da unos brincos y se para. Es natural que se canse muy pronto, sólo tres patas la sostienen, está lisiada. Para remate fue la de adelante, donde apoyaba su cabezota, ya nunca será la perra que fue. En la sección le han cambiado de nombre, ahora le dicen la Malpateada. Creo que se le ocurrió al negro Vallano, siempre anda poniendo apodos a la gente. Todo está cambiando, como la Malpapeada, desde que estoy aquí es la primera vez que pasan tantas cosas en tan pocos días. Lo chapan al serrano Cava tirándose el examen de Química, le hacen su Consejo de Oficiales y le arrancan las hombreras. Ya debe estar en su tierra el pobre, entre huanacos. Nunca habían expulsado a uno de la sección, nos ha caído la mala suerte y cuando cae no hay quien la pare, así dice mi madre y estoy viendo que no le falta razón. Después, el Esclavo. Qué salmuera, no sólo por el balazo en la cabeza, encima lo operaron no sé cuántas veces, y encima morirse, no creo que a nadie le haya pasado cosa peor. Aunque disimulen, todos han cambiado por estas desgracias, a mí no se me escapan las cosas. Quizá todo vuelva a ser como era, pero estos días la sección anda distinta, hasta las caras de los muchachos son distintas. Por ejemplo el poeta es otra persona y nadie se le prende ni le dice nada, como si fuera normal verle cara de ahuevado. Ya no habla. Hace más de cuatro días que enterraron a su compinche, podía haber reaccionado ya, pero está peor. El día que se quedó clavado junto al ataúd pensé: «a éste lo hizo polvo la desgracia». La verdad, era su pata. Creo que es el único pata que tuvo en el colegio el Esclavo, digo Arana. Pero sólo en los últimos tiempos, antes también el poeta lo batía, se le prendía como todos. ¿Qué pasó para que de pronto anduvieran como yuntas, para arriba y para abajo? Los batían mucho, el Rulos le decía al Esclavo: «has encontrado un marido». Y eso parecía. Andaba pegado al poeta, siguiéndolo a todas partes, mirándolo, hablándole bajito para que nadie lo oyera. Se iban al descampado a conversar tranquilos. Y el poeta comenzó a defender al Esclavo cuando lo batían. No lo hacía de frente porque es muy malicioso. Alguien comenzaba a prendérsele al Esclavo y al ratito el poeta estaba batiendo al que batía a su pata y casi siempre ganaba, el poeta cuando bate es una fiera, al menos era. Ahora ya ni se junta con nadie, ni bromea, anda solo y como durmiendo. En él se nota mucho, antes sólo esperaba la ocasión de joder a todo el mundo. Daba gusto verlo defenderse cuando alguien lo batía. «Poeta, hazme una poesía a esto» le dijo el negro Vallano y se agarró la bragueta. «Ahorita te la hago, dijo el poeta, déjame que me inspire.» Y al poco rato nos la recitaba: «el pipí, donde Vallano, tiene la mano, parece un maní». Era bien fregado, sabía hacer reír a la gente, a mí se me prendió muchas veces y me daban unas ganas de machucarlo. Hizo buenas poesías a la Malpapeada, todavía tengo una copiada en el cuaderno de Literatura: «Perra: minetera eres, y loca; ¿por qué no te mueres, cuando el Boa te la emboca entera?». Y casi lo muelo esa noche que levantó a la sección y entró al baño gritando: «miren lo que hace el Boa con la Malpapeada cuando está de imaginaria». Y era hasta respondón. Sólo que no peleaba bien, la vez que se trompeó con Gallo lo apachurraron contra la pared. Un poco acriollado, el muchacho, como buen costeño, es tan flaco que me compadezco de sus sesos cuando da un cabezazo. No hay muchos blanquiñosos en el colegio, el poeta es uno de los más pasables. A los otros los tienen acomplejados, zafa, zafa, blanquiñoso mierdoso, cuidado que los cholos te hagan miau. Sólo hay dos en la sección, y Arróspide tampoco es mala gente, un terrible chancón, tres años seguidos de brigadier, vaya cráneo. Una vez vi a Arróspide en la calle, en un carrazo rojo y tenía camisita amarilla, se me salió la lengua al verlo tan bien vestido, caracho, éste es un blanquiñoso de mucho vento, debe vivir en Miraflores. Raro que los dos blanquiñosos de la sección ni se hablen, nunca han sido patas el poeta y Arróspide, cada uno por su lado, ¿tendrán miedo que uno denuncie al otro de cosas de blanquiñosos? Si yo tuviera vento y un carrazo rojo no hubiera entrado al colegio militar ni de a cañones. ¿Qué les aprovecha tener plata si aquí andan tan fregados como cualquiera? Una vez el Rulos le dijo al poeta: «¿y qué haces aquí? Deberías estar en un colegio de curas». El Rulos siempre se preocupa por el poeta, a lo mejor le tiene envidia y en el fondo le gustaría ser un poeta como él. Hoy me dijo: «¿te has fijado que el poeta se ha vuelto medio idiota?» Es la pura verdad. No es que haga cosas de idiotas, lo raro es que no hace nada. Se está todo el día tirado en la cama, haciéndose el dormido o durmiendo de veras. El Rulos por probarlo se le acercó a pedirle una novelita y él le dijo: «ya no hago novelitas, déjame tranquilo». Tampoco sé que haya escrito cartas, antes buscaba clientes como loco, puede que ahora le sobre la plata. En las mañanas, cuando nos levantamos, el poeta ya está en la fila. Martes, miércoles, jueves, hoy en la mañana, siempre el primero en el patio, con su cara larga y mirando sabe Dios qué cosa, soñando con los ojos abiertos. Y los de su mesa dicen que no come. «El poeta está malogrado de pena, le contó Vallano a Mendoza, deja más de la mitad de su comida y no la vende, le importa un pito que la coja cualquiera, y se la pasa sin hablar.» Lo ha demolido la muerte de su yunta. Los blanquiñosos son pura pinta, cara de hombre y alma de mujer, les falta temple; éste se ha quedado enfermo, es el que más ha sentido la muerte del Esclavo, de Arana.
¿VENDRÍA ESTE sábado? El colegio militar estaba muy bien, el uniforme y todo, pero qué terrible eso de no saber nunca cuándo saldría. Teresa atravesaba el portal de la Plaza San Martín; los cafés y los bares bullían de parroquianos, el aire estaba colmado de brindis, risas y cervezas y sobre las mesas de la calle flotaban pequeñas nubes de humo. «Me ha dicho que no va a ser militar, pensó Teresa. ¿Y si cambia de idea y entra a la Escuela de Chorrillos?» A quién le puede hacer gracia casarse con un militar, se pasan la vida en el cuartel y si hay guerra son los primeros que mueren. Además, los trasladan todo el tiempo, qué espantoso vivir en provincias y de repente hasta en la selva, con tantos zancudos y salvajes. Al pasar por el «Bar Zela» escuchó galanterías alarmantes, un grupo de hombres maduros levantó hacia ella media docena de copas como un haz de espadas, un joven le hizo adiós y tuvo que esquivar a un borracho que pretendía atajarla. «Pero no, pensó Teresa. No será militar, sino ingeniero. Sólo que tendré que esperarlo cinco años. Es un montón de tiempo. Y si después no quiere casarse conmigo ya seré vieja y nadie se enamora de las viejas.» Los otros días de la semana, los portales estaban semidesiertos. Cuando pasaba al mediodía junto a mesas solitarias y quioscos de revistas, sólo veía a los lustrabotas de las esquinas y a fugaces vendedores de diarios. Ella iba apresurada a tomar el tranvía para almorzar a toda carrera y regresar a tiempo a la oficina. Pero los sábados, en cambio, recorría el atestado y ruidoso Portal más despacio, mirando siempre al frente, secretamente complacida: era agradable que los hombres la elogiaran, era agradable no tener que volver al trabajo en la tarde. Sin embargo, años atrás, los sábados eran días temibles. Su madre se quejaba y maldecía más que los otros días, porque el padre no volvía hasta muy entrada la noche. Llegaba como un huracán, traspasado de alcohol y de ira. Los ojos en llamas, la voz tronante las descomunales manos cerradas en puño, recorría la casa como una fiera su jaula de barrotes, tambaleándose, blasfemando contra la miseria, derribando sillas y golpeando puertas, hasta rodar por el suelo, aplacado y exhausto. Entonces, lo desnudaban entre las dos y le echaban encima una frazada: era demasiado fuerte para subirlo a la cama. Otras veces, venía acompañado. Su madre se precipitaba como una furia sobre la intrusa, sus flacas manos trataban de arañarle la cara. El padre sentaba a Teresa en sus rodillas y le decía con salvaje alegría: «mira, esto es mejor que el cachascán». Hasta que un día, una mujer le rompió la ceja a la madre de un botellazo y tuvieron que llevarla a la Asistencia Pública. Desde entonces, se volvió un ser resignado y pacífico. Cuando el padre llegaba con otra mujer, se encogía de hombros y, arrastrando a Teresa de una mano, salía de la casa. Iban a Bellavista, donde su tía, y volvían el lunes. La casa era un hediondo cementerio de botellas y el padre dormía a pierna suelta entre un charco de vómitos, hablando en sueños contra los ricos y las injusticias de la vida. «Era bueno, pensó Teresa. Trabajaba toda la semana como un animal. Tomaba para olvidarse que era pobre. Pero me quería y no me hubiera abandonado.» El tranvía Lima-Chorrillos cruzaba la fachada rojiza de la Penitenciaría, la gran mole blancuzca del Palacio de Justicia y de pronto surgía un paraje refrescante, altos árboles de penachos móviles, estanques de aguas quietas, senderos tortuosos con flores a las márgenes y al medio de una redonda llanura de césped, una casa encantada de muros encalados, alto-relieves, celosías y muchas puertas con aldabas de bronce que eran cabezas humanas: el Parque Los Garifos. «Pero mi madre tampoco era mala, pensó Teresa. Sólo que había sufrido mucho.» Cuando su padre murió, después de una laboriosa agonía en un hospital de caridad, su madre la llevó una noche hasta la puerta de la casa de su tía, la abrazó y le dijo: «no toques hasta que yo me vaya. Estoy harta de esta vida de perros. Ahora voy a vivir para mí y que Dios me perdone. Tu tía te cuidará». El tranvía la dejaba más cerca de su casa que el Expreso. Pero desde el paradero del tranvía, tenía que atravesar una serie de corralones inquietantes, hervideros de hombres desgreñados y en harapos que le decían frases insolentes y a veces querían agarrarla. Esta vez nadie la molestó. Sólo vio a dos mujeres y a un perro: los tres escarbaban con empeño en unos tachos de basura, entre enjambres de moscas. Los corralones parecían vacíos. «Limpiaré todo antes del almuerzo», pensó. Transitaba ya por Lince, entre casas chatas y gastadas. «Para tener la tarde libre.»
Desde la esquina de su casa vio a media cuadra la silueta en uniforme oscuro, el quepí blanco y, al borde de la acera, un maletín de cuero. De inmediato, la sorprendió su inmovilidad de maniquí, pensó en esos centinelas clavados junto a las rejas del Palacio de Gobierno. Pero éstos eran gallardos, hinchaban el pecho y alargaban el cuello, orgullosos de sus largas botas y sus cascos con melena; Alberto, en cambio, tenía sumidos los hombros, la cabeza baja y el cuerpo como escurrido. Teresa le hizo adiós pero él no la vio. «El uniforme le queda bien, pensó Teresa. Y cómo brillan los botones. Parece un cadete de la Naval.» Alberto levantó la cabeza cuando ella estuvo apenas a unos metros. Teresa sonrió y él alzó la mano. «¿Qué le pasa?», pensó Teresa. Alberto estaba irreconocible, envejecido. Su rostro lucía un pliegue profundo entre las cejas, sus párpados eran dos lunas negras y los huesos de los pómulos parecían a punto de desgarrar la piel, muy pálida. Tenía la mirada extraviada y los labios exangües.
—¿Acabas de salir? —dijo Teresa, escudriñando la cara de Alberto—. Creí que sólo vendrías esta tarde.
Él no respondió. La miraba con ojos vacíos, derrotados.
—Te queda bien el uniforme —dijo Teresa, en voz baja, después de unos segundos.
—No me gusta el uniforme —dijo él, con una furtiva sonrisa—. Me lo quito apenas llego a mi casa. Pero hoy no he ido a Miraflores.
Hablaba sin mover los labios y su voz era blanca, hueca.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Teresa—. ¿Por qué estás así? ¿Te sientes mal? Dime, Alberto.
—No —dijo Alberto, desviando la mirada—. No tengo nada. Pero no quiero ir a mi casa ahora. Tenía ganas de verte. —Se pasó la mano por la frente y el pliegue se borró, pero sólo por un instante—. Estoy en un problema.
Teresa aguardaba, algo inclinada hacia él y lo miraba con ternura para animarlo a seguir hablando, pero Alberto había cerrado los labios y se frotaba las manos, suavemente. Ella se sintió, de pronto, angustiada. ¿Qué decir, qué hacer para que él se mostrara confiado, cómo alentarlo, qué pensaría después de ella? Su corazón se había puesto a latir muy rápido. Dudó un momento todavía. De improviso, dio un paso hacia Alberto y le tomó la mano.
—Ven a mi casa —dijo—. Quédate a almorzar con nosotros.
—¿A almorzar? —dijo Alberto, desconcertado; otra vez se pasó la mano por la frente—. No, no molestes a tu tía. Comeré algo por aquí y te vendré a buscar después.
—Ven, ven —insistió ella, recogiendo el maletín del suelo— no seas sonso. Mi tía no se va a molestar. Ven conmigo.
Alberto la siguió. En la puerta, Teresa le soltó la mano; se mordió los labios y le dijo en un susurro: «no me gusta verte triste». La mirada de él pareció humanizarse, su rostro sonreía ahora agradecido y bajaba hacia ella. Se besaron en la boca, muy rápido. Teresa tocó la puerta. La tía no reconoció a Alberto; sus ojillos lo observaron con desconfianza, recorrieron intrigados su uniforme, se iluminaron al encontrar su rostro. Una sonrisa ensanchó su cara gorda. Se limpió la mano en la falda y se la extendió mientras su boca expulsaba un chorro de saludos:
—¿Cómo está, cómo está, señor Alberto? ¡Qué gusto!, pase, pase. ¡Qué gusto de verlo! No lo había reconocido con ese uniforme tan bonito que tiene. Yo decía, ¿quién es, quién es? y no me daba cuenta. Me estoy quedando ciega por el humo de la cocina, sabe usted, y también por la vejez. Pase, señor Alberto, qué gusto de verlo.
Apenas entraron, Teresa se dirigió a la tía:
—Alberto se quedará a almorzar con nosotras.
—¿Ah? —dijo la tía, como tocada por el rayo—. ¿Qué?
—Se va a quedar a almorzar con nosotras —repitió Teresa.
Sus ojos imploraban a la mujer que no mostrara ese asombro desmedido, que hiciera un gesto de asentimiento. Pero la tía no salía de su pasmo: los ojos muy abiertos, el labio inferior caído, la frente constelada de arrugas, parecía en éxtasis. Al fin, reaccionó y con una mueca agria, ordenó a Teresa:
—Ven aquí.
Dio media vuelta y retorciendo el cuerpo al andar como un pesado camello, entró a la cocina. Teresa fue tras ella, cerró la cortina e inmediatamente se llevó un dedo a la boca, pero era inútil: la tía no decía nada, sólo la miraba iracunda y le mostraba las uñas. Teresa le habló al oído:
—El chino te puede fiar hasta el martes. No digas nada, que no te oiga, después te explico. Tiene que quedarse con nosotras. No te enojes, por favor, tía. Anda, estoy segura que te fiará.
—Idiota —bramó la tía, pero en el acto bajó la voz y se llevó un dedo a la boca. Murmuró—: Idiota. ¿Te has vuelto loca, quieres matarme a colerones? Hace años que el chino no me fía nada. Le debemos plata y no puedo asomarme por ahí. Idiota.
—Ruégale —dijo Teresa—. Haz cualquier cosa.
—Idiota —exclamó la tía y volvió a bajar la voz—. Sólo hay dos platos. ¿Le vas a dar una sopa apenas? No hay ni pan.
—Anda, tía —insistió Teresa—. Por lo que más quieras.
Y sin esperar su respuesta, regresó a la sala. Alberto estaba sentado. Había puesto el maletín en el suelo y encima el quepí. Teresa se sentó junto a él. Vio que sus cabellos estaban sucios y alborotados como una cresta. Volvió a abrirse la cortina y apareció la tía. Su rostro, todavía enrojecido por la cólera, desplegaba una porfiada sonrisa.
—Ya vengo, señor Alberto. Vuelvo ahorita. Tengo que salir un momentito, sabe usted. —Miró a Teresa con ojos fulminantes—: Anda a fijarte en la cocina.
Salió dando un portazo.
—¿Qué te pasó el sábado? —preguntó Teresa—. ¿Por qué no saliste?
—Ha muerto Arana —dijo Alberto—. Lo enterraron el martes.
—¿Cómo? —dijo ella—. ¿Arana, el de la esquina? ¿Ha muerto? Pero, no puede ser. ¿Quieres decir Ricardo Arana?
—Lo velaron en el colegio —dijo Alberto; su voz no expresaba emoción alguna, sólo cierto cansancio; sus ojos parecían nuevamente ausentes—. No lo trajeron a su casa. Fue el sábado pasado. En la campaña. Hacíamos práctica de tiro. Le cayó un balazo en la cabeza.
—Pero —dijo Teresa, cuando él calló; se la notaba confusa—. Yo lo conocía muy poco. Pero me da mucha pena. ¡Es horrible! —Le puso una mano en el hombro—. ¿Estaba en tu misma sección, no? ¿Es por eso qué estás triste?
—En parte, sí —dijo él, con lentitud—. Era mi amigo. Y además…
—Sí, sí —dijo Teresa—. ¿Por qué estás tan cambiado? ¿Qué otra cosa ha ocurrido? —Se acercó a él y lo besó en la mejilla; Alberto no se movió y ella se enderezó, encarnada.
—¿Te parece poco? —dijo Alberto—. ¿Te parece poco que se muriera así? Y yo ni siquiera pude hablar con él. Creía que era su amigo y yo… ¿Te parece poco?
—¿Por qué me hablas en ese tono? —dijo Teresa—. Dime la verdad, Alberto. ¿Por qué estás enojado conmigo? ¿Te han dicho algo de mí?
—¿No te importa que se haya muerto Arana? —dijo él—. ¿No ves que estoy hablando del Esclavo? ¿Por qué cambias de tema? Sólo piensas en ti y… —No siguió porque al oírlo gritar los ojos de Teresa se habían llenado de lágrimas; sus labios temblaban—. Lo siento… —dijo Alberto—. Estoy diciendo tonterías. No quería gritarte. Sólo que han pasado muchas cosas, estoy muy nervioso. No llores, por favor, Teresita.
La atrajo hacia él, Teresa apoyó la cabeza en su hombro y permanecieron así un momento. Luego Alberto la besó en las mejillas, en los ojos y, largamente, en la boca.
—Claro que me da mucha pena —dijo Teresa—. Pobrecito. Pero te veía tan preocupado que me dio miedo, creí que estabas molesto conmigo por algo. Y cuando me gritaste fue terrible, nunca te había visto furioso. Cómo tenías los ojos.
—Teresa —dijo él—. Yo quería contarte algo.
—Sí —dijo ella; tenía las mejillas incendiadas y sonreía con gran alegría—. Cuéntame, quiero saber todas tus cosas.
Él cerró la boca de golpe y la zozobra de su rostro se disolvió en una desalentada sonrisa.
—¿Qué cosa? —dijo ella—. Cuéntame, Alberto.
—Que te quiero mucho —dijo él.
Al abrirse la puerta, se separaron con precipitación: el maletín de cuero se volcó, el quepí rodó al suelo y Alberto se inclinó a recogerlo. La tía le sonreía beatíficamente. Llevaba un paquete en las manos. Mientras preparaba la comida, ayudada por Teresa, ésta enviaba a Alberto a espaldas de su tía, besos volados. Luego hablaron del tiempo, del verano próximo y de las buenas películas. Sólo mientras comían, Teresa reveló a su tía la muerte de Arana. La mujer lamentó a grandes voces la tragedia, se persignó muchas veces, compadeció a los padres, a la pobre madre sobre todo y afirmó que Dios mandaba siempre las peores desgracias a las familias más buenas, nadie sabía por qué. Pareció que también iba a llorar, pero se limitó a restregarse los ojos secos y a estornudar. Acabando el almuerzo, Alberto anunció que se marchaba. En la puerta de calle, Teresa volvió a preguntarle:
—¿De veras no estás enojado conmigo?
—No, te juro que no. ¿Por qué podría enojarme contigo? Pero quizá no nos veamos un tiempo. Escríbeme al colegio todas las semanas. Ya te explicaré todo después.
Más tarde, cuando Alberto ya había desaparecido de su vista, Teresa se sintió perpleja. ¿Qué significaba esa advertencia, por qué había partido así? Y entonces tuvo una revelación: «se ha enamorado de otra chica y no se atrevió a decírmelo porque lo invité a almorzar».
LA PRIMERA vez fuimos a la Perla. El flaco Higueras me preguntó si no me importaba caminar o si quería tomar el ómnibus. Bajamos por la avenida Progreso, hablando de todo menos de lo que íbamos a hacer. El flaco no parecía nervioso, al contrario, estaba mucho más tranquilo que de costumbre y yo pensé que quería darme ánimos, me sentía enfermo de miedo. El flaco se quitó la chompa, dijo que hacía calor. Yo tenía mucho frío, me temblaba el cuerpo y tres veces me paré a orinar. Cuando llegamos al Hospital Carrión, salió de entre los árboles un hombre. Di un brinco y grité: «flaco, los tombos». Era uno de los tipos que estaban con Higueras, la noche anterior, en la chingana de Sáenz Peña. Él sí estaba muy serio y parecía nervioso. Hablaba con el flaco en jerga, no le comprendía muy bien. Seguimos caminando y después de un rato, el flaco dijo: «cortemos por aquí». Nos salimos de la pista y seguimos por el descampado. Estaba oscuro y yo me tropezaba todo el tiempo. Antes de llegar a la avenida de las Palmeras, el flaco dijo: «aquí podemos hacer una pascana para ponernos de acuerdo». Nos sentamos y el flaco me explicó lo que tenía que hacer. Me dijo que la casa estaba vacía y que ellos me ayudarían a subir al techo. Tenía que descolgarme a un jardín y pasar al interior por una ventana muy pequeña, sin vidrios. Luego, abrirles alguna de las ventanas que daban a la calle, salir y volver al sitio donde estábamos. Allí los esperaría. El flaco me repitió varias veces las instrucciones y me indicó con mucho cuidado en qué parte del jardín se encontraba la ventanilla sin vidrios. Parecía conocer perfectamente la casa, me describió con detalles cómo eran las habitaciones. Yo no le hacía preguntas sobre lo que tenía que hacer, sino sobre lo que podía pasarme: «¿estás seguro que no hay nadie? ¿Y si hay perros? ¿Qué hago si me agarran?». Con mucha paciencia, el flaco me tranquilizaba. Después, se volvió hacia el otro y le dijo: «anda, Culepe». Culepe se fue hacia la avenida de las Palmeras y al poco rato lo perdimos de vista. Entonces el flaco me preguntó: «¿tienes miedo?» «Sí, le dije. Un poco.» «Yo también, me contestó. No te preocupes. Todos tenemos miedo.» Un momento después, silbaron. El flaco se levantó y me dijo: «vamos. Ese silbido quiere decir que no hay nadie cerca». Yo comencé a temblar y le dije: «flaco, mejor me regreso a Bellavista». «No seas tonto, me dijo. En media hora hemos acabado.» Fuimos hasta la avenida y ahí apareció otra vez Culepe. «Todo parece un cementerio, nos dijo. No hay ni gatos.» Era una casa grande como un castillo, a oscuras. Dimos la vuelta a los muros y, en la parte de atrás, el flaco y Culepe me cargaron hasta que pude cogerme del techo y trepar. Cuando estuve arriba, se me fue el miedo. Quería hacer todo muy rápido. Atravesé el techo y vi que el árbol del jardín estaba muy cerca del muro, como me había dicho el flaco. Pude bajar sin hacer ruido ni arañarme. La ventanilla sin vidrios era muy chica y me asusté al ver que tenía alambre. «Me ha engañado», pensé. Pero el alambre estaba oxidado y apenas lo empujé se hizo trizas. Me costó mucho trabajo pasar, me raspé la espalda y las piernas y un momento creí que me iba a quedar atracado. Adentro de la casa no se veía nada. Me daba de bruces contra los muebles y las paredes. Cada vez que entraba a una habitación, creía que iba a ver las ventanas que daban a la calle y sólo había tinieblas. Con los nervios, hacía mucho ruido y no podía orientarme. Pasaban los minutos y no encontraba las ventanas. En una de esas choqué contra una mesa y eché al suelo un florero o algo así que se hizo añicos. Casi lloré al ver en un rincón unas rayitas de luz, no había visto las ventanas porque las ocultaban unas cortinas muy gruesas. Espié y ahí estaba la avenida de las Palmeras, pero no vi ni al flaco ni a Culepe y me dio un susto horrible. Pensé: «vino la policía y me dejaron solo». Estuve mirando un rato a ver si aparecían. En eso me entró una gran decepción y dije, qué me importa, después de todo soy menor y sólo me llevarán al Reformatorio. Abrí la ventana y salté a la calle. Apenas había tocado el suelo, sentí pasos y oí la voz del flaco que me decía.: «bien, muchacho. Ahora anda a la hierbita y no te muevas». Eché a correr, crucé la pista y me tendí. Me puse a pensar en lo que haría si de pronto llegaban los cachacos. A ratos me olvidaba que estaba allí y me parecía que todo era un sueño y que estaba en mi cama y se me aparecía la cara de Tere y me venían unas ganas de verla y de hablarle. Estaba tan distraído pensando en eso, que no sentí al flaco y a Culepe cuando regresaron. Volvimos a Bellavista por el descampado, sin subir a la avenida Progreso. El flaco había sacado muchas cosas. En los árboles que están frente al Hospital Carrión nos detuvimos y el flaco y Culepe hicieron varios paquetes. Se despidieron antes de entrar a la ciudad. Culepe me dijo: «pasaste la prueba de fuego, compañero». El flaco me dio algunos paquetes, que escondí entre la ropa, y nos sacudimos los pantalones y nos limpiamos los zapatos que estaban enterrados. Después nos fuimos hasta la plaza, caminando tranquilamente. El flaco me contaba chistes y yo me reía a carcajadas. Me acompañó hasta la puerta de mi casa y ahí me dijo: «te has portado como un buen compañero. Mañana nos veremos y te daré tu parte». Yo le dije que necesitaba dinero con urgencia, aunque fuera un poquito. Me dio un billete de diez soles. «Esto es sólo una parte, me dijo. Mañana te daré más si es que esta misma noche vendo lo que sacamos.» Yo nunca había tenido tanta plata. Pensaba todo lo que podría hacer con diez soles y se me ocurrían muchas cosas pero no me decidía por ninguna; sólo estaba seguro que al día siguiente gastaría cinco reales en ir a Lima. Pensé: «le llevaré un regalo». Estuve horas tratando de encontrar lo que más convenía. Se me ocurrían las cosas más raras, desde cuadernos y tizas hasta caramelos y un canario. A la mañana siguiente, cuando salí del colegio, todavía no había elegido. Y entonces me acordé que ella se había prestado una vez del panadero, un chiste para leer las historietas. Fui hasta un puesto de periódicos y compré tres chistes: dos de aventuras y el otro romántico. En el tranvía me sentía muy contento y se me venían a la cabeza muchas ideas. La esperé como siempre en la tienda de Alfonso Ugarte y cuando salió me acerqué inmediatamente. Nos dimos la mano y empezamos a conversar de su colegio. Yo tenía las revistas bajo el brazo. Cuando cruzamos la Plaza Bolognesi, ella que las miraba de reojo hacía rato, me dijo: «¿tienes chistes? Qué bien. ¿Me los prestas cuando los leas?». Yo le dije: «los he comprado para regalártelos». Y ella me dijo: «¿de veras?». «Claro, le contesté. Tómalos.» Me dijo: «muchas gracias», y se puso a hojearlos mientras caminábamos. Me di cuenta que el primero que vio y en el que más se demoró fue el romántico. Pensé: «debí comprarle tres románticos, a ella no le pueden interesar las aventuras». Y en la avenida Arica, me dijo: «cuando los lea, te los presto». Le dije que bueno. No hablamos durante un rato. De pronto ella me dijo: «eres muy bueno». Yo me reí y sólo contesté: «no creas».
«DEBÍA HABERLE dicho y a lo mejor me daba un consejo, ¿tú crees que lo que voy a hacer es peor y que el único fregado seré yo? ¿Estoy seguro, quién está seguro? A mí no puedes engañarme, hijo de perra, he visto la cara que tienes, te juro que las vas a pagar caro. Pero ¿debía?» Alberto mira y, con sorpresa, descubre ante él la vasta explanada cubierta de hierba donde se emplazan los cadetes del Leoncio Prado el 28 de Julio, para el desfile. ¿Cómo ha llegado al Campo de Marte? La explanada desierta, el frío suave, la brisa, la luz del crepúsculo que cae sobre la ciudad como una lluvia parda, le recuerdan el colegio. Mira su reloj: camina sin rumbo hace tres horas. «Ir a mi casa, acostarme, llamar al médico, tomar una pastilla, dormir un mes, olvidarme de todo, de mi nombre, de Teresa, del colegio, ser toda la vida un enfermo, pero con tal de no acordarme». Da media vuelta y desanda el camino que acaba de hacer. Se para junto al monumento a Jorge Chávez; en la penumbra, el compacto triángulo y sus estatuas volantes parecen de brea. Un río de automóviles anega la avenida y él espera en la esquina, con otros transeúntes. Pero cuando el río se detiene y las personas que le rodean cruzan la pista ante una muralla de parachoques, él permanece en el sitio, mirando estúpidamente la luz roja del semáforo. «Si se pudiera retroceder y hacer las cosas de nuevo y por ejemplo, esa noche, decirle dónde está el Jaguar, no está, chau, y a mí qué diablos que le robaran su sacón, cada uno se las arregla como puede, nada más que eso y yo estaría tranquilo, sin problemas, oyendo a mi mamá, Albertito tu papá siempre lo mismo, con las malas mujeres día y noche, noche y día con las polillas, hijito, siempre lo mismo.» Ahora está en el paradero del Expreso, en la avenida 28 de Julio y ha dejado atrás el bar. Al pasar lo miró sólo de reojo pero todavía recuerda el ruido, la claridad hiriente y el humo que salían hasta la calle. Viene un Expreso, la gente sube, el conductor le pregunta «¿y usted?» y como él lo mira con indiferencia, se encoge de hombros y cierra la puerta. Alberto gira y por tercera vez recorre el mismo sector de la avenida. Llega a la puerta del bar y entra. El ruido lo amenaza de todas direcciones, la luz lo ciega y pestañea varias veces. Consigue llegar al mostrador entre cuerpos que huelen a alcohol y a tabaco. Pide una lista de teléfonos. «Se lo estarán comiendo a poquitos, si comenzaron por los ojos que son tan blandos, ya deben estar en el cuello, ya se tragaron la nariz, las orejas, se le han metido dentro de las uñas como, piques y están devorando la carne, qué banquete se deben estar dando. Debí llamar antes que empezaran a comérselo, antes que lo enterraran, antes que se muriera, antes.» El bullicio lo martiriza, le impide concentrarse lo suficiente para localizar, entre las columnas de nombres, el apellido que busca. Finalmente, lo encuentra. Levanta de golpe el auricular, pero cuando va a marcar el número su mano queda suspendida a milímetros del tablero; en sus oídos resuena ahora un pito estridente. Sus ojos perciben a un metro, tras el mostrador, una casaca blanca, con las solapas arrugadas. Marca el número y escucha la llamada: un silencio, un espasmo sonoro, un silencio. Echa un vistazo alrededor. Alguien, en una esquina del bar, brinda por una mujer: otros contestan y repiten un nombre. La campanilla del teléfono sigue llamando, con intervalos idénticos. «¿Quién es?», dice una voz. Queda mudo; su garganta es un trozo de hielo. La sombra blanca que está al frente se mueve, se aproxima. «El teniente Gamboa, por favor», dice Alberto. «Whisky americano, dice la sombra, whisky de mierda. Whisky inglés, buen whisky.» «Un momento, dice la voz. Voy a llamarlo.» Tras él, el hombre que brindaba, ha iniciado un discurso. «Se llama Leticia y no me da vergüenza decir que la quiero, muchachos. Casarse es algo serio. Pero yo la quiero y por eso me caso con la chola, muchachos» «Whisky, insiste la sombra. Scotch. Buen whisky. Escocés, inglés, da lo mismo. No americano, sino escocés o inglés.» «Aló», escucha. Siente un estremecimiento y separa ligeramente el auricular de su cara. «Sí, dice el teniente Gamboa. ¿Quién es?» «Se acabó la jarana para siempre, muchachos. En adelante, hombre serio a más no poder. Y a trabajar duro para hacer dinero y tener contenta a la chola.» «¿Teniente Gamboa?», pregunta Alberto. «Pisco de Montesierpe, afirma la sombra, mal pisco. Pisco Motocachi, buen pisco». «Yo soy. ¿Quién habla?» «Un cadete, responde Alberto. Un cadete de quinto año.» «Viva mi chola y vivan mis amigos». «¿Qué quiere?» «El mejor pisco del mundo, a mi entender, asegura la sombra. Pero rectifica: O uno de los mejores, señor. Pisco Motocachi.» «Su nombre», dice Gamboa. «Tendré diez hijos. Todos hombres. Para ponerles el nombre de cada uno de mis amigos, muchachos. El mío a ninguno, sólo los nombres de ustedes.» «A Arana lo mataron, dice Alberto. Yo sé quién fue. ¿Puedo ir a su casa?». «Su nombre», dice Gamboa. «¿Quiere usted matar a una ballena? Déle pisco Motocachi, señor.» «Cadete Alberto Fernández, mi teniente. Primera sección. ¿Puedo ir?» «Venga inmediatamente, dice Gamboa, Calle Bolognesi, 327. Barranco.» Alberto cuelga.
TODOS ESTÁN distintos, a lo mejor yo también, sólo que no me doy cuenta. El Jaguar ha cambiado mucho, es para asustarse. Anda furioso, no se le puede hablar, uno se le acerca a hacerle una pregunta, a pedirle un cigarrillo, y ahí mismo se pone como si le hubieran bajado el pantalón y empieza a decir brutalidades. No aguanta nada, por cualquier cosa, bum, la risita de las peleas y hay que estar calmándolo, Jaguar, qué te pasa, si yo no me meto contigo, no te sulfures, matoneas sin motivo. Y a pesar de las disculpas se le va la mano por cualquier cosa, en estos días he visto a varios machucados. No sólo anda así con los de la sección, también con el Rulos y conmigo, parece mentira que se porte así con nosotros que somos del Círculo. Pero el Jaguar ha cambiado por lo del serrano, yo pesco todas las cosas. Por más que se riera y quisiera demostrar que le importaba un pito, la expulsión del serrano Cava lo ha transformado. Nunca le había visto esos ataques de rabia, qué manera de temblarle la cara, qué palabrotas, lo quemo todo, los mato a todos, una noche incendiaremos el edificio de los oficiales, quisiera despanzurrar al coronel y ponerme sus tripas de corbata. Me parece que hace un mundo de tiempo que no nos reunimos los tres que quedamos del Círculo, desde que lo metieron adentro al serrano y tratábamos de descubrir al soplón. No es justo lo que pasa aquí, el serrano con las alpacas, fregado hasta el alma y el soplón debe estar rascándose la panza de contento, me figuro que va a ser bien difícil descubrirlo. A lo mejor los oficiales le dieron plata para que hablara. El Jaguar decía: «dos horas no más para saber quién es, menos, una basta; abres las narices y descubres a los soplones ahí mismito». Puro cuento, sólo a los serranos los descubres con los ojos o la nariz, en cambio los hijos de puta disimulan muy bien. Eso debe ser lo que lo ha desmoralizado. Pero al menos debía juntarse con nosotros, siempre fuimos sus patas. No comprendo por qué para solo. Basta que uno se le acerque para que ponga cara de odio, parece que va a saltar y morder, qué buen apodo le pusieron, es el que más le convenía. No pienso volver a acercarme a él, va a creer que lo estoy sobando y yo trataba de hablarle por amistad. Fue un milagro que no nos mecháramos ayer, no sé por qué me contuve, debí pararlo y ponerlo en su sitio, yo no le tengo miedo. Cuando el capitán nos llevó al Salón de Actos y comenzó a hablar del Esclavo, que los errores se pagan caros en el Ejército, métanse en la mollera que están en las Fuerzas Armadas y no en un zoológico si no quieren que les pase lo mismo, si hubiéramos estado en guerra ese cadete sería un traidor a la Patria por irresponsable, carajo, a cualquiera le hierve la sangre que se ensañen con un muerto, Piraña, porquería, que un balazo te perfore la cabeza a ti. Pero no sólo yo estaba furioso, todos estaban igual, bastaba verles las caras. Y yo le dije: «Jaguar, no está bien eso de agarrárselas con un muerto, ¿por qué no le hacemos un zumbido?». Y él me dijo: «mejor te callas, eres muy bruto y sólo sabes decir estupideces. Cuidado con dirigirme la palabra si no te pregunto algo». Debe estar enfermo, ésas no son maneras de persona sana, enfermo de la cabeza, loco perdido. No creas que necesito juntarme contigo, Jaguar, he andado detrás tuyo para pasar el tiempo pero no me hace falta ya, dentro de poco se termina este merengue y no nos veremos más las caras. Cuando salga del colegio no volveré a ver a nadie de aquí, salvo a la Malpapeada, a lo mejor me la robo y la adopto.
ALBERTO CAMINA por las serenas calles de Barranco, entre casonas descoloridas de principios de siglo, separadas de la calle por jardines profundos. Los árboles, altos y frondosos, proyectan en el pavimento sombras que parecen arañas. De vez en cuando pasa un tranvía atestado; la gente mira por las ventanillas con aire aburrido. «Debí contarle todo, fíjate bien lo que ha pasado, estaba enamorado de ti, mi papá mañana y tarde con las polillas, mi mamá con su cruz a cuestas y rezando rosarios, confesándose con el jesuita, Pluto y el Bebe conversando en casa de, oyendo discos en el salón de, bailando en, tu tía comiéndose los pelos en la cocina, y a él se lo están comiendo los gusanos porque quería salir a verte y su padre no le dejó, fíjate bien, ¿te parece poco?» Había bajado del tranvía en el paradero de La Laguna. Sobre el pasto, al pie de los árboles, parejas o familias enteras toman el fresco de la noche y los zancudos zumban a las orillas del estanque, junto a los botes inmóviles. Alberto atraviesa el parque, el campo de deportes: la luz de la avenida revela los columpios y la barra; las paralelas, el tobogán, los trapecios y la escalera giratoria yacen en las sombras. Camina hasta la plaza iluminada y la elude: tuerce hacia el Malecón que intuye al fondo, no muy lejos, detrás de una mansión de muros cremas, más altas que las otras y bañada por la luz oblicua de un farol. En el Malecón se aproxima al parapeto y mira: el mar de Barranco no es el de La Perla, que siempre da señales de vida y en las noches murmura con cólera; es un mar silencioso, sin olas, un lago. «Tú también tienes la culpa y cuando te dije se ha muerto no lloraste, ni te dio pena. También tienes la culpa y si te decía lo mató el Jaguar, hubieras dicho pobre, ¿un Jaguar de a deveras?, tampoco hubieras llorado y él estaba loco por ti. Tenías la culpa y no te importaba nada más que mi cara seria. La culpa y mi cara, la Pies Dorados que es una polilla tiene más alma que tú.»
Es una casa vieja, de dos pisos, con balcones que dan sobre un jardín sin flores. Un caminito recto une la verja herrumbrosa a la puerta de entrada, una puerta antigua, labrada con dibujos borrosos que parecen jeroglíficos. Alberto toca con los nudillos. Espera unos segundos, ve el timbre, apoya el dedo en el botón y lo separa de inmediato. Siente pasos. Se cuadra.
—Pase —dice Gamboa y se retira del umbral.
Alberto entra, oye el ruido de la puerta al cerrarse. El teniente pasa a su lado y avanza por un corredor largo, que está en la penumbra. Alberto lo sigue en puntas de pie. La espalda de Gamboa casi toca su cara; si el oficial se detuviera de improviso, chocarían. Pero el teniente no se detiene; al final del pasillo estira una mano, abre una puerta y entra a una habitación. Alberto espera en el pasillo. Gamboa ha encendido la luz. Están en una sala. Los muros son verdes y hay cuadros con marcos dorados. Desde una mesa, un hombre mira a Alberto con obstinación: es una vieja foto, el cartón está amarillo y el hombre luce patillas, una barba patriarcal y aguzados bigotes.
—Siéntese —dice Gamboa, señalándole un sillón.
Alberto se sienta y su cuerpo se hunde como en un sueño. En ese momento recuerda que lleva puesto el quepí. Se lo saca y pide disculpas, entre dientes. Pero el teniente no lo oye, está de espaldas, cerrando la puerta. Da media vuelta, se sienta frente a él en una silla de patas finas y lo mira.
—Alberto Fernández —dice Gamboa—. ¿De la primera sección, me dijo?
—Sí, mi teniente —Alberto se adelanta un poco y los resortes del sillón chirrían, brevemente.
—Bueno —dice Gamboa—. Hable usted.
Alberto mira al suelo: la alfombra tiene dibujos azules y cremas, una circunferencia envuelve a otra más pequeña que a su vez encierra a otra. Las cuenta: doce circunferencias y un punto final, de color gris. Levanta la vista; detrás del teniente hay una cómoda, la superficie es de mármol y las empuñaduras de los cajones de metal.
—Estoy esperando, cadete —dice Gamboa.
Alberto vuelve a mirar la alfombra.
—La muerte del cadete Arana no fue casual —dice—. Lo mataron. Ha sido una venganza, mi teniente.
Levantó los ojos. Gamboa no se ha movido; su rostro está impasible, no revela sorpresa ni curiosidad. No le hace ninguna pregunta. Tiene las manos apoyadas en las rodillas, los pies separados. Alberto descubre que la silla que ocupa el teniente tiene extremidades de animal: plantas chatas y garras carniceras.
—Lo han asesinado —añade—. Ha sido el Círculo. Lo odiaban. Toda la sección lo odiaba, no tenían ningún motivo, él no se metía con nadie. Pero lo odiaban porque no le gustaban las bromas ni las peleas. Lo volvían loco, lo batían todo el tiempo y ahora lo han matado.
—Cálmese —dice Gamboa—. Vaya por partes. Hable con toda confianza.
—Sí, mi teniente —dice Alberto—. Los oficiales no saben nada de lo que pasa en las cuadras. Todos se ponían siempre en contra de Arana, lo hacían consignar, no lo dejaban en paz ni un instante. Ahora ya están tranquilos. Ha sido el Círculo, mi teniente.
—Un momento —dice Gamboa y Alberto lo mira. Esta vez, el teniente se ha movido hasta el borde de la silla y apoya el mentón en la palma de la mano—. ¿Quiere usted decir que un cadete de la sección disparó deliberadamente contra el cadete Arana? ¿Quiere decir eso?
—Sí, mi teniente.
—Antes de que me diga el nombre de esa persona —añade Gamboa, suavemente—, tengo que advertirle algo. Una acusación de ese género es muy grave. Supongo que se da cuenta de todas las consecuencias que puede tener este asunto. Y supongo también que no tiene usted la menor duda de lo que va a hacer. Una denuncia así no es un juego. ¿Me comprende?
—Sí, mi teniente —dice Alberto—. He pensado en eso. No le hablé antes porque me daba miedo. Pero ya no. —Abre la boca para continuar, pero no lo hace. El rostro de Gamboa, que Alberto observa sin bajar la vista, es de líneas marcadas y revela aplomo. En unos segundos, los rasgos precisos de ese rostro se disuelven, la piel morena del teniente se blanquea. Alberto cierra los ojos, ve un segundo la cara pálida y amarillenta del Esclavo, su mirada huidiza, sus labios tímidos. Sólo ve su rostro y, luego, cuando vuelve a abrir los ojos y reconoce nuevamente al teniente Gamboa, cruzan su memoria el campo de hierba, la vicuña, la capilla, la litera vacía de la cuadra.
—Sí, mi teniente —dice—. Me hago responsable. Lo mató el Jaguar para vengar a Cava.
—¿Cómo? —dice Gamboa. Ha dejado caer la mano y sus ojos se muestran ahora intrigados.
—Todo fue por la consigna, mi teniente. Por lo del vidrio. Para él fue horrible, peor que para cualquiera. Hacía quince días que no salía. Primero le robaron su pijama. Y a la semana siguiente lo consignó usted por soplarme en el examen de Química. Estaba desesperado, tenía que salir, ¿comprende usted, mi teniente?
—No —dijo Gamboa—. Ni una palabra.
—Quiero decir que estaba enamorado, mi teniente. Le gustaba una muchacha. El Esclavo no tenía amigos, hay que pensar en eso, no se juntaba con nadie. Se pasó los tres años del colegio solo, sin hablar con nadie. Todos lo fregaban. Y él quería salir para ver a esa chica. Usted no puede saber cómo lo batían todo el tiempo. Le robaban sus cosas, le quitaban los cigarrillos.
—¿Los cigarrillos? —dijo Gamboa.
—Todos fuman en el colegio —dice Alberto, agresivo—. Una cajetilla diaria cada uno. O más. Los oficiales no saben nada de lo que pasa. Todos lo fregaban al Esclavo, yo también. Pero después me hice su amigo, el único. Me contaba sus cosas. Se le prendían porque tenía miedo a los golpes. No eran bromas, mi teniente. Lo orinaban cuando dormía, le cortaban el uniforme para que lo consignaran, escupían en su comida, lo obligaban a ponerse entre los últimos aunque hubiera llegado primero a la fila.
—¿Quiénes? —preguntó Gamboa.
—Todos, mi teniente.
—Tranquilícese, cadete. Dígame todo con orden.
—Él no era malo —lo interrumpe Alberto—. Lo único que odiaba era la consigna. Cuando lo dejaban encerrado se ponía como loco. Ya estaba un mes sin salir. Y la muchacha no le escribía. Yo también me porté muy mal con él, mi teniente. Muy mal.
—Hable más despacio —dice Gamboa—. Controle sus nervios, cadete.
—Sí, mi teniente. ¿Se acuerda cuando usted lo consignó por soplarme en el examen? Tenía que ir con la muchacha al cine. Me dio un encargo. Yo lo traicioné. La chica es ahora mi enamorada.
—Ah —dijo Gamboa—. Ahora entiendo algo.
—Él no sabía nada —dice Alberto—. Pero estaba loco por ir a verla. Quería saber por qué no le escribía la muchacha. La consigna por lo del vidrio podía durar meses. Nunca iban a descubrir a Cava, los oficiales no descubren nunca lo que pasa en las cuadras si nosotros no queremos, mi teniente. Y él no era como los demás, no se atrevía a tirar contra.
—¿Contra?
—Todos tiran contra, hasta los perros. Cada noche se larga alguien a la calle. Menos él, mi teniente. Nunca tiró contra. Por eso fue donde Huarina, digo el teniente Huarina, y denunció a Cava. No porque fuera un soplón. Sólo para salir a la calle. Y el Círculo se enteró, estoy seguro que lo descubrió.
—¿Qué es eso del Círculo? —dijo Gamboa.
—Son cuatro cadetes de la sección, mi teniente. Mejor dicho tres, porque Cava ya salió. Roban exámenes, uniformes y los venden. Hacen negocios. Y todo lo venden más caro, los cigarrillos, el licor.
—¿Está usted delirando?
—Pisco y cerveza, mi teniente. ¿No le digo que los oficiales no saben nada? En el colegio se toma más que en la calle. En las noches. Y a veces hasta en los recreos. Cuando supieron que habían descubierto a Cava, se pusieron furiosos. Pero Arana no era un soplón, nunca hubo soplones en la cuadra. Por eso lo mataron, para vengarse.
—¿Quién lo mató?
—El Jaguar, mi teniente. Los otros dos, el Boa y el Rulos son un par de brutos, pero ellos no hubieran disparado. Fue el Jaguar.
—¿Quién es el Jaguar? —dijo Gamboa—. Yo no conozco los apodos de los cadetes. Dígame sus nombres.
Alberto se los dijo y luego siguió hablando, interrumpido a veces por Gamboa, que le pedía aclaraciones, nombres, fechas. Mucho rato después, Alberto calló y quedó cabizbajo. El teniente le indicó dónde estaba el baño. Fue y volvió con la cara y los cabellos húmedos. Gamboa seguía sentado en la silla de patas de fiera y tenía una expresión meditabunda. Alberto quedó de pie.
—Vaya a su casa, ahora —dijo Gamboa—. Mañana estaré yo en la Prevención. No entre a su cuadra, venga a verme directamente. Y déme su palabra de que no hablará a nadie de este asunto por ahora. A nadie, ni a sus padres.
—Sí, mi teniente —dijo Alberto—. Le doy mi palabra.